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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Con los muertos no se juega (6 page)

BOOK: Con los muertos no se juega
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«
… C'est moi, Colette… Je t'attends cette nuit…
Sí… lo has escuchado bien, es un
rende-vous
entre los dos, a la hora más
chaude
de la radio…»

Aquella chica de acento tan afrancesado que parecía hablar en francés incluso cuando decía palabras en castellano, tenía que ser la hermana de Felicia Fochs. Me arrepentí de no haberme fijado mejor en ella cuando coincidimos en el ascensor.

«Música para ponerse, con Colette», me confirmó inmediatamente un locutor de voz muy viril. «Cada noche, a las doce en punto, con la mujer más caliente y sedienta de sexo de toda Francia. Apaga la luz, relájate… escúchala… imagínate que la tienes al lado…»Aquello parecía una invitación directa al onanismo. No sé por qué, me imaginé a Octavio congestionado por aquella voz, acariciando y dejando perdido de babas el aparato de radio y se me escapó la risa.

Apagué la radio al ver que unos vecinos se disponían a entrar en la portería de la casa. Aquello me dio la oportunidad de colarme y de mirar los buzones hasta encontrar el nombre que buscaba. Ramón Casagrande. Adrián había pedido dinero a su novia para alquilar dos putas y llevarlas a casa de su amigote Casagrande.

Fui a comprarme un periódico y lo estuve hojeando durante veinte minutos antes de que, simultáneamente, sonara mi móvil y se abriera la puerta del edificio que vigilaba y de él saliera rápidamente Adrián.

—¿Sí?

Me levanté y le seguí. Adrián se había metido en el centro comercial.

—¿Esquius? —Era el comisario Palop—. Tengo lo que querías.

—Dime.

Entré en el centro comercial y en seguida localicé a un Adrián muy nervioso, saltando ahora sobre un pie, ahora sobre el otro, esperando ante un taller donde hacían reproducciones de llaves. ¿Le estaban haciendo la copia de unas llaves? ¿Qué prisas le habían entrado, ahora, cuando tenía dos chicas complacientes esperándole sentadas al borde de la cama y agitando los piececitos en el aire?

—Hace ocho años, cuando tenía dieciocho, Adrián Gornal López y unos amigos apedrearon la fachada de la sucursal de la Caja de Ahorros de su barrio. Cuando les pillaron, les acusaron de embriaguez y desorden público, pero se libraron con una multa.

—Espera, espera. —Garabateé los datos, con abreviaturas y en clave, en mi cuaderno—. ¿Qué más?

Por los gestos que hizo Adrián, entendí que le decía al cerrajero que volvía en seguida, y vi cómo corría al supermercado que había al final del centro comercial.

—Hace cinco años —decía Palop—, exhibicionismo.

—¿Exhibicionismo?

—Se le apareció desnudo a una vecina, una anciana. La pobre mujer cayó de culo del susto, y se hizo una luxación de cadera. Se ve que la mujer se quejaba de que Adrián y sus amigotes hacían mucho ruido y le gastaron esta broma, que acabó mal. Pero a Adrián, otra vez, sólo le cayó una multa como castigo.

—O sea, que no ha estado nunca entre rejas —resumí.

—No. Su padre es Gabriel Gornal, el de la cadena de tiendas de todo a cien. Un hombre de esos que empiezan de la nada y acaban meando en váteres con cadena de oro. Seguro que utilizó sus influencias para sacar al niño del apuro. Y seguro que estos dos no fueron los únicos fregados de los que le ha tenido que sacar.

Hasta que el viejo Gornal se hartó de proteger a su hijo y le echó a la calle y le amenazó con desheredarlo si no cambiaba.

Adrián salía del supermercado con un par de botellas de cava.

Supuse: «¡Bajo a comprar una botella de cava!» Cuando, en realidad, su auténtica intención era sacar una copia de unas llaves.

