—¿Qué está pasando, Constanza?
Ella levantó el monóculo.
—¿Qué te hace pensar que te lo voy a decir si tu padre no ha querido hacerlo?
—No lo sé. Apuesto un tiro a ciegas a que tiene algo que ver con que alguna vez fuéramos amigos.
Supo que era ella en cuanto vio llegar al tren; dada la aparente gravedad de la situación, estaba claro que estaría dentro del grupo.
—Lo siento —dijo Constanza—. Es que estamos todos un poco nerviosos, ¿lo entiendes?
—Claro. —Estudió su cara, tan bella y feroz como siempre, y se preguntó qué se sentiría al recorrer la línea de su mandíbula—. He oído que todo es porque uno de los pasajeros se ha despertado antes de tiempo. ¿Es cierto?
—Más o menos —respondió ella, como si apretara los dientes.
—¿Y para eso necesitáis más armamento del que haya visto jamás en la nave? ¿Más del que sabía que existiera?
—Es tu padre el que determina cómo tratamos cada incidente, no yo.
—Pero debe haberos dicho algo. ¿Qué pasa con ese pasajero?
—Mira, no lo sé, ¿vale? Solo sé que, sea lo que sea, no debería pasar. Los
momios
no deberían despertarse antes de tiempo. Simplemente no es posible, a no ser que alguien programara las cabinas de los durmientes para que sucediera. Y nadie lo habría hecho a no ser que tuviera una buena razón para ello.
—Sigo sin comprender por qué alguien querría despertarse antes.
—Pues para sabotear la misión, claro. —Constanza bajó la voz y empezó a dar golpecitos con las uñas en la pistola, inquieta—. Un solo durmiente introducido en la nave no como pasajero, sino como bomba de efecto retardado. Un voluntario en misión suicida, por ejemplo… un criminal o alguien sin nada que perder. Alguien lo bastante enfadado como para querer matarnos a todos. No fue fácil conseguir una plaza en la Flotilla cuando dejó Sol, recuérdalo. La Confederación se creó tantos enemigos como amigos cuando construyó la flota. No les hubiera resultado difícil encontrar a alguien dispuesto a morir, si eso les permitía castigarnos.
—Pero sería difícil conseguirlo.
—Solo si se te olvidaba sobornar a la gente adecuada.
—Supongo que llevas razón. Cuando has dicho bomba de efecto retardado no lo decías literalmente, ¿no?
—No… pero ahora que lo dices, no sería una idea tan absurda. ¿Y si alguien, el que fuera, hubiera logrado meter a un saboteador en cada nave? Quizá el que estaba en el
Islamabad
fue el primero en despertar. Y sin previo aviso.
—Quizá un aviso tampoco les habría servido de mucho en ese caso.
Ella apretó los dientes.
—Supongo que estamos a punto de averiguarlo. Por otro lado, puede que solo sea una cabina frigorífica estropeada.
Entonces se oyeron los primeros disparos.
Aunque lo que sucedía estaba teniendo lugar a decenas de metros bajo la zona de carga, los tiros se escuchaban con temible claridad. También los gritos. A Sky le pareció oír a su padre, pero era difícil saberlo con certeza: la acústica le daba un tono metálico a las voces y hacía las palabras indistinguibles y las diferencias de timbre borrosas.
—Mierda —dijo Constanza. Durante un instante se quedó helada; después, comenzó a avanzar hacia el pozo de acceso. Se dio la vuelta y miró a Sky con ojos salvajes—. Quédate aquí, Sky.
—Voy contigo. Es mi padre el que está ahí abajo.
Cesaron los disparos, pero seguían los ruidos, sobre todo voces, subidas de tono hasta la histeria, y algo parecido al estrépito de cosas derrumbándose. Constanza comprobó la pistola de nuevo y después se la puso al hombro. Caminó hacia el pozo y se preparó para bajar las escaleras hacia los ecos de las profundidades.
—Constanza…
Sky cogió la pistola y se la arrancó del hombro antes de que ella tuviera tiempo para reaccionar. Constanza se dio la vuelta echa una furia, pero él ya la había adelantado y, aunque no la apuntaba directamente con el arma, tampoco la tenía apartada de ella. No tenía ni idea de cómo usarla, pero a Constanza debió parecerle lo suficientemente resuelto. Retrocedió con los ojos fijos en la pistola. Seguía unida a su casco mediante el cordón negro, estirado hasta el límite.
—Dame el casco —le dijo Sky mientras le hacía un gesto con la cabeza.
—Te vas a hundir en la mierda por esto —respondió ella.
—¿Por qué? ¿Por ir en busca de mi padre cuando corre peligro? No lo creo. Una reprimenda suave, como mucho —volvió a mover la cabeza—. El casco, Constanza.
