Read Clara y la penumbra Online

Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

Clara y la penumbra (64 page)

BOOK: Clara y la penumbra
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Fuschus,
no ponga esa cara. A usted no podíamos decirle
nada,
¿es que no lo ve? Si usted hubiese sabido algo, habría colaborado con nosotros sin dudarlo. Pero, entonces, la obra también sería
suya
de algún modo. Y usted no es artista, April. Ni artista ni lienzo —agregó, y ella percibió el acento cruel con que Stein hacía hincapié en estas palabras—. Teníamos que hacer las cosas sin consultarle, porque se trataba de nuestro trabajo, no del suyo.

—Comprendo —dijo ella.

—Nadie más lo sabe: ni Hoffmann ni ningún otro colaborador. Yo mismo lo supe tan sólo hace un par de meses. Bruno me trajo aquí y me lo explicó todo. Me enseñó esta habitación, y la forma que adoptaría el cuadro al final. No será la primera vez, me dijo, que una obra exige un sacrificio semejante a los artistas. Tampoco será la primera vez que un pintor quiere destruir sus mejores piezas antes de morir. Lo había planeado todo muy bien, incluso el momento de distracción del
Cristo
durante la exposición de «Rembrandt». Sabía que la policía y su propio departamento de Seguridad habrían tomado muchas precauciones. Pero confiaba en Baldi: lo había entrenado cuidadosamente para convertirlo en la herramienta perfecta, el papel sobre el que dibujar su obra cumbre. Le dije que estaba de acuerdo, pero que me apenaba un poco la destrucción de
Desfloración
y de
Monstruos.
«Son tus mejores obras, Bruno —dije—, las que más amas, las que más cosas representan para ti.» «Precisamente por eso lo hago, Jacob —dijo él—. Son mis creaciones amadas. Y yo lo hago por amor.» Me pidió ayuda para las pinceladas finales. Todo tendría que terminar hoy, 15 de julio de 2006, día del cuatrocientos aniversario del nacimiento de Rembrandt. A los artistas les agrada cerrar círculos, ya sabe. Rembrandt nació este día, Van Tysch murió este día. Le dije que sí, que lo ayudaría.
Fuschus,
claro que se lo dije...

Y de improviso, para absoluta sorpresa de Wood, que esperaba cualquier cosa menos eso, Stein rompió a llorar. Era un llanto desagradable y débil: hacía pensar en un resfriado fugaz.

—Le dije que sí, y se lo hubiera dicho una y mil veces... Una y mil veces... «Aquí tienes al pobre Jacob —le dije—. Confía en él, porque es como tu reflejo...» Hoy debía quedar todo consumado. Así me dijo: «todo consumado»... Lo ayudé a pintarse el cuerpo y... y a todo lo demás. No voy a negar que ha sido la orden que más esfuerzo me ha costado de todas las que he obedecido por su causa...

Se secaba con el dorso de la mano unas lágrimas que Wood no lograba distinguir. Ella pensó que quizá Stein decía la verdad, pero no
toda.
Había un guión escrito y Stein lo representaba. «Van Tysch debía ser sustituido, y su deseo de morir con su última obra te ha venido muy bien, Jacob. Seguro que ya has escogido al artista que tomará el relevo... Me pregunto quién será el afortunado...»Un pequeño atril se erguía en el suelo, junto al cuadro. Mientras Stein sollozaba, Wood se acercó a él. La cartulina colocada encima e iluminada con un flexo mostraba las dos palabras escritas a mano en holandés, inglés y francés.


¿La penumbra?

Stein asintió.

—Así me he atrevido a bautizarlo... Él no quiso llamarlo de ninguna forma, pero los cuadros sin título no son adecuados para la posteridad... ¿Sabe cómo se me ocurrió? Van Tysch insistía en que la luz tenía que ser débil. Y sus últimas palabras fueron: «Jacob, recuerda la luz. Lo más importante en este cuadro es la penumbra». Y lo repitió varias veces, cada vez más bajo: «La penumbra, la penumbra, la penumbra...». Al morir, la palabra se disolvió en su boca. He pensado que ese título resultaría adecuado...

