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Authors: Patricia Cornwell

Causa de muerte (17 page)

BOOK: Causa de muerte
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Pete miró al frente y no dijo nada.

—Después de lo sucedido en casa de Mant, no me extraña que esté un poco alterada —añadí.

—Normalmente es ella la que se busca problemas. Pero no es fácil de engañar —dijo él—. Por eso en la central le permiten salir con el Grupo de Rescate de Rehenes. Cuando uno trata con racistas blancos y terroristas, no puede permitirse dudas. Y uno no coge una baja por una simple pesadilla.

Dejamos la autovía y nos desviamos por la salida de Seventh Street hacia las viejas calles de adoquines de Shockoe Slip. Después tomamos hacia el norte hasta Fourteenth Street, donde yo acudía a trabajar todos los días cuando estaba en la ciudad. La oficina del forense jefe de Virginia era un edificio bajo de estuco, con unas pequeñas ventanas oscuras que me recordaban unos ojos suspicaces y nada atractivos. Esos ojos vigilaban los barrios pobres al este y el distrito de negocios al oeste; suspendidas sobre ellos, autopistas y vías férreas cruzaban el cielo.

Marino detuvo el coche en el aparcamiento de la parte de atrás, donde había una impresionante cantidad de coches, teniendo en cuenta el estado de las calles y carreteras. Me apeé delante de la puerta de acceso, pero estaba cerrada; utilicé una llave para entrar por otra puerta continua. Subí la rampa destinada a las camillas, entré en el depósito y oí a alguien trabajando, pasillo adelante. La sala de autopsias quedaba al otro lado de la cámara frigorífica y las puertas estaban abiertas de par en par. Entré mientras Fielding, mi ayudante jefe, extraía varias cánulas y un catéter del cuerpo de una mujer joven colocado en la segunda mesa.

—¿Ha venido patinando? —me preguntó. No parecía sorprendido de verme.

—Casi. Quizás esta tarde tenga que tomar prestado el coche oficial. De momento no dispongo del mío.

Fielding se inclinó sobre su paciente y torció un poco el gesto mientras estudiaba el tatuaje de una serpiente de cascabel, enroscada en torno al fláccido pecho izquierdo de la mujer, cuya boca abierta apuntaba inquietantemente hacia el pezón.

—¿Por qué cono se haría alguien una cosa así? —dijo.

—Yo diría que el artista del tatuaje fue quien sacó mejor tajada del negocio —apunté—. Mira el interior del labio inferior. Probablemente tiene otro tatuaje ahí.

Mi ayudante descubrió la zona que indicaba y allí, con grandes letras torcidas, se leía «Jódete». Fielding me miró, perplejo.

—¿Cómo lo sabía?

—Los tatuajes son caseros; la mujer tiene aspecto de motorista y supongo que no desconocía la cárcel.

—¡Ha acertado las tres cosas! —Se secó el rostro con una toalla limpia.

Mi ayudante culturista siempre parecía a punto de reventar y sudaba cuando todos los demás no llegábamos a entrar en calor. Sin embargo, era un patólogo forense competente, tenía un carácter agradable y un trato atento, y lo consideraba leal.

—Posible sobredosis —explicó mientras trazaba un bosquejo del tatuaje en una hoja de informe—. Me temo que su Año Nuevo fue un poco demasiado feliz.

—Jack —le dije—, ¿cuánto trato has tenido con la policía de Chesapeake?

—Muy poco. —Continuó dibujando.

—¿Alguno reciente? —insistí.

—Creo que no. —Levantó la vista hacia mí—. ¿Por qué?

—Tuve un encuentro bastante extraño con uno de sus detectives.

—¿En relación con Eddings? —Empezó a lavar el cuerpo, y la larga melena negra se desparramó sobre el brillante acero de la mesa.

—Sí.

—¿Sabe una cosa? Resulta extraño pero Eddings acababa de llamarme. Eso fue apenas el día antes de su muerte —reveló Fielding mientras movía la manguera.

