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Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

Caníbales y reyes (13 page)

BOOK: Caníbales y reyes
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Los antropólogos se refieren a los intensificadores de la producción agrícola con el apelativo de «grandes hombres». En su etapa más pura y más igualitaria, la más conocida gracias a los estudios de numerosos grupos de Melanesia y Nueva Guinea, los «grandes hombres» juegan el papel de individuos trabajadores, ambiciosos y llenos de civismo que persuaden a sus parientes y vecinos para que trabajen para ellos al prometerles celebrar un enorme festín con los alimentos extras que produzcan. Cuando el festín tiene lugar, el «gran hombre», rodeado por sus orgullosos ayudantes, redistribuye ostentosamente —divide— pilas de alimentos y otros regalos pero no guarda nada para sí. Bajo determinadas condiciones ecológicas y en presencia de la guerra, estos administradores de alimentos podrían haberse situado gradualmente por encima de sus seguidores y convertido en el núcleo original de las clases gobernantes de los primeros estados.

El antropólogo Douglas Oliver, de la Universidad de Harvard, realizó un estudio clásico de la «condición de gran hombre» durante su trabajo de campo entre los siuai en Bougainville, en las Islas Salomón. Entre los siuai, un «gran hombre» se llama mumi; alcanzar el status de mumi es la máxima ambición de todos los jóvenes. Un joven demuestra ser capaz de convertirse en mumi al trabajar más que todos los demás y al restringir cuidadosamente su propio consumo de carne y cocos. Posteriormente convence a su esposa, a sus hijos y a sus parientes cercanos de la seriedad de sus intenciones y ellos juran ayudarlo a preparar su primer festín. Si el festín es un éxito, su círculo de partidarios se amplía y él comienza a trabajar para preparar una muestra de generosidad aún mayor. Luego se propone la construcción de un casino para hombres en el cual sus seguidores masculinos puedan repantigarse y en el cual puedan hospedar y alimentar a invitados. Se celebra otro festín durante la consagración del casino y si éste también es un éxito, su círculo de partidarios —gente dispuesta a trabajar para el próximo festín— aumenta aún más y comienzan a llamarlo mumi. ¿Qué obtienen sus partidarios de todo esto? A pesar de que festines cada vez más grandes significan que las exigencias del mumi hacia sus partidarios se vuelven más pesadas, el volumen global de la producción asciende. Por eso aunque de vez en cuando se quejen por lo mucho que tienen que trabajar, los seguidores permanecen leales mientras su mumi siga manteniendo o aumentando su fama como «gran proveedor».

Finalmente llega el momento en que el nuevo mumi ha de desafiar a los que surgieron antes que él. Esto se lleva a cabo en un festín muminai, donde se toma nota de todos los cerdos, los pasteles de coco y de sagú y almendras que el mumi anfitrión y sus seguidores ofrecen al mumi invitado y sus seguidores. Si el mumi invitado no puede devolver las atenciones, aproximadamente un año después, con un festín al menos tan pródigo como el de sus contrincantes, sufre una gran humillación social y su caída de la condición de mumi es inmediata. Un mumi debe tener mucho cuidado antes de decidir a quien desafiar. Procura elegir un invitado cuya caída aumentará su propia fama, pero debe evitar a uno cuya capacidad de revancha exceda la propia.

Al final de un festín exitoso, el más grande de los mumis todavía se enfrenta con una vida de esfuerzo personal y de dependencia de los estados de ánimo y las inclinaciones de sus seguidores. La condición de mumi —al menos según la observó Oliver— no confiere poder para obligar a los demás a cumplir sus mandatos ni eleva su nivel de vida por encima del de los demás. En realidad, puesto que dar cosas es lo que sostiene la condición de mumi, es posible que los grandes mumis consuman menos carne y otras exquisiteces que un siuai común y no distinguido. Entre los kaoka, otro grupo de las Islas Salomón estudiado por H. Ian Hogbin, existe el siguiente refrán: «El dador del festín coge los huesos y los pasteles pasados; la carne y la grasa van para los demás».

