Authors: Patricia Cornwell
—Lamento que tengamos que conocernos en estas circunstancias —me dijo, y parecía sincero—, pero debo hablar con usted sobre uno de mis detectives llamado Roche.
—Sí, yo también tengo que comentarle algo al respecto —respondí—. Quizás usted pueda explicarme qué problema tiene ese hombre...
—Según Roche, el problema es usted.
—¡Qué ridiculez! —exclamé, incapaz de contener la cólera—. En pocas palabras, jefe Steels, ese detective suyo es inadecuado y nada profesional y constituye un obstáculo para esta investigación. Le he prohibido pisar el depósito de cadáveres.
—Doctora, sepa que Asuntos Internos investigará esta cuestión a fondo —replicó él— y que probablemente necesitaré que se presente aquí en algún momento para hablar con usted.
—¿Cuál es la acusación, exactamente?
—Acoso sexual.
—Sí, eso está de moda, desde luego —comenté con ironía—. Pero no sabía que tuviera algún poder sobre él. Ese detective trabaja para usted, no para mí, y por definición el acoso sexual está ligado al abuso de poder. De todas formas todo eso son bobadas, porque en este caso los papeles están invertidos. Fue su detective el que me hizo propuestas sexuales, y cuando vio que no eran correspondidas fue él quien se propasó.
Se produjo una pausa.
—Me parece que es su palabra contra la de él —me dijo Steels por fin.
—No. Lo que parece es un montón de tonterías. Y si ese hombre vuelve a tocarme, presentaré una denuncia y lo haré detener.
Mi interlocutor guardó silencio.
—Jefe Steels —continué—, lo que debería ser de vital importancia en este momento es un caso muy alarmante que se ha producido en su jurisdicción: Ted Eddings. ¿Podemos hablar un momento sobre él?
—Desde luego —dijo tras un carraspeo.
—¿Está al corriente del caso?
—Totalmente. Me han informado a fondo y estoy al tanto de todo el asunto.
—Bien. Entonces sin duda estará de acuerdo en que debemos investigarlo con todos nuestros medios.
—Bueno, opino que debemos investigar a fondo cualquier muerte, pero en el caso Eddings la respuesta me parece bastante clara. —Me sentí aún más furiosa al oír aquello—. No sé si sabe que ese hombre se interesaba por el material de la Guerra de Secesión; tenía una colección, incluso. Al parecer hubo algunas batallas no lejos de donde buceaba y quizá buscaba balas de cañón o algo así.
—La mayor batalla naval o en la proximidad del agua en esa zona tuvo lugar entre el
Merrimac
y el
Monitor
, pero fue a varios kilómetros de aquí, en Hampton Roads. No sé de ningún combate en la zona del río Elizabeth donde se encuentra el varadero de la Marina.
—Pero doctora Scarpetta, en realidad no estamos seguros, ¿verdad? —dijo con cautela—. Podría buscar cualquier cosa que se disparase, cualquier trasto que se arrojara al agua, o el cuerpo de cualquier desgraciado que muriese allí en esa época. Entonces no había cámaras de televisión ni millones de reporteros por todas partes. Sólo Mathew Brady y, por cierto, soy un gran aficionado a la historia y he leído mucho sobre la Guerra de Secesión. Personalmente opino que ese tal Eddings se sumergió en ese varadero para peinar el fondo del río en busca de antigüedades, inhaló gases nocivos de su máquina y murió. Y cualquier cosa que tuviera en las manos, un detector de metales por ejemplo, se ha perdido en el cieno.
—Considero este caso como un posible homicidio —declaré con firmeza.
—Y yo, en vista de todo lo que me han contado, discrepo de usted.
—Espero que la fiscal estará de mi parte, cuando haya hablado con ella. —El policía no dijo nada al respecto—. Debo dar por sentado que no tiene intención de invitar a los de Análisis de Investigación Criminal a intervenir en el caso, ¿verdad? —continué—. Como ha decidido que estamos ante un accidente...
—De momento no veo ninguna razón para molestar al FBI, y así se lo he dicho.
—Pues yo veo muchas para llamarlos —repliqué.
Llena de rabia, cogí mis cosas y me dirigí con paso decidido hacia la puerta.
Ya en el despacho del depósito, tomé un juego de llaves de la pared, salí al aparcamiento y abrí la puerta del conductor de la furgoneta azul marino que utilizábamos a veces para trasladar cuerpos. No era tan indiscreta como un coche fúnebre, pero tampoco era lo que uno esperaría ver en el garaje del vecino. Era enorme, tenía cristales tintados y protegidos con cortinillas parecidas a las que usan las funerarias y detrás, en lugar de asientos, el piso estaba cubierto de tablones dotados de anclajes para evitar que la camilla se desplazara durante el transporte. El supervisor del depósito había colgado varios purificadores de ambiente en el retrovisor, y el aroma a cedro resultaba empalagoso.
