—No dejes que te pongan nervioso —susurró Cahuella—. Poner nerviosa a la gente es una de sus muchas técnicas para hacer negocios. Te apuesto lo que quieras a que el capitán ha enviado a dos de sus especímenes más raros solo para ponernos de los nervios.
—En ese caso, ha hecho un buen trabajo.
—Confía en mí; he tratado con Ultras. En realidad son unos mierdecillas.
Caminamos sin prisa por la rampa. La mujer, la que estaba apoyada en el marco, se puso derecha y nos estudió con labios impasiblemente fruncidos.
—Tú eres Cahuella, ¿no? —preguntó.
—Sí, y este es Tanner. Tanner va conmigo. No es negociable.
Ella me miró de arriba abajo.
—Estás armado.
—Sí —dije, solo un poco alterado por que hubiera visto la pistola a través de mi ropa—. ¿Me vas a decir que tú no?
—Tenemos nuestros medios. Subid a bordo, por favor.
—¿La pistola no es problema?
La falsa sonrisa de la mujer fue la primera respuesta emocional que nos demostraba.
—Realmente no lo creo, no.
Una vez a bordo, replegaron la rampa y cerraron la puerta. La nave tenía un frío aspecto médico, todo en colores pastel y llena de máquinas de cristal. Dos Ultras más nos esperaban en el interior, reclinados en un par de enormes sofás de control, medio enterrados en lecturas y delicadas palancas de control. El piloto y el copiloto estaban desnudos; eran seres de piel morada con dedos imposiblemente hábiles. Tenían las mismas rastas que los otros dos, pero en mayor cantidad.
La mujer con el agujero en los intestinos dijo:
—Súbenos con suavidad, Pellegrino. No queremos que nuestros huéspedes se nos desmayen.
—¿Vamos a subir? —pregunté a Cahuella moviendo los labios pero sin pronunciar palabra.
Él asintió.
—Disfrútalo, Tanner. Yo pienso hacerlo. Se dice que dentro de poco no podré abandonar la superficie… ni siquiera los Ultras querrán tocarme.
Nos llevaron a un par de sillones vacíos. En cuanto nos abrochamos los cinturones, la nave se elevó. Pude ver el claro de la jungla empequeñecer bajo nosotros a través de las zonas transparentes dispuestas a lo largo de las paredes, hasta que pareció una huella bañada en una mancha de luz. Allí, lejos de nosotros y cerca del horizonte, había un único punto de luz que tenía que ser la Casa de los Reptiles. El resto de la jungla era un océano negro.
—¿Por qué escogiste ese claro para la reunión? —preguntó la mujer Ultra.
—Os habríais sentido bastante estúpidos aparcando en lo alto de un árbol.
—No me refiero a eso. Podríamos habernos procurado nuestro propio espacio de aterrizaje con un esfuerzo mínimo. Pero ese claro tenía algún significado, ¿verdad? —Parecía como si la respuesta a aquella pregunta solo le interesara de forma marginal—. La exploramos al acercarnos. Había algo enterrado debajo; un espacio hueco de forma regular. Algún tipo de cámara, llena de máquinas.
—Todos tenemos nuestros pequeños secretos —dijo Cahuella.
La mujer lo miró con cuidado, después sacudió las muñecas para acabar con el asunto.
La nave subió aun más, y la fuerza G me dejó aplastado en el asiento. Hice un esfuerzo estoico por no mostrar ningún tipo de malestar, pero no tenía nada de agradable. Los Ultras parecían todos fríos como témpanos mientras hablaban jerga técnica en voz muy baja; velocidad aerodinámica y vectores ascendentes. Los dos que nos habían recibido se habían enchufado a sus asientos con gruesos umbilicales plateados que, al parecer, les servían de apoyo respiratorio y circulatorio durante la fase de ascenso. Nos desprendimos de la atmósfera del planeta y seguimos subiendo. Para entonces nos encontrábamos ya por encima del lado diurno. Borde del Firmamento era de color azul verdoso y frágil; engañosamente sereno, justo como debía parecer el día en que el
Santiago
entrara en su órbita por primera vez. Desde allí no había señal alguna de la guerra, hasta que vi los senderos negros en forma de pluma de los campos petroleros en llamas cerca del horizonte.
Era la primera vez que observaba aquella vista. Nunca antes había estado en el espacio.
—Acercándonos al
Orvieto
—informó el piloto llamado Pellegrino.
Su nave principal apareció rápidamente. Era oscura y enorme como un volcán dormido; un cono cincelado de cuatro kilómetros de largo. Una bordeadora lumínica; así es como los Ultras llamaban a sus naves, que eran lustrosos motores de noche, capaces de cortar el vacío solo una diminuta fracción por debajo de la velocidad de la luz. Era difícil disimular la impresión. Los mecanismos que hacían volar a aquella nave eran más avanzados que casi todo lo que podía verse en Borde del Firmamento; más avanzados que prácticamente cualquier cosa que me pudiera imaginar.
