Authors: Patricia Cornwell
—Esto es distinto —dijo ella.
—Creo que quieres pensar que es distinto para poner excusas y apiadarte de ti misma —continué—. Me parece que en realidad quien se empeña en olvidar y rechazar eres tú. No es la iglesia ni la sociedad. Ni siquiera son los padres de Janet; quizá simplemente no comprenden. Creía que eras más fuerte.
—Lo soy.
—¡Vamos! Ya he tenido suficiente, Lucy. No vengas por aquí a emborracharte y a meter la cabeza bajo la manta para que me pase el día preocupada por ti. Y cuando trato de ayudar, me rechazas a mí y a todo el que lo intenta.
Mi sobrina me miró fijamente y no dijo nada. Por fin rompió el silencio.
—¿Es verdad que has entrado en la iglesia por mí?
—He entrado por mí —suavicé el tono—. Pero el tema central de la conversación fuiste tú.
Lucy apartó la manta.
—«El principal fin de una persona es glorificar a Dios y gozar de Dios eternamente» —dijo al tiempo que se incorporaba.
Me detuve en el hueco de la puerta.
—El catecismo —murmuró—. Apto para todos los protestantes, por supuesto. Hice un curso de religión en la universidad. ¿Quieres cenar algo?
—¿Qué te apetece? —pregunté.
—Cualquier cosa fácil. —Se acercó y me abrazó—. Tía Kay, lo siento...
En la cocina abrí el congelador pero nada de lo que vi me inspiró. Después miré en el frigorífico pero había perdido el apetito, además de la presencia de ánimo. Comí un plátano y preparé un tazón de café. A las ocho y media me sobresaltó el intercomunicador de la mesa. La voz de Marino llegó a mis oídos.
—Unidad seiscientos a estación base uno —dijo.
Cogí el micrófono.
—Aquí estación base uno —respondí.
—¿Puedes llamarme a un número?
—Dámelo. —Tuve un mal presagio.
Era posible que la radiofrecuencia utilizada por mi oficina estuviera pinchada, y cuando los detectives trabajaban en un caso especialmente delicado procuraban no utilizar aquel medio. El número que me dio Marino era el de un teléfono público.
—Lo siento —dijo cuando respondió—, me había quedado sin monedas.
—¿Qué sucede? —No perdí un segundo.
—Me he saltado al forense de guardia porque sabía que querrías que nos pusiéramos en contacto contigo antes de hacerlo con él.
—¿De qué se trata?
—Mierda, doctora, lo siento de verdad, pero... Tenemos a Danny.
—¿Danny? —repetí perpleja.
—Danny Webster. De tu despacho de Norfolk.
—¿Y qué quieres decir con que lo tenéis? —Me atenazó el pánico—. ¿Qué ha hecho?
Imaginé que lo habían detenido por conducir mi coche, o quizás había tenido un accidente con él.
—Está muerto, doctora —dijo Marino.
Hubo un silencio a ambos extremos de la línea.
—¡Oh, Dios! —Me apoyé en la mesa y cerré los ojos—. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué ha sucedido?
—Mira, lo mejor será que vengas aquí.
—¿Dónde estás?
—En Sugar Bottom, donde el viejo túnel del tren. Tu coche está a una manzana colina arriba, en el parque de Libby Hill.
No pregunté nada más y le dije a Lucy que me marchaba y que probablemente no volvería hasta tarde. Cogí el maletín y la pistola, porque conocía los barrios bajos donde se hallaba el túnel. Era incapaz de imaginar qué podía haber atraído a Danny hasta un lugar como aquél. Él y su amigo tenían que llevar mi coche y el de Lucy a mi despacho; allí los atendería mi administrador, que luego los llevaría a la estación de autobuses. Church Hill no quedaba lejos del despacho, eso era verdad, pero no se me ocurría por qué Danny habría ido en mi Mercedes a un sitio que no era el previsto. Danny parecía incapaz de traicionar mi confianza.
Avancé velozmente por West Cary Street, entre enormes casonas de ladrillo con tejados de cobre y pizarra y entradas protegidas con altas verjas negras de hierro forjado. Cruzar a golpe de acelerador aquella parte elegante de la ciudad en la furgoneta del depósito de cadáveres mientras uno de mis empleados yacía muerto en un descampado tenía algo de irreal, y de nuevo me asaltó la preocupación por haber dejado sola a Lucy. No recordaba si había conectado el sistema de alarma ni si al marcharme había desconectado los detectores de movimientos. Las manos me temblaban y sentí ganas de fumar.
El parque de Libby Hill estaba en una de las siete colinas de Richmond, en una zona donde últimamente se valoraban mucho los solares. Las casas centenarias, alineadas una junto a la otra, y las mansiones de estilo neoclásico, habían sido muy bien restauradas por gente lo bastante atrevida como para rescatar un barrio histórico de la ciudad de las garras de la ruina y del crimen. Para la mayoría de residentes, la apuesta había dado buen resultado, pero yo sabía muy bien que no hubiera podido vivir cerca de los bloques de viviendas baratas y de las zonas deprimidas donde la principal industria era la droga. No quería tener que ocuparme de casos en mi propio barrio.
