Pero sólo por un momento. El elemental de fuego osciló y giró velozmente, y se lanzó sobre el elemental de aire. Pero cuando se encontraron, el maná más poderoso de la criatura de aire extinguió a la criatura de fuego con tanta facilidad como un huracán apagaría una vela. Dacian vio cómo el elemental de fuego se disgregaba en un millar de diminutas volutas de llamas, como una hoguera de campamento que fuese esparcida por el suelo. Un instante después ya había desaparecido, y la oscuridad volvió a rodearla.
Confuso y echando de menos a su amigo, el elemental de aire recorrió el campamento una, dos, tres veces en rápidos circuitos, recubriendo de escarcha el equipo, los carros y a Dacian, y después salió disparado hacia el cielo y se desvaneció.
Dacian, con los dientes castañeteándole, miró a su alrededor. ¿Dónde estaban sus sirvientes? ¿Y sus guardias? ¿Habrían huido todos? ¡Malditos fuesen! ¡Los abandonaría, y los dejaría atrapados en un bosque invernal!
Dacian rebuscó dentro de su bolsa, maldiciendo y balbuceando. Tenía las manos tan frías que no sentía los dedos, y tampoco había ninguna luz —salvo la de la luna— para iluminar el contenido de la bolsa. La hechicera buscó a tientas y sacó lo primero que consiguió encontrar: una concha marina pintada de rojo.
Helada hasta la médula, Dacian pronunció un encantamiento para invocar a las criaturas asociadas con la concha. Necesitaría protección, y en grandes cantidades, pues quien estaba acechando en la oscuridad del bosque tenía más maná que ella. Y si quería escapar con sus carros y su botín, también necesitaría tiempo. Dacian completó su encantamiento lanzando la concha a cuatro metros de distancia de ella.
Un crujido resonó entre las hojas agitadas por el viento. Una hilera de pequeñas siluetas surgió de las hojas, no más altas que setas. Pero las formas se estiraron y crecieron como dientes de dragón, y en cuestión de segundos Dacian ya tenía una hilera de soldados interponiéndose entre ella y su misterioso atacante.
Había veinticuatro, tal como había solicitado. Todos eran hombres de piel bronceada y negra barba, envueltos en cota de malla de escamas plateadas que recordaba la piel de un lagarto y vestidos con faldellines y capas rojas. Cada soldado iba armado con un escudo redondo y una espada corta, y llevaba dos jabalinas sostenidas en su espalda por tiras de cuero. Mientras parpadeaban y miraban a su alrededor, reaccionando a la repentina oscuridad con un cauteloso recelo, su capitán —¿cómo se llamaba?— fue hacia Dacian para recibir órdenes, avanzando en silencio sobre sus pies calzados con sandalias.
No había recorrido tres metros cuando una bola de fuego iluminó la noche y gritos de guerra llegaron desde dos direcciones distintas.
Los soldados se agazaparon ante aquella nueva amenaza, entornando los ojos para protegerlos de aquella brillante claridad. Otra siseante bola de fuego trazó un arco por encima de sus cabezas, deslizándose a unos quince metros de altura, y estalló en el suelo del bosque a seis metros de ellos. Un fresno se convirtió en una gran antorcha cuando una sustancia llameante parecida a la pez empezó a correr sobre su corteza. Segundos después otra bola de fuego llegó de la misma dirección, lanzada hacia el cráter, y el nuevo proyectil estalló todavía más cerca, haciendo saltar a los hombres cuando prendió fuego a las hojas secas.
Los gritos de guerra volvieron a resonar, terriblemente numerosos, y fueron acompañados por los aullidos y estridentes chillidos de alegría de hombres y mujeres.
Ignorando a Dacian, el capitán rojo fue corriendo hasta el final de sus filas y les ordenó que formaran en parejas. Los hombres obedecieron automáticamente, aunque estaba claro que aquellos gritos de entusiasmo habían conseguido que desearan estar en cualquier otro sitio antes que allí. Un soldado del final, un sargento, le gritó al capitán que habían sido flanqueados.
Una hilera de caballería llegó atronando desde el este. Delante de ella galopaba un enorme centauro que llevaba un peto adornado con volutas y relieves y un yelmo. Tenía un brazo inmovilizado sobre el pecho, pero gritaba con toda la potencia de sus pulmones y empuñaba una lanza que tenía dos brazos de largo. Con él venían hombres y mujeres, muchos armados con sables curvos, otros con hachas y espadas largas. Salvo por los brazales de dos colores, aquella caballería parecía no tener uniforme.
«No es posible», pensó Dacian. ¡Nadie podía haber conjurado una fuerza tan grande con tal rapidez y sin que ella hubiera notado ninguna perturbación en el maná! ¡Era imposible!
El capitán rojo hizo un rápido recuento: se enfrentaba a una veintena de enemigos dispuestos en filas de tres. Si la fuerza que los había flanqueado contaba con el mismo número de combatientes...
Y así era. Otro centauro, más esbelto pero igual de alto, estaba al frente de una hilera de hombres y mujeres que llevaban capas grises adornadas con plumas de cuervo..., y detrás de ellos había más filas de soldados con brazales verdes: otra veintena de enemigos.
