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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Con los muertos no se juega (5 page)

BOOK: Con los muertos no se juega
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—Ah, pues me parece bien.

—¿Este fin de semana?

—Es que yo, los fines de semana… En el restaurante es cuando tenemos más trabajo. Quizás el lunes, si te va bien…

—Ah, claro. El lunes. Perfecto.

—Hacia las diez, ¿te va bien?

—Muy bien. Eh… Ah… Sí, claro, a las diez… —Pensé: «¿Qué es lo correcto, en estos casos? ¿Proponer que cenemos en su restaurante, y así tengo la oportunidad de conocer lo que ella hace y halagarla? ¿O va a pensar que sólo quiero que me invite?»

—¿No te va bien?

—Sí, sí, me va bien.

Ramón Casagrande se disculpaba con Adrián y las chicas. Dejaba la copa encima de la mesa y se marchaba hacia la puerta principal del local. Los lavabos no estaban en esa dirección.

—Pero querías decir algo.

—No, no, nada. Que pienso que quizá te gustará más ir a otro restaurante, que no sea el tuyo…

—Claro, claro. No quiero que sea una velada de trabajo.

—Pero, bueno, un día me gustaría degustar lo que haces… —Me sentí torpe e inoportuno, como dando por supuesto que nos volveríamos a ver una vez consumada la primera cita. «¿Qué te pasa, Esquius? ¿Te encuentras solo? ¿Quieres rehacer tu vida al lado de una mujer?»

—Oh, sí, claro —dijo ella, con una voz aún más baja. Me pareció observar un cierto tono distanciado, como si le alarmara alguien que iba tan deprisa.

—Bueno, entonces hasta el lunes a la diez —yo ya tenía prisa por colgar.

—¿Dónde?

—¿Dónde?

—Sí. Dónde. ¿Dónde te gustaría quedar?

—Oh, te pasaré a buscar por tu casa, claro.

—Bueno, pues tendré que decirte dónde vivo, ¿no te parece?

—Oh, sí, claro, claro.

Escribí su dirección en el cuaderno, entre las anotaciones referentes a Adrián y a su amigo.

—Bueno, hasta el lunes, pues.

—A las diez.

Abandoné mi sitio y mi atalaya de observación y me dirigí hacia las escaleras que bajaban al vestíbulo. Desde allí, pude ver a Casagrande hablando con mucha vehemencia y amplios aspavientos, con un individuo extravagante que no parecía hacerle mucho caso. Era un hombre de estatura mediana tirando a baja, robusto como un boxeador, sin cuello y con la nariz rota, que sujetaba un puro kilométrico con los labios muy gruesos. Llevaba sombrero y vestía una enorme gabardina cruzada, de solapas anchas, con charreteras y botones forrados de cuero. La llevaba abrochada, aunque en el local hacía una temperatura superior a la soportable. Mientras Casagrande se desvivía, él miraba hacia el infinito, como si le aburriera lo que estaba oyendo, y negaba con la cabeza.

Yo no podía quedarme clavado en mitad de la escalera, de manera que acabé de bajar y, con el vaso en la mano, pasé junto a los dos hombres como si hubiera alguna cosa en el interior de la discoteca que atrajera poderosamente mi atención. Pude oír que Casagrande decía «tenemos que esperar a que las cosas se calmen, que vuelva la tranquilidad y entonces cuenta conmigo para lo que quieras, como siempre, ¿no has podido contar siempre conmigo?» Su tono era suplicante, angustioso, desesperado. El otro le miró de reojo, como diciendo «¿no ves que haces el ridículo?»

El Casagrande que volvió al lado de Adrián estaba irritado. Lo agarró del brazo y lo arrastró hacia la salida dejando plantadas a las tres admiradoras. Adrián Gomal no quería irse, no entendía por qué habían ido allí sólo para estar media hora y largarse precisamente cuando la cosa se estaba animando. Al final, tuvo que ceder. Probablemente el otro le dijo que se quedara si quería y que tomara un taxi para volver a casa, pero que él se abría. Y Adrián lo siguió.