—¿Qué quería?

—Yo estaba aquí abajo, ocupándome de un caso, y no llegué a hablar con él. Ahora pienso que ojalá lo hubiera hecho. —Se encaramó a una escalera y empezó a tomar fotografías con una cámara Polaroid—. ¿Se quedará mucho tiempo en la ciudad?

—No lo sé.

—Bueno, si quiere que le eche una mano en Tidewater, lo haré. —Disparó con flash y esperó a que apareciera la foto—. No sé si se lo he dicho pero Ginny vuelve a estar embarazada, y probablemente le gustaría salir de casa. Y le encanta el mar. Dígame cómo se llama ese detective que la preocupa y me ocuparé de él.

—Ojalá alguien lo hiciera —murmuré. El flash funcionó de nuevo y pensé en la casa de Mant, pero no me vi instalando allí a Fielding y a su mujer, ni siquiera en la vecindad.

—En cualquier caso, es muy sensato que continúe usted aquí —añadió Fielding—. Esperemos que el doctor Mant no se quede indefinidamente en Inglaterra.

—Gracias —le respondí con sinceridad—. Quizá si pudieras desplazarte hasta allí varias veces por semana...

—No hay problema. ¿Puede darme la Nikon?

—¿Cuál?

—La N—50 con la lente réflex simple. Creo que está en el cajón de ahí...

—Estableceremos un horario —dije mientras le alcanzaba la cámara—. Pero no es necesario que Ginny y tú os alojéis en casa del doctor Mant. Y quiero que sepas que hablo en serio.

—¿Tiene algún problema? —Mi ayudante recogió la foto y me la enseñó.

—Marino, Lucy y yo empezamos el Año Nuevo con los neumáticos destrozados a cuchilladas.

Fielding bajó la cámara y me miró perplejo.

—¡Joder! ¿Cree que ha sido casual?

—No, no lo creo-le dije.

Tomé el ascensor hasta el piso siguiente, abrí la puerta del despacho y la visión del guindillo de Indias de Eddings me produjo un sobresalto. No podía dejarlo en el aparador; lo cogí, pero entonces no supe dónde ponerlo. Durante unos momentos caminé en círculo, confundida y alterada, hasta que por fin lo volví a dejar donde estaba porque no podía deshacerme de él ni someter a ningún miembro de mi personal a los recuerdos que evocaba.

Me asomé al despacho de Rose y no me sorprendió que no hubiera llegado todavía. Mi secretaria iba notando los años y no le gustaba llegar hasta el centro con el coche ni en los días más espléndidos. Colgué el abrigo y miré detenidamente a mi alrededor, complacida de que al parecer todo estuviera en orden, salvo la limpieza, que llevaban a cabo los empleados de una empresa de servicios que acudían después del horario de oficina. Lo que sucedía era que ninguno de los técnicos en higiene, como los llamaba el Estado, quería trabajar en aquel edificio. Pocos duraban en el puesto y ninguno quería pisar la planta baja.

Había heredado mis instalaciones del jefe anterior, pero más allá de la decoración no había allí nada que recordara aquellos tiempos de fumadores de puros en que patólogos forenses parecidos a Cagney tomaban bourbons con policías y dueños de funerarias y tocaban los cuerpos con las manos desnudas. A mi predecesor no le habían preocupado mucho las fuentes de luz alterna y el ADN.

Recordé la primera vez que me habían enseñado el lugar y la primera entrevista que había tenido para ocupar el cargo, a su muerte. Tuve oportunidad de apreciar los ramalazos machistas que se enorgullecía en manifestar y, cuando uno de ellos resultó ser un implante de silicona en el pecho de una mujer que había sido violada y asesinada, me sentí tentada de quedarme en Miami.

