Ciudad abismo (3 page)

Read Ciudad abismo Online

Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Ciudad abismo
13.24Mb size Format: txt, pdf, ePub

Recordé vagamente que aquello había ocurrido cerca de donde estábamos.

Pero la habitación era mucho más que un simple altar a Haussmann. Las alcobas repartidas por el perímetro de la sala contenían máquinas de apuestas convencionales y media docena de mesas en las que, obviamente, la gente jugaría más tarde, aunque no hubiera nadie en aquellos momentos. Solo podía oír a las ratas corriendo por algún lugar entre las sombras.

Pero el mueble central de la habitación era una cúpula hemisférica, de un negro perfecto y al menos cinco metros de ancho, rodeada de sillas acolchadas montadas sobre complicados plintos telescópicos elevados a tres metros del suelo. Cada silla tenía un brazo con controles de juego integrados, mientras que el otro mostraba una batería de dispositivos intravenosos. Aproximadamente la mitad de las mesas estaban ocupadas, pero por figuras de aspecto tan inmóvil y mortecino que ni siquiera me había percatado de su presencia al entrar en la sala. Todas mostraban el inconfundible barniz aristocrático: un aura de riqueza e inmunidad.

—¿Qué ha pasado? —dije—. ¿Se te olvidó echarlos antes de cerrar esta mañana?

—No. Son casi parte de la decoración, Mirabel. Participan en un juego que dura meses; apuestan sobre los resultados a largo plazo de las campañas por tierra. Ahora está más tranquilo por culpa de las lluvias. Casi como si no hubiera ninguna guerra. Pero deberías verlo cuando la mierda vuela por todas partes.

Había algo en aquel lugar que no me gustaba nada. No era solo la exposición sobre la historia de Sky Haussmann, aunque aquello era gran parte del problema.

—Quizá deberíamos ponernos en movimiento, Vásquez.

—¿Y perder vuestras bebidas?

Antes de decidir mi respuesta, llegó el cocinero mayor todavía respirando ruidosamente a través de la mascarilla de plástico. Empujaba un carrito cargado de bebidas. Me encogí de hombros y cogí un pisco sour; después hice un gesto con la cabeza hacia la decoración.

—Sky Haussmann es importante por aquí, ¿no?

—Más de lo que crees, amigo.

Vásquez hizo algo y el hemisferio cobró vida; de repente ya no era oscuro, sino que mostraba una vista infinitamente detallada de la mitad de Borde del Firmamento, con un borde negro que se elevaba desde el suelo como la membrana nictitante de un lagarto. Nueva Valparaíso era un destello de luces en la línea costera occidental de la Península, visible a través de una grieta entre las nubes.

—¿Sí?

—La gente de por aquí puede ser bastante religiosa, ¿sabes? Puedes ofender las creencias de alguien si no te andas con cuidado. Tienes que mostrar respeto, amigo.

—He oído que basaron una religión en Haussmann. Hasta ahí llegan mis conocimientos. —De nuevo, señalé la decoración con la cabeza y por primera vez descubrí algo que parecía el cráneo de un delfín clavado a la pared, con bultos y crestas extrañas—. ¿Qué pasó? ¿Le compraste este lugar a uno de los locos de Haussmann?

—No, no exactamente.

Dieterling tosió. Lo ignoré.

—Entonces, ¿qué? ¿Te crees ese tinglado?

Vásquez apagó el cigarrillo y se pellizcó el puente de la nariz mientras arrugaba la poca frente que tenía.

—¿Qué está pasando aquí, Mirabel? ¿Intentas darme cuerda o es que eres un chupapollas ignorante?

—No lo sé. Solo intentaba iniciar una conversación amable.

—Sí, claro. Y solo fue casualidad que me llamaras Roja antes; como si se te escapara.

—Pensaba que habíamos superado esa fase —sorbí mi pisco—. No intentaba irritarte, Vásquez. Pero me parece que eres un tipo más quisquilloso de lo normal.

Hizo algo. Fue un gesto mínimo con una mano, como si chasqueara los dedos.