Se fueron juntos. Casagrande dejó a Adrián delante de su edificio en el barrio de Gracia y yo me fui a casita, que ya era tarde y al día siguiente quería madrugar.

Escena 5

Los Font-Roent vivían en una mansión de Pedralbes con historia de cien años, con un muro que cerraba un jardín enorme y una verja desde la que se podían ver hectáreas de césped, una piscina y una pérgola antigua y bien conservada con capacidad para una pequeña orquesta.

La casa de los Gomal estaba justo al lado, en un edificio nuevo de dos plantas, con fachada de obra vista y acabados de madera cara y cristal inglés. Una construcción excesivamente chillona.

El viernes a mediodía, Adrián me condujo hasta allí.

Flor le estaba esperando leyendo sentada en un banco de una pequeña plaza cercana. Al ver a su amor se puso en pie de un salto y se le lanzó al cuello como si el hombre viniera de la guerra. Le dio besos en las mejillas, en la frente, en los ojos, y uno muy largo en la boca, hasta que se le torcieron las gafas. Él se dejó hacer con disimulada resignación, la tomó del brazo y se fueron calle abajo hasta una cafetería que tenía la fachada decorada como el casco de un barco antiguo. Por el camino, Adrián ponía mucho énfasis en sus palabras y Flor le escuchaba embelesada.

Después de media hora de conversación, se separaron a la puerta del bar. Fue una despedida de compromiso, un poco forzada. Era evidente que ella quería continuar hablando con Adrián, pero él ya no se mostraba tan apasionado y, mirando el reloj con insistencia, daba a entender que tenía mucha prisa.

En cualquier caso, no era prisa por volver al trabajo. Por lo visto, aquel día no pensaba ir al hospital. O era su día libre, o se había excusado de alguna manera o le habían despedido definitivamente.

Le seguí hasta el aparcamiento del que había sido complejo deportivo de Piscinas y Deportes y que ahora era centro de ocio privado con gimnasio y saunas y no sé cuántos cines. Dejé el coche a razonable distancia del Seat Ibiza amarillo de Adrián y, al bajar, cogí la videocámara digital con la que suelo ilustrar mis informes. Había pensado que, si se repetía la salida de discoteca y la búsqueda y captura de chicas aburridas, quizá podría conseguir un documental interesante.

Desde el aparcamiento, caminamos unas cuantas manzanas entre casas modernas, limpias, con vestíbulos ornamentados con plantas y porteros uniformados. Adrián escogió la más pequeña, con una palmera a la derecha de la puerta, y se dirigió al único portero de que disponía el edificio: el automático. Era de esos que transmiten a los pisos la imagen del visitante junto con la voz. La luz de la videocámara se encendió tres veces antes de que mi objetivo se rindiera y echara una ojeada a los alrededores en busca de un bar donde entretener la espera. Al lado mismo del portal se hallaba el acceso a un modesto centro comercial donde, entre una peluquería y una zapatería, detrás de un mostrador, había dos camareros uniformados con chalecos granates que servían bebidas de toda clase. Adrián ingirió un cubata y, a la hora de pagar, arrugó la nariz y huyó buscando otro sitio en el que emborracharse por un precio más módico.

Pasaron las horas. Le vi tomarse seis cervezas y llamó por el móvil cuatro veces. Hasta entonces, no consideré que hubiese nada digno de ser inmortalizado con la videocámara.

Para combatir el tedio, llamé al comisario Palop. Es el jefe de los GEPJ (Grupos Especiales de la Policía Judicial) y a menudo nos hacemos favores.

—¡Esquius, coño! —exclamó tan pronto oyó mi voz—. ¡Cuánto tiempo sin saber de ti! ¿Cómo estás?

Le dije que estaba bastante bien e intercambiamos varios formulismos imprescindibles. Que si había husmeado muchas braguetas desde la última vez que nos habíamos visto, que nos teníamos que reunir para tomar unas copas, que su mujer tenía muchas ganas de verme, que qué se había hecho de mis hijos. Que qué quería.

