—¿Cómo? ¿Y perderme disfrutar de toda tu atención? —dije yo—. Es una ciudad grande, Quirrenbach, y el Cinturón de Óxido lo es todavía más. ¿Quién dice que volvería a verte si decidiera posponer este viajecito?
Él se sorbió los mocos.
—Bueno, de todos modos, no puedes obligarme a llevarte hasta allí.
Sonreí.
—Te sorprendería. Puedo obligarte a hacer casi lo que quiera. Lo cierto es que solo es cuestión de nervios y puntos de presión.
—¿Quieres decir que me torturarías?
—Digamos que aplicaría ciertos argumentos muy convincentes.
—Eres un cabrón, Mirabel.
—Limítate a conducir, ¿vale?
—Y ten cuidado con la dirección —dijo Zebra—. Nos llevas demasiado bajo, Quirrenbach.
Llevaba razón. Estábamos rodeando el Mantillo, pasábamos a tan solo unos metros de la cima de los barrios más altos… y el viaje consistía en enfermizos balanceos causados por la falta de cables a aquella altitud.
—Sé lo que hago —dijo Quirrenbach—. Así que cállate y disfruta del viaje.
De repente, bajamos rozando un cañón de chabolas y descendimos por un largo cable que desaparecía en el interior de unas aguas turbias y color caramelo al final del cañón. Las hogueras ardían en las estructuras destartaladas a ambos lados y los barcos de vapor jadeaban y resoplaban para alejarse de nosotros conforme el teleférico se acercaba a la superficie del agua.
—Yo llevaba razón, ¿no? —le dije a Quirrenbach—. Vadim y tú formabais equipo, ¿verdad?
—Creo que la relación podía caracterizarse mejor como del tipo señor y esclavo, Tanner. —Maniobraba los controles con bastante habilidad y frenó el descenso justo un instante antes de estrellarnos contra el agua sucia—. ¿Recuerdas la actuación de Vadim haciéndose pasar por un matón grande y estúpido? Pues no actuaba.
—¿Lo maté?
Él se restregó uno de los moratones.
—Al final no fue nada que el Combustible de Sueños no pudiera arreglar.
Asentí.
—Es más o menos lo que yo pensaba. Así que, ¿qué es, Quirrenbach? Tú debes saberlo. ¿Es algo que sintetizan?
—Eso depende de qué entiendas tú por sintetizar —respondió él.
—Así que se volvió loco —dijo Sky—. Se quedó aquí atrapado y sabía que no tenía forma de regresar a casa a salvo. No hay ningún misterio.
—¿Crees que Lago era real? —preguntó Gómez.
—Quizá. La verdad es que no importa. Todavía tenemos que entrar, ¿no? Si encontramos a ese hombre, sabremos cuánto hay de cierto en la historia. Mirad —Sky hizo lo que pudo por sonar razonable—, ¿y si él mató a Lago? Puede que tuvieran una discusión, después de todo. Quizá fue matar a su amigo lo que lo volvió loco.
—Suponiendo, claro, que estuviera loco —dijo Gómez—. Y que no fuera simplemente un hombre perfectamente racional que tuvo que enfrentarse a algo terrible.
Se soltaron de la lanzadera de Oliveira unos minutos después y dejaron al hombre muerto dentro, tal y como lo habían encontrado. Con precaución, mediante ligeros impulsos de los motores, dieron la vuelta hasta la parte intacta de la nave de la Flotilla.
—El daño se limita por completo al otro lado —dijo Gómez—. No parece el mismo tipo de abrasión sufrida por el
Santiago
cuando el
Islamabad
explotó, pero el alcance geométrico es similar, ¿no creéis?
Sky asintió y recordó la sombra de su madre quemada en el lateral del casco. Lo que le había pasado al
Caleuche
parecía espeluznante y distinto, pero era un claro síntoma de algún tipo de daño.
—No veo dónde puede estar la conexión —dijo.
La consola pitó; uno de los sistemas automáticos de advertencia que había instalado Norquinco. Sky miró al otro hombre.
—¿Qué es? ¿Tenemos algún problema?
—Ningún problema técnico pero… sí tenemos un problema. Alguien acaba de escanearnos con un radar de fase.
—¿Desde dónde? ¿La Flotilla?
—Viene de esa dirección, pero no exactamente. Creo que debe ser otra lanzadera, Sky… y realiza una aproximación similar a la nuestra.
—Probablemente sigan nuestro rastro de propulsión —dijo Gómez—. Bueno, ¿cuánto tiempo tenemos?
—No sé decirte, tendría que hacer rebotar un haz de nuestro radar sobre ellos. Podría ser un día; podrían ser seis horas.
—Mierda. Bueno, entremos y veamos lo que podemos encontrar.