Ella hizo una mueca y se lo sacó de la cabeza. Sky se lo colocó sobre la suya sin molestarse en pedirle la protección de tela. El casco le quedaba un poco pequeño, pero no había tiempo para ajustárselo. Bajó el monóculo y se sintió satisfecho al ver cómo se encendía para mostrarle la mira de la pistola. La imagen se limitaba a tonos de verde grisáceo con retículos, números delimitadores de rango e informes de estado de las armas. Aquello no significaba nada para él, pero cuando miró a Constanza vio que la nariz resaltaba como una mancha blanca de calor. Infrarrojos; era lo único que necesitaba saber.
Se metió dentro del pozo, consciente de que Constanza lo seguía a una distancia prudente.
Ya no se oían gritos, pero sí voces. Aunque el tono no era elevado, no parecían nada tranquilas. Ya sí podía oír a su padre con bastante claridad; había algo raro en su forma de hablar.
Llegó al nexo que conectaba las cabinas de los durmientes con aquel nodo. Las cabinas estaban dispuestas como radios que salían en diez direcciones, pero solo una de las puertas de unión estaba abierta. De allí llegaban las voces. Apuntó la pistola hacia delante y se movió hacia la cabina, hacia el pasillo normalmente oscuro y forrado de tuberías que conducía hasta ella. En aquellos momentos los pasillos brillaban en enfermizos tonos de verde grisáceo. Se dio cuenta de que estaba asustado. El miedo siempre había estado allí, pero hasta aquel instante, tras haber cogido la pistola y bajado hasta allí, no había tenido tiempo para prestarle atención. El miedo era algo casi desconocido para él, aunque no del todo. Recordaba la primera vez que lo había probado, solo en la guardería, traicionado y abandonado. En el pasillo podía observar a su propia sombra trazar formas fantasmales a lo largo de la pared y, durante un fugaz momento, deseó que Payaso estuviera allí con él para ofrecerle su guía y amistad. La idea de regresar a la guardería parecía de repente muy tentadora. Era un mundo ajeno a los rumores sobre naves fantasma o sabotajes, ajeno a las penurias presentes y reales.
Se arrastró por un recodo del pasillo y vio una cabina frente a él: la cámara individual de soporte, llena de maquinaria, de un durmiente. Era como la sala funeraria de una iglesia, apestaba a antigüedad y reverencia. La habitación había estado fría hasta hacía muy poco, y casi todo se veía de color verde oliva o negro en su visor.
Detrás de él, oyó hablar a Constanza.
—Dame la pistola, Sky, y nadie sabrá que la cogiste.
—Te la devolveré cuando pase el peligro.
—Ni siquiera sabemos de qué peligro se trata. Quizá la pistola de alguien se disparara por accidente.
—Y la cabina del durmiente se estropeó por casualidad también, ¿no? Sí, claro.
Entró en la cabina y analizó la escena que encontró dentro. Los tres guardias de seguridad estaban allí, junto a su padre… manchas de color verde pálido con matices blancos.
—Constanza —dijo uno de ellos—. Pensaba que ibas a cubrir… mierda. No eres tú, ¿verdad?
—No, soy yo. Sky Haussmann. —Levantó el monóculo y la habitación quedó más oscura que antes.
—¿Y dónde está Constanza?
—Cogí su casco y su pistola, totalmente en contra de su voluntad. —Miró tras él esperando que Constanza hubiera escuchado su intento de exonerarla—. Opuso resistencia, creedme.
La cabina era una de las diez que formaban un anillo, cada una de ellas alimentada a través de su propio pasillo que daba al nodo. Seguramente solo se habría entrado un par de veces en aquella sala desde el lanzamiento de la Flotilla. Los sistemas de soporte de los durmientes eran tan delicados y complejos como los motores de antimateria; tenían las mismas posibilidades de estropearse horriblemente si los toqueteaban manos inexpertas. Como faraones enterrados, los durmientes esperaban que nadie violara su lugar de reposo hasta que llegaran a su equivalente de la otra vida: el aterrizaje en Cygni-A. Solo estar allí parecía algo malo.
Pero no tan malo como ver a su padre.
Titus Haussmann estaba tumbado en el suelo y uno de los guardias de seguridad sostenía la parte superior de su cuerpo. Tenía el pecho cubierto de un fluido pegajoso y oscuro que Sky reconoció como sangre. Había tajos como precipicios en su uniforme, en los que la sangre se acumulaba profusamente y borboteaba de forma repugnante con cada trabajosa respiración.
—Papá… —dijo Sky.
—No te preocupes —respondió uno de los guardias—. Hay un equipo médico en camino.
Lo que, pensó Sky, dada la pericia médica general a bordo del
Santiago
, era tan útil como decir que el cura estaba en camino. O el de la funeraria.
Miró el cofre del durmiente; el crioataud con forma de plinto e incrustado de máquinas que llenaba casi toda la habitación. La mitad superior estaba rota y abierta, con enormes fracturas dentadas, como de cristal destrozado. Los trozos afilados caídos de la caja formaban un mosaico fortuito de cristal en el suelo. Era justo como si alguien dentro de la caja hubiera salido de ella a la fuerza.
Y había algo dentro.
