Sobre ese telón de fondo, las peticiones de más suministros médicos y conocimientos para atender al padre de Sky no habían sido atendidas. No era, decían los de las otras naves, como si no tuvieran sus propias crisis. Y además, como jefe de seguridad, Titus no estaba libre de sospecha con respecto al incidente de los espías.
Lo sentimos, habían dicho.
Nos gustaría ayudar, de verdad que lo haríamos, pero
…
En aquellos momentos, su padre intentaba hablar.
—Schuyler… —dijo, sus labios como un desgarro en un pergamino—. ¿Schuyler? ¿Eres tú?
—Estoy aquí, papá. No me he movido. —Estaba sentado en un taburete junto a la cama y estudiaba el cascarón gris y gesticulante que tan poco se parecía al padre que había conocido antes del apuñalamiento. Aquel no era el Titus Haussmann que había sido temido y amado a partes iguales en la nave, así como respetado a regañadientes en el resto de la Flotilla. Aquel no era el hombre que lo había rescatado de la guardería durante el apagón, ni el hombre que lo había llevado de la mano y acompañado hasta el taxi y más allá de la nave por primera vez, para mostrarle las maravillas y terrores de su infinitamente solitario hogar. Aquel no era el caudillo que había entrado en la cabina delante de su equipo, plenamente consciente de que podría enfrentarse a un peligro extremo. Aquel hombre solo era una débil imitación del anterior, como el calco de una estatua. Los rasgos estaban allí y las proporciones eran correctas, pero no había profundidad. En vez de solidez, solo quedaba una capa delgada como el papel.
—Sky, sobre el prisionero. —Su padre luchó por levantar la cabeza de la almohada—. ¿Sigue vivo?
—Apenas —respondió Sky. Había conseguido abrirse camino hasta el equipo de seguridad después del ataque contra su padre—. Francamente, no espero que dure mucho. Sus heridas eran mucho peores que las tuyas.
—Pero ¿has conseguido hablar con él de todos modos?
—Le hemos sacado alguna cosa, sí —Sky suspiró para sí. Ya le había contado aquello a su padre, pero o Titus estaba perdiendo la memoria o quería escucharlo otra vez.
—¿Qué te dijo exactamente?
—Nada que no hubiéramos averiguado nosotros. Todavía no tenemos claro quién lo metió en la nave, pero es muy probable que fuera una de las facciones que esperaba causar algunos problemas.
Su padre levantó un dedo.
—Esa arma suya; las máquinas integradas en su brazo…
—No son tan raras como podríamos pensar. Parece ser que había muchas cosas de este tipo hacia el final de la guerra. Tuvimos suerte de que no le integraran un dispositivo nuclear en el brazo… aunque habría sido mucho más difícil de esconder, claro.
—¿Ha sido humano alguna vez?
—Puede que no lo sepamos nunca. Algunos de los suyos fueron creados en laboratorios. Otros se adaptaron a partir de prisioneros o voluntarios. Pasaron por neurocirugía y condicionamiento psicológico para que cualquier potencia interesada pudiera usarlos como armas de guerra. Eran como robots, salvo por estar hechos en su mayor parte de carne y hueso, y por tener una capacidad limitada de empatía con las demás personas, siempre que conviniera a sus necesidades operativas. Se podían mezclar con los demás de forma bastante convincente, hacer bromas y charlar, hasta que encontraban a su objetivo; entonces entraban en modo de asesino mecánico. A algunos de ellos les injertaban armas para trabajos específicos.
—Había mucho metal en ese antebrazo.
—Sí —Sky vio lo que intentaba decir su padre—. Demasiado para que pudiera entrar a bordo sin que alguien hiciera la vista gorda. Lo que solo prueba que hubo una conspiración, lo que ya sabíamos de todos modos.
—Pero encontramos al único.
—Sí. —En los días posteriores al ataque habían explorado a los demás pasajeros dormidos en busca de armas escondidas. El proceso había resultado difícil y peligroso, pero no habían encontrado nada—. Lo que nos demuestra lo mucho que confiaban en sí mismos.
—Sky… ¿dijo algo sobre por qué lo había hecho o sobre por qué le dijeron que lo hiciera?
Sky levantó una ceja. Había que reconocer que aquella pregunta era nueva. Anteriormente su padre sólo se había concentrado en los detalles.
—Bueno, mencionó algo.
—Sigue.
—Pero me pareció que no tenía mucho sentido.
—Quizá no, pero me gustaría oírlo.
—Habló sobre una facción que había descubierto algo. No quería decir quiénes o qué eran, ni dónde estaba su base.
La voz de su padre se hizo más débil, pero consiguió preguntar:
—¿Y qué habían descubierto exactamente?
—Algo ridículo.
—Dime lo que era, Sky —su padre hizo una pausa. Al notar que tenía sed, Sky hizo que el robot le administrara un vaso de agua a través de la grieta de sus labios.
—Dijo que se había producido un descubrimiento justo antes de que la Flotilla dejara el sistema solar… una técnica científica, de hecho, que se había perfeccionado al final de la guerra.
