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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

Cadenas rotas (41 page)

BOOK: Cadenas rotas
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—¡Eh, cuidado! —chilló Lirio.

Una docena de soldados aparecieron a la carrera doblando la esquina. Las hojas de sus espadas y sus prendas de cuero estaban manchadas con la sangre de Ordando.

Pero el grito de Lirio hizo que se detuvieran.

—¡Saltad! ¡Por ahí!

Gaviota se volvió hacia el edificio que estaba señalando, y vio que se encontraba tan lejos que no podría haberlo alcanzado con una flecha. Pero flexionó las piernas y saltó.

Y no volvió a bajar.

Su cuerpo se aligeró de repente, como si se hubiera lanzado al agua. Sus pies se agitaron de un lado a otro, enredándose y entrechocando como si hubiera saltado desde un arenal. Los soldados se fueron volviendo más y más pequeños, y acabaron desapareciendo detrás de él. Otras siluetas subían a su alrededor. La capa de Lirio onduló y aleteó hasta que la joven pareció estar cubierta de espuma marina. A pesar de su apurada situación, Stiggur sonreía de puro deleite ante aquella nueva sensación: el muchacho no había tenido tiempo de disfrutar de su caída anterior. Gaviota se alegró de que los soldados de Benalia no fueran armados con arcos y flechas.

El edificio que habían escogido como meta, de piedra en la parte inferior y de ladrillo arriba, se alzó ante ellos como una pequeña montaña. Lirio movió la mano en el vacío como si le diera palmaditas al aire, dirigiéndolos hacia abajo: era la primera vez que Gaviota la veía controlar sus movimientos durante un vuelo. Un instante después vio que el tejado, que se extendía detrás de un pequeño parapeto, estaba ligeramente inclinado y recubierto de tejas. Canalillos forrados de plomo dirigirían el agua de lluvia hacia bocas en forma de gárgolas colocadas en las esquinas del tejado. Lirio fue la primera en aterrizar, haciéndolo con la gracia de una bailarina y subiendo las rodillas instintivamente al posarse. El descenso de Gaviota fue más violento, y estuvo acompañado por un golpe sordo cuando todo su peso volvió de repente y casi le dislocó los tobillos. Stiggur, cargado con el peso inconsciente de la heroína benalita, acabó con el trasero en el tejado, pero consiguió evitar que la cabeza de Rakel chocara con las tejas. Hammen se había agarrado a la capa que envolvía a su madre.

Volviendo a concentrarse inmediatamente en su oficio, Bardo se limpió la espada en la capa para quitarle la sangre pegajosa que la cubría, y después la envainó. El paladín descolgó su arco largo del hombro, probó la cuerda y sacó una flecha de la aljaba.

—¡Prrepárrate parra disparrar! —le gritó a Gaviota.

Gaviota se colgó el hacha del cinturón con un movimiento casi mecánico que manchó de sangre su chaleco de piel de ciervo. Después empuñó su arco largo mientras contemplaba sus nuevas defensas. El tejado estaba vacío y consistía en cuatro extensiones inclinadas de tejas de pizarra, con sólo una trampilla de madera en el centro. Cuatro pisos más abajo, un gran número de siluetas negras estaban convergiendo sobre el edificio como otras tantas hormigas soldado.

—¿Contra qué vamos a disparar?

Bardo lamió las plumas de la flecha para alisarlas y dejarlas lo más unidas posible, y después inclinó la cabeza hacia el este, allí donde la aglomeración de edificios de la ciudad empezaba a ser menos grande. Los cuarteles y los campos de entrenamiento debían de quedar en aquella dirección.

Gaviota tragó saliva.

Procedente de aquella dirección se aproximaba una bandada de wyverns, pequeños dragones del tamaño de un buey que tenían el cuerpo gris oscuro y los estómagos de un amarillo sucio, con el hocico corto, el delgado rostro cubierto de escamas y largas alas de gran envergadura cuyos bordes estaban tan afilados como una guadaña. Encima de los wyverns viajaba la versión benalita de la caballería: nueve lanceros, todos con sus armas dirigidas hacia ellos.