—Lo de siempre. Mirar si un tío tiene antecedentes.

—Nombre.

—Adrián Gornal López.

—¿Te corre prisa?

—Antes del lunes.

—Antes de esta tarde lo tienes. Es un momento.

—Espera… Y, ya puestos… Mírame también un tal Casagrande, Ramón Casagrande…

—Ramón Casagrande, ¿qué más?

—No sé qué más. Y hay otro del que ni siquiera sé su nombre.

—Entonces será más difícil.

—No lo sé. Estaba en una discoteca de Cerdanyola llamada Crash y me parece que mandaba mucho. Es un tío bajito pero fuerte, que se viste de una manera antigua, como un gánster de película. Con sombrero y gabardina.

—Vale, ya te lo miraré, pero no te hagas ilusiones.

Adrián Gornal López comió en un
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de comida basura que había en el centro comercial. A mí me prepararon un excelente bocadillo de pan con tomate y jamón en el bar donde mi objetivo se había tomado el cubata.

Pasadas las cinco de la tarde, finalmente, Adrián tomó una decisión y salió dando zancadas de gigante. Un par de travesías más allá, había un bar llamado Happyness (sic), uno de esos locales que se esconden tras puertas de madera noble que impiden ver qué pasa en el interior.

Pensé que quizás era el momento de utilizar la videocámara. Y, efectivamente, en seguida tuve una buena imagen para captar.

Después de pasar dentro un cuarto de hora, Adrián salió acompañado de dos señoritas, una morena y una rubia, una colgada de cada brazo. Las hacía reír y ellas se reían, complacientes. Y yo les captaba con la videocámara. Se me partía el corazón sólo de pensar la cara que pondría Flor cuando viera aquello.

Íbamos de nuevo hacia la casa vecina al centro comercial cuando me sonó el móvil. Paré la grabación y respondí sin dejar de caminar tras mi objetivo, con los ojos fijos en su espalda.

—¿Señor Esquius? —dijo la voz de Flor.

—Sí.

Recordé sus ojos grandes, brillantes e ingenuos escondidos tras las gafas, aquella carita de candidata a comprar cualquier moto que le vendieran, y se me hizo un nudo en la garganta. Delante de mí iba su novio haciendo reír a dos fulanas.

—Es que le quería hablar de Adrián —decía la poetisa—. Bueno, ya sé que la investigación está en marcha y ahora no puedo echarme atrás, y esperaré los resultados que usted me traiga, pero quería decirle que no se preocupen si no encuentran nada.

En aquel momento, sin parar de caminar, Adrián saboreaba un beso húmedo de la rubia mientras la morena reía, convulsa.

—He visto a Adrián esta mañana. Me ha venido a ver y me ha explicado lo que le pasa. Lo hemos aclarado todo. —Recordé que habían entrado entusiasmados en aquella cafetería decorada como una carabela y que, al salir, Adrián se la había quitado de encima—. Se ha sincerado conmigo. Me ha dicho que está nervioso porque sólo le queda una convocatoria para las asignaturas que tiene pendientes de segundo. Si suspende, le expulsarán de la facultad. He podido leer en sus ojos que decía la verdad. Los ojos de Adrián no engañan, señor Esquius. Puede mentir con la boca pero sus ojos son explícitos y diáfanos como libros abiertos. —Ahora, Adrián estaba tocando el culo de las dos señoritas que le acompañaban, y ellas daban palmas y se reían, y corrían como tres enamorados. Añadió Flor, con voz cargada de devoción—: Me ha pedido dinero para comprar unos libros que necesita y yo se lo he dado.

—Ah —murmuré—. Libros.

De allí salían los cuartos para pagarse las putas. Y, una vez obtenida la pasta, Adrián se había quitado de encima a Flor como quien se libra de un esparadrapo pegajoso. Si Octavio estuviera en mi lugar, se estaría meando de risa. A mí todavía hay unas cuantas cosas, pocas, pero unas cuantas, que me sacan de quicio.