Además, un mumi no puede dormirse sobre los laureles, sino que debe prepararse constantemente para nuevos desafíos. En un gran festín celebrado el 10 de enero de 1939 y al que asistieron 1.100 personas, el mumi anfitrión, llamado Soni, ofreció treinta y dos cerdos más una gran cantidad de pasteles de almendras y sagú. No obstante, Soni y sus seguidores más cercanos pasaron hambre. «Comeremos la fama de Soni», dijeron los seguidores. Esa noche, agotados por las semanas de preparaciones febriles, hablaron del descanso que se habían ganado ahora que el festín había concluido. Pero a primeras horas de la mañana siguiente fueron despertados por el sonido retumbante de los gongs de madera que sonaban en el centro de reunión de Soni. Un grupo de personas soñolientas salió para ver quién hacía tanto ruido. Era Soni y les dijo lo siguiente:

«¡Volvéis a ocultaros en vuestras casas; copuláis día y noche mientras hay que trabajar! Si estuviera en vuestras manos, pasaríais el resto de vuestras vidas oliendo el cerdo de ayer. Pero os aseguro que el festín de ayer no fue nada. El próximo será realmente grande».

Anteriormente, los mumis eran tan famosos por su capacidad de lograr que los hombres lucharan por ellos como por su capacidad de lograr que los hombres trabajaran para ellos. Aunque las autoridades coloniales habían suprimido la guerra mucho antes de que Oliver llevara a cabo su estudio, el recuerdo de los jefes guerreros mumi seguía vivo entre los siuai. Como dijo un anciano:

«En los viejos tiempos, había mumis más grandes que los de hoy. Entonces eran jefes guerreros feroces e implacables. Asolaban el campo y sus lugares de reunión estaban decorados con los cráneos de las personas que habían matado».

Al entonar las alabanzas de sus mumis, la generación de siuai pacificados los llama «guerreros» y «matadores de hombres y cerdos».

Fulminador, estremecedor de la tierra,

hacedor de tantos festines.

¡Cuán vacíos de los sonidos del gong estarán todos.

los sitios cuando nos dejes!

Guerrero, Hermosa Flor,

Matador de hombres y cerdos,

¿Quién dará fama a nuestros lugares

cuando nos dejes?

Los informantes de Oliver le dijeron que los mumis tenían más autoridad en la época en que la guerra aún se practicaba. Algunos jefes guerreros mumi incluso mantenían uno o dos prisioneros que eran tratados como esclavos y obligados a trabajar en los huertos de la familia del mumi. Y la gente no podía hablar «ruidosa y calumniosamente contra sus mumis sin el temor de ser castigados». Esto encaja con las expectativas teóricas, puesto que la capacidad de redistribuir la carne, los vegetales alimenticios y otros objetos de valor corre pareja con la capacidad de atraer a un séquito de guerreros, equiparlos para el combate y recompensarlos con el botín de guerra. La rivalidad entre los mumis belicistas de Bougainville parecía dirigirse hacia una organización política de toda la isla cuando llegaron los primeros viajeros europeos. Según Oliver: «Durante algunos períodos muchas aldeas vecinas luchaban juntas tan consistentemente que surgía una pauta de regiones bélicas, cada una de las cuales era más o menos pacífica interiormente y contenía un mumi destacado cuyas actividades bélicas proveían la cohesión social interna». Indudablemente, esos mumis regionales gozaban de algunos rudimentos del poder coactivo. No obstante, el enfoque de los siuai hacia las clases basado en prerrogativas diferenciales de poder siguió siendo incipiente y efímero. Lo demuestra el hecho de que los mumis tenían que proveer a sus guerreros de prostitutas llevadas a las casas de reunión y de dones de cerdos y otras exquisiteces. Un viejo guerrero dijo:

«Si el mumi no nos abastecía de mujeres, nos enfurecíamos… Copulábamos toda la noche y todavía queríamos más. Ocurría lo mismo con la comida. La casa de recreo solía estar llena de alimentos y comíamos y comíamos, pero nunca teníamos suficiente. Aquéllas eran épocas maravillosas».