«Atacados por tierra y por aire», pensó el leñador. Estaban realmente atrapados.

* * *

—Por todos los dioses... —murmuró Helki, y empezó a toser.

Mangas Verdes entornó los párpados, intentando ver algo a través de la niebla acre que le quemaba los ojos y los pulmones. Estaba hundida hasta los tobillos en una gruesa capa de cenizas y pequeños fragmentos de metal quemado y retorcido. Cuando se movió, los montones de restos crujieron y se agitaron como si estuvieran infestados por manadas de ratas metálicas. La joven hechicera no podía ver más allá de tres metros en cualquier dirección, pues la neblina estaba por todas partes y ondulaba a su alrededor como la humareda de un bosque en llamas. Mirara donde mirase, e incluso en el aire, sólo había destrucción.

Channa tosió.

—Esto hace que el último lugar en el que hemos estado parezca un paraíso —murmuró con voz perpleja y asustada mientras volvía la cabeza de un lado a otro.

Los demás asintieron con toses y gemidos ahogados. Channa empuñó su arco corto y se alejó para explorar, moviéndose cautelosamente con los ojos entrecerrados.

—Pero ¿qué sitio es éste? —resopló Helki.

La centauro movió su larga lanza emplumada en un lento círculo, como si hubiera peligro acechándoles por todas partes. Helki intentó ver algo desde su mayor altura, haciendo crujir los restos bajo sus cascos. La mayor parte de los escombros consistía en trozos de huesos muy viejos.

Una silueta se movió velozmente en el límite de su campo visual, y Mangas Verdes se sobresaltó. Parpadeó, intentando expulsar las motitas que se le metían en los ojos, y acababa de convencerse de que todo habían sido imaginaciones suyas cuando otra silueta surgió de la nada: era una forma oscura, con relucientes dientes blancos y ojos rojizos, que le habría llegado a la cintura si hubiese estado erguida.

Y un instante después la silueta desapareció.

—Hemos llegado —murmuró la druida—. El Infierno de los Artefactos... Un plano de demonios. Phyrexia. El cerebro está aquí... Puedo sentir su presencia.

Pero eso era todo lo que podía percibir, pues sus fuerzas se habían esfumado.

Todo se volvió negro, y Mangas Verdes cayó de bruces sobre las cenizas.

_____ 18 _____

Gaviota y Bardo tensaron las cuerdas de sus arcos y enfilaron las puntas de las flechas hacia los dos lanceros que encabezaban la carga de la caballería volante.

—¿Montura o jinete? —preguntó el leñador.

—Da igual —replicó el paladín—. Uno no sirrve de nada sin la otrra. ¡Esperra hasta que estés segurro de no fallarr!

—¡Ahora! —gritó Gaviota.

Tragó aire y apuntó su flecha hacia un pecho de un color amarillo sucio, para que si fallaba alcanzara al jinete que había detrás. «Es extraño», pensó. Los lanceros se aproximaban sin ningún temor a los proyectiles, no oscilaban por el cielo y no llevaban a cabo ninguna maniobra de evasión salvo un lento y pesado subir y bajar de sus monturas. Al igual que los patos y los murciélagos, a los wyverns les resultaba bastante difícil volar y tenían que golpear enérgicamente el aire con las alas para mantenerse en vuelo, especialmente si llevaban una carga sobre la espalda.

Gaviota lanzó su flecha, sintiendo la tensión del aire atrapado en sus pulmones mientras soltaba la cuerda. Bardo disparó la suya en el mismo segundo.

Sus flechas hendieron el aire con un veloz silbido, chocaron con los flancos escamosos de los wyverns y rebotaron en ellos para caer a la calle que se extendía debajo de la caballería voladora.

—¡Embrrujados! —gritó Bardo—. ¡Están hechizados contrra los prroyectiles!

