Y, junto a ella, estaba el cerebro de piedra convertido en casco.
Y entonces se acordó, y supo dónde estaban.
—¡Gaviota, despierta! ¡Despertad todos! ¡Estamos en casa! ¡Hemos vuelto al Bosque de los Susurros!
* * *
Dos días después. Mangas Verdes ya había traído hasta allí a todo el mundo.
Bajo el mando de Varrius, el ejército había salido de las malas tierras y había llegado a un largo río que serpenteaba por entre unos grandes acantilados. No tuvieron tiempo de ir más lejos antes de que Mangas Verdes apareciese entre ellos, viajando a través del éter con tan poco esfuerzo como si lo hubiese hecho toda su vida, y agitara las manos para transportarles hasta las profundidades del Bosque de los Susurros.
Varrius, el flaco y bronceado soldado de negra barba, estrechó una y otra vez la mano de Gaviota.
—¡Te dije que triunfarías y lo has hecho! ¡Y apenas tardaste una noche en hacerlo!
Gaviota quedó asombrado al comprender que sólo habían estado un par de días lejos del ejército. ¿Cuántas tierras habían atravesado en aquel espacio de tiempo? Resultaba un poco aterrador. Gaviota nunca llegaría a acostumbrarse a la magia. Cuando Varrius asestó una entusiástica palmada sobre el hombro de Mangas Verdes con la fuerza suficiente para hacer que se tambaleara, la joven druida se limitó a sonreír.
El recibimiento de Chaney fue mucho menos aparatoso, pero igual de sincero.
—Sabía que habría pérdidas —murmuró la anciana mientras rodeaba a sus dos discípulas con su brazo bueno—. Pero también sabía que las dos triunfaríais. Vuestros corazones son demasiado grandes para que podáis fracasar.
Tanto Mangas Verdes como Lirio se sonrojaron cuando la druida las besó con sus labios resecos y marchitos.
Trabajando con la organización y la disciplina que Rakel había introducido para siempre en lo más profundo de sus mentes y sus cuerpos, el ejército acampó en el bosque y se dispuso a reagruparse y curar sus heridas. Habiendo perdido a Bardo, Holleb se convirtió en capitán de los exploradores, y seleccionó a dos soldados más para que sustituyeran a Channa y el paladín perdido y llenaran los huecos producidos en la compañía. Ordando había muerto, por lo que Rakel ascendió a su sargento, una robusta guerrera llamada Muliya, o «Muli», que había demostrado poseer considerables cualidades durante los entrenamientos. A pesar del frío invernal, el campamento no tardó en vibrar con el eco de los gritos, las risas y las canciones, y los soldados y seguidores sólo hablaron de los camaradas perdidos cuando anochecía y estaban sentados alrededor de los últimos resplandores de las hogueras agonizantes.
Gaviota y Mangas Verdes mantuvieron largas conversaciones y cabalgaron durante muchas horas, buscando señales que les orientaran, y acabaron decidiendo que probablemente se encontraban al norte-noroeste de Risco Blanco, y que seguían hallándose al noroeste del cráter de la estrella. Pero cuando su hermano le preguntó cómo habían llegado hasta allí, y que vendría a continuación, la druida titubeó como si no supiera qué responderle.
—Estábamos en aquel lugar horrible siendo atacados por todas partes cuando deseé que volviéramos a casa y vinimos aquí, de regreso a mis raíces..., y a las tuyas —dijo por fin—. Pertenecías más a este bosque que a Risco Blanco, pues era aquí donde pasabas todas tus horas de vigilia. Nos limitamos a regresar, como hacen los gansos cuando regresan a sus nidos durante la primavera.
Gaviota dejó las riendas encima del pomo de la silla de montar de Cintas y acarició el cuello gris salpicado de manchitas marrones de su montura.
—Pero no podemos quedarnos mucho tiempo. En este bosque nunca hubo caza suficiente para sustentar a nuestra aldea, y mucho menos a un ejército hambriento... Y no hay forraje para las caballerías. No podríamos vivir aquí durante el verano, así que todavía menos podremos hacerlo durante el invierno.
