Pero sería muy difícil ver el resultado de aquella emboscada terrorista con un tinte positivo. Al cabo de una semana de la emboscada, habían usado las mismas armas robadas para asesinar a casi toda una familia de aristócratas de Nueva Santiago.
—No recuerdo el nombre de la familia.
—Reivich o algo así —dijo Cahuella—. Pero escúchame, aquellos terroristas eran animales, de acuerdo. Si pudiera, los desollaría vivos para convertirlos en papel pintado y utilizaría sus huesos para fabricar muebles. Pero eso no quiere decir que rebose de simpatía por el clan Reivich. Eran lo bastante ricos como para salir de este mundo. Este planeta es un pozo de mierda. Si quieren un sitio seguro donde vivir, hay toda una galaxia ahí afuera.
—Tenemos una información que puede interesarle —dijo Orcagna—. El hijo menor que sobrevivió, Argent Reivich, ha jurado vengarse de usted.
—Jurado vengarse. ¿Qué es esto? ¿Una comedia moral? —Cahuella levantó una mano y la puso delante de él—. Mirad, estoy temblando.
—No quiere decir nada —dije yo—. Si hubiera pensado que merecía la pena preocuparte con el asunto, ya lo sabrías. Es otra cosa por la que me pagas, para no tener que preocuparte por todos los chiflados que te puedan guardar rencor.
—Pero nosotros pensamos que este hombre no es, como usted dice, un chiflado. —Orcagna examinó sus dedos enguantados y tiró de la punta de cada uno de ellos hasta que se oyó un pequeño pop—. Nuestros espías sugieren que el caballero ha recuperado armas de la misma milicia que asesinó a su familia. Armamento pesado de partículas… apropiado para un asalto a gran escala contra un asentamiento fortificado. Hemos detectado las firmas de estos dispositivos e indican que siguen siendo operativos. —El Ultra hizo una pausa y después añadió algo más, como de pasada—. Puede que le divierta saber que las firmas se mueven hacia el sur por la Península, hacia la Casa de los Reptiles.
—Déme las posiciones —dije—. Me reuniré con el chico y averiguaré lo que quiere. Puede que solo quiera negociar la entrega de más armas… puede que no te haya identificado como el proveedor.
—Claro —dijo Cahuella—. Y yo me dedico al comercio de vinos. Olvídalo, Tanner. ¿Crees que necesito a alguien como tú para encargarme de un piojo como Reivich? No se envía a un experto contra un aficionado —y después, dirigiéndose a Orcagna—. ¿Dice que está en la selva? ¿A qué distancia? ¿En qué tipo de territorio?
—Obviamente, podemos proporcionarles esa información.
—Puto chupasangres. —Se le oscureció la cara un instante, pero después sonrió y señaló al Ultra—. Me cae bien, de verdad. Es una puta sanguijuela. Vamos, díganos el precio. No necesito saber dónde está exactamente. Deme un marcador de situación con una precisión de… a ver… unos cuantos kilómetros. Si no, se perdería la diversión, ¿no?
—¿En qué coño estás pensando? —Las palabras me habían saltado de la boca antes de poder censurarlas—. Puede que Reivich sea inexperto, pero eso no quiere decir que no sea peligroso… especialmente si tiene el tipo de armas que la milicia usó contra su familia.
—Bueno, así será un juego más justo. Un safari de los de verdad. Quizá hasta podamos cazar a una cobra real de camino.
—Le gusta jugar —dijo Orcagna con complicidad.
Y entonces lo comprendí. Si Cahuella no hubiera tenido aquel público nunca habría actuado así. Si hubiéramos estado en la Casa de los Reptiles, solos, habría hecho lo más lógico: me habría ordenado a mí o a uno de mis subordinados que nos quitáramos a Reivich de en medio sin más ceremonias que las necesarias para tirar de la cadena de un retrete. No hubiera estado a su altura perder el tiempo con alguien como Reivich. Pero frente a los Ultras no podía demostrar ninguna debilidad. Tenía que hacerse el cazador.