Veterano de cien batallas, el capitán sabía cuándo había llegado el momento de retirarse.
—¡Buscad refugio en parejas! ¡Sálvese quien pueda! ¡Reagruparos al norte cuando amanezca!
Como palomas que se dispersaran ante una manada de leones, los soldados rojos huyeron en parejas a la búsqueda del cobijo más cercano: detrás de árboles, debajo de carros, detrás de tiendas primero y de arbustos después... La fuerza de caballería se fragmentó para acosarlos, gritando mientras empujaba a los soldados rojos hacia la espesura y con sus caballos piafando y lanzando relinchos de pura excitación.
Dacian apretó los puños con tanta fuerza que sus largas uñas le rasgaron la piel de las palmas. ¡Por la frente ensangrentada de Shaitan, aquellos eran sus centauros! Los había reclutado en las Tierras Verdes cerca del Mar de Miel..., ¡y los había marcado! ¡Y de repente allí estaban, encabezando un ataque contra sus soldados rojos y dispersándolos como si fuesen ratones! Por los ojos de los dioses que mataría a alguien como castigo a aquella indignidad...
Una repentina confusión de gruñidos, chirridos, graznidos y crujidos hizo que girara sobre sus talones. La tierra estaba temblando debajo de sus pies. Dacian se agarró al carro y se arriesgó a echar un vistazo. La luz del árbol en llamas le permitió ver dos formas gigantescas que surgían de la oscuridad y venían hacia ella. Una tenía dos cabezas... ¡Era ese gigante estúpido al que había reclutado con un barril de vino, el que había perdido el brazo entre las fauces de la hidra! Pero allí estaba, viniendo hacia ella con un largo garrote sujeto al muñón. Y con él venía —¡maldiciones sobre maldiciones!— la bestia mecánica que había encontrado atrapada en un cañón de las llanuras de las tierras altas. ¡Los dos se disponían a atacarla!
Pero ¿cómo habían sido conjurados? ¡Era imposible!
Mas no tenía nada de imposible, pues la simple verdad era que Dacian no podía concebir que aquellas tropas estuvieran actuando por voluntad propia y que no se tratara de fuerzas conjuradas y obligadas a luchar, sino de voluntarios llenos de entusiasmo.
Dacian por fin se dio cuenta de que estaba sola. Su séquito había desaparecido. Los soldados rojos se habían esfumado dentro del bosque.
Era hora de irse. Tenía que abandonar los carros, y escapar mientras aún pudiera hacerlo. Conocía un lugar al que retirarse, su escondite favorito: una ciudad bastante grande de las tierras bajas, donde cualquier persona que tuviera una bolsa llena siempre era bienvenida...
Hurgó dentro de su depósito de artefactos y extrajo una moneda que había sacado de la fuente de aquella ciudad. Intentó pensar con claridad y concentrarse, y clavó la mirada en la lejanía y se obligó a calmarse. El salto era corto, y ya estaba sintiendo el primer cosquilleo en los pies, y su altura empezaba a contraerse...
Y entonces Dacian se quedó boquiabierta cuando algo brilló y tembló delante de ella. Los troncos de los árboles, o las ramas, o sencillamente un rayo de luz de luna que se inclinaba delante de ella, se fundieron de repente. Delante de ella, primero llena de franjas grises como la noche y floreciendo después repentinamente en un estallido de color, había una mujer delgada y no muy alta de cabellos despeinados que vestía ropas viejas y descoloridas y un maltrecho chal adornado con ensalmos, y un coloso vestido con pieles de ciervo y lana roja y armado con una gigantesca hacha de doble hoja. Las dos siluetas aparecieron a un metro y medio de Dacian. «Un hechizo de camuflaje», pensó la hechicera. Habían estado cerca y observándola todo el rato, y no se había dado cuenta de ello en ningún momento.
La mujer, que tenía el aspecto descuidado y tosco de una druida, llevaba un casco de piedra debajo de un brazo. La recién llegada posó su mano libre sobre el hombro de Dacian, rozándolo con afable delicadeza. La hechicera estaba demasiado confusa y aturdida para quitárselo de encima..., y con ese suave contacto, el hechizo para viajar por el éter de Dacian se disipó tan deprisa como si nunca hubiera sido más que un sueño placentero.
La hechicera apartó los dedos de la druida con un gruñido gutural y un salvaje manotazo, pero el hombretón la agarró por el brazo y la alzó en vilo, convirtiéndola en una prisionera.
Y mientras Dacian luchaba y se debatía, la druida dejó caer el casco de piedra sobre su negra y reluciente cabeza.
Mil imágenes bombardearon su mente, un millar de órdenes conminándola a obedecer...
Y Dacian ya no fue consciente de nada más.
* * *
—Así que hemos vuelto a vencer —dijo Mangas Verdes—. ¡Oh, qué sensación tan agradable! Por fin estamos obteniendo resultados tangibles.
