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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Ciudad abismo (11 page)

BOOK: Ciudad abismo
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—¿Lo era?

—Sí. Hubo un accidente y usted logró salvar no pocas vidas.

—Me temo que no lo recuerdo.

—¿Ni siquiera Nueva Valparaíso? Allí fue donde ocurrió.

Aquello sí significaba algo para mí, aunque vagamente… como una referencia medio familiar que despierta recuerdos de un libro o una obra disfrutados tiempo atrás. Pero el argumento y los protagonistas (por no mencionar el desenlace) permanecen tozudamente inaccesibles. Estaba observando la niebla.

—Me temo que sigue sin estar ahí. Dígame cómo llegue aquí, de todos modos. ¿Cuál era el nombre de la nave?

—La
Orvieto
. Debió dejar su sistema hace unos quince años.

—Debía tener una buena razón para subirme a ella. ¿Viajaba solo?

—Por lo que sé, sí. Todavía estamos procesando su cargamento. Había veinte mil durmientes a bordo y solo hemos calentado a una cuarta parte de ellos. No hay mucha prisa, si lo piensa bien. Si vas a pasar quince años cruzando el espacio, un retraso de unas cuantas semanas, ya sea en el punto de partida o en el de llegada, no es para preocuparse.

Era extraño pero, aunque no podía concretarlo, sentía que había algo que debía hacer urgentemente. Era la misma sensación que se siente al despertar de un sueño cuyos detalles no puedes recordar pero que, a pesar de todo, te deja de los nervios durante unas cuantas horas.

—Bueno, dígame todo lo que sepa sobre Tanner Mirabel.

—Ni mucho menos tanto como me gustaría. Pero eso no debería preocuparle de por sí. Su mundo está en guerra, Tanner, lleva en guerra varios siglos. Sus archivos son ligeramente menos confusos que los nuestros y los Ultras no suelen interesarse mucho por las personas que transportan, siempre que paguen.

El nombre me encajaba con comodidad, como un viejo guante. Además, era una buena combinación. Tanner era un nombre de obrero; duro y al grano; alguien que hacía su trabajo. Mirabel, por otro lado, tenía tenues pretensiones aristocráticas.

Era un nombre con el que podía vivir.

—¿Por qué son confusos sus registros? No me diga que aquí también ha habido una guerra.

—No —dijo Amelia con cautela—. No; fue algo bastante distinto. Sí, algo bastante distinto. ¿Por qué? Durante un momento me ha parecido que le gustaba la idea.

—Quizá haya sido soldado —respondí.

—¿Y escapa con un botín de guerra tras cometer alguna atrocidad incalificable?

—¿Parezco alguien capaz de cometer atrocidades?

Ella sonrió, pero había una indudable falta de humor en aquella sonrisa.

—No se lo creería, Tanner, pero por aquí pasa todo tipo de gente. Podría ser cualquier cosa, cualquier persona y su aspecto no tendría mucho que ver con ello. —Abrió ligeramente la boca—. Espere. No hay ningún espejo en la casa, ¿verdad? ¿Se ha mirado la cara desde que se despertó? —Negué con la cabeza—. Entonces, sígame. Un pequeño paseo le hará mucho bien.

Dejamos el chalet y seguimos un lánguido camino que se adentraba en el valle, con el robot de Amelia corriendo delante de nosotros como un cachorro entusiasmado. Ella se sentía cómoda con la máquina, pero a mí el robot me intimidaba; tanto como si la mujer hubiera estado caminando junto a una serpiente venenosa. Recordé mi reacción cuando el robot apareció por primera vez: había intentado coger un arma de forma intuitiva. No se trataba de un simple gesto teatral, sino de una acción bien aprendida. Casi podía sentir el peso del arma que no tenía, su forma precisa en la mano; una red de habilidad balística acechaba justo debajo de mi consciencia.

Sabía de pistolas y no me gustaban los robots.

—Dígame más sobre mi llegada —le dije a Amelia.

—Como le dije, la nave que le trajo se llamaba
Orvieto
—contestó ella—. Sigue en el sistema, claro, porque todavía la estamos descargando. Se la enseñaré, si quiere.

—Pensaba que iba a enseñarme un espejo.

—Dos pájaros de un tiro, Tanner.

El sendero descendía más y más, serpenteando hacia el interior de una oscura grieta de la que sobresalía un dosel de vegetación enredada. Supuse que se trataba del pequeño valle que había visto bajo el chalet.

Amelia llevaba razón: me había llevado años llegar hasta aquel lugar, así que pasar unos cuantos días recuperando la memoria era una carga intrascendente. Pero paciencia era lo último que sentía. Algo me había estado inquietando desde que despertara; sentía que tenía algo que hacer; algo tan urgente que, incluso en aquellos momentos, unas cuantas horas podían suponer la diferencia entre el éxito y el fracaso.

—¿Adónde vamos? —pregunté.

—A un lugar secreto. Un lugar al que no debería llevarlo, pero no puedo resistir la tentación. No se lo contará a nadie, ¿verdad?

—Ahora me tiene intrigado.