—¿Y qué era?
—La inmortalidad humana —Sky pronunció las palabras con cuidado, como si estuvieran imbuidas de poder mágico y no debieran pronunciarse en vano—. Dijo que la facción había combinado varios procedimientos y líneas de investigación seguidas durante aquel siglo y que las había unido para crear un tratamiento terapéutico viable. Tuvieron éxito donde otros fallaron, o donde otros tuvieron que dejar su trabajo por razones políticas. Lo que encontraron era complicado, no se trataba de una simple píldora que se tomara una vez y ya está.
—Sigue —dijo Titus.
—Era toda una falange de diferentes técnicas, algunas de ellas genéticas, otras químicas y otras que dependían de máquinas casi invisibles. Todo era fantásticamente delicado y difícil de administrar, y el tratamiento tenía que aplicarse de forma regular… pero era algo que funcionaba si se hacía bien.
—¿Y tú qué piensas?
—Creo que es absurdo, por supuesto. Bueno, no niego que algo así pudiera ser posible pero, si se produjo ese descubrimiento, ¿no lo hubiera sabido todo el mundo?
—No necesariamente. Después de todo, era el final de la guerra. Los canales ordinarios de comunicación estaban rotos.
—Entonces, ¿me estás diciendo que puede que esa facción existiera?
—Sí, creo que sí. —Su padre hizo una pausa para reunir energía—. De hecho, sé que sí. Sospecho que la mayor parte de las cosas que te ha contado el quimérico son ciertas. La técnica no era mágica (no podía curar algunas enfermedades) pero era mucho mejor que cualquier otra cosa que nos hubiera dado la evolución. En el mejor de los casos, hubiera aumentado tu período vital hasta unos ciento ochenta años; doscientos en los casos extremos (se trata de extrapolaciones, claro está), pero eso no importaba; lo único que hacía era darte una oportunidad de seguir vivo hasta que llegara algo mejor.
Se derrumbó sobre la almohada, exhausto.
—¿Quién lo sabía?
Su padre sonrió.
—¿Quién si no? Los ricos. Aquellos que se habían beneficiado de la guerra. Aquellos en los sitios adecuados o aquellos que conocían a la gente adecuada.
La siguiente pregunta era obvia y estremecedora. La Flotilla había partido cuando la guerra estaba todavía en sus últimas etapas. Muchos de los que habían obtenido plazas en las cabinas de los durmientes intentaban escapar de lo que veían como un sistema arruinado y peligroso, que solo estaba a la espera de caer en otro baño de sangre a gran escala. Pero la competición por las plazas había sido enorme y, aunque se suponía que habían sigo asignadas según méritos, los más influyentes tenían que haber encontrado la manera de subir a bordo. Si Sky lo había dudado alguna vez, la presencia del saboteador lo probaba. Alguien, en alguna parte, había tirado de algunos hilos para subir a bordo al quimérico.
—Vale. ¿Qué pasa con los durmientes? ¿Cuántos de ellos sabían lo del descubrimiento de la inmortalidad?
—Todos ellos, Sky.
Miró a su padre, allí tumbado, y se preguntó lo cerca que estaría aquel hombre de la muerte realmente. Debería haberse recuperado de las heridas del cuchillo (el daño no había sido tan grande), pero se produjeron complicaciones: infecciones triviales que, a pesar de todo, se habían extendido. Tiempo atrás la medicina de la Flotilla podría haberlo salvado, podría haberlo puesto en pie en cuestión de días sin más que una pequeña molestia. Pero ya no se podía hacer nada para ayudarlo en su propio proceso de curación. Y estaban perdiendo la batalla poco a poco.
Pensó en lo que Titus Haussmann acababa de decir.
—Entonces, ¿cuántos de ellos recibieron el tratamiento?
—La misma respuesta.
—¿Todos ellos? —movió la cabeza casi sin creérselo—. ¿Todos los durmientes que llevamos?
—Sí. Con alguna excepción sin importancia… los que decidieron no hacérselo por motivos éticos o médicos, por ejemplo. Pero la mayoría de ellos tomaron la cura poco antes de embarcar —hizo otra pausa—. Es el mayor secreto que he guardado en mi vida, Sky. Siempre lo he sabido… desde que mi padre me lo dijo, al menos. Yo tampoco lo encontré fácil de digerir, créeme.
—¿Cómo has podido guardar un secreto así?
Su padre consiguió encogerse de hombros débilmente.
—Era parte de mi trabajo.
—No digas eso. No te disculpa. Nos traicionaron, ¿no?
—Depende. Admito que no informaron de su secreto a la tripulación. Pero creo que fue una forma de ser amables.
—¿Por qué lo dices?
—Imagina que fuéramos todos inmortales. Tendríamos que soportar un siglo y medio de prisión a bordo de esta cosa. Nos hubiera vuelto locos lentamente. Eso es lo que temían. Mejor dejar que la tripulación viviera vidas normales y que otra generación tomara después las riendas.