Además, el mumi que quería dirigir una banda guerrera tenía que prepararse personalmente para pagar una indemnización por cada uno de sus hombres que muriera durante la batalla y para ofrecer un cerdo para el festín funerario de cada hombre. (Como si, en interés de mantener un respeto adecuado hacia las vidas humanas comunes, tuviéramos que obligar a nuestros «grandes hombres» políticos y militares a pagar de su propio bolsillo el valor asegurado de cada muerte en combate).

Daré otro ejemplo del modo en que los jefes guerreros redistribuidores podían haberse convertido poco a poco en gobernantes permanentes con control coactivo de la producción y el consumo. Aproximadamente a doscientos kilómetros al norte del extremo oriental de Nueva Guinea se encuentra el archipiélago de Trobriand, un pequeño grupo de islas bajas de coral estudiado por el gran etnógrafo Bronislaw Malinowski, nacido en Polonia. La sociedad de los trobriandeses se dividía en varios clanes y subclanes matrilineales de rango y privilegio desiguales a través de los cuales se heredaba el acceso a las tierras de cultivo. Malinowski informó que los habitantes de Trobriand eran «aficionados a la lucha» y que realizaban «guerras sistemáticas e implacables», aventurándose en mar abierto en sus canoas para comerciar —o, si era necesario, para luchar— con los pueblos de las islas situadas a más de ciento cincuenta kilómetros. A diferencia de los mumisiuai, los «grandes hombres» trobriandeses ocupaban puestos hereditarios y sólo podían ser depuestos mediante la derrota en la guerra. Uno de ellos, al cual Malinowski consideraba el «jefe supremo» de todos los trobriandeses, dominaba más de una docena de aldeas que en conjunto contenían varios miles de personas. (Su status real estaba algo menos exaltado puesto que otros sostenían ser sus iguales). Las jefaturas se heredaban dentro de los subclanes más ricos y más numerosos y los trobriandeses atribuían estas desigualdades a las guerras de conquista llevadas a cabo hacía mucho tiempo. Sólo los jefes podían usar ciertos adornos de concha como insignias de alto rango y todo plebeyo tenía prohibido permanecer de pie o sentado en una postura que dejara la cabeza de un jefe en una elevación inferior a la de cualquiera de los demás. Malinowski cuenta que vio a todas las personas presentes en la aldea de Bwoytalu saltar desde sus porches «como arrastrados por un huracán» ante el prolongado sonido de un «¡O guya´u!» que anunciaba la llegada de un jefe importante.

A pesar de estas muestras de reverencia, el poder real de un jefe estaba limitado. En última instancia, dependía de su capacidad de jugar el papel de «gran proveedor», que se basaba en los lazos de parentesco y matrimonio más que en el control de las armas y los recursos. Entre los plebeyos trobriandeses, la residencia era normalmente avunculocal. Los muchachos adolescentes vivían en chozas de soltero hasta que se casaban. Después llevaban a vivir a sus esposas a la casa del hermano de la madre, donde trabajaban conjuntamente los huertos del matrilinaje del marido. En reconocimiento de la existencia de la descendencia matrilineal, en tiempos de cosecha los hermanos aceptaban que debían a sus hermanas una parte del producto de las tierras matrilineales y les enviaban regalos de cestas llenas de batatas, su cosecha principal. El jefe trobriandés confiaba en esta costumbre para mantener su base política y económica. Se casaba con las hermanas de los caciques de una gran cantidad de sublinajes. Algunos jefes obtenían incluso dos docenas de esposas, cada una de las cuates tenía derecho a una dote obligatoria de batatas por parte de sus propios hermanos. Esas batatas eran enviadas a la aldea del jefe y exhibidas en estantes especiales para batatas. Luego parte de ellas eran redistribuidas en complejos festines en los cuales el jefe revalidaba su posición como «gran proveedor», mientras el resto se utilizaba para alimentar a los especialistas en construir canoas, los artesanos, los brujos y los criados familiares que a partir de esto quedaban bajo el control del jefe y realzaban su poder. Sin duda alguna, en tiempos anteriores las reservas de batatas también servían de base para iniciar expediciones comerciales y de incursión a larga distancia.