—Podemos hacerlo. —Mangas Verdes apartó unos mechones rebeldes de su rostro y tiró del chal que contenía sus ensalmos—. Chaney me ha explicado cómo encantar el bosque. No se trata de obligarle a crecer, sino de ayudarle a que nos ofrezca todos sus recursos con la máxima abundancia posible, tal como ella hizo en la meseta, debajo de esos robles, en las malas tierras. No necesitaría mucho tiempo para llegar a alterar el equilibrio y hacer que todos pudiéramos vivir cómodamente aquí. Siempre que seamos frugales, claro... —añadió.
Gaviota meneó la cabeza. Después se quedó inmóvil durante un momento para escuchar los murmullos que resonaban entre las ramas, aquel incesante susurrar que burbujeaba como un arroyo o como una multitud en un mercado o, pensándolo bien, como el cerebro de piedra. Los sonidos se volvían más débiles en invierno, y parecían menos siniestros que antes. No molestaban a nadie del campamento, pero eso quizá fuese debido a que se encontraban en la cima de la montaña invisible que formaban aquellos susurros. Gaviota decidió que no necesitaba buscar la respuesta a aquel misterio: era magia, y se lo dejaría a su hermana.
El leñador soltó una risita.
—Me resulta extraño verte en este sitio y tan tranquila y dueña de ti misma, Verde... Cuando vivíamos aquí, el bosque nublaba tu mente y te controlaba. Ahora tú lo controlas todo, y puedes hacer que el bosque cambie para que te dé cuanto necesitas.
Mangas Verdes meneó la cabeza, y el movimiento hizo ondular sus despeinados rizos castaños.
—Pero no utilizo la presión, y ni siquiera el halago o las promesas. Me limito a ayudarle. Pero... Sí, hubo un tiempo en el que la magia me dominaba, y sin embargo ahora... Bien, ¿puedo decir que yo domino a la magia?
Antes de que Gaviota pudiera responder, oyeron un repiqueteo de cascos procedente del campamento. Volvieron la mirada en esa dirección y vieron a Holleb y Jayne, el explorador al que acababa de nombrar, viniendo hacia ellos con un rápido trote. El centauro llevaba cuatro días lejos, siguiendo a una caravana de carros a través del bosque, y por fin había vuelto. Holleb llevaba puestos su casco y su peto. El leñador gimió.
—Oh, oh...
—¡Gaviota, Mangas Verdes! —gorgoteó la voz ronca y gutural de Holleb—. ¡En el oeste encontramos hechicera! ¡Es Dacian, que nos esclavizó a mí y a Helki, y que luchó con tu Liante para destruir tu aldea natal!
* * *
Dacian la Roja daba vueltas y más vueltas sobre su lecho de almohadas perfumadas. Estaba sola en el pabellón, una tienda muy grande y cómoda adosada a un lado de su carro. Su séquito llevaba dos semanas acampado allí, por lo que habían erigido otras tiendas para que acogieran sus muchas cajas y arcones, con lo que aquella tienda estaba prácticamente vacía salvo por las gruesas alfombras que cubrían el suelo del bosque, su enorme cama plegable y sus muchas almohadas, colchas y edredones. Dacian podía disfrutar de un sueño muy cómodo, enterrada bajo pequeñas montañas de cálido lujo plumoso.
La hechicera estaba soñando despierta, aunque era noche cerrada y el resto del campamento dormía salvo por los piquetes de guardia. No sabía por qué estaba despierta, pero utilizaba el tiempo para hacer planes con vistas al futuro. Un día o dos más, y habrían examinado toda la tierra del cráter de la estrella. Unas semanas antes Dacian había percibido la presencia de maná en aquella dirección, y había decidido que el cráter era su origen. Descubrir que lo que se estrelló allí había desaparecido, fuera lo que fuese, supuso una gran desilusión, pero Dacian mantuvo a sus hombres ocupados cavando en el cráter. Un lugar como aquél, tan impregnado de maná por el magnífico objeto misterioso que se le había escapado, sería una excelente fuente de aprovisionamiento. Dacian podría ir extrayendo maná de aquella región hasta el fin de los tiempos. Pero aquel maná era muy viejo, y muy extraño. ¿Y qué razón podía haber para que una estrella fugaz estuviera tan llena de poder? Bah, eso no tenía importancia... Después su caravana de carros avanzaría en dirección este, pasando cerca de aquella pequeña aldea situada junto al risco surcado por piedras blancas que había sido destruida durante una batalla con aquel hechicero de los abigarrados ropajes multicolores, cuando Dacian tuvo que huir y abandonar a algunos de sus mejores peones. Dacian se acordaba de que los bosques que se alzaban alrededor de la aldea estaban llenos de susurros. Seguramente habría mucho maná.
