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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

Cadenas rotas (43 page)

BOOK: Cadenas rotas
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Lirio se había encogido sobre sí misma a la derecha de Gaviota. La joven hechicera maldijo desesperadamente su falta de control, y el no haber sabido llegar a aprender hechizos protectores u ofensivos. Lo único que podía hacer era volar, y sólo en algunas ocasiones. Pero ¿podría huir volando de aquel destino..., y adonde? ¿Había algún sitio en el que estuviera a salvo? Lirio se irguió de golpe cuando un demonio saltó sobre ella como un zorro, agarrándose a su oscura cabellera y lanzando mordiscos a su cuello. Chilló y se pegó a Gaviota como si el leñador fuese un muro, e intentó quitarse de encima al monstruo. Dientes como astillas tocaron su piel y se fueron hundiendo en ella. Aterrorizada, pero no queriendo avergonzar a Gaviota, la joven manoteó desesperadamente intentando agarrar al demonio que tenía detrás y sintió cómo le mordía los dedos. Otro demonio saltó y se aferró a su cinturón, clavando uñas que atravesaron la ropa de Lirio y la piel de su estómago. «Oh, Gaviota —quiso decir—, te amo tanto...» Pero no había tiempo, y ya nunca lo habría...

Stiggur no dispuso de tiempo para emplear su látigo o desenvainar su cuchillo. Demonios no mucho más bajos que él surgieron de todas las direcciones y se lanzaron sobre sus brazos. Stiggur sintió cómo sus dientes se hundían profundamente en su carne y no pudo contenerse, y gritó. Retrocedió tambaleándose y tropezó con las caderas de Gaviota. Mientras el leñador, su héroe, blandía su hacha con una sola mano enfrentándose a la acometida de los demonios, el grueso mango de nogal se movió bruscamente hacia atrás y golpeó al muchacho en una sien. Stiggur se derrumbó entre un montón de flacos y hambrientos villanos de piel oscura...

De todo el grupo, sólo Mangas Verdes salió ilesa por el momento, pues el fuerte y silencioso Kwam la agarró por la cintura y la alzó en vilo.

—¡Te protegeré! —gritó el joven.

Un pensamiento que no podía ser más ridículo y estar más fuera de lugar dadas las circunstancias cruzó por la mente de Mangas Verdes, y la joven druida se dijo que Kwam tenía una voz muy agradable. Pero el estudiante de magia jadeó cuando los demonios cayeron sobre él, mordiendo, arañando e intentando trepar por su cuerpo como si fuese una escalera para llegar hasta Mangas Verdes. Kwam no sabía durante cuánto tiempo sería capaz de mantenerse erguido. No sería mucho, pues el dolor ya le estaba haciendo bailar, y se incrementaba rápidamente...

Mangas Verdes buscó frenéticamente dentro de su mente mientras intentaba seguir respirando, pues Kwam la había agarrado por la cintura con la fuerza de la desesperación. Sabía que tenía que salvar al grupo, pero ¿cómo? ¿Qué podía conjurar? Ni siquiera una flota de alfombras voladoras podría ayudarles. ¿Un fungosaurio? ¿Un tejón? Pero los zarcillos que la unían a las criaturas que había marcado eran débiles y muy delgados, tan grande era la distancia que habían recorrido alejándose de cuanto conocían. Y sin embargo había uno...

Mangas Verdes encontró aquella marca, tan gruesa y potente como un río resplandeciente bañado por destellos plateados, que se retorcía y giraba dentro de su mente, apuntando infaliblemente hacia el lugar en el que se hallaba el cerebro de piedra. Era un tirón tan grande como el de un remolino oceánico, y no estaba muy lejos de allí. Pero traerlo hasta ella mediante un conjuro le resultaba tan imposible como remontar una cascada nadando. Tendría que ir hacia el cerebro de piedra...

¿Y abandonar a sus compañeros?

