Dudó en la puerta, hasta que su padre le indicó por señas que entrara primero.
—Detrás de ti, Sky. Ve hacia la parte delantera y ponte en el asiento a la izquierda de la palanca de instrumentos. No toques nada mientras lo haces.
Sky saltó al interior de la nave espacial y sintió la vibración del suelo bajo los pies. El interior del taxi era bastante más estrecho de lo que parecía desde fuera (el chapado y el blindaje del casco eran bastante gruesos) y tuvo que agacharse y avanzar así para llegar a los asientos delanteros, rozándose la cabeza con unas tuberías internas con aspecto de cartílago. Encontró su asiento y manipuló la hebilla de acero azul hasta que la tuvo bien sujeta contra el pecho. Delante de él había una fría pantalla verde turquesa (con un incesante baile de números e intrincados diagramas), bajo una ventana curva y de cristales dorados. A su izquierda, había una palanca de mandos integrada con pulcros botones e interruptores y un único joystick negro.
Su padre se sentó en el asiento de la derecha. La puerta se cerró tras ellos y, de repente, el ambiente era más silencioso, salvo por el chirrido continuo de la circulación de aire del taxi. Su padre tocó la pantalla verde con un dedo y ésta cambió; después estudió los resultados con total concentración.
—Un consejo, Sky. Nunca te fíes aunque estas malditas cosas te digan que son seguras. Compruébalo tú mismo.
—¿No te fías de que las máquinas te lo digan?
—Antes lo hacía. —Su padre empujó el joystick hacia delante y el taxi comenzó a deslizarse sobre la pista de despegue, dejando atrás las filas de vehículos aparcados—. Pero las máquinas no son infalibles. Solíamos engañarnos pensándolo porque era la única forma de conservar la cordura en un lugar como este, donde dependemos de ellas hasta para respirar. Desgraciadamente, nunca fue cierto.
—¿Qué te hizo cambiar de idea?
—Lo verás en un momento.
Sky habló por su propio brazalete (le ofrecía un subconjunto limitado de las capacidades de la unidad de su padre) y le pidió a la nave que lo conectara con Constanza.
—Ni te imaginas desde dónde te llamo —dijo cuando apareció su cara, diminuta y brillante—. Voy a salir fuera.
—¿Con Titus?
—Sí, mi padre está aquí.
Constanza tenía ya trece años, aunque (como Sky), a menudo pensaban que era mayor. La suposición no tenía nada que ver en ninguno de los dos casos con su aspecto ya que, aunque Constanza al menos no parecía mayor de la edad que tenía, Sky parecía mucho menor; era bajito y pálido, y resultaba difícil imaginarse que la adolescencia lo afligiría en un futuro próximo. Pero ambos seguían siendo intelectualmente precoces; Constanza estaba trabajando más o menos a tiempo completo dentro de la organización de seguridad de Titus. Como solía pasar en una nave con una tripulación viva tan pequeña, sus tareas normalmente no tenían mucho que ver con el cumplimiento de las reglas, sino con la supervisión de intrincados procedimientos de seguridad y con el estudio y la simulación de escenarios operativos. Y aunque era un trabajo absorbente (el
Santiago
era una nave increíblemente difícil de comprender como una entidad única), se trataba de una tarea que seguramente nunca exigiría que Constanza abandonara los confines de la nave. Desde que había empezado a trabajar para su padre, la amistad entre Sky y ella se había hecho más tenue (ella tenía responsabilidades de las que Sky carecía y se movía en el mundo de los adultos), pero en aquellos momentos él estaba a punto de hacer algo que tenía que impresionarla sin remedio; algo que lo elevaría ante sus ojos.
Esperó una respuesta pero, cuando llegó, no fue exactamente la que había previsto.
—Lo siento por ti, Sky. Sé que no será fácil, pero tienes que verlo, creo.
—¿De qué estás hablando?
—De lo que Titus va a enseñarte —hizo una pausa—. Siempre lo he sabido, Sky. Desde que ocurrió, aquel día que volvimos de ver los delfines. Pero nunca fue algo de lo que se pudiera hablar. Cuando vuelvas puedes hablar conmigo de ello, si quieres.
Él estaba furioso; Constanza estaba hablando no como una amiga, sino como él se imaginaba que hablaría una hermana mayor condescendiente. Y su padre lo empeoró poniéndole una mano consoladora en el antebrazo.
—Ella lleva razón, Sky. Me preguntaba si debía avisarte con antelación, pero después decidí no hacerlo… pero lo que ha dicho Constanza es cierto. No será agradable, aunque la verdad rara vez lo es. Y creo que ya estás listo para esto.
—¿Listo para qué? —preguntó él; entonces se dio cuenta de que la conexión con Constanza seguía abierta. Se dirigió a ella—. Sabías que íbamos a hacer esta salida, ¿verdad?