La grieta en sombras nos llevó hasta el suelo del valle; a un punto de máxima distancia del eje de Hotel Amnesia. Estábamos en el borde en el que los dos extremos cónicos del hábitat se unían entre sí. Allí la gravedad era mayor y noté el esfuerzo extra necesario para moverme de un lado a otro.

El robot de Amelia se detuvo delante de nosotros y se dio la vuelta para mirarnos con su inexpresiva cara ovoide.

—¿Qué le pasa?

—No avanzará más. Su programación no se lo permite. —La máquina estaba bloqueándonos el paso, así que Amelia salió del sendero y caminó entre la hierba, que le llegaba a la altura de la rodilla—. No querrá dejarnos pasar por nuestra propia seguridad pero, por otro lado, no intentará pararnos si nos tomamos la molestia de rodearlo. ¿Verdad, muchacho?

Rodeé el robot con pies de plomo.

—Antes comentó que yo era un héroe.

—Salvó cinco vidas cuando el puente de Nueva Valparaíso se derrumbó. La caída del puente estaba en todas las redes de noticias, incluso aquí.

Mientras hablaba, yo sentía que me recordaban algo que me habían contado antes; que estaba a solo un instante de recordar todo por mí mismo. Una explosión nuclear había cortado el puente en algún punto de su recorrido, lo que había hecho que el cable por debajo del corte cayera al suelo, mientras que la parte superior daba un latigazo mortal. La explicación oficial era que un misil defectuoso había sido el responsable; un disparo de prueba de alguna facción militar aspirante que había salido mal y había atravesado la pantalla protectora antimisiles que rodeaba el puente; pero, aunque no podía explicarlo fácilmente, tenía la insistente impresión de que había algo más. Que mi aparición en el puente en aquel preciso momento no había sido solo mala suerte.

—¿Qué ocurrió exactamente?

—El vagón en el que iba usted estaba por encima del corte. Se detuvo en el cable y hubiera resultado seguro, de no ser porque había otro vagón corriendo hacia él desde abajo. Usted se dio cuenta y convenció a la gente de que su única oportunidad de salvarse era saltar al espacio.

—No suena como una gran alternativa, ni siquiera con trajes espaciales.

—No, cierto… pero usted sabía que así al menos tendrían una posibilidad de sobrevivir. Estaban muy lejos de la atmósfera superior. Tendrían que caer durante más de once minutos antes de chocar contra ella.

—Genial. ¿De qué sirven once minutos más si de todos modos vas a morir?

—Son once minutos más de la vida que Dios le ha dado, Tanner. Y también resulta que fue suficiente para que las naves de rescate los recogieran. Tuvieron que rozar la atmósfera para cogerlos a todos, pero al final lo consiguieron. Hasta rescataron al hombre que ya estaba muerto.

Me encogí de hombros.

—Probablemente solo pensaba en mi propia supervivencia.

—Quizá, pero solo un héroe de verdad se atrevería a admitir que piensa eso. Por eso creo que realmente puede que sea Tanner Mirabel.

—De todos modos, debieron morir miles de personas —dije—. No fue un esfuerzo muy heroico, ¿no?

—Hizo lo que pudo.

Seguimos andando en silencio durante unos minutos; el sendero se cubría de maleza y se desdibujaba cada vez más, hasta que el suelo se inclinó un poco más, por debajo del nivel del suelo del valle. La energía extra requerida para moverse estaba minando mis fuerzas.

Yo iba delante y, durante un momento, Amelia se rezagó, como si esperara a alguien. Después me alcanzó y se puso delante. Encima de nosotros las plantas se abovedaban gradualmente hasta convertirse en un túnel verde y oscuro. Nos introdujimos en una oscuridad que no era del todo absoluta; Amelia pisaba con más confianza que yo. Cuando ya no se veía nada, ella encendió una pequeña linterna y dirigió al frente su fino haz de luz, aunque sospeché que lo hacía más por mí que por ella. Algo me decía que había bajado hasta allí tantas veces como para conocer cada agujero del suelo y saber cómo esquivarlo. Sin embargo, al final la linterna resultó casi superflua; delante de nosotros podía verse una luz lechosa que se encendía y apagaba periódicamente cada minuto.

—¿Qué es este lugar? —pregunté.

—Un viejo túnel de construcción que data de los tiempos en los que se fundó Idlewild. Rellenaron la mayoría de ellos, pero debieron olvidarse de este. A menudo vengo sola hasta aquí cuando necesito pensar.

—Entonces, demuestra una gran confianza en mí trayéndome.

Ella me miró a la cara, con la suya casi perdida en la penumbra.

—No es el único al que he traído aquí. Pero sí que confío en usted, Tanner. Eso es lo más curioso. Y tiene poco que ver con que sea un héroe. Parece un hombre amable. Noto un aura de calma a su alrededor.

—Lo mismo dicen de los psicópatas.

—Bueno, gracias por esa joya de la sabiduría.

—Lo siento, ya me callo.

