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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Ciudad abismo (4 page)

BOOK: Ciudad abismo
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Así que murió.

Y allí estaba yo, persiguiendo al hombre que había matado a Cahuella y a su esposa; con el objetivo de derribarlo de un solo dardo de diamante disparado por una pistola de cuerda.

Antes de convertirme en experto en seguridad al servicio de Cahuella, cuando todavía era soldado, solían decir que era un francotirador tan excepcional que podía meterle una posta a alguien en la cabeza y destrozarle un área específica de función cerebral. No era cierto; nunca lo había sido. Pero siempre había sido bueno y me gustaba hacerlo de forma limpia, rápida y quirúrgica.

Sinceramente, esperaba que Reivich no me defraudara.

Me sorprendió comprobar que el pasadizo salía directamente al corazón de la terminal de anclaje, en una zona en sombras dentro del vestíbulo principal. Miré hacia atrás para observar la barrera de seguridad que acabábamos de evitar; observé cómo los guardias escaneaban a la gente en busca de armas ocultas; cómo comprobaban identidades en caso de que algún criminal de guerra intentara salir del planeta. La pistola de cuerda, todavía acomodada en el fondo de mi bolsillo, no habría aparecido en aquellos registros, razón por la que la había escogido. En aquellos momentos sentí cierta irritación al ver que mis cuidadosos planes habían sido en parte desbaratados.

—Señores —dijo Vásquez remoloneando en el umbral—, no puedo seguir más lejos.

—Pensaba que este lugar te iba —dijo Dieterling mirando a su alrededor—. ¿Qué pasa? ¿Te asusta sentir deseos de quedarte aquí para siempre?

—Algo parecido, Serpiente —Vásquez nos dio unas palmaditas en la espalda—. Está bien. Entrad ahí y acabad con esa mierdecilla postmortal, chicos. Pero no le digáis a nadie que os traje hasta aquí.

—No te preocupes —dijo Dieterling—, no sobreestimaremos tu participación en los hechos.

—Genial. Y recuerda, Serpiente… —hizo de nuevo el gesto de disparar—. ¿Esa expedición de la que hablamos…?

—Considérate apuntado, al menos de forma provisional.

Vásquez se desvaneció en el interior del túnel dejándonos a Dieterling y a mí de pie en la terminal. Durante unos instantes ninguno de los dos dijo nada, abrumados por la extrañeza del lugar.

Estábamos en el vestíbulo de la planta baja, una sala en forma de anillo que rodeaba la cámara de embarque y desembarque en la base del cable. El techo del vestíbulo estaba muchos más niveles por encima y en el espacio intermedio se entrecruzaban pasarelas suspendidas y tubos de tránsito para llegar a lo que antes eran tiendas de lujo, boutiques y restaurantes montados en el muro exterior. La mayoría de ellos estaban ya cerrados o convertidos en pequeños altares o lugares donde comprar material religioso. Había muy poca gente andando por allí, casi nadie llegaba de la órbita y solo un puñado de personas se dirigía hacia los ascensores. El vestíbulo estaba más oscuro de lo que sus diseñadores debieron pretender, el techo casi no resultaba visible y todo el lugar tenía el aspecto de una catedral en la que se realizaban ceremonias sagradas, invisibles pero percibidas; una atmósfera que no invitaba a la prisa ni a las voces. De fondo se escuchaba un zumbido constante, como si se tratara de un sótano lleno de generadores. O, pensé, como una habitación repleta de monjes entonando cánticos con la misma nota sepulcral.

—¿Siempre ha sido así? —pregunté.

—No. Quiero decir, siempre ha sido un agujero de mierda, pero está definitivamente peor que la última vez que vine. La cosa sería distinta hace un mes o así. Esto estaría a tope. La mayoría de la gente que fuera a la nave tenía que pasar por aquí.

La llegada de una nave al espacio de Borde del Firmamento siempre era un acontecimiento. Al ser un planeta pobre y moderadamente atrasado en comparación con casi todos los demás mundos colonizados, no teníamos lo que se dice un papel protagonista en el cambiante espectro del comercio interestelar. No exportábamos mucho, salvo nuestra experiencia en la guerra en sí y algunos productos biológicos sin interés arrancados a las junglas. Hubiéramos comprado alegremente cualquier tipo de mercancía y servicios tecnológicos exóticos a los Demarquistas, pero solo los más adinerados de Borde del Firmamento podían permitírselo. Cuando las naves nos hacían una visita, solía especularse que era porque los habían echado de mercados más lucrativos (la ruta Yellowstone-Sol o la ruta Fand-Yellowstone-Grand Teton) o que habrían tenido que pararse de todos modos para efectuar reparaciones. Solía pasar, aproximadamente, una vez cada diez años estándar de media, y siempre nos fastidiaban.

—¿Es realmente aquí donde murió Haussmann? —le pregunté a Dieterling.