Probablemente, al antiguo jefe no le habría gustado su despacho como estaba ahora, porque no se permitía fumar y el comportamiento irrespetuoso y ligero se había quedado a la puerta. El mobiliario de roble no era del Estado sino mío, y había ocultado el suelo de baldosas con una alfombra de rezos sarouk, hecha a máquina pero espléndida. Había varias drácenas y un ficus, pero no me había preocupado demasiado por los cuadros porque, como psiquiatra, no quería nada provocador en las paredes y además porque necesitaba todo el espacio disponible para los libros y archivadores. En cuanto a los trofeos, Cagney no se habría impresionado con los coches, camiones y trenes de juguete que utilizaba para ayudar a los investigadores a reconstruir un accidente.

Tardé varios minutos en mirar la cesta del correo recibido, que estaba llena de certificados de defunción, con orlas rojas en los casos para el forense y con orlas verdes para los que no. Otros informes esperaban también mi rúbrica, y un mensaje en la pantalla del ordenador me indicó que debía mirar el correo electrónico. Todo aquello podía esperar, pensé, y volví al pasillo para ver quién más había allí. Cuando llegué al mostrador de ingresos descubrí que sólo estaba Cleta, pero era precisamente ella a quien necesitaba ver.

—¡Doctora Scarpetta! —exclamó, sobresaltada—. No sabía que estuviera aquí.

—He pensado que sería buena idea volver inmediatamente a Richmond —le dije mientras acercaba una silla al mostrador—. El doctor Fielding y yo intentaremos cubrir el distrito de Tidewater desde aquí.

Cleta era de Florence, Carolina del Sur. Llevaba excesivo maquillaje y las faldas demasiado cortas porque creía que la felicidad era muy bonita, algo que ella nunca sería. Estaba enfrascada en ordenar tétricas fotografías por el número de caso, sentada en su silla, muy erguida, con una lupa en la mano y las bifocales en la nariz. Junto a ella había un panecillo con una salchicha que probablemente había comprado en la cafetería de al lado, y bebía una Tab.

—Bueno, creo que las carreteras empiezan a deshelarse —me notificó.

—Estupendo —dije con una sonrisa—. Me alegro de encontrarla aquí.

Se mostró muy complacida y sacó otro fajo de fotografías de la caja.

—Cleta —continué yo—, recuerda usted a Ted Eddings, ¿no es así?

—¡Oh, sí, señora! —De pronto dio la impresión de que iba a echarse a llorar—. Siempre era tan amable cuando venía por aquí. Todavía no puedo creerlo... —Se mordió el labio inferior.

—El doctor Fielding dice que Eddings llamó aquí a finales de la semana pasada. Quizá lo recuerde...

—Sí, señora. —Cleta movió la cabeza—. Lo recuerdo muy bien. En realidad no dejo de pensar en ello.

—¿Hablo con usted?

—Sí.

—¿Recuerda qué dijo?

—Bueno, quería hablar con el doctor Fielding, pero estaba comunicando. Entonces me preguntó si podía dejarme un mensaje y bromeamos un poco. Ya sabe cómo era... —Sus ojos adquirieron cierto brillo y le tembló la voz—. Me preguntó si todavía tomaba tanto jarabe de arce porque tenía que tomar mucho para tener una voz así. Y me pidió una cita. —Seguí escuchando mientras Cleta se sonrojaba—. Lo decía en broma, naturalmente. Siempre andaba con lo mismo, ya sabe: «¿Cuándo vamos a quedar para esa cita?» No lo decía en serio —repitió.

—No había nada malo en ello —le dije para animarla.

—Bueno, ya tenía novia.

—¿Cómo lo sabe? —pregunté.

—Dijo que la traería algún día y me dio la impresión de que iba muy en serio con ella. Creo que se llama Loren, pero no sé nada más.

Imaginé a Eddings enfrascado en conversaciones personales como aquélla con mi personal y todavía me sorprendió menos que Ted hubiera conseguido acceder a mí más fácilmente que la mayoría de los periodistas que llamaban. Me pregunté si aquel mismo talento lo había llevado a la muerte y sospeché que así era.