—Constanza se imaginaba que te llevaría fuera —dijo su padre antes de que la chica pudiera defenderse—. Eso es todo. No debes, no puedes culparla por eso. Es un vuelo al exterior de la nave; todos los de seguridad tienen que saberlo y, como no vamos a una de las otras naves, deben conocer también la razón.
—¿Que es?
—Saber lo que le pasó a tu madre.
Durante todo aquel tiempo se habían estado moviendo, pero en aquellos momentos llegaron a la pared de metal puro de la bahía de carga. Una puerta circular en la pared se abrió rápidamente para admitirlos, y el taxi se deslizó hasta salir de la paleta y meterse en una cámara larga con luz roja, no mucho más ancha que la misma máquina. Esperaron allí durante aproximadamente un minuto mientras el aire de la cámara era expulsado hacia el exterior; después el taxi se movió hacia abajo de forma abrupta y se hundió en un hueco. El padre de Sky aprovechó la oportunidad para inclinarse sobre Sky y ajustarle el cinturón; un momento después estaban fuera de la nave… debajo solo oscuridad y encima la ligera curva del casco. La sensación de vértigo era bastante intensa, aunque no había nada debajo de ellos que sugiriera altitud.
Cayeron. Fue solo un instante, pero lo bastante para revolverle el estómago; como la sensación que Sky recordaba de las raras veces en que se había acercado al centro de la nave, donde la gravedad disminuía casi hasta cero. Entonces los motores del taxi arrancaron y recuperaron algo parecido al peso. Su padre vectorizó el taxi como un experto para alejarse del amenazador bulto gris de la enorme nave, y ajustó su curso regulando el mando de dirección; sus dedos eran tan delicados con los controles como los de un concertista de piano.
—Me siento mal —dijo Sky.
—Cierra los ojos. Se te pasará en un segundo.
A pesar de la inquietud que sentía sobre la muerte de su madre (y sobre el hecho de que aquel viaje tuviera algo que ver con ella), Sky no pudo suprimir del todo un escalofrío de emoción al pensar que estaba fuera. Soltó el cinturón de seguridad y empezó a trepar por todo el taxi para conseguir una buena vista. Su padre lo regañó con cariño y le dijo que volviera a su asiento, pero no muy convencido. Después, viró para darle la vuelta al taxi y sonrió cuando la gran nave que acababan de abandonar quedó a la vista.
—Bueno, ahí está. Tu hogar los últimos diez años, Sky, y el único hogar que he conocido. Ya lo sé, no hace falta que ocultes tus sentimientos. No es precisamente bonita, ¿verdad?
—Pero es grande.
—Más nos vale… es prácticamente lo único que tendremos. Tú tienes más suerte que yo, claro. Al menos podrás ver Final del Camino.
Sky asintió, pero no podía evitar entristecerse con la tranquila certeza de su padre de que estaría muerto para entonces.
Miró la nave.
El
Santiago
tenía dos kilómetros de largo; más largo que cualquier barco que hubiera surcado los océanos de la Tierra y probablemente igual de grande que la mayor nave que hubiera navegado por el sistema solar en los días anteriores a la partida de la Flotilla. De hecho, su esqueleto era una vieja nave de mercancías con impulso por fusión, modificada para un viaje al espacio interestelar. Con pequeñas variaciones, las otras naves de la Flotilla habían sido creadas a partir de las mismas fuentes.
Tan lejos de cualquier estrella, casi no se veía luz sobre la nave y hubiera resultado invisible de no ser por la luz que se derramaba de las diminutas ventanas que salpicaban su costado. En la parte frontal había una gran esfera rodeada de luces. Era la zona de mando, donde se encontraba el puente y donde la tripulación pasaba casi todo el tiempo cuando estaban de servicio. Era donde se guardaban los instrumentos de navegación y científicos, siempre apuntando hacia la estrella de destino; la que habían apodado Cisne, aunque Sky sabía que respondía al menos poético nombre de 61 Cygni A: la mitad roja fría de un sistema de estrellas binarias ubicado en la aleatoria nube de estrellas, conocida en la antigüedad como Cygnus. Cuando estuvieran acercándose a Final del Camino, la nave se daría la vuelta para que la parte trasera apuntara a Cisne y así poder frenarse con el empuje de escape de sus motores.
Detrás de la esfera de control había un cilindro del mismo diámetro, en el que se encontraba la bahía de carga de la que acababan de salir. Más allá había un largo y delgado eje, salpicado de módulos colocados a intervalos regulares, como las inmensas vértebras de un dinosaurio. Al final del eje se encontraba el sistema de propulsión, los intrincados y temibles motores que se habían encendido una vez para acelerar a la nave hasta alcanzar la velocidad de crucero de la que disfrutaban y que volverían a encenderse un día increíblemente remoto, cuando Sky fuera completamente adulto.