El pasajero estaba muerto, o casi muerto; aquello era obvio. A primera vista parecía bastante normal, salvo por las heridas de bala: un ser humano desnudo invadido por cables de supervisión, circulación extracorporal y catéteres. Sky pensó que era más joven que la mayoría de ellos… en otras palabras, excelente carne de cañón fanática. Pero con la cabeza rapada y aquella falta de tono muscular que hacía que la cara pareciera una máscara, el hombre podría haber pasado por uno cualquiera de los mil durmientes.
Salvo que se le había caído el brazo.
De hecho, estaba en el suelo; una cosa mustia y con forma de guante que terminaba en tiras de piel hecha jirones. Pero en el extremo no se veían ni huesos ni carne, y solo había salido un poco de sangre del miembro cortado. El muñón también estaba mal. La piel y los huesos del hombre desaparecían a pocos centímetros del codo, y después este se convertía en una prótesis metálica terminada en punta: una obscenidad compleja, manchada de sangre y brillante que no terminaba en dedos de acero, sino en un conjunto malicioso de cuchillas.
Sky se imaginó cómo había sucedido.
El hombre se había despertado dentro de la caja, probablemente de acuerdo con un plan preparado antes de que la Flotilla dejara Mercurio. Debía de haber intentado despertarse sin que nadie lo notara, abrirse paso a la libertad y después causar cautelosos daños en la nave, de la misma forma que en el
Islamabad
, si la teoría de Constanza era correcta. Un hombre en solitario realmente podía hacer mucho daño si no tenía que preocuparse por su propia supervivencia.
Pero su reanimación no había sido pasada por alto. Estaría despertándose cuando el equipo de seguridad entró en la cabina. Quizá el padre de Sky se había inclinado sobre la caja para examinarla cuando el hombre la había rajado con el arma del antebrazo. Le hubiera resultado muy fácil acuchillar a Titus en aquel momento, aunque los otros miembros del equipo hubieran hecho todo lo posible por acribillarlo a balazos. Al estar drogado con productos químicos analgésicos para la reanimación, probablemente casi no notara las balas que lo atravesaban.
Lo habían detenido, quizá incluso matado, pero no antes de que él hubiera podido infligirle a Titus graves heridas. Sky se arrodilló junto a su padre. Los ojos de Titus seguían abiertos, pero no enfocaban bien.
—¿Papá? Soy yo, Sky. Intenta resistir, ¿me oyes? Los médicos están en camino. Todo irá bien.
Uno de los guardias le tocó el hombro.
—Es fuerte, Sky. Tenía que ir el primero, ya sabes. Era su forma de ser.
—Es su forma de ser, querrás decir.
—Claro. Saldrá de esta.
Sky empezó a decir algo, las palabras se formaron en su cabeza, pero de repente el pasajero se movió; primero con una lentitud de ensueño, pero después con una rapidez terrorífica. Durante un largo instante, fue algo que no estaba preparado para ver; las heridas del hombre eran demasiado serias como para que fuera capaz de moverse, por no hablar de moverse con esa velocidad y violencia.
El pasajero salió rodando de la caja con una agilidad animal, después se puso de pie y, con un giro elegante, como si blandiera una cimitarra, le cortó el cuello a uno de los guardias. El guardia cayó de rodillas con una fuente de sangre manándole de la herida. El pasajero hizo una pausa con el brazo asesino frente a él, y después el complejo grupo de cuchillos zumbó y chasqueó; replegó una cuchilla, después sacó otra, y ambas emitieron un brillo quirúrgico azul puro. El pasajero estudió el proceso con algo parecido a la fascinación silenciosa.
Dio un paso adelante, hacia Sky.
Sky todavía tenía la pistola de Constanza, pero el miedo era tan intenso que no podía ni enderezar el arma para amenazar al pasajero. El pasajero lo miró, los músculos bajo la carne temblaban de forma extraña, como si docenas de gusanos amaestrados se arrastraran bajo los huesos del cráneo. El temblor cesó y, por un instante, la cara que miraba a Sky se convirtió en una tosca imitación de la suya. Después, el temblor se reanudó y la cara dejó de serle familiar a Sky.
El hombre sonrió y empujó su limpia y nueva cuchilla hacia el pecho de Sky. Sintió una curiosa falta de dolor y el efecto inmediato fue como si el hombre le hubiera dado una fuerte patada en las costillas. Cayó hacia atrás, fuera del alcance del pasajero.
Detrás, los dos guardias ilesos tenían las armas levantadas y listas para disparar.
Sky, derrumbado en el suelo, intentó respirar. El dolor resultó exquisito y no notó el alivio que debiera haberle causado la inhalación. Supuso que el cuchillo del pasajero le habría perforado un pulmón y que la caída bien podía haberle roto una costilla. Pero la hoja no parecía haberle tocado el corazón, y todavía podía mover las piernas, así que tampoco tendría dañada la columna.
Pasó otro instante y se preguntó por qué los guardias no habrían disparado todavía. Podía ver la espalda del pasajero; debían de tener un blanco fácil.