—
I´ve been alone, with you inside my mind. And in my dreams I’ve kissed your lips a thousand times
.
El escritor escucha boquiabierto. ¡Tiene una voz preciosa!, muy dulce y afinada. Pandora cierra sus bonitos ojos marrones unos segundos y continúa interpretando el
Hello
de Lionel Richi, pero en la versión que hacen en
Glee
. A capella. Sin más melodía que la de su corazón, que late muy deprisa. Abre los ojos y vuelve a centrar su mirada en Álex. ¿Le estará gustando?
¡Le encanta! Está totalmente ensimismado oyendo cantar a aquella peculiar chica que, desde hace un tiempo, frecuenta el Manhattan.
No dice nada. Está muy serio. ¿Eso es buena señal? Mierda… se ha equivocado. El inglés lo controla bastante bien, pero está muy tensa. Le tiemblan las manos y le cuesta acordarse de la letra. Los nervios se la están comiendo por dentro. ¿No se da cuenta? Espera que no, eso la delataría. Y no quiere que él sepa lo que siente. ¡No! ¡No debe saber que le quiere! ¡Que le ama! ¡Que Alejandro Oyola es el chico de sus sueños!
Es una caja de sorpresas. Hasta parece más atractiva. Nunca hubiera imaginado que Pandora cantara tan bien. La verdad es que le está sorprendiendo muchísimo. Además, pronuncia perfectamente el inglés. ¡No parece la muchacha tímida y vergonzosa de siempre!
—
For I haven’t got a clue. But let me start by sayin’. I… love… you
—termina cantando Pandora, entrecortando las palabras de la última frase.
Silencio. Ninguno de los dos dice nada. Se miran. Uno impactado, la otra emocionada. Aquel último
I love you
era para él. ¿Se habrá notado? ¡No! Se moriría de vergüenza.
—¡Ey, qué bien cantas! —exclama otra voz que llega desde la entrada del bibliocafé—. La podríamos fichar para que ponga banda sonora al libro. Como hizo Katia en la primera parte.
Álex se gira y se encuentra con Abril. No viene sola: un niño va cogido de su mano. El pequeño sale corriendo hacia Álex y se lanza a sus brazos. Pandora contempla la escena con cierta amargura. Se acabó su minuto de gloria.
—¡Tío Álex! —grita el crío, agarrándose al cuello del escritor, que se agacha para recibirlo y lo levanta por encima de su cintura.
—¿Qué tal, pequeñajo?
El niño le da un beso y luego se deja caer al suelo, aunque no está muy contento.
—¿Pequeñajo? Tengo siete años.
—¡Oh, perdone usted, don David! ¿O prefiere que le llame
señor David
?
—Como tú quieras. Pero invítame a un batido de fresa.
El chico sonríe y remueve el pelo rubio del pequeño. El hijo de Abril es adorable, igual de guapo que su madre. Le hace gracia que le llame
tío
desde el primer día que le conoció. Hablaban tanto de él en su casa, de ese joven escritor que se iba a convertir en
best seller
, que creyó que era alguien de su propia familia.
—Claro. Ahora mismo te lo pongo.
—¡Bien!
—Lo mimas demasiado —protesta la madre—. Aunque, ya que estás, tráeme a mí otro.
Álex obedece y se mete en la barra para buscar los batidos ante la mirada de Abril y David. También Pandora lo contempla. No le gusta nada esa mujer. Es de la editorial y siempre está muy pegada al escritor. Le ha fastidiado su momento. Ya no pinta nada allí.
La chica recoge sus cosas, deja
97 formas de decir te quiero
encima del mostrador y, tras despedirse con frialdad de Álex, sale cabizbaja del Manhattan.
Camina triste por la calle. No tenía que haber sido así, era su momento.
Es noche cerrada. Hace mucho frío y está sola. Como siempre. Como siempre, menos cuando está junto a él. ¿Algún día le confesará lo que siente?