A los Ultras, nuestro planeta debía parecerles algún tipo de experimento de ingeniería social: una cápsula del tiempo que preservaba de forma imperfecta tecnologías e ideologías que llevaban tres o cuatro siglos pasadas de moda. Por supuesto, no era del todo culpa nuestra. Cuando la Flotilla dejó Mercurio al final del siglo veintiuno, la tecnología de a bordo era de vanguardia. Pero la nave tardó siglo y medio en arrastrarse por el espacio hasta llegar al sistema de Cisne… y durante ese tiempo la tecnología había regresado en estampida al Sol
[5]
, pero había permanecido en estasis dentro de la Flotilla.
Para cuando aterrizaron, otros mundos habían desarrollado el viaje casi a la velocidad de la luz, lo que hacía que todo nuestro viaje pareciera un gesto patético y puritano de castigo autoinfligido.
Al final, las naves rápidas llegaron a Borde del Firmamento, con sus caches de datos cargadas de las plantillas tecnológicas necesarias para catapultarnos al presente, si hubieran querido.
Pero, para entonces, ya estábamos en guerra.
Sabíamos lo que podía conseguirse, pero nos faltaban el tiempo y los recursos para duplicar lo que habían conseguido en otros sitios, así como las finanzas planetarias para comprar milagros prefabricados a los comerciantes de paso. En las únicas ocasiones en las que comprábamos nuevas tecnologías era porque tenían una aplicación militar directa, y solo aquello ya casi nos llevaba a la bancarrota. Así que luchábamos en guerras de siglos de duración con infantería, tanques, cazas de combate, bombas químicas y toscos dispositivos nucleares; solo muy de vez en cuando nos adentrábamos en las vertiginosas alturas de las armas de partículas o los chismes de inspiración nanotecnológica.
No era de extrañar que los Ultras nos trataran con un desprecio tan mal disimulado. Eramos unos salvajes comparados con ellos y, lo más duro de todo, era que sabíamos que era cierto.
Atracamos dentro del
Orvieto
.
El interior era una versión mucho mayor de la lanzadera, pasillos retorcidos en tonos pastel que rezumaban pureza antiséptica. Los Ultras habían obtenido gravedad haciendo que algunas piezas de la nave rotaran dentro del casco exterior; pesábamos un poco más que en Borde del Firmamento, pero el esfuerzo no era mucho peor que andar con una mochila pesada a la espalda. La bordeadora lumínica también era una nave de ganado: transportaba pasajeros y estaba equipada con miles de cabinas de sueño criogénico. Ya estaban llevando a bordo a algunas personas, aristócratas bien despiertos que se quejaban en voz alta de la forma en que los trataban. A los Ultras no parecía importarles. Los aristócratas debían de haber pagado bien por el privilegio de subir al
Orvieto
para ir a cualquiera que fuera su siguiente destino, pero para los Ultras no eran más que salvajes… aunque ligeramente más limpios y más ricos.
Nos llevaron ante el capitán.
Estaba sentado en un enorme trono a motor, suspendido de un aguilón articulado, de modo que pudiera moverse por el gigantesco espacio tridimensional del puente. Otros miembros importantes de la tripulación se movían sobre asientos similares, pero nos esquivaron con cuidado cuando entramos y se dirigieron a unas pantallas colocadas en las paredes en las que se mostraban intrincados esquemas. Cahuella y yo estábamos de pie en una pasarela extensible con una barandilla baja, que llegaba hasta la mitad del puente.
—Señor… Cahuella —dijo el hombre del trono a modo de saludo—. Bienvenido a bordo de mi navio. Soy el capitán Orcagna.
El capitán Orcagna era casi tan impresionante como su nave. Estaba vestido de pies a cabeza de brillante cuero negro, y en los pies llevaba unas botas negras de extremos puntiagudos que le llegaban hasta las rodillas. Las manos, colocadas bajo la barbilla, también llevaban guantes negros. La cabeza estaba posada sobre el cuello alto de su túnica negra como si fuera un huevo. Al contrario que su tripulación, estaba totalmente calvo, absolutamente lampiño. Su cara, sin líneas ni rasgos, podía haber pertenecido a un niño… o a un cadáver. Tenía una voz aguda, casi femenina.
—¿Y usted es? —dijo señalándome con la cabeza.
—Tanner Mirabel —respondió Cahuella antes de que yo pudiera hablar—. Mi experto personal en seguridad. Tanner va donde yo vaya. No es…
—… negociable. Sí, ya lo había entendido. —Con aire ausente, Orcagna observó algo en el aire que solo él podía ver—. Tanner Mirabel… sí. Antes soldado, ya veo… hasta que entró al servicio de Cahuella. Entre usted y yo, ¿es usted un hombre totalmente falto de ética, Mirabel, o desconoce por completo el tipo de hombre para el que trabaja?
De nuevo, fue Cahuella el que respondió.
—Su trabajo no le permite perder el sueño por las noches, Orcagna.
