Con los muertos no se juega (11 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

BOOK: Con los muertos no se juega
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—La propia pistola —repitió Beth, fascinada, como si pensase que jamás se le habría podido ocurrir aquella posibilidad.

—Yo voto por las drogas. Casagrande era visitador médico, supongo que en su casa debía de tener muchas muestras de medicamentos. ¿Tal vez era eso lo que buscaba Adrián?

—Medicamentos —dijo Beth—. Claro. Tú eres superdotado de verdad, ¿no?

—No, hombre, no —me reí con modestia—. Eso son tonterías de Biosca.

—No, no, no hagas caso de lo que diga Biosca. Yo he estado estudiando el tema de los superdotados y tú lo eres, seguro.

—¿Ah, sí? —Me gustaba oírlo en su boca. No eran labios gruesos y sensuales, pero sí extrañamente flexibles cuando hablaban, y sabían sonreír. Eran labios besables.

—Va, no te hagas el tonto. ¿Qué coeficiente intelectual tienes?

—No lo sé. No me lo he medido nunca. ¿Cómo se mide? ¿Al peso? ¿En centímetros?

—No me creo que nunca te hayas hecho el TTCT…

—¿El qué?

—El Torrance Test of Creative Thinking. O el Weschler, o el Stanfor-Binet. Son tests para establecer el coeficiente intelectual de una persona.

—Pues no, no me los he hecho nunca, no.

—¿Te aburrías de pequeño en la escuela?

—Bueno, como todo el mundo, ¿no? Claro que me aburría.

—¿Lo ves? Eso es típico de superdotados. Van por delante de sus otros compañeros y tienen la sensación de que los profesores nunca les pueden enseñar nada nuevo. Tú debes de tener más de 140 de coeficiente intelectual. Seguro que no te gustaban los deportes de competición, ¿a que no? Nunca jugaste al fútbol…

—Es verdad. Me gustaba mucho más correr…

—¿Lo ves? —Ella se reía como un niño en un espectáculo de magia—. ¡Superdotado! Y no te gusta la violencia, ¿a que no?

—Pues no, no me gusta la violencia…

—¿Lo ves? —Y se lanzó a adivinar otros rasgos de mi carácter—: Y eres muy exigente contigo mismo, y tienes baja la autoestima. .. —Y se atrevía a efectuar suposiciones más aventuradas—: Yo diría que eres un superdotado de medio desfavorable…

—Bueno, bueno —creo que me puse colorado—. Esto son tonterías. ¿Quieres que sigamos hablando de Adrián, o…?

—Sólo un momento. ¿Quieres saber qué me gusta de ti?

—Claro que sí.

—Que has sabido huir del perfeccionismo que muchas veces hace de los superdotados unas personas arrogantes e insoportables, y puedes aceptar la falta de perfección en los demás.

—Beth. No soy superdotado. Y, si lo soy, me da igual. Mejor no saberlo. ¿Quieres que sigamos hablando de Adrián?

—Sí, sí.

—¿Quieres que te diga por qué considero que es inocente?

—¡Claro que quiero que me lo digas!

—Porque no es lógico. No es verosímil. Ya sé que la realidad nunca es verosímil, pero éste es mi camino de reflexión. Sigámoslo juntos.

—De todo corazón. Te sigo.

—Digamos que Adrián es un ladrón. Saca copia de las llaves aprovechando un momento en que el otro no se da cuenta. Aprovecha para ir a robar cuando el otro se ha ido a trabajar. Si todo hubiera ido bien, Adrián habría salido del piso de Casagrande con su botín y habría desaparecido tan pancho. Casagrande no debería estar allí.

—Pero estuvo.

—Una inoportuna llamada de móvil de última hora, que le obliga a dar media vuelta y volver a casa. Adrián está saliendo y el otro llega a casa. Adrián ya ha robado, ya tiene lo que quería, su intención era largarse de allí sin hacerse notar… Pero, cuando se lo encuentra, de repente, cambia de intención. En vez de escaparse discretamente, decide pegarle un tiro a su amigo en la nuca.