Kwam se derrumbó en el mismo instante en que el pensamiento pasaba por su cabeza, desplomándose nacidamente sobre su trasero mientras seguía tratando de sostener a Mangas Verdes por encima de él. Le habían fallado las fuerzas. Su hermano, no muy lejos de allí, luchaba con una docena de demonios entre la niebla, pero Lirio y Stiggur habían caído y estaban ocultos debajo de una montaña de aquellas horribles criaturas. Incluso Helki se había derrumbado.

Y los que todavía no estuvieran muertos, lo estarían dentro de unos minutos.

«He de renunciar a mi mente —pensó Mangas Verdes—. Debo renunciar a mi cordura.» Era lo único que podía hacer.

La joven druida gritó cuando un demonio le mordió el pie. Después cerró los ojos y se dejó arrastrar por la corriente, y arrojó su mente, su cuerpo y su espíritu al vacío.

* * *

Mangas Verdes, parpadeando y debatiéndose, se encontró revolcándose sobre las cenizas, los huesos y el polvo. Estaba sola, en algún lugar lejos de la horda de demonios, aunque a no mucha distancia de ella podía oír un extraño sonido aflautado, como si unos gorriones estuvieran peleándose entre ellos. Era la horda, que estaba haciendo pedazos a su hermano y sus amigos.

Pero ¿dónde estaba...?

Algo se le clavaba en la espalda. ¿Una roca? ¿Un cráneo? Mangas Verdes se removió torpemente, medio rodando sobre sí misma hasta que pudo poner las manos encima de aquel objeto.

Era el casco de piedra. Había sido arrojado allí como si fuese un trasto viejo. Mangas Verdes no sabía por qué. Era el más antiguo y poderoso de todos los artefactos. Se hallaba repleto de secretos, misterio y milagros y, al mismo tiempo, estaba tan impregnado de maná y su orden de obedecer era tan poderosamente irresistible que podía sumir en la más profunda de las locuras a cualquier hechicero por diestro y poderoso que fuese.

Y Mangas Verdes sabía que ella también podía sucumbir ante el poder del cerebro verde.

Pero sus amigos la necesitaban, y no había ninguna otra forma.

Casi podía oír cómo los dioses se reían de su dilema. Había utilizado el casco con Haakón, pero no se atrevía a usarlo consigo misma..., y no tenía otra elección.

—¡Ah, he de ser yo! —jadeó—. Bien... ¿Qué es la locura, sino simplemente un estado más de la mente?

Mordiéndose el labio, las manos temblándole incontrolablemente, Mangas Verdes colocó el casco sobre su cabeza.

Era sorprendentemente ligero, y no pesaba más que una gorra de lana. El casco se adaptó de una manera perfecta a su cráneo, quedando firmemente plantado en él pero sin apretarlo, como si hubiera sido moldeado para su cabeza.

Pero los pensamientos y las órdenes...

Su mente fue invadida por el estrépito rencoroso que le presentaba el casco, y Mangas Verdes sintió cómo se hinchaba y vibraba hasta que pareció a punto de estallar.

Cien voces le gritaron que desistiera, que renunciara a sus maldades y que obedeciera. Eran voces de hombres y mujeres, de muchachos, chicas y ancianos, y también había otras voces mucho más extrañas y ajenas a la humanidad: el retumbar de un gigante, el chillido estridente de un centauro, un siseo de reptil... Todas le ordenaban que dejara de usar la magia o que se enfrentara al riesgo de enloquecer.

Y las órdenes siguieron llegando hasta que Mangas Verdes empezó a sentir que su mente se disolvía. Sabía que sólo hacía un segundo que llevaba puesto el casco, pero el tiempo se había detenido dentro de su cabeza. El cónclave seguiría gritando y sermoneándola hasta que se rindiera, lanzándole una avalancha de amenazas para aplastarla debajo de ella.

No le extrañaba que Tybalt y Haakón hubieran enloquecido. Mil voces gritando dentro de su cabeza, amenazándoles con la locura...