Cuando todo terminó, cuando nuestra emboscada a Reivich falló, cuando Gitta y Cahuella murieron, mientras que Dieterling y yo quedábamos malheridos, hubo algo que me quedó más claro que nada antes en mi vida.
Era culpa mía.
Yo había dejado que Gitta muriera por mi ineptitud. Yo había permitido que Cahuella muriera al mismo tiempo. Las dos muertes estaban horriblemente unidas. Y Reivich, con las manos manchadas por la sangre de la esposa del hombre del que había jurado vengarse, había salido de allí ileso, valiente. Debía de haber pensado que Cahuella también sobreviviría, sus heridas no debieron parecerle tan graves como las mías. Si Cahuella hubiera sobrevivido, Reivich hubiera conseguido infligirle el máximo dolor en el máximo período de tiempo; una victoria mucho menos trivial que la del simple asesinato del hombre. En el plan de Reivich, Cahuella hubiera tenido el resto de su vida para echar de menos a Gitta. No habría palabras que expresaran el dolor de semejante pérdida. Creo que ella era el único ser vivo del universo que Cahuella era capaz de amar.
Pero, en vez de a él, Reivich me la había quitado a mí.
Pensé en la forma en que Cahuella se había reído de la promesa de venganza de Reivich. Siempre había existido una delgada línea que separa lo absurdo de lo caballeresco. Pero yo hice exactamente lo mismo: juré que dedicaría el resto de mi vida a matar a Reivich; vengar a Gitta. Si alguien me hubiera dicho que moriría matando a Reivich, creo que lo hubiera aceptado tranquilamente como parte del trato.
En Nueva Valparaíso se me había escurrido entre los dedos. En aquel momento me había visto obligado a tomar la más dura de las decisiones: si abandonaba a Reivich o seguía persiguiéndolo más allá del sistema.
En retrospectiva, no había sido tan difícil.
—No recuerdo que hubiera ningún problema especial con el señor Reivich —dijo Amelia—. Tuvo una pequeña amnesia transitoria, pero no era un caso tan grave como el tuyo… solo duró unas horas y después comenzó a recuperarse. Duscha quería que se quedara para encargarse de sus implantes, pero tenía bastante prisa por marcharse.
—¿En serio? —hice lo que pude por parecer sorprendido.
—Sí. Solo Dios sabe qué hicimos para ofenderlo.
—Seguro que no fue nada. —Me pregunté qué tendrían sus implantes que fuera necesario reparar, pero decidí que la pregunta podía esperar—. Supongo que es muy posible que siga en Yellowstone o cerca de allí. No me gustaría tardar demasiado en seguirlo. No puedo dejarle toda la diversión para él, ¿no?
Ella me miró con expresión juiciosa.
—¿Eras amigo suyo, Tanner?
—Bueno, algo así.
—¿Compañero de viaje, entonces?
—Supongo que eso lo resume todo, sí.
—Ya veo. —Parecía impasible y serena, pero podía imaginarme lo que pensaba: que Reivich nunca había mencionado que viajara con nadie y que si nuestra amistad realmente existía no era totalmente recíproca.
—En realidad, tenía la esperanza de que no se fuera sin mí.
—Bueno, probablemente no quería que el hospital tuviera que encargarse de alguien que no necesitaba sus cuidados. O quizá sí tenía cierta amnesia, después de todo. Claro está que podemos intentar contactar con él. No será fácil, pero hacemos lo que podemos para realizar un seguimiento de los que reanimamos… por si surgen complicaciones.
Y, pensé yo, porque algunos pagan la hospitalidad de Idlewild cuando se ven ricos y a salvo en Yellowstone, y ven a los Mendicantes como una forma de influir en los recién llegados.
Pero solo dije:
—No, muy amable, pero no es necesario. Creo que será mejor que me encuentre con él en persona.
Ella me miró con cuidado antes de responder.