—Tiene sentido —asintió Gaviota, poniendo otra flecha en su arco—. ¡Yo nunca me subiría a una criatura que pudiera ser derribada con una flecha! ¡Pero pongamos a prueba a los jinetes!

Tensó la cuerda del arco. Los nueve lanceros ya estaban lo suficientemente cerca para que Bardo y Gaviota pudieran ver las gemas incrustadas en las bridas que cruzaban los chatos hocicos de sus monturas. Gaviota apuntó su flecha y vio cómo dos ojos amarillos con la pupila vertical de un gato le contemplaban fijamente a lo largo del astil. Movió el arco para dirigir el proyectil hacia la delgada armadura que protegía el pecho del jinete, soltó la cuerda...

... y el wyvern se interpuso diestramente en la trayectoria de la flecha. La flecha volvió a rebotar en su pecho escamoso y salió despedida para perderse en la lejanía.

Gaviota se colgó el arco del hombro de un feroz manotazo mientras soltaba un espantoso chorro de juramentos de mulero y empuñó su hacha ensangrentada. Bardo ya había cambiado el arco por la espada.

Gaviota se limpió las manos en el chaleco de cuero y aferró el mango de su hacha con más fuerza. No tenía ni idea de si podría rechazar un ataque —a sólo segundos de distancia— de aquellas temibles bestias y sus jinetes armados con lanzas de punta aserrada. El leñador movió los pies de un lado a otro, sintiendo cómo resbalaban sobre las tejas cubiertas de hollín y mugre. Un terreno traicionero, un sitio difícil de defender, cuatro miembros de su grupo indefensos y que no podían luchar...

Bardo ordenó a los no combatientes que se agazaparan detrás del parapeto. Lirio se acurrucó detrás del pequeño muro, y rodeó con los brazos el cuerpo ensangrentado de Rakel cuando Stiggur la depositó cautelosamente sobre las tejas de pizarra recalentada por el sol. Hammen no se apartó de su madre, todavía agarrado a su mano inmóvil. Bardo fue hasta los refugiados pegados al suelo y se colocó junto a ellos. Gaviota se alegró de que el paladín estuviera allí, pues sabía qué hacer de una manera instintiva. El parapeto de piedra les proporcionaba una cierta protección, aunque en una sola dirección. Los jinetes no se atreverían a atacar con sus lanzas por miedo a que sus puntas rebotaran en la piedra y la sacudida les hiciera perder el equilibrio y caer de sus sillas de montar.

Gaviota se colocó al otro extremo del grupo e inclinó la cabeza hacia la cada vez más preocupada Lirio para sonreírle.

—Haz lo que puedas, si es que puedes hacer algo —le dijo—. Saca a alguien de aquí con vida, Lirio. Sé que puedes hacerlo.

—Oh, Gaviota —dijo la mujer vestida de blanco—, te amo tanto...

La mueca de calavera con que le había estado sonriendo el leñador se convirtió en una verdadera sonrisa llena de dulzura.

—Y yo también te amo, cariño. Siempre te he...

—¡Agachaos! —ladró Bardo, y el ataque empezó.

La bandada de nueve lanceros se dividió para rodear el edificio mientras Lirio y los demás se encogían sobre sí mismos, y Gaviota supo que estaban perdidos nada más ver la maniobra. No podía mirar en todas direcciones a la vez. Las monstruosas monturas golpearon el aire con sus enormes alas mientras se dispersaban como gorriones, pero sus movimientos estaban meticulosamente sincronizados. Gaviota maldijo cuando el vendaval creado por su paso le abofeteó, revolviendo su despeinada cabellera y tirando de su capa. Los jinetes parecían lo bastante grandes para ser un blanco fácil, pero el huracán de las alas habría desviado cualquier flecha haciendo que se perdiera en el vacío. Los wyverns aletearon a unos tres metros de la pared del edificio, pero las puntas de las lanzas llegaban mucho más allá de sus cabezas. Eran de acero pulimentado, y estaban aserradas y llenas de curvas que les daban un cierto parecido con anzuelos de pesca. Se abrirían paso a través de un hombre como una gigantesca aguja de hacer punto y después desgarrarían la carne, dejando heridas horrendas cuando fueran arrancadas de un tirón.