Ese mismo día de diciembre, en un lugar de Londres
El comedor de la residencia está casi vacío. La mayoría ha terminado de cenar y se ha marchado a la cafetería anexa a jugar a las cartas o a ver un rato la televisión. Otros estudiantes ya han subido a sus habitaciones a descansar o a estudiar. Los temidos exámenes se acercan y los espacios dedicados al ocio cada vez cuentan con menos gente, especialmente por las noches.
Cuando Paula entra, alcanza una bandeja y contempla resignada el bufé de la cena. Resopla; lo que ve le gusta más bien poco. Casi nada. Solo coge un plato plano que llena con ensalada de col y un trozo de pescado. De postre, una manzana. Es lo único que parece comestible. Cómo echa de menos la comida de su madre.
La chica atraviesa la sala y se sienta al final, sola. Es su asiento habitual cuando no baja con Valentina. Examina desganada la ensalada y el pescado, y protesta en voz baja. Aún le falta la bebida. Tiene una máquina de refrescos al lado, pero en esta ocasión prefiere agua. Se vuelve a poner de pie y se dirige a la entrada, donde se amontonan unas jarras vacías de cristal encima de un mostrador. Se sobresalta al comprobar que un chico con una gorra roja vuelta hacia atrás ha entrado en el comedor y la mira descarado: Luca. Hace como que no le ve y acelera el paso, pero el joven de la gorra se interpone en su camino. La saluda sonriente en inglés y le guiña un ojo. Sin embargo, Paula aparta la mirada, lo esquiva por su izquierda y se aleja rápido. ¡Qué estúpido!
Aquel tipo es lo peor. Cuánto daño le ha hecho desde que llegó a Londres. «Y encima tiene la cara dura de guiñarme un ojo. ¡Increíble!», piensa Paula.
Enfadada, llena la jarra. Pone el dedo para comprobar la temperatura del agua: como siempre, está tibia, demasiado tibia. Así que abre el recipiente donde está el hielo y, con una palita, echa unos cubitos dentro de la jarra.
Si no fuera por ese Luca, las cosas le habrían ido mejor en Inglaterra. O eso cree. Pero no quiere pensar más en ello. Suspira y regresa a su sitio.
Enseguida se percata de que la cena ya no será tan tranquila como imaginaba. El chico de la gorra hacia atrás se ha sentado en una mesa al lado de la suya. ¿Qué pretende? ¿Pero es que no va a dejarla en paz?
Trata de serenarse. Si pasa de él, quizá también él pase de ella. Llega al lugar en el que ha dejado su bandeja, intentando obviar que Luca está allí. Coloca la jarra de agua sobre la mesa y se sienta. Y entonces… siente algo que ya experimentó una vez. ¡Estando él de por medio, tenía que haberlo previsto!
Los recuerdos le vienen a la mente muy deprisa. Fue el primer día en el que cenó en aquel comedor. Llevaba una falda blanca bastante corta, porque todavía hacía calor. Y, en el instante en el que se sentó en la silla, sintió algo muy frío y húmedo debajo. Paula se levantó de un brinco, acompañando el gesto con un grito. Las carcajadas se sucedieron. Todos estaban al tanto de lo que Luca le había hecho a la nueva. «Un patito» lo llamaban. El hielo empapó la falda blanca de Paula que, además, se transparentaba, dejando al descubierto gran parte de su ropa interior. Al darse cuenta, salió del comedor corriendo y avergonzada por la novatada de aquel joven de quien nadie sabía exactamente su procedencia.
Ahora, nuevamente, había caído en la broma que el mismo muchacho le había gastado. Lentamente, la chica se pone de pie y mira su asiento: hay tres cubitos de hielo. La otra vez fueron algunos más. Resignada, se toca la parte de atrás del vaquero: está mojada.
—Si es que hay que comprobar primero el lugar antes de sentarse. ¿No te lo han enseñado en tu país? De todas formas, ya deberías saberlo —comenta el joven en un español muy bueno.