—Entonces necesitarás su dirección en la superficie.
Asentí.
—Comprendo que existen problemas de confidencialidad a tener en cuenta, pero…
—Estará en Ciudad Abismo —dijo Amelia, como si solo pronunciar aquel nombre fuera herejía, como si el lugar fuera el pozo de degradación más vil que se pudiera imaginar—. Es nuestro asentamiento de mayor tamaño, el más antiguo.
—Sí; ya he oído hablar de Ciudad Abismo. ¿Puedes reducir un poquito más el campo de posibilidades? —Intenté no parecer demasiado sarcástico—. Un barrio no iría mal.
—No puedo serte de mucha ayuda… no nos dijo dónde iba exactamente. Pero supongo que podrías empezar por la Canopia.
—¿La Canopia?
—Nunca he estado allí. Pero dicen que no tiene pérdida.
Me di de alta al día siguiente.
No me engañaba diciéndome que estaba del todo bien, pero sabía que si esperaba más las posibilidades de encontrar el rastro de Reivich quedarían reducidas a cero. Y aunque algunas partes de mi memoria todavía no estaban muy definidas, tenía lo bastante para funcionar; lo bastante para poder seguir con el trabajo que tenía entre manos.
Regresé al chalet para recoger mis cosas (los documentos, la ropa que me habían dado y los trozos de la pistola de diamante) y una vez más mi atención se desvió hacia el hueco de la pared que me había perturbado tanto al despertarme. Había logrado dormir en el chalet desde entonces y, aunque no hubiera descrito mis sueños como tranquilos, las imágenes y pensamientos que habían pasado por ellos eran los de Sky Haussmann. La sangre de las sábanas cada mañana lo testificaba. Pero, cuando me desperté, todavía había algo en el hueco que me aterraba y que era tan irracional como siempre. Pensé en lo que me había dicho Duscha sobre el virus adoctrinador, y me pregunté si había algo en mi infección que pudiera causarme esa fobia sin base… quizá estructuras generadas por el virus que se conectaban con los centros neurales equivocados. Pero, al mismo tiempo, me preguntaba si las dos cosas podían ser totalmente independientes.
Más tarde, Amelia se encontró conmigo y me acompañó por el largo y sinuoso sendero que llevaba al cielo, que subía más y más hacia uno de los extremos cónicos en punta del hábitat. La pendiente era tan suave que casi no costaba trabajo andar, pero sentía un alivio eufórico al disminuir mi peso gradualmente, ya que cada paso que daba parecía llevarme un poco más alto y más lejos.
Cuando llevábamos unos diez o quince minutos andando en silencio, dije:
—¿Es cierto lo que insinuaste antes, Amelia? ¿Que fuiste una de nosotros?
—¿Quieres decir que si fui una pasajera? Sí, pero solo era una niña cuando ocurrió… casi no sabía hablar. La nave que nos trajo estaba dañada y perdieron la mayoría de los archivos de identificación de los durmientes. Además, habían recogido a pasajeros de más de un sistema, así que no había forma de saber de dónde venía yo.
—¿Quieres decir que no sabes en qué mundo naciste?
—Bueno, puedo hacer algunas suposiciones… pero la verdad es que últimamente no me interesa mucho. —El sendero se hizo más empinado de repente y Amelia se puso delante de mí para subir la cuesta—. Este es mi mundo, Tanner. Es un lugar benditamente pequeño, pero creo que no es precisamente malo. ¿Quién más puede decir que ha visto todo lo que el mundo puede ofrecerle?
—Debe ser muy aburrido.
—En absoluto. Las cosas siempre cambian —señaló a la curva del hábitat—. Esa cascada no siempre estuvo ahí. Y antes había una pequeña aldea ahí abajo, donde ahora hemos hecho un lago. Siempre es así. Tenemos que cambiar continuamente estos senderos para evitar la erosión… cada año tengo que recordarlo todo de nuevo. Tenemos estaciones y años en los que nuestros cultivos no crecen tan bien como otros. Algunos años también tenemos superabundancia, si Dios quiere. Y siempre hay algo que explorar. Y, por supuesto, recibimos a gente constantemente… algunos de ellos se unen a la Orden —bajó la voz—. Afortunadamente no todos son como el hermano Alexei.