Por eso, a pesar de que tenían y respetaban a sus jefes guerreros «grandes proveedores», los plebeyos trobriandeses aún estaban muy lejos de ser reducidos al status de campesinos. Al vivir en islas, los trobriandeses no tenían libertad para expandirse y, en la época en que Malinowski los estudió, la densidad de población había ascendido a sesenta personas por milla cuadrada. Sin embargo, los jefes no podían controlar suficientemente el sistema de producción para alcanzar un gran poder. No había cereales, y en tres o cuatro meses las batatas se pudren, lo que significa que el «gran proveedor» trobriandés no podía manipular a las personas mediante la entrega de alimentos ni podía sustentar, con sus reservas, una guarnición policial-militar permanente. Un factor igualmente importante eran los recursos abiertos de las lagunas y los océanos, de los cuales los trobriandeses extraían su provisión de proteínas. El jefe trobriandés no podía impedir el acceso a estos recursos y por este motivo jamás pudo ejercitar un verdadero control político coactivo y permanente sobre sus subordinados. Pero con formas de agricultura más intensas y grandes cosechas de cereales, el poder de los «grandes proveedores» evolucionó mucho más allá que el del jefe trobriandés.

Como Colin Renfrew ha afirmado, los escritos de William Bartram, naturalista del siglo XVIII, contienen un relato gráfico de la importancia de la redistribución en la estructura social de las sociedades agrícolas norteamericanas. La descripción que Bartram hace de los cherokees, propietarios originarios de gran parte del Valle del Tennessee, muestra un sistema redistributivo que funciona de un modo aproximadamente semejante al de los trobriandeses, a pesar del «sabor» totalmente distinto de las culturas del bosque oriental y la Melanesia. Los cherokees, al igual que los iroqueses, tenían instituciones matrilineales y matrilocales y practicaban la guerra externa. Sus cosechas principales eran el maíz, las judías y el cidracayote. En el centro de las colonias principales aparecía un «consejo» amplio y circular donde se celebraban los festines redistributivos. El consejo de jefes contaba con un jefe supremo o mico, que constituía el nudo central de la red redistributiva cherokee. Bartram informó que en el momento de la cosecha un gran pesebre, identificado como el «granero del mico», se erigía en cada campo. «Cada familia llega y deposita en él determinada cantidad, según su capacidad o inclinación, o nada si así lo decide». Los graneros del mico funcionaban como «tesoro público… para correr en ayuda» sí la cosecha fracasaba. Como fuente de alimentos «para proveer a desconocidos o viajeros» y como almacén militar «cuando emprenden expediciones hostiles». Aunque según Bartram todo ciudadano gozaba «del derecho de acceso público y gratuito», evidentemente los plebeyos tenían que reconocer que, en realidad, el almacén pertenecía al jefe supremo puesto que el «tesoro está a disposición del rey o mico», que tenía «el derecho exclusivo y la capacidad… de repartir consuelo y bendiciones entre los necesitados». El hecho de que el mico, al igual que el jefe trobriandés, estuviera lejos de ser realmente un «rey», aparece con toda claridad en el comentario de Bartram en el sentido de que cuando está fuera del consejo «se asocia con la gente como un hombre común, conversa con ellos y ellos con él con una tranquilidad y una familiaridad totales».

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