—¿Por qué el pecho? Mi marido me contó que podías matar a un hombre con una sola bala en la cabeza, Tanner.
—He practicado más que tú.
—Pero lo que dicen de ti es cierto, ¿no? Que cuando disparabas a alguien…
Terminé la frase por ella.
—Eliminaba áreas del cerebro con funciones cerebrales específicas, sí. No deberías creer todo lo que oyes, Gitta. Probablemente podría conseguir acertar a un hemisferio en concreto pero, aparte de eso…
—De todos modos, no es tan malo tener una reputación como esa.
—Supongo que no. Pero no es más que eso.
—Si dijeran eso de mi marido, lo aprovecharía todo lo posible. —Lanzó una mirada cautelosa al piso superior de la casa—. Pero tú siempre intentas quitarle importancia. Eso hace que me parezca más probable, Tanner.
—Intento restarle importancia porque no quiero que pienses que soy algo que en realidad no soy.
Ella me miró.
—No creo que corras ese peligro, Tanner. Creo que sé exactamente quién eres. Un hombre con conciencia que resulta que trabaja para alguien que no duerme tan bien por las noches.
—Mi conciencia no es lo que se dice prístina, créeme.
—Deberías ver la de Cahuella. —Durante un instante me miró a los ojos; aparté la vista y miré a la pistola. Gitta elevó el tono de voz una octava—. Ah, hablando del rey de Roma.
—¿Otra vez hablando de mí? —Estaba entrando en la terraza desde el piso superior del edificio. Algo le brillaba en la mano: un vaso de pisco sour—. Bueno, no os puedo culpar, ¿verdad? En fin. ¿Cómo van las lecciones?
—Creo que progresamos de forma razonable —respondí.
—Oh, no creas una palabra de lo que te diga —dijo Gitta—. Soy pésima, y Tanner es demasiado educado para decirlo.
—Las cosas que merecen la pena nunca son fáciles —le respondí. Y luego me dirigí a Cahuella—. Gitta puede disparar una pistola y distinguir entre amigos y enemigos casi todas las veces. No tiene nada de mágico, aunque ha trabajado duro para conseguirlo y hay que reconocer su mérito. Pero, si quieres algo más, puede que no sea tan fácil.
—Siempre puede seguir aprendiendo. Tú eres el maestro, después de todo. —Señaló la pistola con la cabeza, en la que acababa de meter un cargador nuevo—. Oye, enséñale ese truco que sabes hacer.
—¿A qué truco te refieres? —dije intentando controlar mi genio. Normalmente Cahuella sabía que no debía llamar «trucos» a las habilidades que tanto esfuerzo me había costado adquirir.
Cahuella le dio un sorbo a su bebida.
—Ya sabes el que digo.
—Bien; probaré con este.
Reprogramé la pistola para que las balas no se desviaran si trazaban trayectorias peligrosas. Si quería un truco, lo tendría… le costara lo que le costara.
Normalmente, cuando disparaba un arma pequeña adoptaba la clásica pose del tirador: las piernas ligeramente abiertas para equilibrarme, la pistola sujeta con una mano y la otra mano apoyada bajo ella para sostenerla; los brazos extendidos a la altura de los ojos, preparados para el retroceso si la pistola disparaba balas en vez de energía. Entonces tenía la pistola cogida con una mano a la altura de la cadera, como uno de aquellos antiguos pistoleros que desenfundaban a toda velocidad sus pistolas de seis tiros. Miraba la pistola en vez de seguir la línea de tiro. Pero había practicado tanto aquella posición que sabía exactamente adonde iría la bala.
Presioné el gatillo y le metí una bala a una de las estatuas de cobra real.
Después caminé hasta ella para evaluar los daños.
El oro de la estatua había fluido como mantequilla al recibir el impacto de la bala, pero lo había hecho con una simetría preciosa alrededor del punto de entrada, como un loto amarillo. Y yo había hecho blanco también con una simetría preciosa… centrado matemáticamente en la frente de la cobra; entre los ojos, de no haberlos tenido aquella criatura dentro de la mandíbula.
—Muy bien —dijo Cahuella—. Creo. ¿Tienes alguna idea de lo que vale esa serpiente?
—Menos de lo que me pagas por mis servicios —dije mientras programaba la pistola otra vez en modo seguro antes de que se me olvidara.
Cahuella miró a la estatua destrozada durante un instante antes de sacudir la cabeza, mientras se reía entre dientes.
—Probablemente lleves razón. Y supongo que todavía tienes ese don, ¿verdad, Tanner? —chasqueó los dedos en dirección a su esposa—. Vale; fin de la lección, Gitta. Tanner y yo tenemos que hablar sobre algo… por eso había venido.
—Pero acabamos de empezar.
—Habrá otras ocasiones. No querrás aprenderlo todo de una vez, ¿no?