Sky conocía todos aquellos aspectos de la nave, había visto maquetas y hologramas muchas veces, pero era muy distinto verlo por sí mismo, desde fuera, por primera vez. Lentamente, pero con absoluta majestuosidad, toda la nave rotaba sobre su largo eje, giraba para crear una gravedad ilusoria en sus cubiertas curvas. Sky la observó girar; observó las luces aparecer y desaparecer diez segundos más tarde. Podía ver la diminuta abertura en el cilindro de carga, del que había salido el taxi. Parecía muy pequeño, pero quizá no tan pequeño como debiera, dado que aquella nave era todo el mundo que tendría. Casi. Era todavía joven y sólo lo habían dejado explorar una pequeña parte del
Santiago
, pero seguro que no le llevaría mucho tiempo conocerlo todo a fondo.
También notó algo más; algo que no habían representado bien ni en los modelos ni en los holos. Al rotar la nave, parecía más oscura en un costado que en el otro.
¿Qué podía significar?
Pero aquella incoherencia perturbadora tardó tanto en aparecer como en desaparecer; estaba demasiado maravillado por la pura inmensidad de la nave; la precisión con la que los detalles mantenían su claridad a través de kilómetros de vacío; intentó imaginarse dónde encajaban sus lugares favoritos de la nave en aquella vista tan extraña y nueva. Nunca se había alejado mucho del eje, eso seguro, y únicamente en alguna aventura temeraria guiado por Constanza, hasta que los adultos los pillaron. Pero la verdad era que nadie lo había culpado nunca por aquello. Era una curiosidad natural querer ver a los muertos, una vez que se conocía su existencia.
Por supuesto, no estaban realmente muertos… solo congelados.
El eje tenía un kilómetro de largo; la mitad de la longitud total de la nave. En corte transversal tenía forma hexagonal, con seis lados largos y estrechos. A lo largo de aquellos lados había repartidos dieciséis módulos criogénicos; cada uno de ellos consistía en una estructura en forma de disco unida al eje mediante accesorios umbilicales. Noventa y seis discos en total, y Sky sabía que cada uno de aquellos discos contenía diez compartimentos triangulares, cada uno de los cuales contenía, a su vez, a un único
momio
, junto con las máquinas necesarias para su cuidado. Novecientos sesenta pasajeros congelados, entonces. Casi mil personas en total, todas sumergidas en un sueño helado que duraría todo el viaje a Cisne. Los durmientes eran, obviamente, la mercancía más preciada que transportaba la nave; su única razón para existir. Los ciento cincuenta miembros que componían la tripulación viva solo estaban allí para asegurar el bienestar de los congelados y para mantener a la nave en curso. De nuevo, Sky comparó los conocimientos que tenía sobre la nave con los que esperaba poder obtener cuando fuera adulto. En aquellos momentos conocía a menos de doce personas, pero solo se debía a que había recibido una educación deliberadamente protectora. Le faltaba poco tiempo para conocer a muchos de los demás. Su padre le había dicho que había ciento cincuenta humanos cálidos en la nave, porque se consideraba una especie de número mágico en términos sociológicos; el tamaño de población hacia el que las comunidades tendían a converger y que conllevaba las mejores perspectivas de armonía interna y bienestar general entre sus miembros. Era lo bastante grande como para permitir a los individuos moverse en círculos ligeramente distintos si lo deseaban, pero no lo demasiado para fomentar la aparición de peligrosos cismas internos. En aquel sentido, el Viejo Balcazar era el líder tribal y Titus Haussmann, con sus profundos conocimientos sobre las ciencias secretas y su permanente preocupación por la seguridad de su gente, era el hombre medicina o el jefe de los cazadores, quizá. En cualquier caso, Sky era hijo de alguien en posición de autoridad, lo que los adultos llamaban a veces un caudillo
[4]
, que quería decir «gran hombre”, y aquello le auguraba un buen futuro. Tanto sus padres como los otros adultos comentaban abiertamente que el Viejo Balcazar ya era realmente “viejo». El Viejo Balcazar y su padre estaban muy unidos en términos profesionales: el Capitán siempre escuchaba a Titus, y Balcazar pedía consejo de forma rutinaria al padre de Sky. Aquel viaje al exterior habría requerido la autorización de Balcazar, ya que el uso de cualquier nave del
Santiago
debía reducirse al mínimo; aquellas naves eran insustituibles.
Sintió cómo frenaba el taxi, y la falsa gravedad comenzó a desaparecer otra vez.
—Míralo bien —le pidió Titus. Estaban pasando los motores: un enorme y desconcertante enredo de tanques, tuberías y orificios acampanados, como las bocas abiertas de las trompetas—. Antimateria —dijo Titus, pronunciando la palabra como si se tratara de una palabrota silenciosa—. Es cosa del demonio, ¿sabes? Llevamos una pequeña cantidad hasta en este transbordador para iniciar las reacciones de fusión, pero aun así me da escalofríos. Y cuando pienso en la cantidad que llevamos a bordo del
Santiago
, se me eriza el vello de la nuca.