La vecina acaba de verle, arriba, todo el mundo sabe que son amigos. Hay testigos, pero, aun así, él saca la pistola y se carga al amigo.

—No es lógico —aceptó Beth.

—¿Qué pasaba si Casagrande le sorprendía en el portal? Nada. «Qué haces, aquí.» «Pues nada. Pasaba por aquí y te he venido a ver, he subido por si estabas.» Son amigos. Le había venido a ver con cualquier excusa. ¡Era demasiado expuesto, matarlo en aquel momento!

—Pero la viejecita le había visto salir del piso. Se lo diría a Casagrande y, cuando Casagrande echase de menos lo que Adrián le había robado, le podría denunciar…

—Y, para que no le denunciasen por robo, Adrián escogió la opción de que le denunciaran por asesinato. No se aguanta.

—¿Y qué explicación le das, si no? —protestó Beth, dispuesta a permitir que la continuara deslumbrando.

—No tengo ninguna explicación, todavía. De momento, trato de establecer lo que no pasó.

—Tú has dicho antes que la verdad nunca es lógica.

—También he dicho que tenemos que pensar a favor de nuestra cliente. Y el tiro en la nuca es otra de las cosas que no me cuadran con lo que sé de Adrián. Un tiro en la nuca me suena a ejecución fría, premeditada.

—No sé si dejarme convencer aún —dijo la chica, coqueta.

—Limítate a dejar suelta la imaginación.

—Vamos allá.

—Imaginemos un asesino que prepara una trampa a Casagrande. Cuando éste ha salido de casa, le llama al móvil. «Vuelve a tu casa. Tenemos que hablar seriamente.» Alguien que tiene suficiente ascendencia sobre él como para hacer que obedezca…

—Eso te lo sacas de la manga.

—Tiene que haber una llamada de móvil.

—Alguien de los laboratorios o del hospital, diciéndole: «¿Me traes los papeles que te pedí?», y Casagrande dice: «Ostras, tienes razón, los papeles. Taxista, dé media vuelta que tengo que ir a buscar unos papeles».

Lo decía convencida de que yo tenía respuesta para todo. Y no era así.

—Imagina que no fue así —dije.

—El asesino le está esperando dentro del vestíbulo. Entra Casagrande corriendo y el otro le dispara en la nuca.

—Una ejecución.

—¿Y Adrián? —preguntó Beth. Y se le ocurrió de repente—: Adrián sale en ese momento… Y es testigo del crimen.

—¿Y cómo se los encuentra, al asesino y a Casagrande?

—Casagrande llega, y él sale, o sea que se encuentran cara a cara. Y el asesino está detrás de la víctima, o sea que también queda de cara a Adrián. ¡Adrián ve al asesino!

—Pam, dispara. Le revienta la carótida y Casagrande cae hacia quien tiene delante, que es Adrián, rociándolo con su sangre. Por eso, Adrián sale corriendo a la calle empapado en sangre…

—¿Y el asesino? ¿Es invisible? ¿El no se mancha de sangre? ¿Por dónde se va? ¿Se esfuma? ¿O a lo mejor te crees que el asesino y la viejecita del licor tónico son una misma persona? Está bien: me has convencido.

—¿Te he convencido?

—Sí. Ya veo que no eres superdotado. Tu teoría no se aguanta por ninguna parte.

—Entonces, ¿mañana no querrás venir conmigo?

—¿Dónde?

—A comprobar mi teoría sobre el lugar de los hechos. Tal vez observando la escena del crimen podamos concluir por dónde podía escapar el asesino. Había una puerta.

—¿Me dejarías ir contigo? —rebosante de ilusión.

—Si no tienes obligaciones con Octavio y su actriz…

—¡No! —exclamó, saltando en la silla—. Octavio no me deja hacer nada. Está de mala leche porque no acaba de encontrar la manera de que Felicia le autorice a protegerla desde el interior de su cama. Un aburrimiento de caso. Repito la pregunta: ¿me dejarías ir contigo?

—Por supuesto.

—¡Gracias! —el grito atrajo la atención de todos los clientes del restaurante.