Varios coches patrulla, con sus luces rojas y azules destellantes, estaban detenidos a ambos lados de Franklin Street. La noche era muy oscura y apenas distinguí el quiosco de música octogonal ni el soldado de bronce en su elevado pedestal de granito, de cara al James. Varios agentes y un equipo de televisión rodeaban mi Mercedes, y los vecinos habían salido a los espaciosos porches de sus viviendas para ver el espectáculo. Pasé por delante con la furgoneta, muy despacio, pero no logré distinguir si mi coche presentaba algún daño, aunque la puerta del conductor estaba abierta y la luz interior encendida.
Hacia el este, pasada la calle Veintinueve, el camino descendía hasta una zona medio escondida conocida como Sugar Bottom, famosa por las prostitutas que en otro tiempo mantenían allí los caballeros de Virginia, o quizá porque allí se fabricaba licor clandestino. No estaba segura de cuál era la leyenda. Allí, las casas restauradas se convertían bruscamente en desvencijados apartamentos de alquileres desorbitados y casuchas en precario equilibrio. Donde acababa el asfalto, a media pendiente de la empinada colina, había unas arboledas extensas y tupidas donde el túnel de ferrocarril se había hundido en los años veinte.
Recordé que una vez había sobrevolado la zona en un helicóptero de la policía del estado: la negra boca del túnel resultaba visible entre los árboles y el firme de las vías era una cicatriz embarrada que conducía al río. Pensé en los vagones y trabajadores que posiblemente aún seguían enterrados allí, y de nuevo me pregunté a santo de qué Danny habría ido allí. Cuando menos, a mi joven ayudante debía de preocuparle su rodilla lesionada. Aminoré la marcha y aparqué lo más cerca que pude del Ford de Marino. Los periodistas me reconocieron al instante.
—Doctora Scarpetta, ¿es cierto que su coche ha aparecido en la colina? —preguntó una reportera mientras corría a situarse a mi lado—. Al parecer, el Mercedes está registrado a su nombre. ¿De qué color es? ¿Negro? —insistió al ver que no respondía.
—¿Puede explicarnos cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó otra voz.
—¿Se lo han robado? ¿La víctima es el ladrón? ¿Cree que el asunto tiene relación con las drogas?
Las voces se superponían porque ninguno esperaba su turno y yo no decía nada. Cuando unos agentes de uniforme se dieron cuenta de que había llegado, intervinieron estruendosamente.
—¡Eh, todos atrás!
—¡Vamos, vamos! Ya han oído.
—¡Abran paso a la señora!
—Vamos. Tenemos que investigar la escena del crimen.
De repente apareció Marino y me agarró del brazo.
—Pandilla de sabandijas —masculló mientras dirigía una mirada de desprecio a los reporteros—. Mira bien dónde pisas. Tenemos que atravesar el bosque hasta casi la misma boca del túnel. ¿Qué calzado llevas?
—No te preocupes, me las arreglaré.
Había un camino largo y empinado que descendía desde la calzada. Las luces instaladas para iluminar la marcha rompían las sombras como la luna sobre las aguas de una bahía peligrosa. Más allá de los márgenes, los árboles se difuminaban en la oscuridad, mecidos por una leve brisa.
—Ten mucho cuidado —repitió Marino—. El camino está embarrado y lleno de mierda...
—¿Qué mierda? —pregunté.
Encendí la linterna y la dirigí al estrecho sendero enfangado, salpicado de cristales rotos, papel podrido y zapatos desechados que destacaban con un tono blanco descolorido entre las zarzas y los árboles invernales.
—Los vecinos han convertido esto en un vertedero —me comentó.
—Danny no podría haber bajado por aquí con la rodilla mala —insistí—. ¿Cuál es la mejor manera de abordar esto?
—De mi brazo.
—No. Tengo que inspeccionarlo yo sola.
—Pues no bajes ahí sin compañía. No sabemos si aún sigue merodeando alguien por la zona.
—Ahí hay sangre. —Enfoqué con la linterna unas cuantas gotas grandes y brillantes sobre unas hojas muertas, a un par de metros de donde me encontraba.
—Y por allá hay mucha más.
—¿Y arriba, en la calle? ¿Han encontrado algo?
—No. Parece que el rastro de sangre empieza más o menos aquí. Pero hemos encontrado más en el camino, siguiendo la bajada, hasta donde está el cuerpo.
—Bueno, pues vamos allá.
Miré a mi alrededor e inicié el descenso con pasos cuidadosos. Oí los de Marino, más pesados, detrás de mí.
La policía había extendido cinta amarilla brillante de árbol en árbol, estableciendo un cordón de seguridad lo más amplio posible porque de momento no estábamos seguros del tamaño de la escena del crimen. No vi el cuerpo hasta que dejé atrás la arboleda y salí a un claro, desde el que el antiguo firme de la vía férrea llevaba hacia el río, al sur de mi posición, y desaparecía en la boca bostezante del túnel, al oeste. Danny Webster yacía boca arriba, medio de costado y en un confuso revoltijo de brazos y piernas. Debajo de la cabeza se extendía un gran charco de sangre.