Abrí un poco la ventanilla y arranqué. Salí a Main Street, aliviada al comprobar que las calles ya sólo estaban mojadas. El tráfico resultaba soportable, teniendo en cuenta que era hora punta. El aire húmedo y frío en el rostro me sentó bien. Hacía bastante tiempo que no me detenía en la iglesia camino de casa porque sólo pensaba en hacerlo cuando me hallaba en alguna crisis, cuando la vida me había puesto al límite. En Three Chopt Road y Grove Avenue entré en el aparcamiento de la iglesia de Saint Bridget, un edificio de ladrillo y pizarra que ya no tenía las puertas abiertas toda la noche como antes; el mundo había cambiado. No obstante, a aquella hora se reunían los de Alcohólicos Anónimos. Yo siempre sabía cuándo podía entrar, y estaba segura de que no me molestaría nadie.
Entré por una puerta lateral, me santigüé con agua bendita y me acerqué al altar, con sus estatuas de santos que guardaban la cruz y sus escenas de la crucifixión en luminosas cristaleras emplomadas. Cuando me senté en el banco de la última fila sentí deseos de encender unas velas, pero ese rito había dejado de practicarse allí con el Vaticano II. Arrodillada en el reclinatorio del banco, recé por Ted Eddings y por su madre. Recé por Marino y por Wesley. En mi espacio privado y oscuro, recé por mi sobrina. Después me senté y permanecí con los ojos cerrados, y noté que mi tensión empezaba a aliviarse.
Cuando hacia las seis me disponía a marcharme, me detuve en el atrio al ver abierta e iluminada, al fondo de un pasillo, la puerta de la biblioteca. No estaba muy segura de qué me llevaba en aquella dirección, pero se me ocurrió que un libro maléfico podía contrarrestarse con el más sagrado de todos y que el sacerdote recetaría, probablemente, unos momentos de lectura del catecismo. Al entrar encontré a una mujer mayor que devolvía unos libros a las estanterías.
—¿Doctora Scarpetta? —me dijo, entre sorprendida y complacida.
—Buenas tardes —contesté. Me avergoncé de no recordar su nombre.
—Soy la señora Edwards.
Recordé que la mujer estaba a cargo de los servicios sociales en la iglesia y que preparaba a los conversos al catolicismo, entre los que debería encontrarme, pensaba algunas veces, en vista de lo poco que iba a misa. La señora Edwards, menuda y algo rolliza, no había visitado jamás un convento pero me inspiró el mismo sentimiento de culpa que las buenas monjitas cuando era joven.
—No suelo verla por aquí a estas horas —comentó.
—Pasaba por aquí y he entrado —respondí—. Salgo del trabajo. Me temo que me he perdido el rezo vespertino.
—Eso fue el domingo.
—Sí, claro.
—Bien, me alegro de haberla visto antes de irme... —Su mirada no se apartó de mi rostro y tuve la certeza de que se daba cuenta de mi necesidad.
Eché un vistazo a los lomos de los libros.
—¿Puedo ayudarla a buscar algo? —preguntó.
—Un ejemplar del catecismo —asentí.
La mujer cruzó la sala, cogió uno de un estante y me lo ofreció. Era un volumen grueso y me pregunté si habría sido una buena idea, porque en aquel momento me sentía muy cansada y dudaba de que Lucy estuviera en condiciones de leer nada.
—¿En qué más puedo ayudarla? —La señora Edwards tenía un tono de voz muy amable.
—Si pudiera hablar con el sacerdote unos momentos... —murmuré.
—El padre O'Connor está visitando hospitales. —La mujer mantuvo su mirada inquisitiva—. ¿Puedo hacer algo por usted?
—Quizá sí.
—Si le parece nos sentamos aquí mismo —me propuso.
Tomamos sendas sillas que me recordaron las que había en la escuela parroquial cuando era niña, en Miami. De pronto recordé lo maravilloso que había sido descubrir lo que me ofrecían las páginas de aquellos libros, porque a mí me encantaba aprender cosas y cualquier huida mental de mi casa era una bendición. La señora Edwards y yo nos mirábamos como amigas, pero me costaba encontrar las palabras porque era poco habitual que hablara con tanta franqueza.
—No puedo entrar en muchos detalles porque mi problema tiene relación con un caso en el que trabajo —empecé a decir.
—Comprendo —asintió ella.
—Pero baste con decir que he tenido contacto con una especie de Biblia de tipo satánico. En realidad no se trata de un libro de adoración al diablo pero es un texto perverso.
La mujer no mostró ninguna reacción, pero siguió mirándome a los ojos.
—Y Lucy también lo leyó. Lucy es mi sobrina, una chica de veintitrés años.
—¿Y como consecuencia de ello tienen problemas? —preguntó la señora Edwards.
Suspiré profundamente y me sentí ridicula.
—Sé que todo esto suena bastante raro.
—En absoluto —me aseguró—. Nunca hay que subestimar el poder del mal y debemos evitar cualquier roce con él, siempre que podamos.
—Yo no puedo evitarlo siempre —declaré—. Es el mal el que suele traerme los pacientes a mi puerta, pero rara vez tengo que ver documentos como ese del que hablo. He tenido sueños perturbadores y mi sobrina se comporta de modo extraño y ha pasado mucho tiempo con ese libro. Es ella quien más me preocupa. Por eso estoy aquí.