Se movían hacia el lado intacto de la esfera de mando y buscaban un puerto de atraque adecuado. Sky no quería intentar aterrizar dentro del
Caleuche
, pero había muchos puntos superficiales en los que poder amarrar la lanzadera para una rápida transferencia de tripulación. Normalmente la nave habría reaccionado a la presencia de la lanzadera activando uno de los puertos; las luces guía hubieran comenzado a brillar y el puerto habría extendido sus abrazaderas para guiar a la lanzadera hacia la nave en los últimos metros. Si quedara energía dentro de ella, los mecanismos de amarre deberían haberse despertado, a pesar de las décadas de inactividad. Pero, aunque la lanzadera emitió su señal de aproximación, no pasó nada.
—Bueno —dijo Sky—. Haremos lo que hizo Oliveira: usaremos los garfios.
Colocó la lanzadera sobre un puerto de atraque y dejó que los garfios salieran y se enterraran en silencio en el casco del
Caleuche
. Después, la lanzadera comenzó a acercarse, como una araña ascendiendo por un hilo de su tela. Los garfios no parecían haberse agarrado con fuerza y comenzaron a ceder (como ganchos en la carne), pero resistieron por el momento. Incluso si la lanzadera se soltaba de su anclaje mientras estaban en la nave mayor, el piloto automático de la lanzadera evitaría que se alejara a la deriva.
Todavía con sus trajes, se movieron hacia el compartimento estanco de nuevo y se turnaron para adentrarse en el vacío. La aproximación de Sky había sido excelente; su sello de atraque estaba perfectamente alineado con el de la nave y los controles manuales estaban situados a un lado, en un panel empotrado en un hueco de la pared. Por su experiencia en el
Santiago
, Sky sabía que los compartimentos estancos estaban bien diseñados; aunque no se hubieran abierto en años, los controles de apertura manual seguirían funcionando a la perfección.
Era simple. Había una palanca que se giraba a mano y aquello abriría la puerta exterior. Una vez dentro de la cámara de intercambio, habría un panel más completo con manómetros y controles que permitían que el espacio se inundara de aire del interior de la nave. Si no había presión al otro lado, la puerta le dejaría pasar con mayor facilidad.
Alargó la mano enguantada, dispuesto a coger la palanca. Pero en cuanto sus dedos se cerraron en torno al metal supo que algo no iba bien.
No parecía metal.
Parecía carne.
Aunque parte de él era consciente de aquella información, otra parte de su mente ya le había enviado a su mano la señal para que aplicara el movimiento giratorio que comenzaría a abrir la puerta. Pero la palanca no podía rotar. En vez de hacerlo, se le deformó en la mano y se alargó como si estuviera hecha de gelatina. La miró con más atención, casi apoyando el frontal del casco en el panel. Al verlo más de cerca quedaba claro por qué no había funcionado: estaba fundida con el resto del panel. De hecho, todos los controles estaban así; pegados al fondo sin señales de soldadura. Miró la puerta con más detenimiento. No había interrupción entre ella y su marco… solo una suave continuación.
Era como si el
Caleuche
estuviera hecho de masa gris.
El teleférico se había convertido en un barco más en el líquido marrón del río del Mantillo. Quirrenbach usaba los brazos del coche para impulsarlo en sentido contrario al lento curso del río, pasándolos por encima de las chabolas que sobresalían en los márgenes. Estaba claro que lo había hecho muchas veces.
—Nos acercamos al borde de la cúpula —dijo Zebra mientras señalaba hacia arriba, un poco más adelante.
Era cierto. Una de las cúpulas fundidas de la Red Mosquito bajaba hasta el suelo en aquel punto, y los suburbios arañaban su superficie de color marrón sucio. Costaba creer que aquel techo colgado y curvo antes fuera transparente.
—¿El borde interior o el exterior? —pregunté.
—El interior —respondió Zebra—. Lo que quiere decir…
—Sé lo que quiere decir —dije yo antes de que pudiera continuar—. Quirrenbach nos lleva hacia el abismo.
El cañón se hacía cada vez más oscuro conforme nos acercábamos a la Red; las estructuras colgantes se amontonaban de forma precaria por encima de nosotros hasta formar un arco en forma de tosco túnel que goteaba fluidos indescriptibles. Casi nadie vivía allí, ni siquiera a pesar de la miserable densidad de población del Mantillo.
Quirrenbach nos llevó bajo tierra; unas potentes luces brillaban en la parte delantera del teleférico. De vez en cuando, veíamos ratas moviéndose en la penumbra, pero ni rastro de gente; ni humanos, ni cerdos. Las ratas habían llegado a la ciudad a bordo de las naves Ultras… estaban diseñadas genéticamente para servir a bordo de las naves como sistemas de limpieza. Pero unas cuantas escaparon siglos atrás, se libraron de su mascarada servil y volvieron a sus orígenes salvajes. Huían de las brillantes elipses proyectadas por las luces del teleférico o nadaban veloces a través de las aguas marrones dejando estelas en forma de uve.
—¿Qué quieres, Tanner? —me preguntó Quirrenbach.
—Respuestas.
—¿Eso es todo? ¿O vas en busca de tu propio suministro privado de Combustible de Sueños? Vamos. Puedes decírmelo. Después de todo, somos viejos amigos.