—¿Hizo alguna referencia a lo que quería tratar con el doctor Fielding? —pregunté mientras me levantaba.

Se lo pensó un momento sin dejar de manosear con aire abstraído aquellas fotos que el mundo no debería ver jamás.

—Espere un momento... ¡Ah, ya sé! Era algo sobre radiación, lo que dirían los informes si alguien moría de eso.

—¿Qué clase de radiación?

—Bueno, me parece que estaba haciendo un reportaje sobre la historia de las máquinas de rayos X. Últimamente ha salido mucho en las noticias porque hay mucha gente alarmada con las cartas bomba y cosas así.

No recordaba haber visto nada en su casa que indicase que Eddings estaba investigando para aquel reportaje. Volví a mi despacho y empecé a ocuparme del papeleo y de atender las llamadas telefónicas.

Horas después, mientras tomaba un almuerzo ligero y tardío sentada tras mi escritorio, entró Marino.

—¿Qué sucede por ahí? —le pregunté, sorprendida de verlo—. ¿Te apetece medio bocadillo de atún?

Marino cerró ambas puertas y tomó asiento sin quitarse el abrigo. Me asustó su expresión.

—¿Has hablado con Lucy? —preguntó.

—No he vuelto a hacerlo desde que salimos de casa. —Dejé el bocadillo sobre la mesa—. ¿Por qué?

—Me ha llamado... —consultó el reloj— hace una hora aproximadamente. Quería saber cómo ponerse en contacto con Danny para preguntarle por el coche. Y yo diría que había bebido.

Permanecí callada unos instantes, con la mirada fija en sus ojos. Después la retiré. No hizo falta preguntarle si estaba seguro porque Marino era experto en tales asuntos y Lucy tenía un pasado que él conocía perfectamente.

—¿Quieres que vaya a tu casa? —se ofreció con naturalidad.

—No. Me parece que tiene uno de sus ataques de malhumor y está soltando los nervios. Al menos no tiene el coche y no puede largarse por ahí.

Exhalé un profundo suspiro.

—La cuestión es que de momento creo que está a salvo —dijo Pete—, pero he pensado que era mejor que lo supieras, doctora.

—Gracias —respondí con aire sombrío.

Tenía la esperanza de que mi sobrina hubiera superado su propensión al alcohol pues no había vuelto a ver síntomas preocupantes de lo contrario desde aquellos primeros tiempos autodestructivos en que se dedicaba a conducir bebida, cuando había estado a punto de matarse. Pero su extraño comportamiento en casa aquella mañana, y lo que Marino me acababa de revelar, me hicieron pensar que algo andaba muy mal.

No sabía qué hacer.

—Otra cosa más —añadió Marino mientras se ponía en pie—. No permitas que vuelva a la Academia en ese estado.

—No, claro que no.

Cuando Pete se hubo marchado me quedé un rato tras las puertas cerradas, deprimida y con las ideas tan espesas como las aguas del río perezoso que veía desde mi casa. No sabía si estaba enfadada o asustada, pero al pensar en las veces que había ofrecido vino o que había servido una cerveza a mi sobrina me sentí traicionada. Luego casi me atenazó la desesperación al valorar lo mucho que Lucy había conseguido y lo mucho que podía perder... De pronto también me asaltaron otras imágenes. Evoqué escenas terribles montadas por un hombre que quería ser un dios y supe que mi sobrina, pese a su brillante inteligencia, no comprendía lo tenebroso de tal poder. No captaba la malignidad como yo.

Me puse el abrigo y los guantes porque ya sabía dónde iba a ir. Estaba a punto de comunicar a recepción que me marchaba cuando sonó el teléfono. Lo descolgué por si era Lucy, pero resultó ser el jefe de policía de Chesapeake, quien me dijo que se llamaba Steels y que acababa de trasladarse de Chicago.

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