Pensé en los documentos que había encontrado en el sobre.
—Era experto en seguridad personal.
—¿Y?
Sonreí con tristeza y me pregunté cuánto sabría ella sobre el contenido de ese sobre.
—Y algunas cosas más.
—Me dijeron que eras soldado.
—Sí; creo que lo era. Pero casi todos lo que viven en Borde del Firmamento tienen alguna conexión con la guerra. No era algo de lo que fuera fácil librarse. La actitud era que si no eras parte de la solución, eras parte del problema. Si no firmabas por un lado, consideraban por defecto que simpatizabas con el otro. —Aquello era simplificar demasiado las cosas, por supuesto, ya que no tenía en cuenta que los ricos aristócratas podían comprar su neutralidad como si fuera un traje… pero para el ciudadano medio de la Península, no distaba mucho de la verdad.
—Parece que ya empiezas a recordar bastante bien.
—Todo empieza a volver. La verdad es que me ha ayudado echarle un vistazo a mis posesiones.
Ella asintió para darme ánimos, y yo noté una pequeña punzada de remordimiento al mentirle. Las fotos habían hecho mucho más que darle un empujoncito a mi memoria pero, por el momento, decidí mantener la ilusión de amnesia parcial. Solo esperaba que Amelia no fuera lo bastante astuta como para averiguar mi subterfugio, pero procuraría no subestimar a los Mendicantes en mis futuros movimientos.
Yo era, de hecho, un soldado. Pero como bien había supuesto al ver mis pasaportes y documentos de identidad en el sobre, mi talento no se limitaba al área militar; simplemente era el núcleo alrededor del que orbitaban mis otras habilidades. Todavía no lo tenía todo claro, pero sabía mucho más que el día anterior.
Había nacido en una familia en el extremo inferior de la escala de riqueza aristocrática: no activamente pobre, pero en lucha consciente por mantener una fachada de riqueza. Vivíamos en Nueva Iquique, en la orilla sureste de la Península. Era una colonia marchita, protegida de la guerra gracias a una cadena de traicioneras montañas; dormida y desapasionada hasta en los años más oscuros de la guerra. Los norteños solían navegar por la costa y entraban en Nueva Iquique sin miedo a una reacción violenta, aunque fuéramos técnicamente enemigos; así que el matrimonio entre las distintas líneas de la Flotilla era frecuente. Crecí con la ventaja de leer el idioma híbrido del enemigo con casi la misma fluidez con que leía el nuestro. A mí me resultaba extraño que nuestros líderes nos incitaran a odiar a aquella gente. Hasta los libros de texto coincidían en afirmar que habíamos estado unidos cuando las naves dejaron Mercurio.
Pero habían pasado tantas cosas…
Conforme crecí, comencé a ver que, aunque no tenía nada en contra de los genes ni de las creencias de los aliados en la Coalición Norteña, seguían siendo nuestros enemigos. Habían cometido atrocidades, como nosotros. Aunque puede que no despreciara al enemigo, tenía el deber moral de llevar la guerra a su fin lo más rápidamente posible ayudando a que nuestro bando alcanzara la victoria. Así que, a los veintidós, me enrolé en la Milicia Sureña. No era un soldado nato, pero aprendí con facilidad. Tenías que hacerlo; sobre todo si te tiraban en medio de la batalla unas semanas después de haber cogido tu primera pistola. Resulté ser un tirador competente. Más tarde, con el entrenamiento adecuado, me convertí en uno excepcional… y mi increíble buena suerte fue la que hizo que mi unidad necesitara un francotirador.
Recordé mi primer asesinato, o asesinato múltiple, que es lo que resultó ser.
Estábamos encaramados a gran altitud en unas colinas envueltas en jungla, y mirábamos a un claro en el que las tropas de la CN estaban descargando suministros de un transporte con efecto de suelo. Con calma despiadada, levanté el arma mientras escudriñaba la vista y alineaba uno a uno los retículos para cada hombre de la unidad. El rifle estaba cargado con micromunición subsónica; era completamente silencioso y la detonación programada tenía un retardo de quince segundos. Tiempo suficiente para meterle una bala del tamaño de un mosquito a todos los del claro; observé cómo se rascaban distraídamente el cuello uno a uno, imaginándose que se trataba de la picadura de un mosquito. Para cuando el octavo y último hombre se diera cuenta de que algo iba mal, sería demasiado tarde para hacer nada.
El pelotón cayó entre la suciedad con una sincronía estremecedora. Después, descendimos de la colina y requisamos los suministros para nuestra propia unidad; pasamos por encima de los cadáveres, hinchados de forma grotesca a causa de las explosiones internas.
Aquel fue mi primer contacto irreal con la muerte.