Recogió las llaves del cerrajero, pagó y volvió a casa de Casagrande.

—¿Y qué me dices del llamado Ramón Casagrande?

—No he encontrado ningún Ramón Casagrande con antecedentes.

—¿Y el tío de la discoteca Crash?

—De ése, no sé nada. Esa discoteca está dirigida por un sujeto muy poco recomendable, con antecedentes penales, que se llama o se hace llamar Román Romanés, pero no he podido hablar con nadie que lo conozca y no sé si se disfraza de gánster. Ya te lo diré, pero tendrás que esperar al lunes.

—Bien.

Dos horas después, se acabó la fiesta. Primero salieron las putas, serias y calladas, sin mirarse siquiera la una a la otra; y media hora después Adrián, pensativo como siempre que creía que nadie le observaba. Al ver la actitud de los protagonistas de la fiesta, cualquiera diría que acababan de salir de un funeral.

Ya había oscurecido y no había luz para grabar ni nada que valiese la pena grabar, de manera que fui a buscar mi coche al aparcamiento y corrí a buscar refugio a mi casa.

Escena 6

Liberado del compromiso familiar de cada sábado, pasé el fin de semana encerrado en casa, leyendo, viendo pelis con el deuvedé (
Adiós, muñeca
, por fin, entera, y
Training Point
) y redactando el informe Gornal, al que sólo me faltaría añadir lo que me pudiera decir Palop sobre el hombre del sombrero y la gabardina, si es que había algo que decir.

No fui a la lectura poética, por supuesto. Si no podía llevar a Flor colgada del brazo ni había leído prácticamente nada de lo que el Poeta Nacional de Cataluña, Benet Argelaguera, (a quien los castellanos solían denominar Argelaguera, porque sonaba más vasco, más belicoso y, por tanto, más separatista) no veía por qué tenía que escuchar su obra póstuma. Para compensar, salí a recorrer librerías buscando datos del otro poeta, Christopher Marlowe.

En una antología, encontré una de sus obras más famosas,
The Passionate Shepherd to his love
. Era precisamente el que me había citado Flor, pero descubrí que me había recitado la segunda estrofa. Quizá porque pensó que la primera, «
Come live with me and be my love
», podría dar lugar a alguna clase de malentendido. Una chica prudente. Me aprendí el poema de memoria. Uno no sabe cuándo este tipo de cosas pueden serle de utilidad.

El domingo, en el telediario, informaron sobre el acto poético celebrado la noche anterior. Me sorprendí a mí mismo mirando la pantalla con atención, por si veía a Flor entre el público. No la vi. En el escenario, alguien recordaba la tragedia que supuso la repentina muerte del poeta, precisamente el año que estaba tan bien situado para conseguir el primer Nobel de Literatura catalán. Una catástrofe. El último día del año le había atropellado el Tranvía Azul. Ya era mala suerte que el único tranvía de la ciudad ahogase la voz de todo un pueblo. Pasaron todo el álbum de fotografías del bardo, con aquella cara de abuelo cascarrabias que tenía. Remataron el acto con imágenes de un actor muy concentrado, las venas del cuello y de la frente marcadas a causa del sentimiento que le ponía, y la mirada amenazante, como si alguien del público le debiera dinero:

«Condeno el alma que ríe

En estos tiempos de incertidumbre

Que ignora la penumbra

Que no mira el abismo

Y despierta tempestades.»

Si tenía que escoger, me quedaba con Marlowe. Se le veía más optimista, aunque no hubiera llegado a viejo.

El lunes me presenté en la agencia con el informe provisional en la mano, acompañado del disquete y de la cinta de vídeo donde se podía ver a Adrián con las dos profesionales.

De paso, saludé a Beth, que estaba tecleando alguna cosa en el ordenador.

—¿El caso de Felicia Fochs? —le pregunté.

Se alegró de verme y me lo demostró con una sonrisa cegadora.

