Constanza, claro. Estaba justo al otro lado del pasajero y si le disparaban había muchas probabilidades de que las balas le atravesaran al cuerpo y le dieran a ella. Constanza podría retroceder, pero las puertas que llevaban a las otras cabinas estaban selladas (y no había forma de abrirlas con rapidez), así que solo podía subir por la escalera. Y el pasajero estaría justo detrás de ella. A cualquier persona normal le hubiera costado subir la escalera con un solo brazo, pero las reglas fisiológicas normales no se aplicaban en este caso.
—Sky… —dijo ella—. Sky. Tienes mi pistola. Tienes una línea de fuego mejor que la de los otros dos. Dispara ahora.
Todavía tumbado, todavía intentando respirar (podía oír a su pulmón herido gorgotear como un bebé) levantó la pistola y apuntó en la dirección aproximada del pasajero, que caminaba tranquilamente hacia Constanza.
—Hazlo ya, Sky.
—No puedo.
—Hazlo. Es por la seguridad de la Flotilla.
—No puedo.
—¡Hazlo!
Con las manos temblorosas, casi incapaz ya de sostener la pistola y mucho menos de apuntar con precisión, dirigió el cañón hacia la espalda del pasajero, después cerró los ojos (aunque, de todos modos, en aquellos momentos luchaba contra la negra marea del desmayo) y apretó el gatillo.
El estallido del disparo fue breve e intenso, como un eructo alto y profundo. Junto con el sonido de la descarga de la pistola, se oyó un rugido metálico: el sonido de las balas al impactar en el revestimiento blindado del pasillo y no en la carne.
El pasajero se detuvo, como si estuviera a punto de dar la vuelta para recoger algo que se le había olvidado, y después cayó.
Constanza, más allá, todavía estaba en pie.
Avanzó hacia delante y le dio una patada al prisionero, sin obtener respuesta visible. Sky dejó que la pistola se le resbalara entre los dedos, pero los otros dos guardas ya habían llegado hasta él y apuntaban al prisionero con sus armas.
Sky intentó reunir el aliento para hablar.
—¿Muerto?
—No lo sé —respondió Constanza—. Eso sí, no creo que vaya a salir corriendo. ¿Estás bien?
—No puedo respirar.
Ella asintió.
—Vivirás. Tenías que haber disparado cuando te dije, ¿sabes?
—Lo hice.
—No, no lo hiciste. Disparaste a ciegas y tuviste suerte con un rebote. Podías habernos matado a todos.
—No lo he hecho.
Ella se agachó y recogió la pistola.
—Me parece que esto es mío.
Entonces apareció el equipo médico en las escaleras. Obviamente, no habían tenido tiempo de informarlos, así que durante un momento vacilaron, sin tener muy claro a quién atender primero. Tenían a un respetado miembro de alto rango de la tripulación frente a ellos; a dos otros miembros de la tripulación con heridas que podrían ser mortales. Y también había un pasajero herido, un miembro de aquella elite aún más importante a la que llevaban sirviendo toda la vida. El hecho de que el
momio
no fuera exactamente lo que parecía no caló de inmediato en sus mentes.
Uno de los médicos encontró a Sky y, tras un reconocimiento inicial, le puso un respirador en la cara y llenó su enfermizo sistema respiratorio de oxígeno puro. Sky sintió cómo se disipaba parte de la marea negra.
—Ayudad a Titus —dijo señalando a su padre—. Pero haced también lo que podáis por el pasajero.
—¿Estás seguro? —le preguntó el médico, quien para entonces parecía haber comprendido un poco los hechos.
Sky se apretó de nuevo el respirador contra la cara antes de responder, mientras su mente se apresuraba a planear lo que podría hacer con el pasajero; las formas laberínticas en las que podría hacerle daño al asesino.
—Sí. Estoy más que seguro.
Me desperté temblando; intenté librarme de las redes del sueño de Haussmann. La imagen persistente del sueño era tan vívida que resultaba perturbadora; todavía podía sentir que estaba allí dentro, con Sky, observando a su padre herido mientras se lo llevaban. Me examiné la mano a la débil luz del cubículo de descanso, y vi que la sangre del centro de la palma derecha estaba negra y coagulada como una mancha de alquitrán.
La hermana Duscha me había dicho que se trataba de una cepa débil, pero estaba claro que no iba a poder librarme de ella yo solo. No podía permitirme retrasar la persecución de Reivich, pero la sugerencia de Duscha de que pasara otra semana en Idlewild para que los profesionales en el tema me quitaran el virus, de repente me parecía infinitamente preferible a hacerle frente sin ayuda. Y aunque la cepa fuera débil comparada con otras, nadie me podía garantizar que ya hubiera pasado lo peor.