—Fue por aquí cerca —dijo él mientras cruzábamos el enorme y resonante suelo del vestíbulo—. Nunca sabrán exactamente dónde porque no tenían mapas precisos por aquel entonces. Pero debió haber sido en un radio de pocos kilómetros de aquí; seguro que dentro de las afueras de Nueva Valparaíso. Primero pensaron en quemar el cadáver, pero después decidieron embalsamarlo; así les resultaba más fácil convertirlo en ejemplo para los demás.

—¿Pero entonces no había un culto?

—No. Obviamente tenía algunos simpatizantes chalados… pero la cosa no tenía nada de eclesiástica. Eso fue después. El
Santiago
era secular en su mayor parte, pero no pudieron sacar tan fácilmente la religión de la psique humana. Cogieron lo que había hecho Sky y lo fusionaron con lo que habían decidido recordar de casa; rescataron algunas cosas y descartaron otras según les pareció. Les llevó unas cuantas generaciones ultimar todos los detalles, pero después no hubo forma de pararlos.

—¿Y después de la construcción del puente?

—Para entonces uno de los cultos de Haussmann se había hecho con el cadáver. La Iglesia de Sky, se hacían llamar. Y, por conveniencia más que por otra cosa, decidieron que tenía que haber muerto no solo cerca del puente, sino justo bajo él. Y que el puente no era realmente un ascensor o que, si lo era, se trataba tan solo de una función superficial; en realidad era una señal de Dios, un altar prefabricado para ensalzar el crimen y la gloria de Sky Haussmann.

—Pero hubo gente que diseñó y construyó el puente.

—Siguiendo la voluntad de Dios. ¿No lo entiendes? No se puede razonar, Tanner. Ríndete.

Pasamos a unos cuantos seguidores moviéndose en dirección opuesta, dos hombres y una mujer. Sentí un golpe de familiaridad al verlos, pero no podía recordar si realmente los había visto antes. Llevaban abrigos color ceniza y ambos sexos tendían a llevar el pelo largo. Un hombre llevaba una especie de corona ajustada al cráneo (quizá algún tipo de dispositivo para producir dolor), mientras que el otro llevaba la manga izquierda prendida con un imperdible al abrigo. La mujer tenía una pequeña marca con forma de delfín en la frente; entonces recordé que Sky Haussmann se había hecho amigo de los delfines del
Santiago
; había pasado tiempo con aquellas criaturas que el resto de la tripulación rehuía.

Recordar aquel detalle me pareció extraño. ¿Me lo habría contado alguien antes?

—¿Tienes la pistola preparada? —dijo Dieterling—. Nunca se sabe. Podríamos volver la esquina y encontrarnos con ese cabrón atándose los cordones.

Le di una palmadita a la pistola para asegurarme de que seguía allí, y después dije:

—Creo que no es nuestro día de suerte, Miguel.

Atravesamos una puerta abierta en la pared interior del vestíbulo y el sonido del cántico de los monjes se hizo ya inconfundiblemente humano; sostenían una nota casi perfecta, pero no del todo.

Por primera vez desde que llegamos a la terminal del punto de anclaje pudimos ver el cable. El área de embarque en la que habíamos entrado era una habitación circular enorme rodeada por el balcón en el que estábamos. El suelo de verdad estaba a cientos de metros por debajo de nosotros y el cable caía desde lo alto y emergía a través de la puerta de entrada en iris para después bajar hasta el punto en el que estaba realmente anclado y donde se escondía la maquinaria de servicio para renovar y reparar los ascensores. De algún lugar de allí abajo surgía el cántico; las voces subían a bastante altura gracias a la extraña acústica del lugar.

El puente era un único cable de hiperdiamante que se alargaba desde el suelo hasta la órbita síncrona. A lo largo de casi toda su extensión tenía tan solo cinco metros de diámetro (la mayor parte de ellos huecos), salvo en el último kilómetro que llegaba hasta la terminal misma. El cable era allí de treinta metros de ancho y se estrechaba sutilmente conforme subía. La anchura extra servía a una función puramente psicológica: demasiados pasajeros se habían resistido a viajar hasta la órbita tras ver lo delgado que realmente era el cable por el que debían viajar, así que los propietarios del puente habían hecho la porción de cable visible más ancha de lo necesario.

Los vagones del ascensor llegaban y partían cada pocos minutos, ascendiendo y descendiendo por lados opuestos de la columna. Eran cilindros esbeltos y curvados para asirse magnéticamente a casi la mitad del cable. Los vagones tenían varios pisos, con niveles separados para zona de comedor, de ocio y de descanso. Estaban casi vacíos y los compartimentos de los pasajeros bajaban y subían deslizándose a oscuras. Había un puñado de personas cada cinco o seis vagones. Los vagones vacíos eran sintomáticos de las penurias económicas del puente, pero no resultaban un gran problema en sí mismos. Los gastos necesarios para administrarlos eran pocos comparados con el coste del puente; no afectaban al horario de los vagones habitados y, desde lejos, parecían tan llenos como los otros, ofreciendo la ilusión de ajetreada prosperidad que los propietarios del puente sabían desde hacía tiempo que nunca se haría realidad, dado que la Iglesia había asumido su tenencia. Y puede que la llegada de la estación de los monzones diera la impresión de que la guerra estaba en horas bajas, pero ya había planes trazados para la campaña de la nueva estación: los ataques e incursiones ya habían sido simulados en los ordenadores en los que los estrategas jugaban a la guerra.