Algunas veces me preguntaba qué hubiera ocurrido de programar un retardo de menos de quince segundos, de modo que el primer hombre cayera antes de que hubiera terminado de disparar a los demás. ¿Hubiera tenido el temple del verdadero francotirador, la sangre fría para seguir disparando a pesar de todo? ¿O acaso lo que hacía me hubiera conmocionado tan brutalmente como para, del asco, soltar el rifle? Pero siempre me decía a mí mismo que no tenía sentido obsesionarse por lo que podría haber pasado. Solo sabía que, después de aquella primera serie de ejecuciones irreales, nunca volvió a suponerme un problema.
Casi nunca.
Por la naturaleza del trabajo del francotirador, casi nunca veía al enemigo ni a nada que no fuera una marioneta; demasiado lejos para humanizarlo con rasgos faciales o expresiones de dolor cuando la bala alcanzaba su objetivo. Casi nunca necesitaba disparar una segunda vez. Durante un tiempo, pensé haber encontrado un agujero seguro en el que blindarme psicológicamente frente a lo peor que la guerra podía ofrecer. Me apreciaban en mi unidad, me protegían como a un talismán. Aunque nunca había hecho nada heroico, me convertí en un héroe por mis habilidades técnicas al apuntar con un arma. Se podría decir que era feliz, si es que tal cosa fuera posible en combate. De hecho, sabía que era posible: había conocido a hombres y mujeres para los que la guerra era un amante rencoroso; uno que siempre les haría daño, pero a quien siempre volverían, magullados y hambrientos. La mayor mentira que me habían contado era la que decía que la guerra nos hundía en una miseria universal; que si realmente pudiéramos elegir, nos liberaríamos de la guerra para siempre. Quizá la condición humana fuera algo más noble de ser así… pero, si la guerra no tenía una atractivo extraño y oscuro, ¿por qué siempre parecíamos tan poco dispuestos a abandonarla a cambio de la paz? Iba más allá de algo tan mundano como la aclimatación a la normalidad de la guerra. Había conocido a hombres y mujeres que presumían de excitarse sexualmente después de matar a un enemigo; eran adictos a la potencia erótica de lo que habían hecho.
Mi felicidad, por el contrario, era más simple. Nacía de comprender que había encontrado el papel más agradecido. Hacía lo que racionalizaba como lo correcto según mi moral y, al mismo tiempo, estaba protegido del riesgo real de morir que solía acompañar a las fuerzas de primera línea. Supuse que podría continuar así; que, finalmente, me condecorarían y que, si no seguía siendo un francotirador hasta el final de la guerra, sería solo porque el ejército considerara que mis habilidades eran demasiado valiosas para arriesgarlas en primera línea. Supuse que podían ascenderme para trabajar en uno de los pelotones de asesinatos encubiertos (ciertamente más peligrosos) pero, por lo que podía ver, lo más probable era que consiguiera un puesto de instructor en uno de los campos de entrenamiento, tras lo que me jubilaría de forma anticipada con la engreída certeza de que había ayudado a acelerar la conclusión de la guerra.
Por supuesto, no ocurrió así.
Una noche, nuestra unidad cayó en una emboscada. Nos redujeron las guerrillas de un pelotón de incursión profunda y, en cuestión de minutos, comprendí el verdadero significado de lo que eufemísticamente se conocía por combate cuerpo a cuerpo. Ya no había mirillas de armas de haz de partículas; nada de nanomunición con detonación retardada. Lo que quería decir el combate cuerpo a cuerpo es algo que le hubiera resultado más familiar a un soldado de hacía mil años; la furia atronadora de seres humanos tan cerca los unos de los otros que solo podían matarse con armas de metal afilado: bayonetas y dagas; o rodeando con las manos el cuello del otro; o metiéndole los dedos en las cuencas de los ojos. La única forma de sobrevivir era olvidarse de todas las funciones superiores del cerebro y retroceder al estado animal.
Así que lo hice. Y, al hacerlo, aprendí una verdad más profunda sobre la guerra. Castigaba a aquellos que flirteaban con ella convirtiéndolos en un reflejo de sí misma. Una vez que le abrías la puerta al animal, no había forma de cerrarla.
Nunca dejé de actuar como tirador experto cuando la situación lo requería, pero ya nunca volví a ser un simple francotirador. Fingí haber perdido mi toque; que no se me podían seguir confiando las muertes más críticas. Era una mentira bastante plausible: los francotiradores eran terriblemente supersticiosos y muchos de ellos desarrollaban bloqueos psicosomáticos que les impedían funcionar. Me moví por distintas unidades y solicitaba que me transfirieran para acercarme cada vez más al frente. Desarrollé una gran habilidad con las armas, mucho más allá de mi capacidad como francotirador: una fluidez parecida a la de un músico experto que puede coger cualquier instrumento y hacerlo cantar. Me ofrecí voluntario para misiones de incursión profunda que me ponían tras la línea enemiga durante semanas enteras y me obligaban a vivir de raciones muy estudiadas (la biosfera de Borde del Firmamento era superficialmente parecida a la de la Tierra pero, a nivel de química celular, resultaba completamente incompatible; la mayoría de las especies de la flora local proporcionaban una nutrición nula o provocaban una reacción anafiláctica mortal). Durante aquellos largos episodios de soledad, permití que el animal surgiera de nuevo, un estado de mente primitivo con una paciencia y una tolerancia a la incomodidad prácticamente ilimitadas.
