Dieterling caminó hasta la parte de atrás del rodador (con sus segmentos superpuestos de armadura, el vehículo monorrueda parecía un armadillo enrollado) y abrió el diminuto compartimento de equipaje.
—Mierda. Casi se me olvidan los abrigos, tío.
—Lo cierto es que tenía la vaga esperanza de que se te olvidasen.
Me tiró uno.
—Póntelo y deja de quejarte.
Me metí en el abrigo, intentando adaptarlo a las capas de ropa que ya llevaba encima. El dobladillo del abrigo rozaba los charcos de lluvia fangosa de la calle, pero así era como les gustaba llevarlo a los aristócratas, como si retaran a los demás a pisarles los faldones de los abrigos. Dieterling se puso su propio abrigo y comenzó a manosear las opciones de diseño estampadas en la manga, frunciendo el ceño ante cada propuesta del sastre.
—No, no… No. Dios, no. No de nuevo. Y esto tampoco me vale.
Alargué un brazo y presioné una de las etiquetas.
—Ya está. Estás deslumbrante. Ahora cállate y pásame la pistola.
Yo ya había seleccionado un tono color perla para mi abrigo, un color que esperaba ofreciera poco contraste de fondo para la pistola. Dieterling sacó la pequeña arma de un bolsillo de la chaqueta y me la ofreció, como si me estuviera pasando un paquete de cigarrillos.
La pistola era diminuta y semitranslúcida, con una neblina de pequeños componentes visibles bajo sus suaves superficies de Lucite.
Era una pistola de cuerda. Estaba totalmente fabricada en carbono (sobre todo diamante), pero tenía algunos fullerenos para lubricación y almacenamiento de energía. No tenía ni metales ni explosivos; tampoco circuitos. Solo intrincadas palancas y ruedas engrasadas mediante esferas de fullereno. Disparaba dardos estabilizados direccionalmente que sacaban su potencia de la relajación de muelles de fullereno arrollados casi hasta su punto de ruptura. Le dabas cuerda con una llave, como a un ratón de juguete. No había dispositivos para apuntar, ni sistemas estabilizadores ni ayudas para la adquisición de blanco.
Nada de aquello importaba.
Deslicé la pistola en el bolsillo de mi abrigo, convencido de que ninguno de los peatones había visto el intercambio.
—Te dije que te buscaría algo con estilo —dijo Dieterling.
—Servirá.
—¿Servirá? Tanner, me decepcionas. Es un objeto de belleza intensa y diabólica. Incluso estoy pensando que puede ofrecer claras posibilidades para la caza.
Típico de Miguel Dieterling, pensé; siempre encontraba la perspectiva del cazador en cualquier situación.
Me esforcé por sonreír.
—Te la devolveré de una pieza. Si no, ya sé qué regalarte para Navidad.
Comenzamos a andar hacia el puente. Ninguno de los dos había estado antes en Nueva Valparaíso, pero no importaba. Como ocurría en casi todas las ciudades grandes del planeta, había algo profundamente familiar en su trazado básico, incluso en los nombres de las calles. La mayoría de nuestros asentamientos se organizaban en torno a una disposición deltoidea de calles, con tres avenidas principales que se alargaban desde los ápices de un triángulo central de unos cien metros de lado. Este núcleo solía estar rodeado por una serie de triángulos sucesivamente mayores, hasta que el orden geométrico se erosionaba en un enredo de barrios aleatorios y zonas reorganizadas. Lo que se hiciera con el triángulo central dependía del asentamiento en cuestión y normalmente también del número de veces que la ciudad hubiera sido ocupada o bombardeada durante la guerra. Solo en raras ocasiones quedaba algún rastro de la lanzadera de alas delta alrededor de la que había nacido el asentamiento.
Nueva Valparaíso había comenzado así y sus calles tenían los nombres de siempre: Omdurman, Norquinco, Armesto, etc… Pero el triángulo central estaba ahogado bajo la estructura de la terminal del puente, que suponía tal ventaja para ambos bandos que había logrado permanecer intacto. Con trescientos metros a cada lado, se erguía brillante y negro como el casco de un barco, pero incrustado y cubierto de hoteles, restaurantes, casinos y burdeles en los niveles inferiores. Pero aunque el puente no hubiera sido visible, la calle en sí dejaba claro que nos encontrábamos en un barrio antiguo, cerca del lugar de aterrizaje. Algunos de los edificios consistían en contenedores apilados uno sobre otro, cada uno de ellos atravesado por ventanas y puertas, y después adornados con las filigranas de dos siglos y medio de caprichos arquitectónicos.