—¡Éxito total! —respondió. Y aclaró—: Con todas aquellas cosas que me dijiste, les dejé boquiabiertos. Me perdonarás que me las apropiara…

—Para eso te las dije.

—Pues Biosca, Octavio, Felicia Fochs y su hermana se quedaron con los ojos a cuadros cuando escucharon aquello de que el acosador era alguien cercano a ellas, y por eso disimulaba la voz, y que iba muy en serio porque de lo contrario no se habría tomado tantas molestias, y todo el resto. Biosca me mira diferente desde aquel día.

—Lo celebro. ¿Y cómo te ha ido investigando a aquel novio de Felicia?

—Raúl Vendrell. No lo sé. A mí me parece un chico bastante normal, y tiene una novia superguapa. No tiene pinta de obseso sexual ni nada por el estilo…

—No te fíes.

—El sátiro volvió a llamar ayer. Esta mañana he ido a casa de Felicia para recoger la cinta en la que Octavio grabó la conversación. Si quieres escucharla, la tiene Biosca.

Quería escucharla. Llamé a la puerta del despacho y Biosca me ordenó que pasara. Cuando asomé la nariz, me lo encontré muy sonriente, con una grabadora en la mano.

—Traigo el informe Gornal — anuncié.

—¿Cuernos? —me preguntó.

—De ciervo —confirmé.

—¿Quiere escuchar las ocurrencias del acosador de Felicia Fochs?

—Para eso he venido.

—Pues pase, pase.

Con el ciclópeo Tonet intercambiamos una ojeada correcta que equivalía a un «buenos días, buenos días». Después de eso, el guardaespaldas volvió a fijar la vista en el ojo izquierdo del locutor de la CNN y continuó pensando en sus cosas.

Biosca alargó mano y casete hacia mí y apretó un botón.

—«Todo el día estoy pensando en ti —escuché un susurro ronco, una voz áspera y metálica, distorsionada por un aparato que la hacía inhumana—, pienso en ti y en el estilo de tu óbito. Qué suave la hoja del cuchillo que te está destinado… La coincidencia de tú y yo en el sitio menos pensado es inevitable… Ven a mí, deja que goce de tu conejito, que me meta en él… Hazlo, si no eliges la hoja del cuchillo.»

Antes de acabar de escuchar la cinta, sonó el teléfono.

—¿Qué le parece? —me preguntó Biosca, con la mano sobre el auricular.

—Que habla de una manera extraña, ¿no? «Pienso en ti y en el estilo de tu óbito», «el cuchillo que te está destinado»…

Biosca hizo una mueca de contrariedad. El ya se había fijado en eso, y había elaborado su propia teoría al respecto.

—Claro, esto confirma que está como un cencerro. Se siente superior a los demás, se las da de poeta. Un ego hinchado a punto de reventar y provocar un estallido de sangre, no le quepa duda alguna —dijo, truculento, como si ya pudiera disfrutar de la sangre y los restos descuartizados de Felicia Fochs pringando todo el despacho. Continuaba sonando el teléfono, pero él, de momento, no contestó porque todavía no había acabado la disertación—. Probablemente un escritor o un guionista de culebrones fracasado. Habrá que mirar en esa dirección…

—Hombre —dije yo—. A lo mejor sólo es un tío muy influido por el cine. Los
serial killers
de las películas a menudo hablan así.

Negó con la cabeza para hacerme entender que su teoría era muy superior a la mía al mismo tiempo que descolgaba el teléfono y contestaba.

—¡Soy Biosca! —Escuchó. Me miró de reojo. Dijo—: Sí, precisamente lo tengo aquí, a mi lado. —Escuchó un poco más y, en seguida, estalló en una risa estrepitosa, que incluso atrajo la atención del impasible Tonet. Al mismo tiempo que me pasaba el auricular y reía, Biosca dijo—: ¡Ostras, un asesinato, Esquius! ¡Para ti! ¡Hacía tiempo que no teníamos un asesinato! ¡Ostras, un asesinato! ¡Cojonudo, Esquius, cojonudo!