—¿Señor Esquius? ¿Me oye?

—Ah, sí… Perdone, es que estoy en la calle.

—No le entretendré demasiado. También le llamaba por otra cosa… Bueno, después de saber que es aficionado a la poesía… Mañana sábado hay una lectura de poemas en el Ateneo. Unos cuantos actores leerán versos de nuestros poetas, y al final, se leerán unos que Benet Argelaguera dejó inéditos al morir. ¿Conoce a Benet Argelaguera?

¿Me estaba invitando a salir con ella?

—Sí, claro, el poeta —¿Quién no ha oído hablar de Benet Argelaguera? La voz del país, el poeta de un pueblo, dilo como quieras. Incluso había leído alguna cosa de él, cuando mis hijos eran pequeños y lo tenían de lectura obligatoria en el colegio. «Quién se repartirá la osamenta de mi país cuando los comensales estén hartos de su carne», o algo por el estilo.

—¡Oh, entonces no se lo puede perder! Le aconsejo que vaya, de verdad, será una experiencia, se lo prometo. Le he hecho llegar unas invitaciones a la agencia.

Me entraron ganas de aceptar y de ligármela, sólo por el placer de liberarla del jeta que ahora había llegado a la casa del centro comercial y volvía a apretar el botón del cuarto tercera.

—Ah, bueno —dije—. Es que no llevo la agenda conmigo y no sé si…

—Es igual. Si quiere y puede ir, ya tiene las invitaciones. Yo tengo un compromiso familiar y me lo perderé, por eso se las paso.

—Ah. Gracias.

Aquella vez sí había alguien en el piso. Llegué a tiempo de grabar la fachada de aquella casa y el grupito enredando ante la puerta. Con unos gritos que pude oír desde la otra acera, Adrián comunicó al portero automático que tenía una sorpresa «que se te van a caer los pantalones». Plano general seguido de un zoom hacia adelante para meterme con ellos en el interior oscuro de la portería. Película no apta para el público infantil y todavía menos para Flor Font-Roent. La película X de verdad comenzaría en el piso de arriba, pero yo allí ya no podía llegar.

Cuando se cerró la puerta, yo detuve la videocámara y me quedé en la calle, apoyado en la pared y pensativo. Me entraron ganas de aprender más cosas sobre el poeta Marlowe para poder invitar a Flor a tomar una copa en mi casa y charlar un buen rato.

No sé por qué me quedé tanto tiempo en aquel banco, en los jardincitos que había frente a aquella casa. Quizá porque no tenía otra cosa que hacer. Quizá porque me olía que las trapisondas de Adrián iban más allá de ponerle los cuernos a su novia. Lo veía demasiado preocupado y pensativo, nervioso y atormentado, en el trabajo, y fingiendo mal en compañía de aquel Ramón Casagrande. Adrián era un hombre con un grave problema que andaba buscando algo.

Una razón accesoria que me retuvo allí fue el hecho de que, para distraerme, me puse a escuchar la radio de auriculares. Cambiando de emisoras, descarté un programa debate entre gente que hablaba a gritos, otro de música demasiado estridente para mi gusto y, de pronto, en una emisora local donde acababan de dar las noticias de no sé qué barrio, irrumpió una cuña publicitaria que me llamó la atención. Primero por la música, aquella canción orgàsmica que se titula
Je t'aime, moi non plus
, me pareció que no en la versión original cantada por Serge Gainsbourg y Jane Birkin, sino en una anterior que Serge había grabado con Brigitte Bardot, y que tardó muchos años en ser comercializada. Una versión peor, para mi gusto, porque le faltaba el toque de perversa ingenuidad de la entonces jovencísima Jane Birkin. Mezclada con el diálogo de suspiros entre los dos cantantes y la melodía de órgano Hammond, surgió una voz aterciopelada y ronca, que sólo con el tono prometía sesiones maratonianas de orgía:

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