Y una de esas puntas venía hacia él.

Gaviota se preguntó si aquellos soldados habían recibido órdenes de capturarlos con vida. Pero abandonó esa idea enseguida cuando dos jinetes vestidos de negro y sus grises monturas se lanzaron sobre él desde dos direcciones distintas. Gaviota reaccionó instintivamente agachándose e hizo girar su hacha para apartar una lanza, y después casi se dislocó la espalda al apartarse de la trayectoria de otra lanza que se aproximaba desde la dirección opuesta.

Pero el agacharse no le sirvió de mucho, pues otro par de lanzas ya venía hacia él siseando a través del aire. ¡Por las pelotas de Boris, qué rápidos eran!

Logró golpear el astil de una lanza cuando pasó junto a él, pero la madera era tan dura y ligera que lo único que consiguió fue arrancarle algunas astillas y desviarlo a un lado sin romperlo. Un instante después sintió un impacto tan frío como el beso de un vampiro.

Una punta de lanza se deslizó a lo largo de su brazo derecho, entrando en el músculo triangular de su hombro. Gaviota saltó a un lado, chillando al notar el gélido tajo. Su hacha chocó contra las tejas de pizarra cuando su mano derecha quedó entumecida. Su atacante se alejó enseguida —una cola tan gruesa como un roble joven casi consiguió aplastarle la cabeza y destrozarle los sesos antes de esfumarse—, pero otro se lanzó sobre el leñador para dirigirle un nuevo lanzazo. Gaviota consiguió esquivar la embestida de aquella pértiga letal, pero tuvo que arrojarse de espaldas hacia el parapeto en un movimiento tan incontrolado que faltó poco para que saliera despedido por encima de él. «Son como abejas gigantes —pensó—, y nosotros somos las flores, indefensas y prisioneras de nuestras raíces.» Gaviota todavía no había logrado asestar ni un solo golpe.

Mientras Gaviota caía, flexionando frenéticamente las piernas para volver a incorporarse lo más deprisa posible, Bardo se colocó entre las siluetas acurrucadas junto al parapeto e intentó protegerlas desde todas las direcciones al mismo tiempo.

Una lengua de fuego serpenteó a lo largo del brazo del leñador mientras intentaba levantarse con una sola mano, que además estaba vacía.

—Tú eres el... héroe, Bardo...

Bardo no le oyó. El paladín gritó y lanzó un golpe contra una lanza que se le aproximaba, desviándola con su escudo. Después dirigió un mandoble contra una pata del wyvern y el filo de su enorme espada se abrió paso a través de las escamas por la parte inferior del muslo del dragón, la primera sangre que lograban derramar en aquella batalla...

Gaviota chilló, pero ya era demasiado tarde.

Bardo gruñó cuando la punta de una lanza le atravesó la espalda y emergió por su pecho, justo en el centro del rojo báculo alado que era su blasón. Un jinete que sonreía burlonamente le había atacado por detrás.

Con un gruñido del hombre y el dragón, Bardo fue alzado por los aires y sacado del tejado. Su escudo, que había estado colgando de su brazo suspendido por una tira de cuero, se soltó cuando el paladín intentó agarrar la punta de lanza que sobresalía de su pecho con esa mano, pues el paladín jamás soltaría su espada bendecida, ni siquiera en la muerte. Pero Bardo no pudo encontrar la punta de acero, porque ya estaba agonizando. El jinete, descendiendo lentamente a causa del nuevo peso, movió su lanza hasta dejar la punta dirigida hacia el suelo. El paladín volvió a ser desgarrado cuando los pinchos se abrieron paso a través de sus pulmones para salir de su cuerpo. Liberado del mortífero acero, Bardo cayó cuatro pisos.

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