Una lengua de cristal, vertiginosamente apoyada en el aire, salió del balcón hasta llegar a un punto justo al lado del cable, dejando el espacio suficiente para que aterrizara el ascensor. Algunos pasajeros ya estaban esperando en la lengua con sus pertenencias, incluido un grupo de aristócratas bien vestidos. Pero no Reivich, y en el grupo no había nadie que se pareciera a ninguno de sus socios. Hablaban entre ellos o miraban las noticias en las pantallas que flotaban alrededor de la cámara, como peces tropicales cuadrados y de cuerpos estrechos, que parpadeaban con información sobre mercados y entrevistas a celebridades.

Cerca de la base de la lengua había una taquilla en la que se vendían billetes para los ascensores; una mujer de aspecto aburrido estaba tras el mostrador.

—Espera aquí —le dije a Dieterling.

La mujer me miró cuando me acercaba al mostrador. Llevaba un uniforme arrugado de la Autoridad del Puente y lucía medias lunas moradas bajo los ojos, que a su vez estaban inyectados en sangre e hinchados.

—¿Sí?

—Soy un amigo de Argent Reivich. Necesito contactar con él urgentemente.

—Me temo que no será posible.

No esperaba otra cosa.

—¿Cuándo se marchó?

La mujer tenía una voz nasal; las consonantes se confundían.

—Me temo que no puedo darle esa información.

Asentí con astucia.

—Pero no me niega que ya ha pasado por la terminal.

—Me temo que…

—Mire, déjelo, ¿vale? —Suavicé el comentario con lo que esperaba pareciera una sonrisa complaciente—. Lo siento, no pretendía ser grosero, pero resulta que esto es muy urgente. Tengo algo para él, ¿sabe?, una valiosa reliquia de la familia Reivich. ¿Existe alguna forma de que pueda hablar con él mientras siga ascendiendo o tendré que esperar a que llegue a la órbita?

La mujer dudó. Casi cualquier información que divulgara en aquellos momentos habría infringido el protocolo… pero debí parecerle realmente honesto, genuinamente preocupado por el descuido de mi amigo. Y realmente rico.

Bajó la vista hasta una pantalla.

—Podrá mandarle un mensaje para que se ponga en contacto con usted cuando llegue a la estación terminal en órbita.

Lo que implicaba que todavía no había llegado; que todavía estaba en algún lugar encima de mí, subiendo por el cable.

—Creo que quizá deba seguirlo —dije—. Así el retraso será mínimo cuando llegue a la órbita. Puedo entregarle el artículo y regresar.

—Supongo que tiene sentido, sí. —Me miró, quizá notando que había algo fuera de lugar en mis modales, pero sin confiar lo bastante en su instinto como para obstaculizar mi avance—. Pero tendrá que darse prisa. La siguiente salida está casi lista para embarcar.

Miré hacia el punto en el que la lengua se extendía hasta el cable y vi cómo el ascensor vacío se deslizaba hacia el área de servicio.

—Entonces será mejor que me expida un billete.

—Supongo que de ida y vuelta, ¿no? —La mujer se restregó los ojos—. Son quinientos cincuenta australes.

Abrí la cartera y saqué el dinero, impreso en billetes nuevecitos de las Tierras del Sur.

—Escandaloso —dije—. Con la cantidad de energía que se gasta la Autoridad del Puente en llevarme hasta la órbita debería ser diez veces más caro. Pero supongo que parte del dinero se lo llevarán los de la Iglesia de Sky.

—No estoy diciendo que no, pero no debería hablar mal de la Iglesia, señor. Aquí no.

—No; eso había oído. Pero usted no es uno de ellos, ¿verdad?

—No —contestó ella mientras me pasaba el cambio en billetes pequeños—. Solo trabajo aquí.

Los seguidores del culto a Sky habían tomado posesión del puente hacía aproximadamente una década, después de haberse convencido de que aquel era el lugar donde Sky había sido crucificado. Habían entrado en tropel una noche antes de que nadie supiese bien lo que estaba pasando. Los seguidores de Haussmann afirmaron haber minado toda la terminal con trampas explosivas cargadas con su virus y amenazaron con activarlas si alguien intentaba desahuciarlos. El viento arrastraría el virus lo bastante lejos como para infectar a media Península, si la cantidad que decían haber colocado era exacta. Podrían haber estado echándose un farol, pero nadie estaba preparado para correr el riesgo de que el culto se impusiera a la fuerza a millones de ciudadanos. Así que se quedaron allí y permitieron que la Autoridad del Puente siguiera administrándolo, aunque eso significaba que el personal debía ser constantemente inoculado para evitar la contaminación residual. Dados los efectos secundarios de la terapia antiviral, obviamente no se trataba del trabajo más popular de la Península… especialmente porque suponía tener que escuchar aquel cántico interminable de los seguidores.

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