—¿Y ella? —preguntó Wood.

Señalaba el cuerpo de Murnika de Verne. La secretaria de Van Tysch se encontraba en una esquina apartada y sombría de la habitación. Quizá sólo estaba desmayada, pero Wood suponía que no tardaría en fallecer, porque el ligero vestido negro abierto por los costados no podría protegerla mucho tiempo de la temperatura extrema de aquel pavoroso congelador. Tenía las piernas flexionadas y el rostro cubierto por la cuantiosa maraña de cabellos. Parecía una muñeca abandonada por una niña poco escrupulosa.

—Ahí se quedará —dijo Stein—. En realidad, Murnika pertenece también al cuadro.
La penumbra
es una obra totalizadora, la más grande que se ha hecho jamás, porque Van Tysch quería que
todos
formáramos parte de ella. No solamente Murnika, sino también usted y yo, Baldi y los cuadros destruidos, y los familiares de los cuadros, y la policía que busca a Baldi, y las reuniones de
Rip van Winkle,
y cada uno de los adornos de esas reuniones, y toda la exposición de «Rembrandt» incluyendo, claro está, el
Cristo,
y los cuadros de «Flores» y de «Monstruos», y el resto de la obra de Van Tysch que ha tenido que ser retirada..., y, a partir de aquí, todos los artistas y modelos, todos los cuadros del mundo, que se sentirán implicados, y todo el público que alguna vez contemple un cuadro hiperdramático. En fin, toda la humanidad. El hecho de dejar una copia de las grabaciones junto a los cuadros destruidos obedecía a ese propósito: Van Tysch quería que todos nos implicáramos en la obra como personajes asombrados e involuntarios.
La penumbra
es la única obra de
arte manchado
de Van Tysch, señorita Wood, y el material de que se compone somos
todos.
Durante un tiempo será preciso ocultarla, por supuesto, pero llegará el día en que la demos a conocer... Entonces la gente reaccionará. .. Imagine los rostros de horror o asombro, las miradas sorprendidas, los oídos espantados por las voces de los cuadros hablando desde sus cadáveres, el pintor inmortalizado en su propia muerte... El centro del cuadro es éste, en efecto, pero a su alrededor
nos encontramos todos.
¿No le parece que la habitación se dilata? ¿No le parece que abarca el infinito...?

Y, tras un breve silencio que ninguno de los dos empleó en otra cosa que en mirar a los ojos del contrario como jugadores de ajedrez, o como un solo individuo frente a un espejo, Stein agregó:

—Hasta puede que se escriba un libro. En cuyo caso, no hará falta contemplar la obra para formar parte de ella: bastará con leer y reaccionar.

«Reaccionar, en efecto», pensaba Wood sintiendo que Stein no se equivocaba en este punto. Ella ya había reaccionado. Contemplaba
La penumbra
sabiendo que era la obra más grande de Van Tysch, quizá la mayor y más sincera obra de arte de todos los tiempos. Su sensibilidad se lo decía, su
pasión
se lo decía. Renunciar a
La penumbra
no sólo significaba renunciar al arte sino también al oscuro sentido de la existencia. Una parte del alma de Wood, un territorio ignoto que nada tenía que ver con la frialdad de su cerebro calculador,
comprendía
la intención del Maestro, aquel modo de «tachar» sus «amadas creaciones» de la misma forma que su padre tachaba sus cuadros, su manera de cancelar la deuda pendiente con su pasado y captar hasta el último matiz de su propio sufrimiento creador...
La penumbra
era una obra liberadora. Con ella, Van Tysch le enseñaba, desde su muerte, la forma de romper con las ataduras y escapar de los recuerdos. De
todos
los recuerdos. «Te entiendo. Te comprendo —quiso decirle al Maestro—. Entiendo tu propósito.» Desde ese punto de vista, la destrucción de
Desfloración, Monstruos
y
Susana
no sólo resultaba comprensible, sino
necesaria.
El mundo, tal como suponía Stein, nunca lo comprendería: pero el mundo nunca comprende el milagro de un genio terrible.