—Siempre hay una manzana podrida.
—Lo sé. Y no debería decir esto, pero… después de lo que me has enseñado, casi estoy deseando que Alexei lo vuelva a intentar. Comprendí cómo se sentía.
—Dudo que lo haga, pero no me gustaría estar en su pellejo si lo intenta.
—Seré amable con él, no te preocupes.
Se hizo otro silencio incómodo durante el que escalamos la última pendiente hacia el final del cono. Mi peso debía de haber descendido a una décima parte de lo que había sido en el chalet, pero todavía se podía andar… aunque parecía que el suelo retrocedía tras cada paso. Más adelante, discretamente velado tras un bosquecillo que había crecido al azar con tan baja gravedad, había una puerta blindada que conducía al exterior de la cámara.
—Estás decidido a marcharte, ¿verdad? —preguntó Amelia.
—Cuanto antes llegue a Ciudad Abismo, mejor.
—No será como esperas, Tanner. Ojalá te quedaras un poco más, solo para poder ponerte en forma… —dejó la frase en el aire; era evidente que se daba cuenta de que no me convencería.
—No te preocupes por mí; ya me pondré al día con mi historia. —Le sonreí; al mismo tiempo me odiaba a mí mismo por la forma en que me había visto obligado a mentirle, pero no tenía otra alternativa—. Gracias por tu amabilidad, Amelia.
—Ha sido un placer, Tanner.
—En realidad… —miré a mi alrededor para comprobar que no nos observaban; no había nadie—. Me harías muy feliz si aceptaras esto. —Me metí la mano en el bolsillo de los pantalones y saqué la pistola de cuerda totalmente montada—. Será mejor que no me preguntes por qué llevaba esto encima, Amelia. Pero creo que ya no me serviría para mucho.
—Creo que no debería cogerla, Tanner.
Se la puse en la mano.
—Entonces, confíscala.
—Supongo que debería. ¿Funciona?
Asentí con la cabeza; no hacía falta entrar en detalles.
—Te vendrá bien si alguna vez tienes problemas serios.
Ella ocultó la pistola.
—Solo la estoy confiscando, nada más.
—Comprendo.
Ella alargó una mano para estrechar la mía.
—Ve con Dios, Tanner. Espero que encuentres a tu amigo.
Me di la vuelta antes de que pudiera verme la cara.
Atravesé la puerta blindada.
Al otro lado había un pasillo con paredes de acero bruñido, lo que erradicaba cualquier impresión de que Idlewild fuera un lugar y no una construcción de diseño humano que giraba en el vacío. En vez del murmullo distante de las cascadas enanas, escuché el zumbido de los ventiladores y los grupos electrógenos. El aire tenía un aroma a medicina que no había notado hasta aquel momento.
—¿Señor Mirabel? Hemos oído que se marcha. Por aquí, por favor.
El primero de los dos Mendicantes que me esperaba me hizo un gesto para que lo siguiera por el pasillo. Caminamos por él con pasos elásticos. Al final del pasillo había un ascensor que nos transportó durante una corta distancia en vertical hasta el verdadero eje de rotación de Idlewild, punto desde el cual cubrimos una distancia horizontal mucho mayor hasta llegar al extremo final del casco abandonado que formaba aquella mitad de la estructura. Permanecimos en silencio dentro del ascensor, lo que no me suponía ningún problema. Me imaginé que los Mendicantes habrían agotado cualquier posible conversación con los reanimados hacía tiempo; que ya habrían escuchado cientos de veces cualquiera de mis respuestas a cualquiera de sus preguntas. Pero ¿y si me preguntaban qué iba a hacer en Yellowstone y yo les respondía con sinceridad?