Exploré lentamente el cuerpo con la linterna y vi hierba y fango en abundancia en el jersey y en los téjanos, así como fragmentos de hojas y otros desperdicios adheridos a sus cabellos, embadurnados de sangre.
—Rodó colina abajo —dije tras observar que se habían soltado varias cinchas de su llamativo aparato ortopédico rojo y que la basura se había adherido al velero—. Ya estaba muerto, o casi, cuando quedó en esta posición.
—Sí, me parece que está bastante claro que dispararon contra él ahí arriba —confirmó Marino—. Lo primero que me he preguntado es si se desangraría mientras intentaba escapar. Si consiguió llegar hasta ahí arriba y luego, ya sin fuerzas, cayó rodando el resto de la pendiente.
—Tal vez le hicieron creer que tenía una oportunidad de escapar. —La emoción me embargó la voz—. ¿Ves el aparato que lleva en la rodilla? ¿Tienes idea de lo despacio que iría si bajó por este camino? ¿Sabes qué es avanzar centímetro a centímetro con una pierna mala?
—De modo que algún hijo de puta se dedicó a hacer puntería con él... —masculló Marino.
No dije nada. Dirigí la luz de la linterna hacia el sendero de hierba y basura que ascendía hasta la calle.
Unas gotas de sangre de un rojo oscuro brillaban sobre un cartón de leche aplastado y descolorido por el sol y el paso del tiempo.
—¿Qué hay del billetero? —pregunté.
—Lo llevaba en el bolsillo de atrás. Estaba intacto, con once dólares y todas las tarjetas —me informó Marino, sin dejar de mirar constantemente a uno y otro lado.
Tomé fotos, y a continuación me arrodillé junto al cuerpo de Danny y le di la vuelta para observar la parte posterior de la cabeza destrozada. Le toqué el cuello y todavía estaba tibio; la sangre del charco aún no se había coagulado del todo.
Abrí el maletín del instrumental, desplegué un lienzo de plástico y se lo di a Marino.
—Toma. Sujeta esto mientras le tomo la temperatura.
Pete protegió el cuerpo de cualquier mirada que no fuera la nuestra y procedí a bajarle los pantalones y los calzoncillos. Danny se había ensuciado en ambas prendas. Aunque no era raro que la gente orinara y defecara en el momento de morir, en ocasiones era la respuesta del cuerpo a un momento de terror.
—¿Tienes idea de si Danny tonteaba con alguna droga? —preguntó Marino.
—No tengo ninguna razón para pensarlo —respondí—. Bueno, en realidad no tengo idea.
—Por ejemplo, ¿alguna vez te ha parecido que vivía por encima de sus posibilidades? ¿Cuánto ganaba?
—Unos veintiún mil dólares al año. Pero no sé si llevaba un tren de vida por encima de sus posibilidades. Aún vivía con sus padres.
La temperatura del cuerpo era de treinta y cuatro grados y medio. Dejé el termómetro sobre el maletín para tomar una lectura de la temperatura ambiente.
Moví los brazos y las piernas del cadáver y comprobé que el rigor mortis sólo se había iniciado en músculos pequeños como los de los dedos y los ojos. Casi todo el resto del cuerpo de Danny estaba aún tibio y flexible como en vida, y al inclinarme sobre él capté el aroma de la colonia que llevaba y supe que ya nunca lo olvidaría. Tras cerciorarme de que el plástico había quedado completamente abierto debajo de él, volví el cuerpo boca arriba. Mientras empezaba a buscar otras heridas, se derramó más sangre.
—¿A qué hora se recibió la llamada? —pregunté a Marino, que se movía despacio cerca del túnel, inspeccionando los espesos zarzales con la linterna.
—Uno de los vecinos oyó un disparo procedente de esta zona y llamó a la policía a las siete y cinco. Localizamos tu coche y a él un cuarto de hora después, más o menos. Por lo tanto hablamos de hace un par de horas. ¿Encaja eso con tus observaciones?
—Aquí fuera casi está helando otra vez; el cuerpo está bien abrigado y ha perdido unos pocos grados. Sí, encaja. Pásame esas bolsas de ahí, por favor. ¿Sabemos qué ha sido del amigo que debía conducir el Suburban de Lucy?
Cogí dos bolsas de papel marrón y las cerré en torno a las muñecas con unas gomas elásticas para preservar indicios frágiles como residuos de pólvora, fibras o restos orgánicos bajo las uñas, en el supuesto de que se hubiera resistido a su agresor. Sin embargo no creía que lo hubiera hecho. No sabía qué había sucedido, pero sospeché que Danny había hecho exactamente lo que le ordenaban.
—En este momento no tenemos idea de quién puede ser ese amigo —dijo Marino—. Si te parece enviaré una unidad a tu despacho para comprobar si se ha presentado.
—Buena idea. No sabemos si el amigo tiene alguna relación con esto.