Me convertí en un pistolero solitario, ya no recibía órdenes a través de la cadena de mando normal, sino de fuentes misteriosas e invisibles de la jerarquía de la Milicia. Mis misiones se hicieron cada vez más extrañas; sus objetivos cada vez eran más insondables. Los blancos variaban desde lo obvio (oficiales de rango medio de la CN) hasta lo aparentemente casual, pero nunca cuestionaba la existencia de una lógica que respaldara los asesinatos; que era parte de algún plan enrevesado y preparado a conciencia. Incluso cuando, en más de una ocasión, me pedían que disparara a ciertos blancos que vestían el mismo uniforme que yo, me imaginaba que serían espías o traidores en potencia o (y aquella era la conclusión menos agradable) solo hombres leales que tenían que morir porque, de algún modo, sus vidas habían entrado en conflicto con el inescrutable progreso del plan.
Ya no me importaba si mis acciones servían a un bien mayor. Al final dejé de aceptar órdenes y empecé a solicitarlas, cortando así mis conexiones con la jerarquía, para hacerme cargo de contratos de cualquiera que quisiera pagarme. Dejé de ser un soldado y me convertí en un mercenario.
Y así fue como conocí a Cahuella.
—Me llamo hermana Duscha —dijo la mayor de las dos Mendicantes, una mujer delgada con expresión adusta—. Puede que haya oído hablar de mí; soy la especialista en neurología del hospicio. Y me temo, Tanner Mirabel, que tiene un problema realmente grave en su mente.
Duscha y Amelia estaban de pie en la entrada del chalet. Hacía tan solo media hora que había informado a Amelia de mi intención de abandonar Idlewild antes de que acabara el día. Amelia parecía querer disculparse.
—Lo siento mucho, Tanner, pero tenía que contárselo.
—No hace falta que te disculpes, hermana —intervino Duscha, rozando impetuosamente a su subordinada al pasar junto a ella—. Le guste o no, hiciste lo correcto al informarme sobre sus planes. Bueno, Tanner Mirabel, ¿por dónde empezamos?
—Por donde quiera; me voy a ir de todos modos.
Uno de los robots con cabeza ovoide trotaba detrás de Duscha, dando golpecitos en el suelo. Hice un movimiento hacia la cama, pero Duscha me puso una mano firme en el muslo.
—No; no podemos admitir esa tontería. Por ahora no irá a ningún sitio.
Miré a Amelia.
—¿Qué era eso que me contaste sobre poder marcharse cuando uno quiere?
—Oh, eres libre de marcharte, Tanner… —pero, incluso mientras las decía, Amelia no parecía muy convencida de sus palabras.
—Pero no querrá hacerlo cuando conozca los hechos —dijo Duscha mientras se sentaba en la cama—. Déjeme que se lo explique, por favor. Cuando le calentamos, realizamos un examen médico completo… centrándonos especialmente en el cerebro. Sospechábamos que estaba amnésico, pero teníamos que asegurarnos de que no había daños fundamentales ni ningún implante que hubiera que extraer.
—No tengo implantes.
—No, no los tiene. Pero me temo que existen cierto tipo de… daños.
La mujer chasqueó los dedos para llamar al robot y le pidió que trotara hasta acercarse más a la cama. Sobre ella no quedaba ya nada, pero un minuto antes había estado montando las piezas de la pistola de cuerda, encajándolas mediante un proceso de ensayo y error hasta que conseguí tener aquella cosa medio terminada. Al ver a Amelia y a Duscha caminando por la hierba cercana al chalet, había empujado las piezas bajo la almohada. Pensé que todavía estaba allí escondida y que era difícil confundirla con algo que no fuera un arma. Puede que les hubieran extrañado los trozos de diamante de forma extraña al examinar mis pertenencias, pero dudaba de que se hubieran dado cuenta de lo que implicaban las piezas. Ya no cabía ninguna duda.
Dije:
—¿Qué tipo de daños, hermana Duscha?
—Se lo puedo mostrar.
De la cabeza ovoide del robot surgió una pantalla, en la que podía verse la imagen lila de un cráneo rotando lentamente, relleno de estructuras fantasmales, como si se tratara de intrincadas nubes de tinta lechosa. No lo reconocí como mi propio cráneo, por supuesto, pero sabía que debía serlo.
Duscha movió los dedos por encima de la masa en rotación.
—Estos puntos claros son el problema, Tanner. Antes de que se despertara le inyecté bromodeoxiuridina. Es un análogo químico de la timidina; uno de los ácidos nucleicos del ADN. Esta sustancia química sustituye a la timidina en las células nuevas del cerebro; actúa como marcador para la neurogénesis; el asentamiento de nuevas células cerebrales. Los puntos claros muestran los lugares en los que se ha concentrado el marcador… iluminan focos de crecimiento celular reciente.