—¿Y a eso lo llamas amabilidad?
—¿Por qué no? Muchos de nosotros no somos mejores, Sky. Sí, servimos a los durmientes, pero como sabemos que no todos ellos se levantarán vivos cuando lleguemos a Final del Camino es fácil no sentir envidia. Y también tenemos que cuidar de nosotros mismos. Dirigimos la nave por los durmientes, pero también por nosotros mismos.
—Sí, muy equitativo. Tendrás que admitir que saber que mantuvieron oculto el secreto de la inmortalidad altera las relaciones ligeramente.
—Quizá. Por eso siempre he procurado no contárselo a nadie.
—Pero me lo acabas de contar a mí.
—Querías saber si la historia del saboteador era cierta, ¿no? —La cara de su padre quedó en calma un instante, como si acabara de quitarse de encima una pesada carga. Sky pensó durante un momento que se había marchado, pero poco después sus ojos se movieron y se lamió los labios para seguir hablando. Seguía costándole muchísimo hablar—. Y también hay otra razón… esto es muy difícil, Sky. No estoy seguro de estar haciendo lo correcto al contártelo.
—Deja que yo lo juzgue.
—Muy bien. Será mejor que lo sepas ahora. Casi te lo he contado en muchas ocasiones, pero nunca he tenido el valor de mis convicciones. Como suele decirse, es peligroso saber algunas cosas.
—¿De qué cosas estamos hablando exactamente?
—Sobre tu propia situación. —Volvió a pedir más agua antes de seguir hablando. Sky pensó en el agua del vaso; las moléculas que se deslizaban entre los labios de su padre. Cada gota de agua de la nave se reciclaba para volver a beberse una y otra vez. En el espacio interestelar no podía desperdiciarse nada. En algún momento, al cabo de meses o años, Sky se bebería parte de la misma agua que en aquellos instantes aliviaba a su padre.
—¿Mi situación?
—Me temo que no eres mi hijo. —Lo miró detenidamente, como si esperara que Sky se derrumbara al oír la revelación—. Ya está, ya lo he dicho. No hay marcha atrás. Tendrás que escuchar el resto.
Sky pensó que quizá su padre se estuviera volviendo loco más rápido de lo que indicaban las máquinas. Que se deslizaba rápidamente hacia la oscura trinchera de la demencia, con la sangre envenenada y el cerebro falto de oxígeno.
—Soy tu hijo.
—No. No; no lo eres. Lo sé, Sky. Yo te saqué de aquella cabina de durmiente.
—¿De qué estás hablando?
—Eras uno de ellos… uno de los
momios
; uno de los durmientes.
Sky asintió y aceptó aquella verdad de forma instantánea. De alguna forma sabía que la reacción normal hubiera sido la incredulidad, quizá incluso la rabia, pero no sentía nada de aquello; solo una profunda y tranquilizadora sensación de justicia.
—¿Cuántos años tenía?
—Ni siquiera eras un niño, tenías unos días de edad cuando te congelaron. Solo había unos cuantos tan jóvenes como tú.
Escuchó a su padre (a su antiguo padre) explicarle que Lucretia Haussmann (la mujer a la que Sky consideraba su madre) había dado a luz a un bebé en la nave, pero que el bebé, un niño, había muerto a las pocas horas. Afligido, Titus le ocultó la verdad a Lucretia durante horas y después días, agudizando al máximo su ingenio mientras la mantenía todo lo sedada posible. Titus temía que la verdad la matara; quizá no físicamente, pero le preocupaba que aplastara su espíritu. Era una de las mujeres más queridas de la nave. Su pérdida los afectaría a todos, sería un veneno que agriaría el talante de toda la tripulación. Después de todo, eran una comunidad muy unida. Todos se conocían. La pérdida de un niño sería una carga terrible que llevar.
Así que Titus concibió un plan terrible, uno que lamentaría al instante de haberlo llevado a cabo. Pero para entonces ya era demasiado tarde.
Robó un niño de los durmientes. Resultaba que los niños eran mucho más tolerantes a la reanimación que los adultos (tenía algo que ver con la relación entre el volumen corporal y la superficie) y no surgieron problemas al calentar al niño seleccionado. No tenía que ser meticuloso. Lucretia no había visto a su propio bebé lo bastante como para descubrir el engaño.
Puso al niño muerto en su lugar, enfrió la cabina de nuevo y después pidió perdón. Para cuando descubrieran al niño muerto, él llevaría mucho tiempo fallecido. Sería algo terrible para los padres al despertarse, pero al menos abrirían los ojos ante un mundo nuevo, con tiempo de sobra para intentar tener otro hijo. No sería lo mismo para ellos que para Lucretia. Y si lo era… bueno, sin aquel crimen las cosas podrían haberse deteriorado en la nave hasta el punto de no llegar nunca a su destino. Era un caso extremo, pero estaba dentro de lo posible. Tenía que creer en ello. Tenía que creer que, de alguna forma, había hecho lo mejor por el bien de todos.