Empecé a notar una sensación familiar y no muy bien recibida: náuseas. No estaba acostumbrado a la gravedad cero y los Mendicantes no me habían proporcionado drogas para que el viaje me resultara más soportable. Pensé en ello durante unos minutos, intentando decidir si merecía la pena salir del cubículo o si debería quedarme allí tumbado y aceptar el malestar hasta llegar al Anillo Brillante. Al final mi estómago ganó y me dirigí hacia el núcleo comunal de la nave. Una de las etiquetas con instrucciones del camarote decía que podría comprar algo con lo que aliviar lo peor del mareo.
Solo llegar a las zonas comunes fue una aventura mayor de lo que necesitaba. Se trataba de una esfera amplia, amueblada y presurizada en algún lugar cerca de la parte delantera de la nave, en la que se podía conseguir comida, medicinas y entretenimientos varios, pero a la que solo podía accederse a través de un laberinto claustrofóbico de forjados sanitarios de dirección única que serpenteaban alrededor y a través de los componentes del motor. Las instrucciones del cubículo desaconsejaban demorarse al atravesar ciertas partes de la nave, lo que dejaba a la imaginación del lector el estado en el que podía encontrarse el blindaje nuclear interno de tales áreas.
Mientras me dirigía hacia allí pensé en el sueño.
Había algo en él que me preocupaba y no dejaba de preguntarme si lo que había ocurrido en él encajaba con lo que ya sabía sobre Sky Haussmann. No era un experto en el hombre (al menos no hasta el momento), pero había ciertos detalles básicos sobre él que eran difíciles de obviar si uno se había criado en Borde del Firmamento. Todos sabíamos cómo había desarrollado su miedo a la oscuridad tras el apagón a bordo del
Santiago
, cuando la otra nave había explotado, y todos sabíamos cómo había muerto su madre en el mismo incidente. Según todos los informes, Lucretia había sido una buena mujer, muy querida en toda la Flotilla. Titus, el padre de Sky, era un hombre respetado y temido, aunque nunca realmente odiado. Lo llamaban el caudillo: el hombre fuerte. Todos estaban de acuerdo en que, aunque Sky había tenido una infancia peculiar, no se podía culpar a sus padres por los crímenes que se produjeron después.
Todos sabíamos que Sky no había tenido muchos amigos pero, a pesar de ello, recordábamos los nombres de Norquinco y Gómez y cómo habían sido cómplices (aunque no socios equiparables) de lo que ocurrió después. Y todos sabíamos que Titus había sido gravemente herido por un saboteador escondido entre los pasajeros. Había muerto unos cuantos meses después, cuando el saboteador se liberó de sus ataduras en la enfermería de la nave y lo asesinó mientras él se recuperaba cerca de allí.
Pero ahora estaba perplejo. El sueño se había desviado hacia un terreno que no me resultaba familiar. No recordaba nada sobre el rumor de la existencia de otra nave, un siniestro navio fantasma que siguiera a la Flotilla como el
Caleuche
de la fábula. Ni siquiera me sonaba el nombre de
Caleuche
. ¿Qué me estaba pasando? ¿Era que el virus adoctrinador tenía unos conocimientos tan profundos sobre la vida de Sky que me revelaba mi propia ignorancia sobre los sucesos? ¿O era que me había infectado una cepa sin documentar, una que contuviera fiorituras ocultas sobre la historia que no estaban en las demás? Y, ¿serían precisos (aunque poco conocidos) aquellos adornos históricos, o pura ficción? ¿Apéndices añadidos por seguidores que intentaban animar su propia religión?
No había forma de saberlo… todavía. Pero parecía que iba a seguir viviendo en sueños los capítulos de la vida de Haussmann, me gustara o no. Aunque realmente no podía decir que me gustaran los sueños (ni la forma en que parecían sofocar cualquier otro sueño que planeara tener), al menos ya podía admitir que sentía una leve curiosidad sobre lo que sucedería en ellos.
Seguí arrastrándome hacia delante y me obligué a olvidarme de los sueños para concentrarme en el lugar del
Strelnikov
al que me dirigía.
El Anillo Brillante.
Había oído hablar de él hasta en Borde del Firmamento. ¿Y quién no? Era uno de los pocos lugares lo bastante famosos como para ser conocidos en otros sistemas solares; lugares que ejercían su seducción incluso a años luz de distancia. En decenas de mundos habitados se utilizaba la expresión Anillo Brillante para referirse a un lugar de riquezas ilimitadas, lujos y libertad personal. Era todo lo que era Ciudad Abismo, pero sin el ineludible peso de la gravedad. La gente bromeaba diciendo que iría allí cuando se hicieran ricos o cuando se casaran con alguien con las relaciones adecuadas. No había nada en nuestro sistema con tanto glamour. Para muchos, el lugar bien podría haber sido un mito, ya que las posibilidades de llegar algún día hasta él eran nulas.
Pero el Anillo Brillante era real.