—Tengo que hacer méritos delante de ti, porque me parece que te has quedado un poco decepcionada.

—¡No! ¡Todavía tengo fe en que habrá un final sorpresa!

Algunos clientes masculinos me miraban sonrientes y solícitos, por si acaso éramos padre e hija y la hija estaba libre de todo compromiso. Otros me miraban con envidia o recriminación imaginándome un crápula aficionado a las jovencitas. Aquello les debía de parecer una cita clandestina. Mal día, un lunes para ir a cenar, porque muchos restaurantes cierran los lunes.

Estaba bebiendo el último trago de lambrusco cuando esta cadena de pensamientos desembocó en otro que me dejó tieso.

¿Una cita? ¿Lunes? ¿Restaurantes cerrados?

Me atraganté con el vino.

—¡Ostras, Beth! ¿Qué hora es?

—Las diez y media pasadas. ¿Qué ocurre?

A las diez había quedado con María, la propietaria de un restaurante amiga de mi hija. Me levanté tan precipitadamente como si me animase el propósito de huir sin pagar la cuenta.

—¿No quieren postres los señores? —nos preguntó un
maître
excesivamente ceremonioso.

—Oh, perdona, no me acordaba —yo hablaba con Beth, que me miraba sonriente y se movía con tanta parsimonia como el resto de la gente—, tenía que hacer una cosa en el centro…

Corrió a mi lado, cortando por la calle Buenos Aires, hasta la avenida Tarradellas. Yo quería despedirme, pero ella seguía detrás de mí, diciéndome que no me preocupase, que ella iba hacia el centro, y nos encontramos en el aparcamiento subterráneo de la agencia, subiendo los dos en mi coche, y pensé que la chiquilla empezaba a ser una intrusa.

—Voy hacia la plaza Molina.

—Perfecto. Me va muy bien —dijo.

No era cuestión de echarla del Golf a empujones, así que me acompañó mientras yo subía por Casanova y tomaba Travessera de Gracia hasta Aribau y trepaba por esta calle hacia Vía Augusta y plaza Molina. Cada semáforo, cada coche, cada peatón suponían un obstáculo odioso. Y el reloj marcó las once, y las once y pico, y ya no valía la pena acudir a la cita, ¿por qué demonios iba?

Detuve el coche delante de un edificio moderno, de cristal y cemento, en la misma plaza Molina, bajé de un salto y miré a mi alrededor como si esperase ver a una mujer preciosa dedicándome una sonrisa luminosa.

No estaba, claro. Lo lamenté por aquella mujer que necesitaba compañía y a la cual había fallado. Me la imaginé sola, en su casa, llorando. O, tal vez, mirando por la ventana a este hombre inconfundible (si mi hija le había hecho una descripción esmerada), alto, delgado, con una mata de pelo blanco, siempre despeinado. Pensé que Monica me reñiría.

—No te preocupes, Esquius —dijo Beth a mi lado—. Te perdonará. Seguro. Eres una de esas personas a las que se les perdona todo.

Y, sin previo aviso, me cogió de las solapas, se puso de puntillas, puso los labios sobre los míos y me los humedeció con la lengua.

—¡Muchas gracias! —dijo, muy cerca, acariciándome con su aliento—. ¿Queda en pie lo de mañana?

—¿El qué?

—Ir a visitar el escenario del crimen.

—Estás invitada.

—¡Guay! ¡Me lo he pasado muy bien! ¡Ha sido maravilloso! Pasaré a buscarte por tu casa, ¿de acuerdo?

Me hubiera gustado que me diera otro beso. Lo estaba deseando. Pero hubiera sido demasiado. Dio media vuelta y se fue corriendo hacia la acera, Balmes arriba, no sé si juguetona o avergonzada, pero en cualquier caso sin darme la oportunidad de reaccionar de ninguna manera.

Cuando me recuperé de la impresión y me sentí capaz de mantenerme en pie sin apoyarme en las paredes, miré el reloj. Las doce menos cuarto. En la plaza Molina sólo se veían grupos de jóvenes en las terrazas de los bares. Estaba claro que María ya debía de estar en su casa, ofendida y desengañada de mí. No me atreví a levantar la vista hacia ninguno de los edificios que tenía delante.