Por primera vez en muchos años, la señorita Wood se sentía feliz. Sus ojos brillaban y su respiración, en el gélido ambiente de la cámara, era cada vez más rápida.

Un vago temor la inquietó de repente.

—¿Dónde está Baldi ahora?

Stein consultó el reloj al mismo tiempo que ella.

—Son casi las diez. Si todo ha ido bien, Baldi estará en el Viejo Atelier, cumpliendo con su obligación. Ya puede figurarse que no debe caer en manos de la policía. Ningún policía podría comprender esto. Los policías son funcionarios a sueldo, como usted, pero con mucha menos sensibilidad que usted. Empezarían a hablar de crímenes y culpables, de justicia y de cárcel, y todo el arte contenido en una obra como ésta les importaría un bledo. Serían capaces... Serían capaces de estropearla. De dejarla inacabada, incluso.

La inquietud de Wood iba en aumento. Stein enarcaba sus espesas cejas con aire interrogativo.

—Tengo que avisar a Bosch —dijo Wood.

—Bosch no es ningún problema —repuso Stein—. Ignora adónde ha llevado Baldi el cuadro. A las diez en punto
todo estará consumado...

—Prefiero cerciorarme.

Abrió el bolso y sacó el móvil. Tenía las manos agarrotadas por el frío.

No podía ser. Tenía que impedirlo. Al menos, esto

tenía que impedirlo. Era su Gran Obra, la Obra transformadora. Y ella protegía su arte porque lo adoraba con la misma terrible pasión que el propio Maestro. La señorita Wood no albergaba ninguna duda sobre la tarea que le aguardaba.

Era necesario impedir a toda costa que
La penumbra
quedara inconclusa.

21.58 h

Lothar Bosch estaba observando a Póstumo Baldi a través del cristal unidireccional de la cabina de ensayo. Aquella figura vestida de blanco lo hipnotizaba. Era como si Baldi fuera un dibujo animado, un juego de ordenador que se moviera siguiendo pautas misteriosas.

Wuyters y él acababan de descubrirlo en el extremo final del pasillo del primer sótano. La cabina estaba insonorizada y el cristal permitía que ambos lo contemplaran sin que Baldi pudiera percibirlos. Pese a la máscara de cerublastina, y tal como había sospechado desde el principio, Bosch lo reconoció de inmediato al observar sus ojos. «Son espejos —pensaba—. En efecto.»En el momento en que lo sorprendieron, Baldi terminaba de colocar a la mujer. Los tres lienzos se hallaban debidamente etiquetados y desnudos, boca arriba en el suelo de la cabina. No parecían haber sufrido desperfectos. Sin duda, Baldi ya había realizado las grabaciones y se disponía a cortarlos. Bosch se estremeció.

—¿Entramos ya, señor? —preguntó Wuyters, levantando el arma.

—Llama antes a los demás —dijo Bosch.

Se habían situado junto a la puerta de la cabina, aguardando. Sostenían las pistolas firmemente con ambas manos. Wuyters conectó el micro y avisó a los otros dos agentes. Bosch observó que el joven estaba tan nervioso como él, quizá más.

Cuando Wuyters terminó de hablar, miró a Bosch en busca de nuevas instrucciones. Éste le hizo señas indicándole que se preparara para abrir la puerta de la cabina bruscamente.

En ese instante su móvil repicó. Sin perder de vista la figura de Baldi, y pese a saber que era imposible que éste lo oyera, contestó con premura. Se alegró al oír la voz de Wood y respondió de inmediato, en un susurro angustiado, antes de que ella hablara.