—Me alegro —gruñó su hermano mientras dejaba en el suelo a la rígida Dacian—, pero no me siento feliz. Esta hechicera se peleó con Liante y ayudó a destruir nuestro hogar. Puede que fuera ella quien conjuró la lluvia de piedras y la plaga de ratas.
Mangas Verdes meneó la cabeza, visiblemente divertida.
—Tú fuiste el que protestó con más energía cuando le puse este mismo casco a Haakón.
—Bueno... —Gaviota se sintió repentinamente confuso—. Pero pensaba que estabas siendo arrogante y despiadada, y que ponías en peligro la cordura de otra persona cuando tú no habías probado el casco contigo misma.
—Y estaba siendo arrogante y despiadada, y estaba equivocada. Pero los dioses me pagaron con mi misma moneda, pues algún tiempo después tuve que ponerme el casco para salvaros la vida a todos. Un castigo muy adecuado para la arrogancia, y una cura infalible... Bien, no hablemos más de eso.
—Aun así, no queremos olvidar los crímenes de Dacian y ser bondadosos y clementes con ella.
—Pero la bondad y la clemencia son lo único que tenemos —discrepó Mangas Verdes—. Si los hechiceros están obsesionados con el control y la destrucción, entonces debemos responderles con la dulzura y la cooperación. Así es como derrotaremos a nuestros enemigos y conseguiremos que los Dominios lleguen a ser un lugar mejor.
Gaviota asintió lentamente.
—Debes de tener razón, pues seguramente el ir por ahí dando golpes en la cabeza a la gente no puede servir de nada..., o por lo menos no de mucho. Me alegra que no te hayas vuelto como ellos. Ése ha sido mi mayor temor: que perdieras tu alma al aprender magia.
Mangas Verdes se rió, un sonido lleno de alegría en la fría noche, y puso la mano sobre el antebrazo de su hermano mayor.
—No temas. Antes que volverme como ellos, convertiría mi carne en tierra y alimentaría a la hierba.
Gaviota sonrió y le revolvió los cabellos.
—Nuestros padres y todos los demás estarían orgullosos de ti. Pero ¿qué vamos a hacer con esta hechicera?
—La devolveremos al buen camino, o por lo menos le pondremos una correa para que no siga haciendo de las suyas. ¡Kwam! —gritó Mangas Verdes, volviéndose hacia la oscuridad.
El moreno estudiante apareció junto a ellos, tan silencioso como una sombra. Ya nunca estaba muy lejos de Mangas Verdes. La druida cogió con suave delicadeza la flácida mano de Dacian y la puso en la de Kwam.
—Llévala a las tiendas de Amma, por favor, y asegúrate de que la atan. Cuida de ella..., y no me decepciones.
La sonrisa de Kwam tembló. El tímido joven se sintió tan aturdido que no pudo responder, y se limitó a llevarse a Dacian.
Un instante después fueron interrumpidos por una jinete que llegó al galope. Era Rakel, que volvía a ser la comandante, pero que había pasado a vestir ropas de lana y había abandonado el cuero negro.
—¡Hola! —les saludó, desmontando de un salto—. ¿Habéis visto cómo corrían? ¡Y no ha habido que atravesar ni a uno solo!
Rakel se echó a reír, feliz por poder volver a hacer lo que sabía hacer mejor y por estar sana y entera y, también, porque su plan había funcionado a la perfección. Cuando supieron que debían atacar a Dacian la Roja, Mangas Verdes insistió en que debía haber el menor derramamiento de sangre posible, pues no cabía duda de que Dacian conjuraría a sus soldados rojos —viejos camaradas de Varrius, Neith y el difunto Tomás—, o incluso a exploradores centauros, amigos y parientes de Helki y Holleb.
Y después de toda la sangre y las ausencias que el ejército había padecido últimamente, nadie quería que hubiera más.
—¡Lo has hecho tan estupendamente como de costumbre, Rakel! —dijo Gaviota—. Me alegra que seas tú quien está al mando, y no yo. Yo habría metido a la mitad del ejército en el cráter, y habría perdido a la otra mitad en el bosque.
Rakel se puso de puntillas y besó a Gaviota en la mejilla con un beso de hermana.
—Lo habrías hecho muy bien —dijo—. Todos tenemos una tarea que llevar a cabo, y hemos de aprender a trabajar juntos como...
Rakel se calló de repente. Un capullo negro acababa de surgir de la nada a unos tres metros de ellos. La veloz masa giratoria, que parecía una telaraña de seda color ébano, fue creciendo rápidamente y pasó de ser una línea oscura a tener la altura y el grosor de un ser humano. Mangas Verdes rozó su chal con las puntas de los dedos y Rakel se llevó la mano a la espada, y Gaviota empuñó su hacha.
El capullo se quedó inmóvil y después se fue abriendo por un lado, como si se dispusiera a dejar en libertad a una mariposa gigante.
Pero lo que surgió de él no era una mariposa sino un hombre alto y delgado, extrañamente vestido con unos harapientos pantalones de lana y una camisa negra adornada con bordados azules. Una maltrecha capa de cuero colgaba de sus hombros, y una daga recubierta de tallas y una bolsa de cuero repujado pendían de sus caderas.