Con la cabeza gacha, como un cobarde, monté en el Golf y me fui a mi casa, solo, con el regusto del beso de Beth en los labios.

Embelesado ante la tele, muerto de sueño, me sorprendí pensando «Demasiado joven, no te hagas ilusiones», y reaccioné sacudiendo la cabeza.

—¿Pero qué dices, Esquius? ¿Te has vuelto loco?

ACTO CUARTO
Escena 1

Mientras holgazaneaba en la cama, esperando que sonase el despertador, y mientras me duchaba y, después, me preparaba el desayuno, fantaseaba. Beth llamaba desde abajo. «Soy Beth, ¿puedo subir?» Yo me extrañaba, «¿Subir? ¿Para qué quiere subir? Tenemos que ir a la escena del crimen, más vale que nos demos prisa, ya bajo yo». No, no, pero ella insistía y subía. Se presentaba con una ropa muy sexy, no me la hagáis describir pero era muy sexy. Yo le abría la puerta y me quedaba con la boca abierta. Y ella me decía: «¿No te imaginas por qué he querido subir?»—¿Pero qué dices, Esquius? ¿Estás loco?

Para quitarme semejantes disparates de la cabeza, me planteé si tenía que telefonear a Monica para preguntarle cómo les había ido el fin de semana de esquí. Pero en seguida se me ocurrió que Monica querría saber cómo me había ido el encuentro con María y eso enfrió el primer impulso. Tal vez sería mejor llamar primero a María. Pero, ¿qué le diría? ¿Qué excusa podía inventarme? ¿O sería mejor decir la verdad, que me había olvidado de la cita? «Debe de ser cosa del Alzheimer, cosas de la edad, ja ja», reduciéndolo así a una broma, si cuela, cuela y aquí no ha pasado nada.

Delante del espejo, mientras me ponía la corbata, descubrí que estaba hablando solo. Me puse colorado.

Me temblaban las manos cuando removía el café con leche y miraba el reloj con impaciencia y la cucharilla tintineó contra la taza cuando sonó el zumbido penetrante del portero automático. Corrí a responder.

—Baja —me dijo Beth—. Venga, baja que es tarde.

«Pues claro, Esquius, ¿qué te creías?»Mientras bajaba en ascensor me dije que seguro que Beth tenía novio y qué demonios pensaba que querría hacer con un vejestorio como yo. Me miraba en el espejo y buscaba en mi rostro la jovialidad perdida.

Toda ella era juventud y dinamismo. No necesitaba ninguna ropa especial para estar sexy.

—Perdona, he tenido que pasar por la agencia y me he encontrado un follón que ahora te contaré. ¿Cogemos tu coche?

—Sí, claro.

—Dejaré la moto aquí.

El edificio de la Gran Vía era antiguo y no tenía aparcamiento subterráneo. Yo tenía alquilada una plaza en un aparcamiento del otro lado de la avenida. Mientras cruzábamos por el paso de peatones, me empezó a contar las últimas novedades del caso de Felicia Fochs.

Después de estar casi una semana instalado en casa de las Fochs, Octavio había empezado a relajarse. En parte porque las comunicaciones del acosador eran muy espaciadas (sólo dos llamadas en cinco días) y en parte porque ni su estampa, ni su ropa cara, ni su enorme pistola parecían tener sobre Felicia los efectos afrodisíacos que él había anticipado en sus fantasías. El hecho de estar protegiendo a una dienta y no a una amante voraz hizo que se fuese abandonando cada vez más. Hoy te quitas la chaqueta porque hace calor, mañana te aflojas el nudo de la corbata, que te ahoga, pasado mañana no te duchas, y así sucesivamente. Si los primeros días había dormido en una silla, vestido, para estar listo para la acción, la noche anterior había decidido que se podía permitir el lujo de echarse en el sofá y aligerarse un poco de ropa, para estar más cómodo.

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