No, pensé yo… esperaba que aquello no pasara nunca, porque entonces no tendría ningún buen motivo para estar cerca de ella. Aquel pensamiento era peligroso, ¿de verdad estaba pensando seriamente en intentar algo con ella, cuando Cahuella estaba tan solo a una habitación de distancia? Además de ser una locura, porque hasta aquella noche Gitta no había hecho nada que indicara ningún tipo de atracción recíproca hacia mí. Pero algunas de las cosas que había dicho me hicieron pensar. Quizá se sentía sola allí, en plena jungla.
Dieterling salió de detrás de Cahuella y escoltó a Gitta de vuelta al edificio, mientras que otro hombre desmantelaba el generador de campo. Cahuella y yo caminamos hacia la pared de la terraza. El aire era cálido y pegajoso, sin asomo de brisa. Durante el día podía resultar insoportablemente húmedo; nada parecido al suave clima costero de Nuevo Iquique, donde había pasado mi niñez. La silueta alta y de anchos hombros de Cahuella estaba envuelta en un kimono negro con dibujos de delfines entrelazados, y sus pies pisaban desnudos las baldosas en forma de V. Tenía una cara ancha, con una expresión que siempre me había parecido algo petulante en los labios. Era el aspecto de un hombre que nunca aceptaría la derrota con elegancia. Su espeso cabello negro estaba siempre peinado hacia atrás para despejar la frente; dibujaba surcos brillantes, como oro batido a la luz de las llamas de las cobras reales. Tocó la estatua dañada y después se agachó para recoger unos cuantos fragmentos de oro del suelo. Los fragmentos eran delgados como hojas, como las láminas de oro que los iluminadores solían usar en el pasado para decorar los textos sagrados. Los frotó con tristeza con los dedos y después intentó volver a poner el oro en la herida de la estatua. Habían representado a la serpiente enroscada en torno a su árbol, en la última fase de motilidad antes de la fase de fusión arbórea.
—Siento los daños —dije—. Pero me pediste una demostración.
Él sacudió la cabeza.
—No importa; tengo docenas de ellas en el sótano. Puede que incluso deje esta aquí como adorno, ¿no?
—¿Como disuasión?
—Debe de servir para algo, ¿no crees? —Después bajó la voz—. Tanner, ha surgido algo. Necesito que vengas conmigo esta noche.
—¿Esta noche? —Ya era tarde, pero Cahuella solía tener un horario peculiar—. ¿Qué tienes en mente, una expedición de caza a medianoche?
—Estoy de humor, pero es algo totalmente distinto. Vamos a tener visita. Tenemos que salir y encontrarnos con ellos. Hay un claro a unos veinte klicks de aquí subiendo por la vieja carretera de la jungla. Quiero que me lleves allí.
Lo pensé con cuidado antes de responder.
—¿De qué clase de visita estamos hablando?
Cahuella acarició la cabeza agujereada de la cobra, casi con cariño.
—De una poco normal.
Cahuella y yo salimos de la Casa de los Reptiles media hora después, en uno de los vehículos con efecto de suelo. Era el tiempo que habíamos necesitado para vestirnos para el viaje, con pantalones y camisa caqui bajo un chaleco de cazador marrón lleno de bolsillos. Avancé cuidadosamente con el coche entre los armazones de edificios abandonados y envueltos en vides que rodeaban la Casa de los Reptiles hasta que encontré el viejo sendero, justo antes de que se sumergiera en el bosque. Unos cuantos meses después aquella excursión resultaría imposible: la jungla se curaba lentamente la herida que le habían abierto en el corazón. Harían falta lanzallamas para abrirse paso de nuevo.
La Casa de los Reptiles y todos sus alrededores habían formado parte, tiempo atrás, de un jardín geológico, construido durante una de aquellas esperanzadoras treguas. Aquel alto el fuego en concreto solo había durado aproximadamente una década, pero en aquellos tiempos debía haberles parecido que había una buena posibilidad de que la paz durara; una posibilidad lo bastante buena como para que la gente construyera algo de tan nulo valor militar y tan alto progreso cívico como un zoo. La idea había sido albergar a especímenes terranos y nativos en exposiciones similares, para enfatizar las similitudes y diferencias entre la Tierra y Borde del Firmamento. Pero el zoo nunca se había llegado a terminar, y la única parte de él que quedaba intacta era la Casa de los Reptiles, que Cahuella había convertido en su residencia particular. Le era muy útil: aislada y fácil de fortificar. Su ambición consistía en reaprovisionar los viveros del sótano con una colección privada de animales capturados, de los que el más importante sería una cobra real casi adulta a la que todavía no había conseguido atrapar. La cría que había cazado ya ocupaba un gran volumen; necesitaría un sótano entero nuevo para una mayor… por no mencionar las nuevas e importantes habilidades necesarias para cuidar a una criatura con una bioquímica bastante diferente de la de una de menor edad. Las demás partes de la Casa ya estaban llenas de las pieles, dientes y huesos de animales que se había llevado a casa como trofeos muertos. No amaba a las cosas vivas, y la única razón por la que quería especímenes vivos era porque así dejaría claro ante sus visitantes que capturarlos vivos requería una habilidad mucho mayor que matarlos en su hábitat.