ACTO TERCERO
Escena 1

Cogí el auricular de manos de Biosca y me lo puse en la oreja.

—Sí —dije—. Esquius.

—Eh, soy Palop —reconocí el tono perentorio e impaciente que se le escapaba al comisario ante las impertinencias de Biosca—. Tenemos un muerto.

—¿Quién? —pregunté.

—El amigo del tío ése que estás investigando. Un visitador médico llamado Casagrande. Me dijiste que iban juntos a todas partes, y los habías visto en aquella discoteca de Cerdanyola hablando con Román Romanés, ¿verdad?

Interpreté que habían identificado al hombre del sombrero y la gabardina como Román Romanés, el propietario de la discoteca Crash.

—Sí.

—¿Tienes una foto reciente de ese chico, Adrián Gornal?

—Sí, por supuesto.

—Pues tráemela en seguida al número veintidós de la calle Pemán. —Era donde vivía Casagrande—. Ven cagando leches.

Le pedí a Beth que me pasara tres fotocopias de la foto que nos había dado Flor y que hiciera más. Si les daba el original a Palop y sus mariachis, ya podía darlo por perdido. Beth me dio un sobre de color amarillo y salí a la carrera.

Me trasladé a la parte alta con mi coche, a toda la velocidad que me permitieron los semáforos, los atascos, los guardias y los bobos que conducían mientras hablaban por el móvil. Metí el coche en el aparcamiento subterráneo donde ya lo había dejado unos días antes y, después, corrí hasta la calle donde vivía Casagrande. El Ayuntamiento, en las placas de la calle, había puesto Josep M.ªPemán, Josep, con pe, en catalán. Me pregunté si lo habrían hecho a propósito o si aquello era simplemente un indicativo del feliz olvido en que había caído el poeta franquista.

Ante el número veintidós se había formado un barullo considerable. Una ambulancia y tres coches de policía, con las luces intermitentes enviando destellos alrededor, estaban aparcados en doble fila, lo que limitaba el tráfico de la calle a un embudo en el que se amontonaban los vehículos que habían tenido la mala idea de pasar por allí. Por si fuera poco, unas cintas de color rojo y blanco cerraban el paso y obligaban a los peatones a cambiarse de acera o a transitar por la calzada estorbando todavía más la circulación. Tuve que abrirme paso entre una multitud de curiosos que se apiñaban como si estuvieran esperando la aparición de algún ídolo del cine o la canción. «Por favor, por favor, ¿me permite?» Como suele suceder en estos casos, atendiendo a lo que decían los curiosos, podías escuchar toda clase de teorías:

—Ha sido un asunto de celos —informaba a la concurrencia una señora con cara de ave de presa—. El marido le engañaba y la mujer, harta, pero que muy harta, ¿eh?, le ha clavado veinte cuchilladas.

—¡Qué dice, señora! Ha sido un accidente, se ha hundido un piso entero. Hay una docena de muertos —decía un anciano de esos que se pasan horas mirando cómo trabajan los obreros en las obras.

—¿Y cómo es que sólo hay una ambulancia?

—Además, si Ramón estaba soltero —matizaba un chico mejor informado que los otros.

La última barrera la constituía un policía de uniforme que miraba a los ojos de la gente como si se estuviera preguntando cuál de ellos era el asesino.

—Me ha llamado el comisario Palop —le dije.

Al tiempo que trataba de localizar a Palop entre el personal de uniforme y de paisano que se movía ante el portal de Casagrande, pude comprobar que el cadáver no estaba sobre la acera, como había supuesto. Si la policía prohibía el paso por aquel tramo de calle era porque había unas huellas muy visibles, huellas rojas, rastros de sangre, que salían del edificio y huían hacia arriba, hacia Vía Augusta o General Mitre.

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