—Pero…
—Imagina que, en lugar de hielo, hubiera habido un escorpión. Te habría matado en cuanto hubiera sentido tu culo sobre él.
—¡Capullo!
—No te enfades, guapa. Es solo agua y ese vaquero no se transparenta como la falda blanca que llevabas aquel día.
Luca sonríe y le vuelve a guiñar el ojo. ¡Será estúpido! ¿Por qué no la deja tranquila? Paula no lo soporta más y estalla de rabia. Sin pensarlo dos veces, alcanza uno de los cubitos de la silla y lo arroja con todas sus fuerzas contra Luca. Este no había previsto que la chica pudiera reaccionar de esta forma y no hace nada por esquivarlo. El hielo vuela hasta la cara del joven y termina impactando con violencia contra su rostro.
Un alarido de dolor resuena en el comedor de la residencia.
La chica se queda petrificada cuando un fino hilo de color rojo se derrama desde el ojo izquierdo del chico: está sangrando.
—Lo si…, lo siento, Luca.
Paula lo observa aterrada. Cada vez hay más sangre en la cara del muchacho. El suelo también se está tiñendo de rojo. ¿Qué ha hecho? Luca no responde. Se quita la camiseta azul que lleva puesta, dejando desnudo su pecho, y se la coloca en la zona golpeada. Intenta evitar que la hemorragia continúe. Pero es inútil, sigue sangrando. Sin embargo, lo peor no es que sangre: el mayor problema es que apenas ve por el ojo izquierdo.
—Joder…
—¿Estás bien? —le pregunta la chica, temblorosa.
—¿Tú qué crees?
El chico aparta la camiseta de la cara y le enseña el ojo. Está prácticamente cerrado y muy hinchado. ¿Cómo un pequeño trozo de hielo ha podido hacerle eso?
—¿Quieres que llame a alguien?
Demasiado tarde: una mujer gruesa y de aspecto poco delicado se está dirigiendo hacia ellos. Es una de las cocineras, Margaret, que no se caracteriza precisamente por su amabilidad.
La mujer suelta varios insultos en inglés cuando ve el estado del ojo de Luca. Luego comienza a hablar muy deprisa. Paula no la entiende, pero seguro que no debe estar diciendo nada bueno sobre ellos.
—Creo que la has liado buena, españolita —susurra el chico, mientras se deja guiar por Margaret a través del comedor.
Paula los sigue de cerca. Pues sí, la ha liado bien esta vez. Le encantaría volver unos minutos atrás en el tiempo y haberse reprimido. Si hubiera aguantado como de costumbre, no habría pasado nada. En cambio, en esta oportunidad explotó. Y el resultado no ha podido ser más desafortunado.
¿Qué va a pasar ahora?
Los tres caminan por la residencia. No hay mucha gente fuera de las habitaciones. Menos mal. Aquello sería un escándalo. Los pocos que aún están por los pasillos miran asombrados a Luca. ¿Quién le ha puesto el ojo así? Se habrá metido en alguna pelea. No sería nada raro. Lo realmente extraño es que la española esté con él.
—Te vas a hacer famosa —comenta el chico, que sonríe irónicamente.
—¿Qué?
—Nadie me ha rozado nunca en una pelea. Y tú, con un simple cubito de hielo, me has dejado fuera de combate.
Paula se sonroja. No es esa la imagen que deseaba que tuvieran de ella cuando llegó a Londres. Por si ya no era suficiente lo que estaba sufriendo allí, ahora esto.
Cuando decidió dejar España por Inglaterra, no pensó que sería tan difícil. Vivir un año lejos de casa, en una residencia de estudiantes, tenía sus ventajas y sus desventajas. Echaba de menos a su familia, a sus amigas, pero, especialmente, a Álex. Eso lo suponía y era algo lógico. Pero aquella aventura debía tener cosas positivas. Sin embargo, tres meses más tarde, aún las estaba buscando.