—¿April? ¡Dios mío, ya lo tenemos! ¡Estaba en el Viejo Atelier! ¡Se ha metido en una de las cabinas de ensayo y se dispone a...!

Entonces Wood lo hizo callar con sus enérgicas palabras.

21.59 h

Todo había sucedido muy rápido. Primero, aquel imprevisto disparo. Se encontraban tan indefensos que ni Rodino ni Krupka lograron siquiera esbozar una reacción. Matt disparó primero hacia Rodino, que se llevó la mano a la garganta y abrió mucho los ojos. Ni Krupka ni ella pudieron ver la aguja clavada en su cuello. Entonces, con similar rapidez, amartilló el arma, apuntó a Krupka y disparó de nuevo. Luego se volvió hacia ella. Instintivamente, Clara se protegió con las manos.

—Calma —le dijo Matt en castellano.

Se acercó y le apartó las manos del cuello con suavidad de amante.

Una abeja de cristal punzó su garganta. Después, la habitación comenzó a perder las dimensiones.

Lo primero que vio al despertar fue a Krupka, que la miraba desde el suelo con expresión horrorizada. Comprendió que ella también estaba en el suelo, igual que él y que Rodino, boca arriba, respirando fatigosamente.

Le dolía la cabeza. El suelo estaba demasiado frío, o bien ella se encontraba desnuda por completo. La dureza de la piel le hizo saber, al mismo tiempo, que seguía pintada de óleo. Pero no lograba recordar qué hacía allí, bajo aquella luz de quirófano, tendida como un paciente a punto de bisturí. Krupka y Rodino también estaban desnudos.

Alrededor de su cabeza se movían unos zapatos blancos. Los zapatos iban y venían, como carentes de un destino concreto. Una sombra se proyectaba en ocasiones sobre ella. Krupka alzaba la vista, los ojos dilatados de terror. Rodino gemía. Clara también intentaba mirar hacia arriba, pero los fluorescentes la cegaban.

—¿Qué está haciendo? —oyó decir a Krupka. O quizá decía: «¿Qué tal está usted?». El inglés de Krupka (más aún en aquellas circunstancias) era difícil.

Nuevos pasos. Clara alzó la cabeza y vio al hombre acercarse con aquel extraño aparato y agacharse junto a ella. El hombre la sujetó firmemente cogiendo un mechón de su pelo pintado. El tirón fue doloroso. Quiso alzar los brazos o moverse, pero estaba demasiado débil y mareada. De repente recordó quién era aquel joven de rostro de plástico que la miraba con tanta indiferencia como un muro blanco. Se llamaba Matt y les había dicho que iba a retocarlos por orden de Van Tysch.

Matt acercaba un aparato a sus ojos. ¿Qué era? Parecía un instrumento clásico de dentista o de barbero.

Los dedos de Matt se movieron a dos centímetros de su nariz, y el instrumento se puso en marcha. No pudo evitar dar un respingo. Era una especie de disco giratorio que zumbaba de forma ensordecedora, chirriante. Le producía dentera aquel sonido: como si alguien arrastrara junto a su oreja una mesa metálica sobre un suelo de baldosas.

Tenía miedo. No debería haberlo tenido, porque todo aquello era arte, pero lo tenía. Y gritó.

22.00 h

Bosch escuchaba a la señorita Wood mientras contemplaba cómo Póstumo Baldi se agachaba junto a la chica con el corta
-
lienzos.

—¿Entramos ya, señor? —gritaba Wuyters, frenético.

Bosch, solemne guardia de tráfico, paralizaba la circulación con un gesto imperioso mientras mantenía el auricular pegado al oído.

Estaba escuchando a April Wood. A la mujer que más amaba y respetaba en el mundo. Cuando ella hizo una pausa, logró murmurar algunas desfallecidas palabras.

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