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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Ciudad abismo (6 page)

BOOK: Ciudad abismo
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Me pregunté si Reivich estaría lo bastante tranquilo en aquellos momentos como para tomarse un trago.

La vista debería haber sido espectacular pero, incluso en aquellos lugares en los que todavía no era de noche, la Península estaba escondida bajo una capa de nubes de monzón. Como el mundo se acurrucaba junto a Cisne en su órbita, la estación de los monzones llegaba aproximadamente cada cien días, y no duraba más de diez o quince días cada uno de aquellos cortos años. Sobre la marcada curva del horizonte, el cielo se había oscurecido pasando por diversas tonalidades de azul hasta adquirir un profundo azul marino. Ya se podían ver las brillantes estrellas; sobre nosotros descansaba la única estrella fija, la estación orbital, todavía a bastante distancia de nosotros. Pensé en dormir unas horas, ya que mis años de soldado me habían dotado de una habilidad casi animal para pasar inmediatamente a un estado de alerta total. Agité lo que quedaba de la bebida y le di otro trago. Una vez tomada la decisión, sentí la fatiga caer sobre mí como una presa al reventarse. Siempre estaba allí, esperando a que bajara la guardia aunque solo fuera un instante.

—¿Señor? —Volví a sobresaltarme, aunque menos que la vez anterior porque reconocí la voz del criado. La educada voz de la máquina siguió hablando—. Señor, tiene una llamada de la superficie. Puedo hacer que se la envíen a su alojamiento o puede verla aquí si lo prefiere.

Pensé en volver a mi habitación, pero hubiera sido una pena perderse la vista.

—Pásemela aquí —dije—. Pero interrumpa la llamada si sube alguien más por las escaleras.

—Muy bien, señor.

Dieterling, por supuesto… tenía que ser él. No había tenido tiempo de volver a la Casa de los Reptiles, aunque calculaba que debía haber recorrido unos dos tercios del camino. Un poquito pronto para que intentara contactarme (y, de todos modos, no esperaba ningún contacto), pero no era nada por lo que preocuparse.

Pero la voz, la cara y los hombros que aparecieron en la ventana del ascensor pertenecían a Vásquez Mano Roja. En algún lugar de la habitación debía de haber una cámara que obtenía mi imagen y la ajustaba para que pareciera que nos encontrábamos cara a cara, porque me estaba mirando directamente a los ojos.

—Tanner. Escúchame, amigo.

—Te escucho —dije, preguntándome si la irritación que sentía resultaba obvia por mi tono de voz—. ¿Qué puede ser tan importante como para llamarme aquí, Roja?

—Que te jodan, Mirabel. Vas a tardar unos treinta segundos en perder la sonrisa.

Por la forma en que lo decía parecía más un intento de prepararme para las malas noticias que una amenaza.

—¿Qué pasa? ¿Reivich nos la ha vuelto a jugar?

—No lo sé. Puse a más gente a investigar y estoy seguro de que está en ese cable, como tú crees… un vagón o dos por delante.

—Entonces no llamas por eso.

—No. Llamo porque alguien ha matado a Serpiente.

Respondí por reflejo.

—¿Dieterling?

Como si pudiera ser otro. Vásquez asintió.

—Sí. Uno de mis chicos lo encontró hace una hora o así, pero no sabía con quién se las gastaba, así que las noticias tardaron un rato en llegarme.

Mi boca parecía articular las palabras sin participación consciente de mi cerebro.

—¿Dónde estaba? ¿Qué había pasado?

—Estaba en tu coche, el rodador, todavía aparcado en Norquinco. No se podía ver a nadie dentro desde la calle; tenías que mirar en el interior adrede para verlo. Mi chico estaba echándole un vistazo a la máquina. Encontró a Dieterling desplomado dentro. Todavía respiraba.

—¿Qué pasó?

—Alguien le disparó. Debió esperar cerca del rodador y se quedó por allí hasta que Dieterling volvió del puente. Dieterling debió subirse en el rodador y se estaría preparando para salir.

—¿Cómo le dispararon?

—No lo sé, tío; no es que tenga una clínica forense por aquí, ¿sabes? —Vásquez se mordió el labio antes de seguir—. Algún tipo de arma láser, creo. En el pecho, a corta distancia.

Miré el guindado que todavía llevaba en la mano. Parecía absurdo estar allí de pie hablando sobre la muerte de mi amigo con un cóctel en la mano, como si aquel asunto no fuera más que un tema de conversación sin importancia. Pero no había ningún sitio cerca donde dejar la bebida.

Le di un sorbo y le respondí con una frialdad que me sorprendió a mí mismo.

—Yo también prefiero las armas láser, pero no las usaría para matar a alguien sin armar escándalo. Un arma láser produce más luz que la mayoría de las armas de proyectiles.