—Pero ¿lo haría, si lo supiera? —Orcagna me miró de nuevo, pero no se podía adivinar mucho por su expresión. Hasta podíamos estar hablando con una marioneta controlada por una inteligencia incorpórea que funcionara en la red informática de la nave—. Dígame, Mirabel… ¿es usted consciente de que el hombre para el que trabaja es considerado un criminal de guerra en algunos círculos?
—Solo por algunos hipócritas encantados de poder comprarle armas, siempre que no se las venda a nadie más.
—Un campo de batalla igualado es mucho mejor que la alternativa —dijo Cahuella. Era uno de sus dichos favoritos.
—Pero no solo vende armas —repuso Orcagna. De nuevo pareció estar mirando algo vedado a nuestra vista—. Roba y mata por ellas. Hay pruebas documentales que le implican en al menos treinta asesinatos cometidos en Borde del Firmamento, todos conectados con el mercado negro de las armas. En tres ocasiones fue responsable de la redistribución de armas confiscadas en acuerdos de paz. De forma indirecta, puede probarse que ha prolongado (hasta reavivado) cuatro o cinco disputas locales territoriales en las que se había estado a punto de llegar a un pacto negociado. Decenas de miles de vidas se han perdido gracias a sus acciones, Cahuella. —El aludido intentó protestar en aquel momento, pero Orcagna no se lo permitió—. Es usted un hombre motivado tan solo por los beneficios; totalmente desprovisto de moral y de cualquier sentido fundamental del bien y del mal. Un hombre cautivado por los reptiles… quizá porque puede verse reflejado en ellos y, en el fondo de su corazón, es usted un hombre infinitamente presumido. —Orcagna se acarició la barbilla y después se permitió una vaga sonrisa—. Por lo tanto, y resumiendo, se parece mucho a mí mismo… es usted alguien con quien creo poder hacer negocios —desvió la mirada de nuevo en mi dirección—. Pero dígame, Mirabel, ¿por qué trabaja para él? No he visto nada en su historial que me sugiera que tiene algo en común con su jefe.
—Me paga.
—¿Eso es todo?
—Nunca me ha pedido nada que yo no haría. Soy su experto en seguridad. Lo protejo y protejo a los que lo rodean. He recibido balazos por él. Impactos de láser. A veces he cerrado tratos y me he reunido con nuevos posibles proveedores. También es un trabajo peligroso. Pero lo que les pase a las pistolas cuando cambian de manos no es asunto mío.
—Um. —El capitán se tocó la comisura de los labios con un dedo—. Quizá debiera serlo.
Me volví a Cahuella.
—¿Tiene esta reunión algún objetivo?
—Sí, siempre —interrumpió Orcagna—. Comercial, por supuesto, hombre aburrido. ¿Por qué otra cosa cree que me arriesgaría a contaminar mi nave con basura planetaria?
Así que era un asunto de negocios, después de todo.
—¿Qué venden? —pregunté.
—Bueno, lo normal… armas. Es lo único que su jefe quiere de nosotros. Es la actitud normal en este planeta. Una y otra vez mis socios comerciales le han ofrecido a su planeta acceso a las técnicas de longevidad habituales en otros mundos, pero siempre que se ha realizado la oferta la han rechazado en favor de sórdidas mercancías militares…
—Eso es porque lo que piden por las técnicas de longevidad dejaría en bancarrota a la Península —intervino Cahuella—. También supondría un buen pellizco de mis fondos.
—No un pellizco tan grande como la muerte —murmuró Orcagna—. De todos modos, es su funeral. Pero tengo algo que decir: les demos lo que les demos, cuídenlo bien, ¿de acuerdo? Sería una desgracia que volviera a caer en manos equivocadas.
Cahuella suspiró.
—No es culpa mía si los terroristas roban a mis clientes.
El incidente del que hablaba había ocurrido un mes antes. Todavía se hablaba del tema entre los que sabían algo sobre la red de transacciones del mercado negro de Borde del Firmamento. Yo había llegado a un trato con una facción militar legítima que se atenía a los tratados. El intercambio se había llevado a cabo a través de una complicada serie de frentes, de modo que la fuente última de las armas (Cahuella) quedara discretamente oculta. Yo también había supervisado el canje en un claro similar al que habíamos utilizado para el encuentro con los Ultras… y allí era donde acababa mi intervención. Pero alguien le había soplado lo de la transferencia de armas a una de las facciones menos legítimas y habían emboscado a la primera facción cuando se dirigían a casa tras el trato.
Cahuella llamaba terroristas a la nueva facción, pero eso supondría una distinción demasiado grande entre ellos y las víctimas legítimas. En una guerra en la que las reglas de compromiso y las definiciones de criminalidad cambiaban cada semana, lo que distinguía a una facción legítima de otra menos legítima solía ser solo la calidad de la consultoría legal de la primera. Las alianzas siempre cambiaban, las acciones pasadas se rescribían constantemente para proyectar una luz revisionista sobre los participantes. Era cierto que muchos observadores consideraban a Cahuella un criminal de guerra. Puede que dentro de un siglo lo recordaran como a un héroe… y a mí como a su fiel hombre de armas. Cosas más raras se habían visto.