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Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

Caníbales y reyes (12 page)

BOOK: Caníbales y reyes
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Entre los iroqueses, el efecto moderador de la matrilinealidad fue más poderoso y, tal vez, hasta más excepcional en la esfera de la política que en el matrimonio y la vida doméstica. Por lo que sé, de todas las culturas aldeanas de las que tenemos una información fidedigna, ninguna estuvo más cerca de ser un matriarcado político que la de los iroqueses. Pero el papel de las mujeres iroquesas como tomadoras de decisiones políticas no estableció la igualdad política entre los sexos. Las matronas iroquesas tenían poder para nombrar y deponer a los ancianos que eran elegidos para el cuerpo gobernante supremo, denominado consejo. Por intermedio de un representante masculino en el consejo, ellas podían influir en sus decisiones y ejercer el poder con respecto a la conducción de la guerra y el establecimiento de tratados. La elegibilidad para un cargo pasaba a través de la línea femenina y era deber de las mujeres nombrar a los hombres que actuarían en el consejo. Pero las mujeres mismas no podían pertenecer al consejo y los hombres poseedores de un cargo tenían el poder de vetar los nombramientos de las matronas. Judith Brown concluye su investigación de la jerarquía sexual entre los iroqueses con el comentario de que «la nación no era un matriarcado, como algunos sostuvieron». Pero agrega que «las matronas eran una éminence grise». No es ésta la cuestión. Las mujeres siempre son más influyentes entre bambalinas que lo que parecen serlo en escena. Es el hecho de que rara vez se las ve en escena lo que resulta tan desconcertante y que, a mi entender, sólo puede explicarse en relación con la práctica de la guerra.

Al margen de los problemas presentados por las sociedades matrilineales bélicas, existe otro motivo por el cual la influencia de la guerra en los papeles sexuales ha sido prácticamente ignorada hasta hoy. Las teorías modernas sobre los papeles sexuales han estado dominadas por los psicólogos y los psiquiatras freudianos. Hace mucho tiempo que los freudianos tenían conciencia de que debía existir alguna relación entre guerra y papeles sexuales, pero invirtieron la flecha causal e hicieron derivar la guerra de la agresividad masculina en lugar de hacer derivar la agresividad masculina de la guerra. Esta inversión ha penetrado en otras disciplinas e ingresado en la cultura popular, donde reposa como una bruma sobre la vida intelectual. Freud sostenía que la agresividad es una manifestación de las frustraciones de los instintos sexuales durante la infancia y que la guerra es, simplemente, la agresión socialmente sancionada en su forma más homicida. El hecho de que los hombres debían dominar a las mujeres surgía automáticamente del modo en que los poseedores de los órganos sexuales masculinos y las poseedoras de los órganos sexuales femeninos respectivamente, experimentaban los sufrimientos de la sexualidad infantil. Según Freud, los varones compiten con su padre por el dominio sexual de la misma mujer. Se entregan a la fantasía de que son omnipotentes y que pueden matar a su rival que, en la realidad o en la fantasía, amenaza con amputarles los órganos sexuales. Freud llamó a tal fenómeno —el drama central de la teoría psicodinámica freudiana— complejo de Edipo. Su resolución consiste en que el niño aprenda a no dirigir la agresividad a su padre sino hacia actividades socialmente «constructivas» (que pueden incluir la guerra).

Para la niña, Freud imaginó un trauma paralelo pero fundamentalmente distinto. La sexualidad de una niña también está inicialmente dirigida hacia su madre, pero en el estadio fálico hace un descubrimiento sorprendente: carece de pene. La niña «considera responsable a su madre de su estado castrado» y, en consecuencia, «transfiere su amor a su padre porque éste tiene el apreciado órgano que aspira a compartir con él». Pero su amor hacia su padre y hacia otros hombres «se mezcla con un sentimiento de envidia porque ellos poseen algo de lo que ella carece». Por tal razón, mientras los varones deben resolver su complejo de Edipo aprendiendo a expresar la hostilidad contra otros, las niñas deben aprender a compensar la falta de pene aceptando un papel subordinado y teniendo hijos (que simbólicamente representan el pene perdido).