—A no ser que se esté muy cerca; como una puñalada. Mira, lo siento, tío, pero parece que pasó así. Debieron meterle el cañón directamente en la ropa. Casi sin luz ni ruido… y los que hubiera los escondería el rodador. De todos modos, esta noche hemos tenido mucha juerga. Alguien encendió un fuego cerca del puente y los vecinos aprovecharon la excusa para montarse una noche salvaje. Creo que nadie hubiera notado una descarga láser, Tanner.

—Dieterling no hubiera dejado tranquilamente que le hicieran eso.

—Quizá no contó con mucho tiempo.

Pensé sobre ello. La realidad de su muerte empezaba a cobrar forma en cierto grado, pero las implicaciones (por no mencionar el trastorno emocional) tardarían bastante más. Pero al menos así podría obligarme a plantear las preguntas correctas.

—Si no tuvo mucho tiempo, o no estaba prestando atención, o pensaba que la persona que le mató era alguien conocido. ¿Dices que todavía respiraba?

—Sí, pero no estaba consciente. No creo que pudiéramos haber hecho mucho por él, Tanner.

—¿Estás seguro de que no dijo nada?

—Al menos ni a mí ni al tipo que lo encontró.

—El tipo… el hombre que lo encontró, ¿era alguno de los que conocimos esta noche?

—No, era el hombre que llevaba todo el día vigilando a Reivich.

Pensé que así era como se desarrollaría aquello: Vásquez no tenía la iniciativa suficiente para alargar sus respuestas a no ser que se las sacara con sacacorchos.

—¿Y? ¿Cuánto tiempo lleva trabajando para ti? ¿Lo conocía Dieterling de antes?

Fue dolorosamente lento, pero al final pareció ver por dónde iba mi interrogatorio.

—Eh, claro que no, hombre. Mi chico no tiene nada que ver con esto. Te lo juro, Tanner.

—Sigue siendo un sospechoso. Y eso va por todos los que conocimos esta noche… incluido tú, Roja.

—Yo no lo hubiera matado. Quería que me llevara a cazar serpientes.

Había algo tan patéticamente egoísta en aquella respuesta que probablemente fuera verdad.

—Bueno, supongo que has perdido tu oportunidad.

—No tuve nada que ver, Tanner.

—Pero ha pasado en tu territorio, ¿no?

Estuvo a punto de responder y yo a punto de preguntarle qué habían hecho con el cadáver y qué pensaban hacer con él, cuando la imagen de Vásquez se disolvió en estática. En aquel mismo instante se vio un potente relámpago que pareció salir de todas partes al mismo tiempo y bañó todas las superficies en un enfermizo resplandor blanco.

Duró solo una fracción de segundo.

Pero fue suficiente. Aquella fuerte explosión de luz deslustrada tenía algo inolvidable; algo que ya había visto una vez. ¿O más de una vez? Durante un momento dudé; recordé los claveles de luz blanca floreciendo en la oscuridad estelar.

Explosiones nucleares.

La iluminación del ascensor disminuyó unos segundos y sentí mi peso descender para después volver a su situación normal.

Alguien había disparado un arma nuclear.

El pulso electromagnético tuvo que habernos barrido e interferido momentáneamente con el ascensor. No había visto una explosión nuclear desde mi infancia, ya que una de las pequeñas corduras de la guerra había consistido en permanecer, casi siempre, dentro del terreno de las armas convencionales. No podía estimar la potencia de la explosión sin saber lo lejos que se había producido, pero la ausencia del hongo nuclear sugería que la explosión había tenido lugar muy por encima de la superficie del planeta. No tenía mucho sentido: desplegar un arma nuclear solo podía ser el preludio de un asalto convencional, y no era la estación propicia para ello. Los estallidos en altura tenían menos sentido todavía, ya que las redes de comunicación militar estaban blindadas contra armas basadas en pulsos electromagnéticos.

¿Un accidente, quizá?

Lo pensé durante unos segundos más, y entonces escuché pasos que corrían por las escaleras de caracol entre los compartimentos apilados verticalmente del ascensor. Vi a uno de los aristócratas con los que había cenado. No me había molestado en recordar su nombre, pero la estructura ósea levantina y la piel dorada lo identificaban casi con total seguridad como un norteño. Estaba vestido de forma opulenta; el abrigo, que le llegaba hasta la rodilla, goteaba diversas tonalidades de esmeralda y aguamarina. Pero estaba inquieto. Detrás de él, su atractiva esposa se detuvo en el último escalón para mirarnos con cautela.

—¿Ha visto eso? —preguntó el hombre—. Hemos subido para verlo mejor; esta parte tiene las mejores vistas. Parecía bastante grande. Casi parecía un…

—¿Arma nuclear? —dije—. Creo que lo era.

Veía fantasmas retinales, formas rosadas grabadas en mi campo visual.

—Gracias a Dios que no estaba cerca.

—Déjame ver lo que dicen las redes públicas —dijo la mujer mirando un dispositivo en forma de brazalete. Debía estar conectado a una red de datos menos vulnerable que la que utilizaba Vásquez, porque conectó inmediatamente. Las imágenes y el texto se desparramaron por la discreta pantallita del dispositivo.