—Eh —dijo una voz—. El puto Tanner Mirabel.
El hombre estaba apoyado en un pórtico a la sombra, como si no tuviera nada mejor que hacer que observar el arrastrado paso de los insectos. Solo había tratado con él por teléfono o por vídeo (intentando que la conversación fuera lo más breve posible), así que me esperaba a alguien mucho más alto y mucho menos parecido a una rata. Llevaba un abrigo tan pesado como el mío, pero el suyo parecía siempre a punto de caérsele de los hombros. El tipo tenía dientes ocre afilados en punta, una cara puntiaguda llena de barba incipiente e irregular y pelo largo y negro, peinado hacia atrás desde una frente minimalista. La mano izquierda sostenía un cigarrillo que se llevaba periódicamente a los labios, mientras que la otra mano (la derecha) desaparecía en el bolsillo lateral de su abrigo y no parecía tener intención de salir.
—Vásquez —dije sin delatar sorpresa porque nos hubiera seguido la pista a Dieterling y a mí—. Supongo que tendrás a nuestro hombre vigilado.
—Eh, relájate, Mirabel. Ese tío no mea sin que yo me entere.
—¿Todavía está arreglando sus asuntos?
—Sí. Ya sabes cómo son estos niños ricos. Tienen que ocuparse de sus negocios, amigo. Si fuera yo, ya estaría subiendo ese puente a toda hostia. —Apuntó a Dieterling con el cigarrillo—. El tipo de las serpientes, ¿no?
Dieterling se encogió de hombros.
—Si tú lo dices.
—Esa mierda sí que mola; cazar serpientes. —Con la mano del cigarrillo hizo el gesto de apuntar y disparar una pistola, sin duda abriéndole un agujero a una cobra real imaginaria—. ¿Crees que podrías hacerme un hueco en tu próxima expedición de caza?
—No lo sé —dijo Dieterling—. No solemos usar cebos vivos. Pero hablaré con el jefe y veremos lo que se puede hacer.
Vásquez Mano Roja sonrió enseñándonos sus dientes puntiagudos.
—Un tipo gracioso. Me gustas, Serpiente. Pero la verdad es que trabajas para Cahuella, así que tienes que gustarme. Por cierto, ¿cómo está? He oído que a Cahuella le fue tan mal como a ti, Mirabel. De hecho, estoy oyendo algunos rumores maliciosos que dicen que no sobrevivió.
La muerte de Cahuella no era algo que quisiéramos anunciar en aquellos momentos; no hasta que hubiéramos meditado un poco sobre sus ramificaciones… pero estaba claro que las noticias habían llegado a Nueva Valparaíso antes que nosotros.
—Hice todo lo que pude por él —dije.
Vásquez asintió lenta y sabiamente, como si acabara de confirmar alguna de sus creencias sagradas.
—Sí, eso había oído. —Me puso la mano izquierda en el hombro intentando mantener el cigarrillo apartado de la tela color perla de mi abrigo—. Oí que habías atravesado medio planeta en coche con una pierna amputada solo para poder llevar a casa a Cahuella y a su zorra. Eres un puto héroe, tío, incluso para ser un ojo blanco. Puedes contármelo todo delante de unos cuantos pisco sours, y Serpiente puede apuntarme a su próxima excursión. ¿Verdad, Serpiente?
Seguimos andando en la dirección aproximada del puente.
—No creo que tengamos tiempo para eso —dije—. Para las bebidas, quiero decir.
—Como te dije antes, relájate. —Vásquez caminaba delante de nosotros, todavía con una mano en el bolsillo—. No os entiendo, tíos. Solo hace falta que digáis una palabra para que Reivich deje de ser un problema y se convierta en una mancha en el suelo. La oferta sigue en pie, Mirabel.
—Tengo que matarlo yo mismo, Vásquez.