Insatisfecha, Dacian se dio la vuelta, se removió hasta liberarse de una docena de colchas y volvió a darse la vuelta. Algo la inquietaba, algo que parecía flotar en el aire. Quizá sencillamente estaba acusando el esfuerzo de exigir una obediencia impecable a sus servidores. Quizá hiciera entrar a un guardia en su tienda para disfrutar de un rato de diversión. O quizá fueran dos guardias... O quizá llamaría a una sirvienta para que le cepillara los cabellos. Dacian estaba muy orgullosa de la abundante y lustrosa cabellera que se derramaba sobre su espalda. Sí. Podía despertar al campamento, y poner a trabajar a todo el mundo en plena noche. Si ella no podía dormir, entonces nadie debería estar durmiendo.
Irritada y cada vez más frustrada, Dacian encendió una lámpara, deslizó su batín marrón y amarillo por encima de su camisón y se calzó unas botas de cuero muy suave y flexible. Terminó sus preparativos cogiendo su bolsa de artefactos y colgándosela de la cintura. Dacian nunca iba a ningún sitio sin ella, ni siquiera al retrete. Apartó el faldón de lona de la entrada con un manotazo y salió al frío aire nocturno.
—¡Guardia! ¡Despierta al campamento! ¡Guardia!
No hubo respuesta. Dacian pensó que el maldito imbécil habría abandonado su puesto para echar una siesta. Bien, entonces haría que fuese azotado por haber dejado indefenso al campamento...
No, un momento. ¿Qué era aquel ruido? Voces, una de hombre y una de mujer. ¡Ah! ¡El muy bribón tenía una pequeña aventura con alguna de las mozas de la cocina! ¡Bueno, les daría una lección a los dos!
Dacian fue siguiendo el sonido, con sus botas deslizándose silenciosamente sobre las hojas mordisqueadas por la escarcha. Allí, junto a un árbol, silueteados por la luz de la luna: su centinela, Rida, y... ¿Quién?
Una mujer alta y esbelta, desnuda como un bebé, con la piel tan blanca como la corteza del abedul y los cabellos del color del maíz, si la claridad lunar no la estaba engañando. Dacian se acercó un poco más. Rida era alto, pero la mujer era todavía más alta que él. No había ninguna mujer tan alta en el campamento...
Y entonces la mujer retrocedió, acercando su delgada espalda a un pequeño macizo de abedules, y se desvaneció entre ellos. Rida la siguió tambaleándose y tropezó con un tronco, como si estuviera medio ciego. El centinela se movió en un lento círculo y volvió a tropezar, claramente embrujado. Pero ¿cómo era posible...?
Y entonces Dacian comprendió lo que estaba ocurriendo. Había oído las leyendas. Dríadas de Shanodín, espíritus traviesos y burlones que podían adoptar cualquier forma..., incluso la de una mujer imposiblemente alta y hermosa. Pero ¿cómo podía haber cerca dríadas, que se contaban entre las criaturas más repletas de magia existentes, sin que Dacian hubiera percibido su presencia?
¿Y qué debía hacer? Adoptando una forma u otra, la que más deseara quien la estuviese contemplando, la dríada podía atraer a todos sus sirvientes hacia el bosque. De hecho...
Dacian volvió a toda prisa al campamento, caminando con tanto apresuramiento que casi chocó con un árbol. Fue hasta el carro de los cocineros y lanzó una patada por debajo de él, siendo recompensada con un gruñido de sorpresa y una maldición.