Lo que ocurrió después fue demasiado rápido para que nuestros ojos lo registraran; una mancha borrosa subliminal de metal y la caricia de la brisa provocada por corrientes de aire moviéndose por la habitación. Extrapolando los hechos hacia atrás, concluí que una docena o más de huecos dispersos por la sala debían de haberse abierto deslizándose o a modo de iris (en las paredes, en el suelo y en el techo, posiblemente) para liberar máquinas.

Eran zánganos centinelas automatizados, esferas negras que flotaban en el aire y se abrían por el ecuador para revelar tres o cuatro cañones de pistola cada una, que nos apuntaron de inmediato a Dieterling y a mí. Los zánganos orbitaban lentamente a nuestro alrededor zumbando como avispas y erizados de agresividad.

Ninguno de nosotros respiró durante unos largos instantes, pero fue Dieterling quien finalmente decidió hablar.

—Supongo que ya estaríamos muertos si estuvieras realmente cabreado, Vásquez.

—Llevas razón, pero es una línea muy delgada, Serpiente —levantó la voz—. Modo seguro encendido. —Después hizo el mismo gesto de chasquear los dedos que la vez anterior—. ¿Ves esto, amigo? Te parece lo mismo que antes, ¿no? Pero a la habitación no. Si no hubiera apagado el sistema, lo habría interpretado como una orden de ejecutar a todos menos a mí y a esos culos gordos de los asientos de juego.

—Me alegro de que lo tengas bien practicado —dije.

—Sí, ríete, Mirabel —hizo aquel gesto de nuevo—. Esto también te ha parecido lo mismo, ¿verdad? Pues no era tampoco la misma orden. Esta habría hecho que los zánganos te volaran los brazos, uno a uno. La habitación está programada para reconocer al menos doce gestos más… y créeme, después de experimentar con algunos de ellos la cuenta de la limpieza se sube por las nubes —se encogió de hombros—. ¿He dejado clara mi postura?

—Creo que hemos pillado el mensaje.

—Vale. Modo seguro apagado. Centinelas, retiraos. —La misma mancha borrosa; la misma brisa. Era como si las máquinas se hubieran desvanecido de la existencia—. ¿Impresionado? —me preguntó Vásquez.

—La verdad es que no —dije, mientras sentía las gotas de sudor que me cruzaban la frente—. Con la configuración de seguridad adecuada, ya habrías localizado a cualquiera que hubiese llegado hasta aquí. Pero supongo que así rompes el hielo en las fiestas.

—Sí, sirve bien para eso —Vásquez me miró divertido, evidentemente satisfecho de lograr el efecto deseado.

—Lo que también hace que me pregunte por qué eres tan quisquilloso.

—Si estuvieras en mi pellejo, serías mucho más que quisquilloso, joder. —Y entonces hizo algo que me sorprendió, sacó la mano del bolsillo lo bastante lentamente como para que tuviera tiempo de ver que no llevaba arma alguna—. ¿Ves esto, Mirabel?

No sé qué estaría yo esperando, pero aquel puño cerrado que me mostró parecía bastante normal. No tenía nada deforme ni poco habitual. Ni, de hecho, nada particularmente rojo.

—Parece una mano, Vásquez.

Cerró el puño con más fuerza aún y entonces ocurrió algo extraño. La mano empezó a gotear sangre; primero lentamente, pero fue aumentando hasta convertirse en un flujo abundante. La observé salpicar el suelo, escarlata sobre verde.

—Por eso me llaman así. Porque mi mano derecha sangra. Original que te cagas, ¿eh? —Abrió el puño y dejó al descubierto la sangre que brotaba de un pequeño agujero cerca del centro de la palma—. Eso es todo. Es un estigma; como la marca de Cristo. —Metió la mano buena en el otro bolsillo y sacó un pañuelo, hizo una pelota con él y lo presionó contra la herida para contener el flujo—. A veces casi puedo controlarlo a voluntad.