—Estúpidos chicos —murmura Margaret en inglés, deteniéndose delante de una puerta blanca.
La cocinera llama con fuerza. Está impaciente y malhumorada. No le hace ninguna gracia que la hayan sacado de su lugar natural por la insensatez de dos niños pijos.
Sin embargo, nadie les abre. La mujer resopla y maldice nuevamente. Les pide a Luca y a Paula que no se muevan de allí y se aleja por el pasillo.
—Creo que te expulsarán de la residencia —comenta Luca, mientras comprueba la visión del ojo herido. Ya no ve nada.
—¿Cómo me van a expulsar?
—Qué menos, ¿no? Me has dejado tuerto.
—No te vas a quedar tuerto.
—No estoy tan seguro de eso.
El chico se inclina un poco. Paula se le acerca y le mira atentamente el ojo. Ya no sangra tanto, pero tiene muy mal aspecto. ¡Uff! Puede que tenga razón y la expulsen. ¡Qué les dirá a sus padres!
—¿No ves por ahí? —pregunta, aproximándose todavía más a Luca.
—No, nada —indica el chico, que tuerce un poco el cuello—. Pero por el otro veo perfectamente.
La vista de Luca está descaradamente puesta en el escote de Paula. Esta se da cuenta y rápidamente se aparta tapándose con las manos.
—Estúpido.
—¿Me has dejado tuerto y además me insultas? No tienes remedio.
—¿Por qué eres así conmigo?
—¿Cómo?
—Así. Un estúpido. No me has dejado tranquila desde que llegué.
Luca se encoge de hombros. Se ajusta la gorra y se quita con la camiseta el rastro de sangre que aún tiene bajo el ojo. Luego se limpia el pecho desnudo y los brazos, que también se han manchado.
—Me caes mal —contesta seco.
—¿Te caigo mal? ¿Por qué?
—Las que son como tú me caen mal.
—¿Las que son como yo? ¿Cómo soy yo?
—Pues eres…
Luca no termina la frase. Por el pasillo aparece de nuevo Margaret, acompañada ahora por otra mujer y un hombre elegantemente vestido: son Rachel, una de las enfermeras del centro, y Robert Hanson, el director de la residencia de estudiantes.
Hace un año y un mes, una noche de noviembre en un lugar de la ciudad
La firma se termina. Clic. Sonrisa. Y una última foto con una joven fan a la que le regala dos besos. Otros dos para su madre. Felices, los asistentes abandonan la librería entre risas y comentarios en voz baja. No hay duda: todos los que han ido a la presentación de
Tras la pared
, de Alejandro Oyola Azurmendi, se marchan a su casa con una sonrisa en la boca.
—Has estado muy bien —le susurra Abril al oído, cómplice, al tiempo que recoge los libros que sirven de muestra—. Enhorabuena.
—Gracias.
—¡Todo ha ido fenomenal! ¿No estás contento?
—Sí, claro que sí.
—Pues no lo parece —comenta la mujer, sonriente—. Estás muy tenso.
Y situándose detrás, aprieta con las manos sus hombros e intenta relajarlos. En cambio, el escritor se aparta rápidamente y se pone de pie al sentir el tacto de sus dedos.
—No necesito ningún masaje, gracias —señala, sorprendido—. Estoy bien, no te preocupes.
—Vale. Pues no me preocupo.
Abril sonríe y continúa guardando el material que han utilizado para la promoción.
El chico se sienta de nuevo. Está nervioso. No refleja en su rostro la felicidad que correspondería a su éxito. ¡Ha ido mucha más gente de la que pensaba! Tenía miedo de que no viniera nadie. Pero ha sido todo lo contrario. En cambio, no ha podido disfrutar como hubiera deseado. Mientras respondía cuestiones, firmaba libros o se hacía fotos con los seguidores, ocultaba su estado real con una sonrisa permanente.