—Limítate a conducir —dije. Quirrenbach siguió avanzando, mientras el túnel se ramificaba y bifurcaba. Estábamos en una parte muy vieja de la ciudad. Aunque aquel laberinto subterráneo pareciera decrépito, puede que no hubiera cambiado mucho desde la plaga—. ¿Es esto realmente necesario? —pregunté.
—Hay otras formas de entrar —respondió él—. Pero muy poca gente conoce esta. Es discreta y parecerá que eres alguien con derecho a entrar en el centro de actividades. —En aquellos momentos detuvo el coche. No me había dado cuenta, pero Quirrenbach lo había dirigido a un saliente de tierra seca que se elevaba sobre el agua cerca de un muro manchado y ruinoso, cubierto de moho gris—. Tenemos que dejar el coche —dijo.
—Ni se te ocurra intentar algo —le dije—. O te convertirás en parte de la decoración de ahí abajo.
Pero dejé que nos alejara de allí y el teleférico se quedó aparcado en aquel charco de saliva marrón. En el suelo había profundos surcos dejados por los patines de otros coches. Estaba claro que no éramos los primeros en usar aquella zona de aterrizaje.
—Seguidme —dijo Quirrenbach—. No está lejos.
—¿Vienes aquí a menudo?
Noté cierta sinceridad en su tono de voz.
—No si puedo evitarlo. No soy un personaje importante en la operación del Combustible de Sueños, Tanner. No soy un pez gordo. Sería hombre muerto si alguien supiera que os estoy llevando tan lejos. ¿Podemos intentar que la visita sea discreta?
—Eso depende. Te dije que quería algunas respuestas.
Él había localizado algo en una pared.
—No puedo llevarte más cerca del núcleo de actividad, Tanner; puedes comprenderlo, ¿verdad? Es, simplemente, imposible. Sería mejor que fueras solo. Y ni se te ocurra causar problemas. Para eso necesitarías algo más que un puñado de armas.
—Entonces, ¿adónde nos llevas?
En vez de responder, tiró de algo oculto en la mugre cubierta de cieno de la pared y levantó un panel corredizo. Estaba casi por encima de nuestras cabezas; un agujero rectangular de dos metros de largo.
Temía que Quirrenbach intentara algo, como usar el agujero como ruta de escape, así que entré primero. Después le ayudé a subir a él y a Chanterelle. Zebra entró la última, mirando con suspicacia hacia atrás. Pero nadie nos había seguido y los únicos ojos que nos observaban eran los de las ratas del túnel.
Dentro, nos arrastramos, agachados, por un largo túnel cuadrado recubierto de acero durante lo que nos parecieron cientos de metros, aunque lo más probable es que solo fueran unas cuantas docenas. Yo había perdido todo sentido de la orientación, aunque parte de mi mente insistía en que nos acercábamos cada vez más al borde del abismo. Era posible que estuviéramos más allá de los límites de la Red Mosquito. Sobre nosotros, tras unos cuantos metros de lecho de roca, podía haber una atmósfera venenosa.
Pero, finalmente, justo cuando el dolor de espalda empezaba a pasar de molesto a realmente paralizador, salimos a una cámara mucho más grande. Al principio estaba oscuro, pero Quirrenbach encendió un grupo de antiguas luces unidas al techo.
Algo recorría la cámara de extremo a extremo; salía de una pared y se desvanecía en el interior de otra. Era un tubo mate plateado, de tres o cuatro metros de ancho, como una tubería. De uno de sus extremos sobresalía en ángulo oblicuo lo que parecía una derivación del mismo tubo; con el mismo diámetro, pero terminada en un tapón terminal de metal liso.
—Lo reconoces, por supuesto —dijo Quirrenbach señalando la parte más larga del tubo.
—No del todo —dije. Esperaba que los demás dijeran algo, pero nadie parecía saber más que yo.
—Bueno, lo has visto muchas veces. —Después caminó hasta el tubo—. Es parte del sistema de suministro atmosférico de la ciudad. Hay cientos de tuberías como esta que se introducen en el abismo hasta llegar a la estación de craqueo. Algunas transportan aire. Otras agua. Otras vapor vivo. —Dio unos golpecitos con los nudillos en el tubo y me di cuenta de que había un panel ovalado en la parte que sobresalía, más o menos del mismo tamaño que el panel que había encontrado en la pared—. Esta suele transportar vapor.
—¿Y qué transporta ahora?
—Unos cuantos miles de atmósferas. Nada de lo que preocuparse.
Quirrenbach puso las manos en el panel e hizo que se deslizara. Se movió con suavidad y reveló una curva de cristal verde oscuro, enmarcada en una estructura de limpio metal plateado con controles. Estaban marcados con un estilo de escritura muy antiguo; palabras que eran casi norte, pero no del todo. Amerikano.
Quirrenbach tecleó unas cuantas palabras y oí una serie de golpes distantes. Unos momentos después, toda la tubería tronaba como si tocara una única y monstruosa nota.
—Es el flujo de vapor que se reconduce a otra red para entrar en modo de inspección.