—«Pero persevera en las cosas que has aprendido y de las que has recibido seguridades» —citó la mujer—. Realmente es así de sencillo.
Me lanzó una sonrisa.
—No estoy segura de entender...
—Doctora Scarpetta, no hay remedio para lo que acaba de compartir conmigo. No puedo imponerle las manos y alejar la oscuridad y las pesadillas. Y el padre O'Connor tampoco. No hay ceremonias ni rituales que valgan. Podemos rezar por usted y no dude de que lo haremos. Pero lo que usted y Lucy deben hacer ahora mismo es volver a su propia fe. Tienen que volver a lo que les daba fuerza en el pasado, fuera lo que fuese.
—Por eso me he acercado aquí esta tarde —repetí.
—Bien. Dígale a Lucy que vuelva a la práctica religiosa y que rece. Y debería venir por la iglesia.
Eso último era muy improbable, pensé mientras volvía a casa. Y mis temores no hicieron sino incrementarse cuando crucé la puerta. Aún no eran las siete y Lucy ya estaba acostada.
—¿Duermes? —Me senté junto a ella en la oscuridad y le toqué la espalda—. ¿Lucy?
No respondió y me sentí aliviada de que nuestros coches aún no hubieran llegado. Tenía miedo de que hubiera vuelto a Charlottesville y que estuviera a punto de repetir todos los terribles errores en los que ya había caído una vez.
—¿Lucy? —probé otra vez. Por fin se dio la vuelta lentamente.
—¿Qué? —preguntó.
—Sólo quería ver qué tal estabas —dije en un susurro.
Vi que se restregaba los ojos y me di cuenta de que no estaba dormida sino llorando.
—¿Qué tienes? —murmuré.
—Nada.
—Sé que te pasa algo y es momento de hablar. Estás muy rara y quiero ayudarte. —No hubo respuesta—. Lucy, me quedaré aquí sentada hasta que hablemos.
Mantuvo el silencio un rato más, y por fin vi que movía los párpados y miraba al techo.
—Janet se lo ha dicho —explicó—. Se lo ha contado a sus padres. Ellos le armaron la bronca, como si supieran más que ella misma de sus sentimientos. Como si de algún modo Janet estuviera equivocada respecto a sí misma.
Su tono era cada vez más irritado. Se incorporó con esfuerzo hasta quedar medio sentada y apiló las almohadas tras la espalda.
—Quieren que acuda a un psicólogo —añadió.
—Lo lamento —le dije—. No sé muy bien qué decir, salvo que el problema está en ellos y no en vosotras dos.
—No sé qué va a hacer. Ya es suficiente con tener que preocuparse de que no lo descubra el Buró...
—Tienes que ser fuerte y fiel a lo que eres.
—Sea lo que sea. Hay días que ni lo sé. —Estaba cada vez más agitada—. Aborrezco todo esto. Es tan difícil y tan injusto... —Apoyó la cabeza en mi hombro—. ¿Por qué no podría ser como tú? ¿Por qué no podría ser fácil?
—No estoy segura de que quisieras ser como yo —respondí—. Y desde luego mi vida tampoco es sencilla. Nada que valga la pena lo es. Tú y Janet podéis resolver las cosas si os ponéis a ello y si os queréis de verdad.
Lucy hizo una profunda inspiración y expulsó el aire lentamente.
—Basta de comportamientos destructivos. —La incorporé en la cama, en la penumbra de su habitación—. ¿Dónde está el Libro?
—En el escritorio —respondió.
—¿En mi despacho?
—Sí. Lo he dejado allí.
Nos miramos y vi un brillo en sus ojos. Lucy se sorbió la nariz sonoramente y se sonó.
—¿Comprendes por qué no es conveniente husmear demasiado en una cosa así? —le dije.
—Mira en qué tienes que husmear tú continuamente. Son gajes del oficio.
—No son gajes del oficio —respondí—. Lo importante es saber dónde pisar y dónde no pararse. Debes respetar el poder de un enemigo por mucho que lo desprecies, de lo contrario saldrás perdiendo. Es algo que ya deberías haber aprendido, Lucy.
—Entiendo —dijo tranquilamente mientras cogía el catecismo que había dejado al pie de la cama—. ¿Qué es esto? ¿Tengo que leerlo todo esta noche?
—Es una cosa que me han prestado en la iglesia. He pensado que tal vez te gustaría echarle un vistazo.
—Olvídate de la iglesia...
—¿Porqué?
—Porque ella se ha olvidado de mí. La iglesia cree que la gente como yo es aberrante, como si hubiera que condenarme a la cárcel o al infierno por ser como soy. Eso es lo que consiguen. No sabes lo que es sentirse marginada.
—Lucy, yo he estado marginada la mayor parte de mi vida. No sabes qué es la discriminación hasta que eres una de las tres únicas mujeres de tu curso en la Facultad de Medicina, o en la de Derecho. Los hombres no quieren compartir los apuntes si estás enferma y faltas a una clase. Por eso no me pongo enferma, por eso no me emborracho ni me escondo en la cama. —Me mostré severa porque tenía que serlo.