Las ramas y las vides golpeaban la carrocería del coche mientras yo aceleraba por el sendero y el aullido de las turbinas silenciaba el chirrido de cualquier otra cosa viva en kilómetros a la redonda.
—Cuéntame algo sobre estos visitantes —dije a través del micro que llevaba al cuello y que transportaba mis palabras hasta los auriculares que abrazaban el cráneo de Cahuella.
—Los conocerás muy pronto.
—¿Fueron ellos los que sugirieron este claro como punto de encuentro?
—No, fue idea mía.
—¿Y saben de qué claro estabas hablando?
—No tienen por qué saberlo —dijo señalando hacia arriba con la cabeza. Me arriesgué a mirar hacia el dosel del bosque y, en un instante en el que el dosel se dispersó un poco y reveló el cielo, vi algo terriblemente brillante merodeando sobre nuestras cabezas, una especie de cuña triangular recortada en el firmamento—. Nos han seguido desde que dejamos la Casa.
—Ese avión no es de por aquí —dije.
—No es un avión, Tanner. Es una nave espacial.
Llegamos al claro después de conducir durante una hora a través de un bosque cada vez más espeso. Algo debía haber quemado el claro unos años antes; probablemente un misil realmente desviado. Puede que incluso intentaran acertar en la Casa de los Reptiles; Cahuella tenía enemigos de sobra para considerar aquella posibilidad. Afortunadamente, la mayoría de ellos no tenía ni idea de dónde vivía. El claro ya empezaba a regenerarse, pero la tierra seguía estando lo bastante llana como para permitir un aterrizaje.
La nave se detuvo sobre nosotros, silenciosa como un murciélago. Tenía forma de delta y, al verla más de cerca, pude observar que la parte inferior estaba dividida en miles de elementos calientes con un brillo feroz. Tenía cincuenta metros de ancho; la mitad del ancho del claro. Sentí la primera bofetada de calor y después, de forma prácticamente inaudible, el primer indicio de un zumbido casi subsónico.
La jungla a nuestro alrededor quedó en silencio.
El deltoide descendió, y tres hemisferios invertidos salieron elegantemente de los vértices. Dejó atrás la cima de los árboles. El calor me estaba haciendo sudar. Levanté una mano para protegerme los ojos de aquel brillo solar.
Entonces, el brillo se apagó para convertirse en un color ladrillo oscuro y el vehículo descendió los últimos metros por su propio peso hasta posarse sobre los hemisferios, que amortiguaron el impacto con una suavidad muscular. Durante un momento se hizo el silencio, y después una rampa se deslizó desde el interior como si se tratara de una lengua. El resplandor blanco azulado que salía de la entrada en la parte superior de la rampa hacía que la vegetación circundante quedara en relieve oscuro. Gracias a mi visión periférica pude ver cómo algunas cosas se escabullían y se deslizaban en busca de las sombras.
Dos figuras zanquivanas y alargadas salieron a la luz en lo alto de la rampa.
Cahuella dio un paso adelante, hacia la rampa.
—¿Vas a subir a esa cosa?
Él miró hacia atrás, su silueta dibujada sobre la luz.
—Joder, claro que sí. Y quiero que vengas conmigo.
—Nunca he tratado con Ultras.
—Bueno, ha llegado tu gran oportunidad.
Dejé el coche y lo seguí. Llevaba una pistola conmigo, pero me sentía ridículo con ella. La enfundé en el cinturón y no volví a tocarla en todo el tiempo que estuvimos fuera. Los dos Ultras de la rampa esperaban en silencio, de pie, en posturas que demostraban cierto aburrimiento, uno de ellos apoyado en el marco de la puerta. Cuando Cahuella estaba a medio camino de la nave estacionada, se arrodilló y señaló al suelo mientras apartaba la hierba. Miré hacia bajo y me pareció ver algo, como una lámina de metal abollado… pero antes de poder prestarle mayor atención o preguntarme qué sería, Cahuella ya me estaba metiendo prisa.
—Vamos. No son famosos por su infinita paciencia.
—Ni siquiera sabía que hubiera una nave Ultra en órbita —dije sin subir la voz.
—No lo saben muchos. —Cahuella comenzó a subir la rampa—. Se están manteniendo en la oscuridad para poder llevar a cabo cierto tipo de negocios que no serían posibles si todo el mundo supiera que están aquí.
Los dos Ultras eran un hombre y una mujer. Ambos eran muy delgados y sus siluetas, casi esqueléticas, estaban cubiertas de capas de exomaquinaria de soporte y prótesis. Ambos eran pálidos y de pómulos salientes, con labios negros y ojos que parecían delineados con kohl, lo que les daba una apariencia de muñecos cadavéricos. Los dos lucían elaboradas cabelleras negras, recogidas en una maraña de mechones rígidos. Los brazos del hombre eran de cristal ahumado, con incrustaciones de máquinas brillantes y líneas de alimentación que emitían pulsos de luz, mientras que la mujer tenía un agujero rectangular justo en el centro del abdomen.