—Ya. Eso había oído. Como una especie de
vendetta
. Tenías un lío con la zorra de Cahuella, ¿verdad?
—La sutileza no es tu fuerte, ¿no, Roja?
Vi cómo Dieterling se sobresaltaba. Anduvimos en silencio unos pasos más antes de que Vásquez se detuviera y se volviera para mirarme a la cara.
—¿Qué has dicho?
—He oído que te llaman Vásquez Mano Roja a tus espaldas.
—¿Y qué coño te importa a ti si lo hacen?
Me encogí de hombros.
—No lo sé. Por otro lado, ¿qué coño te importa a ti lo que pasaba entre Gitta y yo?
—Vale, Mirabel —le dio una calada más larga de lo habitual al cigarrillo—. Creo que nos comprendemos. Hay cosas que no me gusta que me pregunten y hay cosas que no te gusta que te pregunten. Quizá te estuvieras tirando a Gitta, no lo sé, amigo —observó cómo me picaba—. Pero, como dices, no es asunto mío. No volveré a preguntarlo. Ni siquiera volveré a pensar en ello. Pero hazme un favor, ¿quieres? No me llames Mano Roja. He oído que Reivich te hizo algo muy malo en la jungla. He oído que no fue nada divertido y que casi te mueres. Pero tienes que tener clara una cosa, ¿vale? Aquí os superamos en número. Mi gente te observa en todo momento. Eso significa que no te conviene cabrearme. Y si me cabreas, puedo hacer que te llueva encima tanta mierda que lo de Reivich te parezca un puto picnic de colegiales.
—Creo —dijo Dieterling— que deberíamos aceptar la palabra del caballero. ¿Verdad, Tanner?
—Digamos que los dos hemos tocado nervio —dije tras un largo y tenso silencio.
—Sí —dijo Vásquez—. Eso me gusta. Mirabel y yo somos tipos de gatillo fácil y tenemos que respetar la sensibilidad del otro. Genial. Así que vamos a bebernos unos pisco sours mientras esperamos a que Reivich dé el siguiente paso.
—No quiero alejarme demasiado del puente.
—Eso no será un problema.
Vásquez nos abrió paso a empujones entre los caminantes de la noche con indolente facilidad. Del piso más bajo de uno de los edificios-contenedores surgía música de acordeón lenta y majestuosa como una endecha. Había parejas paseando, la mayoría de ellos residentes, no aristócratas, pero vestidos tan bien como les permitían sus recursos: personas con buen aspecto que se sentían realmente cómodas y sonreían mientras buscaban un lugar donde cenar o jugar o escuchar música. La guerra, probablemente, hubiera tocado sus vidas de alguna forma tangible; puede que hubieran perdido amigos o gente querida, pero Nueva Valparaíso estaba lo bastante lejos de los diferentes frentes como para que la guerra no dominara sus pensamientos. Era difícil no envidiarlos; difícil no desear que Dieterling y yo pudiéramos entrar en un bar y beber hasta olvidarlo todo; olvidar la pistola de cuerda; olvidar a Reivich; olvidar la razón por la que había ido al puente.
Claro está que había otra gente fuera aquella noche. Había soldados de permiso, vestidos de civiles pero reconocibles al instante, con su agresivo corte de pelo al rape, los músculos aumentados galvánicamente, camaleónicos tatuajes de camuflaje en los brazos y la manera extrañamente asimétrica en la que se les bronceaba la cara, con un parche de piel pálida alrededor del ojo que utilizaban para apuntar al blanco a través del monóculo montado en su casco. Había soldados de todos los bandos del conflicto mezclándose más o menos libremente, mientras la milicia de la ZDM los vigilaba para evitar que causaran problemas. La milicia era la única agencia que tenía permiso para llevar armas dentro de la Zona Desmilitarizada y sostenían sus armas con guantes blancos almidonados. No tocarían a Vásquez; incluso en el caso de que no fuéramos con él, tampoco nos hubieran molestado a Dieterling y a mí. Puede que pareciéramos gorilas con el traje de los domingos, pero era difícil confundirnos con soldados en activo. En primer lugar, los dos parecíamos demasiado viejos; ambos rayábamos la mediana edad. En Borde del Firmamento aquello significaba prácticamente lo mismo que durante la mayor parte de la historia humana: de cuarenta a sesenta años.