Pero Mangas Verdes ya había estado loca. Por primera vez en su vida, como si una niebla se hubiera disipado de repente o como si hubiera doblado alguna esquina desconocida, la joven druida era capaz de analizar ese hecho.

Mangas Verdes había pasado la mayor parte de su existencia siendo idiota. Un millar de millares de pensamientos habían cruzado velozmente por su cerebro cada día, y siempre había podido ignorar aquello que no le gustaba.

Mangas Verdes acabó decidiendo que aquellas voces no eran más amenazadoras o irresistibles que el burbujeo sibilante del Bosque de los Susurros.

Podría haberse echado a reír ante aquella ironía: había temido que ponerse el casco traería consigo la locura, sólo para descubrir que la locura la había preparado y la había convertido en su portadora ideal.

«Bueno —pensó—, así que las últimas cadenas han caído de mi mente y se han roto para siempre...»

Y, tal como dijo Tybalt, había algo más que las voces. Las mentes unidas de muchos grandes hechiceros estaban abiertas delante de ella, y Mangas Verdes podía leer todo su contenido si así lo deseaba..., y también podía tomar lo que necesitara.

Una estampida de visiones cruzó por su cerebro como una manada de caballos huyendo al galope, como un tornado, como un oleaje enfurecido. Eran imágenes de un tiempo muy lejano. Seres vestidos con túnicas oscuras y calaveras de caballo que lloraban por cabezas. Un trasgo tuerto de largos colmillos con una corona de clavos al rojo vivo alrededor de las sienes. Una torre de marfil que se alzaba sobre un dorado bosque otoñal. Un monstruo que aullaba con una voz que hacía añicos las montañas. Mujeres de azul que se iban duplicando a sí mismas hasta que llenaron una mansión y acabaron rebosando por las puertas. Duendes que bailaban sobre las flores y que remolcaban una piel de perro que sangraba. Un ser inteligente y capaz de pensar cuyo rostro parecía una vela derretida. Fantasmas con relojes en sus estómagos. Fraguas tan calientes como el sol, y tan llenas de tesoros que no podían contenerlos. Palabras. Canciones. Gritos de batalla. Sollozos.

Y hechizos.

Cómo volverse invisible. Cómo detener el corazón de un enemigo. Cómo hacer que los árboles bailaran bajo la luz de la luna. Cómo amansar a un guerrero salvaje de las tierras norteñas, cómo sacar al leviatán de las profundidades del océano, atraer un cometa hasta la tierra, interrumpir el tiempo, hacer que un metal se oxidara de repente, encantar un santuario, paralizar una columna vertebral dejándola tan rígida como la piedra, conjurar visiones, y muchos más...

Y perdido dentro de aquel clamor, Mangas Verdes oyó el balbuceo del cerebro de piedra, una voz familiar que no se interrumpía nunca y que fluía en un discurrir tan incesante como el de un manantial. Y en sus palabras había una pista, un sendero, un camino.

Una esperanza.

Inundada de maná hasta los ojos, Mangas Verdes sólo necesitó imaginarse a su hermano y sus amigos luchando con la horda de demonios...

... y se encontró entre ellos. Oyó los aullidos y chillidos que llegaban hasta ella desde debajo del casco, y oyó un grito lleno de agonía cuando alguien que seguía vivo recibió un mordisco particularmente feroz.

Y allí, en aquel torbellino, había una herramienta. Era un hechizo de escudo, una segunda piel de maná para mantener alejado al peligro, pero reforzada e intensificada un centenar de veces. Mangas Verdes invocó su arcano nombre con un susurro, arrancándolo del remolino de sonidos que rebotaban de un lado a otro dentro de su cabeza...

... y un instante después parpadeó, asombrada, cuando todos los demonios salieron despedidos en todas direcciones como por un vendaval gigantesco. Los demonios cayeron sobre los escombros y el polvo, rodando y dando tumbos sobre la desolación. Ninguno se levantó para reanudar el ataque y todas las criaturas se quedaron inmóviles allí donde habían caído, temblando como si hubieran sido fulminadas por el rayo.