—Los seguidores del culto a Haussmann te pillaron, ¿no? —dijo Dieterling—. También crucificaron a Sky. Le clavaron la mano derecha.

—No lo entiendo —dije yo.

—¿Se lo cuento?

—Por favor, Serpiente. Está claro que este hombre necesita educación.

Dieterling se volvió hacia mí.

—Los seguidores de Haussmann se han dividido en varias sectas a lo largo del último siglo o así. Algunos de ellos sacaron sus ideas de los monjes penitentes e intentan infligirse parte del dolor que debió sufrir Sky. Se encierran en la oscuridad hasta que el aislamiento los vuelve prácticamente locos o hace que tengan visiones. Algunos se cortan el brazo izquierdo; algunos llegan a crucificarse. A veces mueren en el intento. —Hizo una pausa y miró a Vásquez como si le pidiera permiso para continuar—. Pero hay una secta aún más extremista que hace todo eso y más. Y no se detienen ahí. Dan a conocer el mensaje, no de palabra, ni por escrito, sino mediante un virus adoctrinador.

—Sigue —dije.

—Debió de fabricárselo alguien; probablemente los Ultras o quizá uno de ellos le hiciera una visita a los Malabaristas y ellos juguetearan con su neuroquímica. Qué más da. El caso es que el virus es contagioso, se transmite por el aire e infecta a casi todo el mundo.

—¿Y los convierte en seguidores?

—No —Vásquez retomó la conversación. Había encontrado un cigarrillo nuevo—. Te jode, pero no te convierte en uno de ellos, ¿lo pillas? Tienes las visiones y los sueños y a veces sientes la necesidad… —se detuvo y señaló con la cabeza al delfín clavado en la pared—. ¿Ves el cráneo de ese pez? Me costó un brazo y una pierna, coño. Solía pertenecer a Sleek; uno de los que había en la nave. Tener esa mierda alrededor me consuela; hace que deje de temblar. Pero ahí queda la cosa.

—¿Y la mano?

—Algunos de los virus provocan cambios físicos —dijo Vásquez—. En cierto modo, tuve suerte. Hay uno que te deja ciego; otro que hace que te dé miedo la oscuridad; otro que te marchita el brazo izquierdo hasta que se te cae. Un poco de sangre de vez en cuando no me importa, ¿sabes? Al principio, antes de que la mayoría conociera el virus, era guay. Podía asustar a la gente. Entraba en una negociación y me ponía a sangrar sobre el otro tío. Pero entonces se empezó a descubrir lo que significaba; que me habían infectado los seguidores.

—Y empezaron a preguntarse si eras tan perspicaz como habían oído —dijo Dieterling.

—Ya. Sí. —Vásquez lo miró con suspicacia—. Lleva tiempo ganarse una reputación como la mía.

—No lo dudo —dijo Dieterling.

—Sí. Y una cosa como ésta puede dañarla, tío.

—¿Se puede expulsar el virus? —dije antes de que Dieterling tentara demasiado a la suerte.

—Sí, Mirabel. En órbita tienen mierda que puede hacerlo. Pero la órbita no está en mi lista de lugares seguros para hacer turismo, ¿sabes?

—Así que vives con ello. Ya no será tan infeccioso, ¿no?

—No, estáis a salvo. Todos están a salvo. Ya casi no soy infeccioso. —Se estaba calmando un poco con el cigarrillo. La sangre había dejado de correr y pudo meterse de nuevo la mano herida en el bolsillo. Le dio un trago al pisco sour—. A veces desearía que siguiera siendo infeccioso o haber guardado parte de mi sangre de los tiempos en que fui infectado. Hubiera sido un bonito regalo de despedida, una pequeña inyección de eso en las venas de alguien.

—Solo que estarías haciendo lo que los seguidores de Haussmann querían —dijo Dieterling—. Extender su credo.

—Ya, cuando lo que debería hacer es extender el credo de que si alguna vez pillo a alguno de los cabrones que me hicieron esto… —se quedó a la mitad, distraído por algo. Tenía la mirada fija en el aire, como si sufriera un ataque de parálisis facial; después habló—. No. De ningún modo, tío. No me lo creo.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

La voz de Vásquez se hizo subvocal, aunque podía ver la forma en que los músculos del cuello se le seguían moviendo. Debía estar conectado para comunicarse con uno de sus hombres.