—¡Levantaos, piojos perezosos! ¡Rida ha sido embrujado por una dríada y vosotros seréis los siguientes, y acabaréis sin piel y devorados! ¡Venga, deprisa!
Dacian también avivó la hoguera.
Sus sirvientes fueron saliendo de las tiendas, o surgieron de las traseras de los carros. Todos se habían apresurado a levantarse, temiendo el mal genio de Dacian. La hechicera ya había enviado a tierras lejanas a dos sirvientes que eran demasiado lentos a la hora de obedecer las órdenes. Un cocinero se frotó la cara y masculló una maldición ahogada, y después dejó escapar un aullido.
—¡Mirad! ¡Allí!
Aproximándose al galope, con los ojos que reflejaban la luz de las hogueras despidiendo destellos rojizos, llegaba una manada de gigantescos lobos de las montañas. Los temibles animales de hirsuto y espeso pelaje entraron de un salto en el anillo de claridad de los fuegos y dispersaron al adormilado séquito de Dacian como si fueran gallinas. Las sirvientas gritaron y se pelearon entre ellas para volver lo más deprisa posible al refugio de los carros. Los hombres las empujaban desde atrás, o trepaban por los lados de los carros. Dacian se pegó a un carro y hurgó desesperadamente dentro de su bolsa en busca del artefacto mágico adecuado. El fuego haría huir a los lobos.
Los lobos, que estaban tan confusos como los sirvientes, se limitaron a trotar a través del campamento súbitamente desierto, y salieron por el otro lado para desaparecer entre la negrura. No lucharían ni molestarían a ningún ser vivo, a menos que interfiriese con sus vidas.
Pero a Dacian le pasó desapercibida su marcha, pues acababa de sacar de la bolsa una astilla de pedernal lo bastante afilada para cortar a los dedos que la manejaran sin las suficientes precauciones. Luz, necesitaba luz... Dacian conseguiría luz aunque tuviera que hacer arder todo aquel bosque hasta las raíces para ello.
Murmurando y restregando el pedernal contra su batín de lana, moviéndolo cada vez más deprisa, Dacian recitó un hechizo y envió zarcillos a lo largo del delgado hilo de una marca hasta los confines más lejanos de los Dominios, muy cerca de su centro llameante, donde moraba...
El elemental de fuego surgió del pedernal con un chasquido y un siseo, totalmente formado y vivo. Compuesto de llamas que bailaban y ondulaban y más alto que los carros, la criatura sugería una silueta femenina, pero Dacian sabía que los elementales no eran humanos y que, en realidad, ni siquiera estaban vivos.
Pero podía controlarlo. La llama del elemental calcinó la noche y se reflejó con un sinfín de destellos en las ramas desnudas, arrancando una neblina de vapor a las hojas del suelo del bosque. Dacian, medio cegada, curvó un dedo en el aire hasta formar un círculo.
—¡Álzate y revela a mis enemigos! Busca...
Pero sus palabras fueron repentinamente impulsadas de regreso hacia su boca.
Procedente del sur, la dirección del cráter, llegó una ráfaga de viento tan potente que la hizo retroceder tambaleándose hasta chocar con el carro. La galerna agitó la larga cabellera de Dacian alrededor de su rostro, tiró de su batín y la asfixió con cenizas de madera arrancadas del hoyo de la hoguera. Mientras se apartaba los cabellos a manotazos e intentaba no perder el equilibrio bajo aquel chorro de aire gélido, la hechicera vio que el elemental de fuego estaba luchando con una criatura similar. Blanca como un fantasma, con una larga cola que se retorcía y ondulaba, el elemental de aire se lanzó sobre su camarada, tan juguetón como un cachorro y tan peligroso como un tornado. Dacian contuvo la respiración y no pudo reprimir un estremecimiento. El viento creado por los movimientos del elemental de aire procedía de las capas más altas de la atmósfera y estaba implacablemente helado, sin que hubiera ni rastro del calor del sol o de la tierra en él. Dacian pensó que estaba respirando hielo, y que se ahogaba en él.