—¿Y bien? —le preguntó su marido—. ¿Tienen ya alguna teoría?

—No lo sé, pero… —dudó, detuvo la mirada en algo y después frunció el ceño—. No. No puede ser. Es que no puede ser.

—¿El qué? ¿Qué están diciendo?

Ella miró a su marido y luego a mí.

—Dicen que han atacado el puente. Dicen que la explosión ha cortado el cable.

En la irrealidad de los momentos siguientes, el ascensor siguió subiendo con suavidad.

—No —dijo el hombre haciendo todo lo posible por sonar tranquilo, aunque sin terminar de lograrlo—. Tienen que haberse equivocado. Se han equivocado.

—Espero con toda el alma que lleves razón —dijo la mujer; la voz se le empezaba a quebrar—. Mi último escaneo neuronal fue hace seis meses…

—A la mierda tus seis meses —dijo el hombre—. ¡Yo llevo una década sin escanearme!

La mujer espiró con fuerza.

—Bueno, tienen que estar equivocados, seguro. Seguimos manteniendo esta conversación, ¿no? No estamos todos gritando en caída libre hacia el planeta. —Volvió a mirar el brazalete y frunció el ceño.

—¿Qué dice? —le preguntó el hombre.

—Exactamente lo mismo que hace un momento.

—Es un error, o una mentira maliciosa, eso es todo.

Sopesé lo que podía revelar en aquellos momentos sin perder la prudencia. Yo era algo más que un guardaespaldas, claro está. En mis años al servicio de Cahuella había pocas cosas en el planeta que no hubiera estudiado… aunque tales estudios solían estar motivados por alguna aplicación militar. No fingía saber mucho sobre el puente, pero sí que sabía algo sobre el hiperdiamante, el alótropo artificial del carbono con el que estaba fabricado.

—En realidad —dije—, creo que podrían decir la verdad.

—¡Pero no ha cambiado nada! —dijo la mujer.

—No tiene por qué ser así necesariamente. —Yo también estaba esforzándome por mantener la calma, cambiando rápidamente al estado mental necesario para gestionar una crisis, como había aprendido durante mis años de soldado. En privado, mi mente escondía un chillido de terror, pero hice lo que pude por ignorarlo temporalmente—. Aunque hubieran cortado el puente, ¿a cuánta distancia creen que estamos de la explosión? Yo diría que al menos a tres mil kilómetros.

—¿Qué coño tiene eso que ver?

—Mucho —dije, intentando esbozar una sonrisa forzada—. Suponga que el puente es una cuerda que cuelga desde la órbita, tirante por su propio peso.

—Lo estoy suponiendo, créame.

—Bien. Ahora suponga que se corta la cuerda a medio camino de su longitud. La parte sobre el corte todavía cuelga del eje orbital, pero la parte bajo el corte comenzará a caer al suelo inmediatamente.

—Entonces estamos perfectamente seguros, ¿no? —contestó el hombre—. Está claro que estamos por encima del corte —miró hacia arriba—. El cable está intacto desde aquí hasta la estación orbital. Eso quiere decir que si seguimos ascendiendo estaremos a salvo, gracias a Dios.

—Yo no empezaría a darle las gracias todavía.

El hombre me miró con expresión afligida, como si estuviera estropeándole algún elaborado juego de salón con objeciones innecesarias.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que eso no significa que estemos a salvo. Si se corta una cuerda que cuelga por su propio peso, la parte sobre el corte reacciona saltando hacia arriba.

—Sí. —El hombre me miró con ojos amenazadores, como si yo formulara mis objeciones por puro rencor—. Lo entiendo. Pero obviamente eso no nos afecta, porque no ha ocurrido nada.

—Todavía —respondí—. Nunca dije que la relajación ocurriera de forma instantánea a lo largo de todo el cable. Aunque el cable se corte bajo nosotros, la onda de relajación tardará algún tiempo en llegar a nuestra altura.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó temeroso.

No tenía una respuesta exacta que ofrecerles.

—No lo sé. La velocidad del sonido en el hiperdiamante no es muy diferente a la del diamante natural, unos quince kilómetros por segundo, creo. Si el corte estaba a tres mil kilómetros bajo nosotros, la onda sonora debería llegarnos antes… unos doscientos segundos tras la luz de la explosión. La onda de relajación debería ser más lenta, creo… pero nos llegará antes de que alcancemos la cima.

Mi sincronización fue exquisita, ya que el impulso sonoro llegó justo cuando acabé de hablar; una sacudida brusca y fuerte, como si el ascensor hubiera tropezado con un bache en su ascenso a dos mil kilómetros por hora.

—Seguimos estando a salvo, ¿verdad? —preguntó la mujer con la voz al borde de la histeria—. Si el corte está bajo nosotros… Oh, Dios, ojalá me hubiera copiado más a menudo.

Su marido la miró con sarcasmo.

—Fuiste tú la que me dijo que aquellos viajes a la clínica de escaneado eran demasiado caros para convertirlos en un hábito, querida.

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