No mucho para ser media vida humana.
Tanto Dieterling como yo nos manteníamos en forma, pero no hasta el punto de parecer soldados en activo. Lo cierto es que la musculatura de los soldados nunca había parecido del todo humana, pero se había vuelto todavía más extrema desde que yo dejara de ser ojo blanco. En los viejos tiempos tenías la excusa de necesitar aumentar los músculos para poder transportar las armas. El equipo había mejorado desde entonces, pero los soldados que paseaban por la calle aquella noche tenían cuerpos que parecían haber sido esbozados por un caricaturista aficionado a la exageración absurda. En el campo de batalla el efecto se vería aumentado por las armas ligeras que estaban tan de moda: tanto músculo para llevar pistolas que podría sostener un niño.
—Aquí dentro —dijo Vásquez.
Su local era una de las estructuras que ulceraban la base del puente en sí. Nos condujo a un callejón corto y oscuro, para después pasar a través de una puerta sin cartel flanqueada por hologramas de serpientes. La habitación al otro lado era una cocina de escala industrial llena de nubes de vapor. Entrecerré los ojos y me limpié el sudor de la cara, mientras me agachaba para pasar bajo una exposición de utensilios de cocina de aspecto malvado. Me pregunté si Vásquez los habría empleado alguna vez para actividades extra-culinarias.
Susurré al oído de Dieterling:
—Por cierto, ¿por qué le molesta tanto que lo llamen Mano Roja?
—Es una larga historia —dijo Dieterling— y no es solo la mano.
De vez en cuando surgía del vapor un cocinero descamisado absorto en alguna tarea, con la cara medio oculta por una mascarilla de respiración de plástico. Vásquez habló con dos de ellos mientras Dieterling cogía algo de una sartén (metiendo los dedos ágilmente en el agua hirviendo) y lo mordisqueaba experimentalmente.
—Este es Tanner Mirabel, un amigo mío —le dijo Vásquez al cocinero mayor—. El tipo solía ser un ojo blanco, así que no te metas con él. Estaremos por aquí un rato. Tráenos algo para beber. Pisco sours. Mirabel, ¿tienes hambre?
—La verdad es que no. Y creo que Miguel ya se sirve solo.
—Bien. Pero creo que la rata está un poco pasada esta noche, Serpiente.
Dieterling se encogió de hombros.
—He probado cosas peores, créeme. —Se metió otro roedor en la boca—. Mmm. En realidad es una rata bastante buena.
Norvegicus
, ¿verdad?
Vásquez nos llevó más allá de la cocina, hasta un salón de juego vacío. Al principio pensé que teníamos el local para nosotros solos. La habitación tenía una iluminación discreta y estaba revestida suntuosamente de terciopelo verde, con pipas de agua burbujeante situadas en estratégicos pedestales. Las paredes estaban cubiertas de dibujos realizados en diferentes tonalidades de marrón… pero cuando me acerqué más descubrí que no eran dibujos, sino imágenes creadas uniendo pequeñas piezas de madera, cuidadosamente cortadas y pegadas. Algunas de las piezas tenían el leve brillo que las identificaba como parte de la corteza de un árbol de cobra real. Todas las imágenes tenían la misma temática: escenas de la vida de Sky Haussmann. Se veían las cinco naves de la Flotilla
[1]
cruzando el espacio desde el sistema de la Tierra al nuestro. Se veía a Titus Haussmann, con una antorcha en la mano, tras encontrar a su hijo solo en la oscuridad tras el gran apagón. Se veía a Sky visitando a su padre en la enfermería a bordo de la nave antes de que Titus muriera por las heridas sufridas al defender el
Santiago
frente al saboteador. Allí también se veía, representado con exquisito detalle, el crimen y la gloria de Sky Haussmann; lo que había hecho para asegurarse de que el
Santiago
llegara al nuevo mundo antes que las otras naves de la Flotilla: los módulos de los durmientes caían como semillas de diente de león. Y, en la última imagen del grupo, se podía ver el castigo que la gente le había impuesto a Sky: la crucifixión.