Era una cadena de diez hábitats elegantes y ricos que orbitaban alrededor de Yellowstone: una bella concatenación de arcologías, carruseles y ciudades-cilindro, como un halo de polvo de estrellas esparcido por el mundo. Aunque Ciudad Abismo era el depósito final de la riqueza del sistema, la ciudad tenía reputación de conservadora, arraigada en sus trescientos años de historia y con una inmensa vanidad. Por el contrario, el Anillo Brillante se reinventaba constantemente, los hábitats cambiaban de forma, se desmantelaban y volvían a crear. Las subculturas florecían como un millón de rosas antes de que sus defensores decidieran intentar otra cosa distinta. Mientras que el arte en Ciudad Abismo rozaba lo serio, en el Anillo Brillante se alentaba casi todo. Las obras maestras de un artista solo existían en el diminuto instante en que las esculpía en plasma de quarks y gluones estables, su existencia implicaba tan solo una sutil cadena de inferencia. Otro artista usaba cargas de fisión con forma para crear bolas de fuego nuclear que asumían la apariencia de celebridades durante un fugaz instante. Tenían lugar descabellados experimentos sociales: tiranías voluntarias, en las que miles de personas se sometían gustosas al control de estados dictatoriales, para así evitar tener que tomar decisiones morales sobre su vida. Había hábitats enteros en los que la gente había decidido extirparse sus funciones cerebrales superiores para vivir como ovejas al cuidado de máquinas. En otros, habían decidido implantar sus cerebros en cuerpos de monos o delfines: perdidos en complejas luchas por el poder silvestre o en tristes fantasías sónicas. Había lugares en los que grupos de científicos con la mente transformada por los Malabaristas de Formas se lanzaban a las profundidades de la metaestructura del espacio-tiempo, para tramar elaborados experimentos que jugaban con la misma base de la existencia. Se decía que un día descubrirían una técnica para la propulsión a más velocidad que la luz y que pasarían el secreto a sus aliados para que pudieran instalar los chismes necesarios en sus hábitats. La gente vería cómo el Anillo Brillante desaparecía de repente de la existencia, y no volvería a saber del tema.
En resumen, el Anillo Brillante era un lugar donde un ser humano razonablemente curioso podría desperdiciar media vida. Pero yo no creía que Reivich pasara mucho tiempo allí antes de descender a la superficie de Yellowstone. Querría perderse en Ciudad Abismo lo antes posible.
En cualquier caso, yo no estaría muy lejos.
Todavía intentaba vencer las náuseas cuando llegué a rastras a la zona común y miré a mi alrededor para observar a la docena de pasajeros de la esfera. Aunque todos tenían libertad para flotar en el ángulo que quisieran (en aquel momento los motores de la lanzadera lenta estaban apagados), todos se habían anclado en posición vertical normal. Encontré un tirante vacío, metí dentro el codo y observé a mis colegas mojados con una fingida indiferencia. Estaban en grupos de dos y de tres personas, hablando tranquilamente mientras un criado esférico se movía por el aire, impulsado por diminutos ventiladores. El criado iba de grupo en grupo para ofrecer sus servicios, los cuales dispensaba a través de un compendio de escotillas que le cubrían el cuerpo. Me recordaba a un zángano cazador-buscador eligiendo en silencio a su siguiente presa.
—No necesitas estar tan nervioso, amigo —dijo alguien en un rusiano con fuerte acento y mal articulado—. Es solo robot.
Estaba perdiendo mis habilidades. No había notado cómo se acercaba a mí. Me di la vuelta con aspecto lánguido para mirar al hombre que me había hablado. Me enfrentaba a una pared de carne que bloqueaba media sala. Tenía una cara rosa y triangular que parecía en carne viva, anclada al torso mediante un cuello más ancho que mi muslo. El nacimiento del pelo estaba a tan solo un centímetro de las cejas; el pelo largo y negro estaba repeinado hacia atrás sobre el canto rodado toscamente tallado que tenía por cráneo. La boca, ancha y curvada hacia bajo, estaba rodeada por bigote y barba negros y espesos que, dado el enorme ancho de su mandíbula, parecían una fina línea de pelo. Cruzaba los brazos como un bailarín cosaco y los músculos hipertrofiados abultaban la tela de su abrigo. Era un abrigo largo hecho de retales de basta tela brillante que recogían la luz y la refractaban en un millón de destellos espectrales. Los ojos me atravesaban más que mirarme, y parecían no enfocar ambos al mismo sitio, como si uno de ellos fuera de cristal.
Problemas
, pensé.
—Nadie está nervioso —dije.
—Eh, tipo hablador. —El hombre se ató a la pared junto a mí—. Solo quería conversar,
¿da
?
—Eso está bien. Ahora vete a hacerlo a otra parte.
—¿Por qué tú tan antipático? ¿No gustar Vadim, amigo?
—Estaba dispuesto a concederte el beneficio de la duda —le respondí en norte, aunque podía defenderme más o menos en rusiano—. Pero, en general… no, creo que no. Y hasta que nos conozcamos mejor, no soy tu amigo. Ahora vete y déjame pensar.