Aunque este drama podría parecer una pura simpleza, la investigación antropológica ha demostrado que existe una aparición extendida aunque no universal de pautas psicodinámicas que se parecen a las competencias edípicas, al menos en el sentido mínimo de una hostilidad sexualmente cargada entre los hombres de la generación mayor y la más joven y de envidia del pene entre las mujeres. Bronislaw Malinowski señaló que incluso entre los matrilineales y avunculocales habitantes de las islas Trobriand existen las rivalidades edípicas, aunque no exactamente en la forma en que Freud había anticipado, ya que la figura de autoridad durante la infancia es el hermano de la madre más que el padre. Indudablemente, Freud apuntaba a algo, pero, por desgracia, sus flechas causales lo hacían hacia atrás. Sería pura simpleza la idea de que la situación edípica es provocada por la naturaleza humana en lugar de serlo por las culturas humanas. No es extraño que la situación edípica esté tan extendida. Todas las condiciones para crear temores de castración y envidia del pene están presentes en el complejo de supremacía masculina: en el monopolio masculino de las armas y en la educación de los hombres para la valentía y los papeles combativos, en el infanticidio femenino y la educación de las mujeres para que sean recompensas pasivas de la actuación «masculina», en el prejuicio patrilineal, en el predominio de la poligamia, los deportes masculinos competitivos, los violentos ritos de los varones púberes, la impureza ritual de las menstruantes, en el precio de la novia y en otras muchas instituciones centradas en torno al hombre. Evidentemente, donde el objetivo de la crianza es producir hombres agresivos, «masculinos» y dominantes, y mujeres pasivas, «femeninas» y subordinadas, habrá algo semejante al temor de castración entre los hombres de generaciones inmediatas —se sentirán inseguros con respecto a su virilidad— y algo semejante a la envidia del pene entre sus hermanas, a las que se enseñará a exagerar el poder y el significado de los genitales masculinos.

Todo esto conduce a una conclusión: el complejo de Edipo no fue la causa de la guerra; la guerra fue la causa del complejo de Edipo (recordemos que la guerra misma no fue causa primera sino un derivado del intento de controlar las presiones ecológicas y reproductoras). Aunque parezca un problema sin solución como el del huevo y la gallina, existen excelentes motivos científicos para rechazar las prioridades freudianas. Si comenzamos con el complejo de Edipo, no podemos explicar las variaciones de intensidad y de alcance de la guerra: ¿por qué algunos grupos son más bélicos que otros y por qué algunos practican formas externas y otros formas internas de incursión? Tampoco podemos explicar por qué el conjunto de las instituciones de supremacía masculina varía en esencia y en fuerza. Al empezar con el complejo de Edipo, tampoco podemos explicar el origen de la agricultura, los caminos divergentes de las intensificaciones y los agotamientos en el Viejo y el Nuevo Mundo ni el origen del estado. Pero si comenzamos con la presión reproductora, la intensificación y el agotamiento, podemos comprender los aspectos constantes y variables de la guerra.

Y a partir de un conocimiento de las causas de las variaciones bélicas, podemos llegar a una comprensión de las causas de las variaciones de la organización familiar, las jerarquías sexuales y los papeles sexuales y, desde esta perspectiva, a una comprensión de las características constantes y variables del complejo de Edipo. Un principio admitido en la filosofía de la ciencia establece que si uno debe elegir entre dos teorías, merece prioridad aquella que resuelve más variables con el menor número de suposiciones independientes y no explicadas.

Merece la pena insistir en este punto porque de cada teoría se infieren consecuencias filosóficas y prácticas distintas. Por un lado, la teoría freudiana se parece mucho al enfoque de la guerra como naturaleza humana. Hace que la agresividad homicida parezca inevitable. Al mismo tiempo, encadena tanto a los hombres como a las mujeres con un imperativo biológico («la anatomía es destino»), con lo cual enturbia y estrecha el movimiento para alcanzar la igualdad sexual. Aunque he sostenido que la anatomía destina a los hombres al entrenamiento para ser feroces y agresivos si hay guerra, no he dicho que la anatomía, los genes, el instinto o cualquier otra cosa torne inevitable la guerra. El simple hecho de que todos los seres humanos del mundo de hoy y del pasado conocido hayan vivido en sociedades sexistas y belicistas o en sociedades afectadas por sociedades sexistas y belicistas no es razón suficiente para adjudicar a la naturaleza humana la imagen de las características salvajes necesarias para librar una batalla con éxito. El hecho de que la guerra y el sexismo hayan jugado y sigan jugando papeles tan destacados en los asuntos humanos no significa que deban seguir haciéndolo en cualquier tiempo futuro. La guerra y el sexismo dejarán de practicarse cuando sus funciones productivas, reproductoras y ecológicas se satisfagan mediante alternativas menos costosas. Por primera vez en la historia tales alternativas están a nuestro alcance. Si no somos capaces de utilizarlas, no será un fallo de nuestra naturaleza sino de nuestra inteligencia y voluntad.