Caminamos en silencio mutuo unos cuantos minutos más, pero al poco tiempo el túnel desembocó en una cámara con aspecto de caverna y un suelo plano y artificial. Di un prudente paso adelante sobre la lustrosa superficie, y después miré hacia bajo. El suelo era de cristal y había cosas que se movían bajo él.

Estrellas. Y mundos.

Una vez cada rotación aparecía un bello planeta amarillo pardo, acompañado por una luna rojiza mucho más pequeña. Entonces supe de dónde había salido la luz periódica.

—Eso es Yellowstone —dijo Amelia señalando al mundo de mayor tamaño—. La luna con la gran cadena de cráteres es el Ojo de Marco, bautizada en honor a Marco Ferris, el hombre que descubrió el abismo de Yellowstone.

Un impulso me hizo ponerme de rodillas para verlo mejor.

—Entonces estamos muy cerca de Yellowstone.

—Sí. Estamos en la estela del punto Lagrange de la luna y del planeta; el punto de equilibrio gravitacional, sesenta grados por detrás del Ojo de Marco en su órbita. Aquí es donde se estacionan la mayoría de las naves grandes —dejó de hablar durante un segundo—. Mire; ahí vienen.

Una vasta conglomeración de naves apareció ante nosotros: brillantes y enjoyadas como dagas ceremoniales. Cada nave, revestida de diamantes y hielo, tenía el tamaño de una pequeña ciudad (tres o cuatro kilómetros de largo), pero parecían diminutas simplemente por su número y la distancia entre ellas, como si se tratara de un banco de relucientes peces tropicales. Estaban agrupadas alrededor de otro hábitat, mientras que las naves de menor tamaño eran atracadas en el borde, como púas de erizo. Todo el conjunto debía de estar a unos doscientos o trescientos kilómetros de nosotros. Empezó a perderse de vista al girar el carrusel, pero Amelia tuvo tiempo de sobra para señalarme la nave que me había llevado hasta allí.

—Ahí. La que está al borde del enjambre del aparcamiento es la
Orvieto
, creo.

Pensé en aquella nave dando bandazos por el vacío interestelar, navegando justo por debajo de la velocidad de la luz durante casi quince años y, por un instante, tuve una noción visceral de la inmensidad del espacio que había cruzado desde Borde del Firmamento, comprimido en un instante subjetivo de descanso sin sueños.

—Ya no hay marcha atrás, ¿verdad? Aunque una de esas naves volviera a Borde del Firmamento, y aun teniendo los recursos necesarios para subir a bordo, no volvería a casa. Sería un héroe de hace treinta años… probablemente olvidado hace tiempo. Alguien nacido después que yo podría decidir clasificarme como criminal de guerra y ordenar mi ejecución en cuanto me despertara.

Amelia asintió lentamente.

—La mayoría nunca vuelve a casa, eso es muy cierto. Aunque en sus planetas no haya guerra, habrían cambiado demasiadas cosas. Pero casi todos ya se habían resignado a eso antes de marcharse.

—¿Quiere decir que yo no?

—No lo sé, Tanner. Parece diferente, eso seguro. —De repente, su tono de voz cambió—. ¡Ah, mire! ¡Una muda de casco!

—¿Una qué?

Pero seguí su mirada de todos modos. Lo que vi fue un cascarón cónico vacío que parecía tan grande como una de las naves del enjambre del aparcamiento, aunque era difícil estar seguro. Ella dijo:

—No sé mucho sobre esas naves, Tanner, pero sé que están casi vivas, de algún modo, que son capaces de alterarse a sí mismas, de mejorar con el tiempo, de modo que nunca quedan obsoletas. A veces todos los cambios se producen en el interior, pero a veces afectan a toda la forma de la nave… haciéndola mayor, por ejemplo. O más pulida, para que pueda ir a la velocidad de la luz. Normalmente, a la nave suele costarle menos desechar su vieja armadura de diamante que desmontarla y reconstruirla pieza a pieza. Lo llaman «mudar de casco», como un lagarto que muda la piel.

—Ah —ya lo entendía—. Y supongo que estaban preparados para vender esa armadura a precio de ganga, ¿no?

—Ni siquiera la vendieron… dejaron ese bendito regalo en órbita, a la espera de que algo lo aplastara. Nosotros lo cogimos, estabilizamos su giro y lo recubrimos de residuos rocosos traídos de Ojo de Marco. Tuvimos que esperar mucho tiempo hasta que encontramos otra pieza que encajara, pero al final conseguimos dos carcasas que podíamos unir para construir Idlewild.

—A bajo costo.

—Bueno, supuso mucho trabajo. Pero el diseño funciona bastante bien para nuestras necesidades. En primer lugar, se necesita mucho menos aire para llenar un hábitat con esta forma que para uno cilíndrico de la misma longitud. Y, conforme nos hacemos mayores, más frágiles y menos capaces de atender nuestras tareas cerca del punto en el que se unen las carcasas, podemos pasar cada vez más tiempo trabajando en las tierras altas, donde la gravedad es menor; nos acercamos poco a poco a los extremos… al mismo cielo, como decimos nosotros.

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