—Es Reivich —dijo finalmente.

—¿Qué pasa con él? —le pregunté.

—El muy cabrón me ha tomado el pelo.

2

Un laberinto de pasadizos oscuros y húmedos conectaba el establecimiento de Mano Roja con el interior de la terminal del puente, abriéndose paso a través del muro negro de la estructura. Nos condujo a través del laberinto con una linterna, mientras apartaba a puntapiés las ratas que se nos cruzaban.

—Un señuelo —dijo asombrado—. Nunca pensé que pudiera ponerme un señuelo. Quiero decir, llevo días siguiendo a ese cabrón. —Por la forma en que lo dijo, parecía que fueran meses, como mínimo; daba a entender una previsión y planificación sobrehumanas.

—Hay que ver qué cosas puede llegar a hacer la gente —dije.

—Eh, relájate, Mirabel. Fue idea tuya no cargarnos a ese tipo nada más verlo, lo que podría haberse arreglado fácilmente. —Atravesó varias puertas empujándolas con los hombros hasta llegar a otro pasadizo.

—Pero seguiría sin ser Reivich, ¿no?

—No, pero al examinar el cadáver nos hubiéramos dado cuenta de que no era él, y entonces podríamos haber empezado a buscar al de verdad.

—Aquí nuestro amigo tiene razón —dijo Dieterling—. Aunque me duela admitirlo.

—Una que te debo, Serpiente.

—Sí, bueno, que no se te suba a la cabeza.

Vásquez hizo huir entre las sombras a otra rata.

—Entonces, ¿qué pasó realmente ahí afuera para que te hayas metido en esta mierda de
vendetta
?

—Parecías bastante bien informado ya —le dije.

—Bueno, los rumores se extienden, eso es todo. Especialmente cuando la palma alguien como Cahuella. Se habla de vacío de poder y toda esa mierda. Sí que me sorprende que los dos hayáis salido con vida. Me contaron que la cosa estuvo pero que muy jodida en esa emboscada.

—Yo no sufrí heridas graves —dijo Dieterling—. A Tanner le fue mucho peor que a mí. Perdió un pie.

—No fue tan malo —dije—. El arma láser me cauterizó la herida y detuvo la sangre.

—Ah, sí, claro —dijo Vásquez—. Solo una herida superficial ¿no? Sois la monda, tíos, de verdad.

—Vale, pero ¿podemos hablar de otra cosa?

Mi reticencia era algo más que simplemente pocas ganas de discutir el incidente con Vásquez Mano Roja. Era parte del problema, pero otro factor igualmente importante era que no recordaba los detalles con claridad. Puede que lo hiciera antes de pasar por el coma recuperador (en el que me volvió a crecer el pie), pero en aquellos momentos parecía como si el incidente me hubiera sucedido en un pasado remoto, en vez de hacía tan solo unas semanas.

Lo cierto es que pensaba que Cahuella lo lograría. En un primer momento parecía el más afortunado: el impulso láser lo había atravesado sin dañarle ningún órgano vital, como si su trayectoria la hubiera trazado previamente un hábil cirujano torácico. Pero habían surgido complicaciones y, sin los medios para llegar a órbita (lo habrían arrestado y ejecutado en cuanto hubiera dejado la atmósfera), se vio forzado a aceptar la mejor medicina que podía permitirse en el mercado negro. Había sido lo bastante buena para reparar mi pierna, pero aquel tipo de herida era la más habitual en una guerra. Los daños complejos en órganos internos requerían un nivel adicional de pericia que simplemente no podía comprarse en el mercado negro.

Other books

London Falling by Audrey Carlan
The Sea-Quel by Mo O'Hara
The Summing Up by W. Somerset Maugham
His Christmas Virgin by Carole Mortimer
Joe's Wife by Cheryl St.john