7 El origen de los estados prístinos

Antes de la evolución del estado, en la mayoría de las sociedades grupales y aldeanas el ser humano medio disfrutaba de libertades económicas y políticas que hoy sólo goza una minoría privilegiada. Los hombres decidían por su cuenta cuánto tiempo trabajarían en un día determinado, en qué trabajarían… o si trabajarían. A pesar de su subordinación a los hombres, las mujeres generalmente también organizaban sus tareas cotidianas y se fijaban un ritmo sobre una base individual. Existían pocas rutinas. La gente hacía lo que tenía que hacer, pero nadie les decía dónde ni cuándo. No había jefes ni capataces que se mantuvieran apartados ni que controlaran el trabajo. Nadie les decía cuántos ciervos o conejos tenían que cazar ni cuántas batatas silvestres tenían que recoger. Un hombre podía decidir que el día era bueno para estirar el arco, para apilar hojas, para buscar plumas o para holgazanear por el campamento. Una mujer podía decidir que buscaría raíces, recogería leña, trenzaría una cesta o visitaría a su madre. Si se puede confiar en que las culturas de los pueblos grupales y aldeanos modernos revelan el pasado, las tareas se cumplieron de este modo durante decenas de miles de años. Además, la madera para el arco, las hojas para el techo, los pájaros que daban plumas, los leños de los gusanos y la fibra para la cesta estaban allí para que todos los cogieran. La tierra, el agua, los vegetales y los animales de caza eran propiedad comunal. Todo hombre y mujer tenía derecho a una porción igual de naturaleza. Ni las rentas ni los impuestos ni los tributos impedían que la gente hiciera lo que quería. Todo esto fue arrasado por la aparición del estado. Durante los últimos cinco o seis milenios, las nueve décimas partes de todas las personas que vivieron lo hicieron como campesinos o como miembros de alguna de las castas o clases serviles. Con la aparición del estado, los hombres comunes que intentaban utilizar la generosidad de la naturaleza tuvieron que conseguir el permiso de otro y pagarlo con impuestos, tributos o trabajo extra. Fueron despojados de las armas y de las técnicas de la guerra y la agresión organizada y éstas entregadas a soldados-especialistas y policías controlados por burócratas militares, religiosos y civiles. Por primera vez aparecieron sobre la tierra reyes, dictadores, sumos sacerdotes, emperadores, primeros ministros, presidentes, gobernadores, alcaldes, generales, almirantes, jefes de policía, jueces, abogados y carceleros, junto con mazmorras, cárceles, penitenciarías y campos de concentración. Bajo la tutela del estado, los seres humanos aprendieron por primera vez a hacer reverencias, a humillarse, a arrodillarse y a saludar humildemente. La aparición del estado significó, en muchos sentidos, el descenso del mundo de la libertad al de la esclavitud.

¿Cómo ocurrió? Para responder, primero tendré que hacer una distinción entre cómo ocurrió primero en determinadas regiones del mundo y cómo ocurrió después. Tendré que distinguir, según la terminología propuesta por Morton Fried, entre el origen de los estados «prístinos» y los «secundarios». Un estado prístino es aquel en el que no hay una situación preexistente que estimule el proceso de formación del estado. Claro que puesto que ninguna sociedad existe en el vacío, todos los procesos de desarrollo están influidos por la interacción con otras sociedades, pero «existen situaciones en las que ninguna de las culturas externas es más compleja que la que se considera y esas situaciones pueden considerarse como prístinas».

Los arqueólogos tienden hacia un acuerdo en el sentido de que hubo al menos tres centros de desarrollo estatal prístino y, probablemente, incluso ocho. Los tres casos definidos son: Mesopotamia, alrededor de 3300 antes de nuestra era; Perú, aproximadamente en tiempos de Cristo; y Mesoamérica, aproximadamente en el 300 de nuestra era. Es prácticamente seguro que en el Viejo Mundo también surgieron estados prístinos en Egipto (alrededor de 3100 antes de nuestra era), en el Valle del Indo (poco antes del 2000 antes de nuestra era) y en la Cuenca del Río Amarillo, en el norte de China (poco después del 2000 antes de nuestra era). Sin embargo, existen dudas considerables con respecto a la afirmación de algunos estudiosos de la prehistoria en el sentido de que también se desarrollaron estados prístinos en Creta y en el Egeo alrededor del 2000 antes de nuestra era y en la Región Lacustre del este de África aproximadamente en el 200 de nuestra era. También existen controversias con respecto a la cuestión de si en el Nuevo Mundo el estado prístino mesoamericano surgió primero en la región maya de las tierras bajas o en las tierras altas mexicanas, tema que analizaré en el próximo capítulo.

Aparentemente, el mejor modo de comprender la aparición de los estados prístinos sería como consecuencia de la intensificación de la producción agrícola. Al igual que los cazadores-recolectores, las aldeas agrícolas solían intensificar sus esfuerzos de producción de alimentos a fin de aliviar las presiones reproductoras. Empero, a diferencia de los cazadores-recolectores, los agricultores de las zonas de terreno favorecido pueden intensificar sus esfuerzos durante un período relativamente prolongado sin sufrir agotamientos bruscos ni pérdidas de eficacia. En consecuencia, los agricultores de aldeas sedentarias suelen desarrollar instituciones especiales que estimulan la intensificación al recompensar claramente a aquellos que trabajan más que otros. Una parte clave del proceso por el cual se desarrolló la estructura de subordinación del estado estriba en la naturaleza característica de las instituciones responsables de recompensar a los intensificadores de la producción en las aldeas agrícolas sedentarias pre-estatales.

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