Y había más. Mangas Verdes miró con los ojos de su mente y vio un burbujeo de sangre que surgía de una garganta rasgada, y supo que era la garganta de Kwam. Con tanta facilidad como si cogiera una aguja enhebrada...

... Mangas Verdes cosió la herida, borró todas las señales del daño sufrido, devolvió y recargó la sangre dentro de sus venas, y oyó cómo el corazón del joven dejaba de palpitar alocadamente preparándose para detenerse y reanudaba su tranquilo y potente bombeo habitual. Gaviota tenía una rodilla hincada en el suelo, y la otra pierna había quedado flácidamente estirada debajo de su cuerpo después de que un demonio se la hubiera dejado inutilizada atravesándole los tendones con los dientes. Mangas Verdes curó la pierna con un guiño de sus ojos. Lirio había perdido una parte del cuero cabelludo a causa de un terrible mordisco, y Mangas Verdes lo restauró. El brazo de Amma estaba sangrando, pero Mangas Verdes volvió a colocar en su sitio los tendones y los músculos. Después la joven druida fue de un lado a otro, curando a Helki y a Rakel y a Hammen y a Stiggur..., pero no a la pobre Channa, pues lo único que quedaba de ella era un montoncito de cabellos y de huesos dispersos.

Las voces que resonaban dentro de su cabeza se habían convertido en un rugido, un diluvio que amenazaba con ahogarla. Mangas Verdes sintió que se le doblaban las rodillas. Por mucho que se esforzara..., no conseguía encontrar la clave para... curarse a sí misma...

Sería mejor que hiciese algo antes de que se desmayara.

Se imaginó su ruta y hasta dónde habían viajado, y dejó escapar un gemido de asombro cuando vio la distancia recorrida. Habían atravesado una parte sustancial de los Dominios, pues si miraba hacia la lejanía podía ver los confines en los que se terminaban los mundos. Todo estaba allí. Todo el conocimiento que se pudiera desear estaba en aquel lugar, pero tiraba de ella e intentaba arrancarle la mente del cráneo...

Oh, sí, tenían que viajar por el éter. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Debía... de estar... mareada...

Haciendo esfuerzos desesperados para permanecer en pie y despierta, Mangas Verdes extendió los brazos y la mente y reunió a sus amigos alrededor de sus faldas, y —en un simple latido de tiempo— los llevó hasta un lugar oculto en las profundidades de su corazón.

—Vamos... a... casa.

_____ 19 _____

Unos susurros despertaron a Mangas Verdes.

Abrió un ojo y se encontró contemplando un pálido sol invernal sobre el que se desplegaba una capa de nubes y que derramaba su débil claridad a través de las ramas desnudas de los árboles. Un cuervo graznó muy cerca de ella y remontó el vuelo desde la punta de un gran abeto, dejándolo sumido en un lento balanceo, para posarse en las ramas de un viejo roble y contemplar a Mangas Verdes con la cabeza inclinada hacia un lado, como si estuviera imitando su postura.

Pero ¿de dónde procedían aquellos susurros? ¿Quién estaba cotilleando, o contando historias? ¿Por qué le resultaba tan familiar...?

La druida se irguió de repente. Helki se incorporó tambaleándose e intentó conseguir que cuatro temblorosas patas rojizas sostuvieran su peso. Lirio yacía en el suelo, enroscada sobre sí misma como un bebé, con la capa subida hasta el mentón y los labios fruncidos en un mohín durante el sueño. Rakel tenía un aspecto fresco y descansado y su rostro estaba rosado, y ya no parecía un muerto que camina. Hammen, su hijo, estaba pegado a su estómago con el pulgar metido en la boca. Amma y el callado y dulce Kwam dormían en el suelo cerca de ellos. Stiggur, vestido como Gaviota, murmuró y alargó la mano hacia una manta que no estaba allí. Y Gaviota, su hermano, estaba inmóvil en el suelo, con los brazos y las piernas estirados en todas direcciones como si hubiera caído de un árbol.

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