Cormyr (16 page)

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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

BOOK: Cormyr
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Sin embargo, los búfalos pasaron de largo sin que nadie moviera un solo dedo por impedirlo. Algunos elfos dieron un paso al lado con suma agilidad, para permitir pasar a algún que otro búfalo. Ondeth vio pasar a las monstruosas criaturas, altas como las chozas que él mismo había levantado con sus manos. El suelo tembló bajo los cascos, y el granjero sopesó el martillo mientras su pulso se aceleraba, pero para entonces las bestias habían pasado de largo y su rastro estaba cubierto por una nube de polvo y por el rumor del trueno que se perdía en la distancia.

Los elfos les habían permitido pasar de largo. El búfalo de los bosques no era la presa que estaban esperando.

Ondeth quiso plantear algunas preguntas pese al tumulto, pero no consiguió más que abrir la boca antes de oír un estampido aún más terrible, procedente del bosque. En la tenue distancia, mientras el suelo bajo sus botas temblaba y temblaba, un anciano árbol cayó lentamente cuan largo era. Acto seguido alcanzó a ver qué era lo que había motivado su caída. Las preguntas de Ondeth quedaron atrapadas en su garganta.

Era un oso lechuza gigante, peligroso depredador de los bosques de toda Faerun; aquél en particular era mucho más grande que cualquier otro animal de su especie que hubiera visto en toda su vida, pues era alto como dos hombres, o más, al perfilarse completamente en el claro. Su piel peluda parecía parcialmente chamuscada, y agitaba el pico, similar al de un pájaro, al acercarse, rozando los árboles al pasar. Las garras eran como hileras de dagas, cada una larga como el antebrazo de Ondeth, y agitaba las hojas a su alrededor de la pura rabia que irradiaba en su carrera.

El granjero lo observó fascinado. El pelo de la criatura se volvía más largo y fino a medida que avanzaba hacia la cabeza, semejando plumas marrones, que envolvían unos ojos amplios y acuosos, de órbitas doradas llenas de una honda furia.

El imponente oso lechuza pareció aminorar el paso al ver la línea de cazadores que esperaban su llegada. Se irguió sobre las patas traseras, y su cabeza triangular arrancó las ramas de los árboles, antes de girar sobre sus talones para observar las luces que lo perseguían.

Entonces profirió un gruñido terrible, tomó una decisión... y arremetió contra los elfos.

Había un ligero hueco en la línea élfica, entre el granjero humano y la doncella elfa que había sonreído a Baerauble. El oso lechuza se abalanzó sobre ella, tan rápido como pudo moverse.

El mago dio un paso para acercarse a Ondeth, levantó las manos y gritó una serie de palabras encadenadas, con abundancia de sílabas guturales que ninguna garganta humana podía pronunciar. Diversos fulgores se formaron alrededor de sus manos, encendidos hasta adquirir una luminosidad cegadora, que partieron de sus dedos dibujando un arco crepitante, relampagueante.

El rayo creado por el mago cubrió la distancia que lo separaba del costado del enorme oso lechuza, donde desapareció. Una columna de humo se elevó en el aire, que de pronto se inundó del olor de una tormenta de verano, y de pelo quemado. El oso lechuza ni siquiera aminoró el paso.

Los elfos corrían a ambos extremos de la línea, conscientes de haberse separado demasiado. El oso lechuza se abalanzaría sobre el hombre alto y sobre él, antes de que los cazadores pudieran cerrarle el paso. Ondeth tragó saliva.

Lo más probable es que aquel monstruo del bosque los matara, a menos que el mago sacara de la manga otro de esos rayos de luz. Que los matara... o que arremetiera contra la doncella elfa de sonrisa radiante.

La imaginación de Ondeth le ofreció una breve y vívida imagen en la que las garras de aquel monstruo la despedazaban, y su sangre manaba a borbotones por doquier, haciéndole proferir un rugido animal, sopesar el martillo y plantarse ante la doncella elfa. El oso lechuza titubeó entre pasar por el hueco que acababa de dejar, o seguir con su plan original, y se decidió por lo segundo mientras sus garras reflejaban la luz, y Ondeth Obarskyr esgrimía su martillo pesado para descargar un único y fuerte golpe, que alcanzó a la bestia por debajo del hombro.

El oso lechuza profirió tal aullido que los cuernos de caza enmudecieron por completo; a continuación, dolorido, agachó la cabeza... y arremetió contra Ondeth golpeándolo con su cabeza peluda. Fue como si lo hubieran golpeado con una almohada rellena con la piedra de un pilar.

Ondeth tuvo conciencia de volar por los aires, cayó de espaldas contra el duro suelo y se desprendió del martillo al arrastrarse del golpe y recuperar el aliento. Sus ojos se vieron empañados por lágrimas de dolor, pero a través de aquel velo borroso vio al oso lechuza romper la línea formada por los elfos.

La doncella estaba allí. Había hundido su lanza en el otro hombro del monstruo, y la usaba para trepar a su lomo. Gritó algo en lengua elfa y esgrimió un cuchillo largo color hueso. El oso lechuza rugió cuando ella hundió el cuchillo en la base del cuello, pero no consiguió interrumpir su carrera. Ondeth se puso de rodillas cuando la bestia cargó en dirección al bosque, sin permitir que la elfa bajara del lomo. La joven se agarró como pudo a la lanza, cabalgando sobre el monstruo cuando desapareció en el bosque.

Baerauble le tendió la mano para que se levantara, y lo ayudó antes de entregarle el martillo. Ondeth quiso decir algo, pero el mago se lo impidió.

—Antes debe usted ver una cosa más. —Y se volvió hacia los árboles de donde había surgido el oso lechuza. Ondeth también miró en esa dirección.

Los batidores aparecieron a través de los árboles. No cabía duda alguna, eran los seres de la belleza más radiante que Ondeth hubiera visto en toda su vida. Sin silla ni bridas, cabalgaban a lomos de los alces, animales gráciles que obedecían sin que para ellos supusiera un esfuerzo. Buena parte de los jinetes lucía la misma cota de mallas de los cazadores, aunque algunos iban envueltos en unos ropajes diáfanos que dejaban un rastro a su espalda, similar al del humo. Sus cuernos de caza dibujaban grandes espirales, decorados con campanillas de bronce.

Los jinetes estaban rodeados de luces voladoras, esferas que fulguraban y danzaban juguetonas de un lado a otro, despidiendo medio centenar de sombras. Ondeth pudo ver que estos brillos extraños a la par que maravillosos crepitaban de energía a lo largo y ancho de una superficie que, por otro lado, era completamente lisa.

Entonces llegaron los nobles elfos; a Ondeth le bastó con verlos para reconocer su posición social. Sus monturas eran enormes venados cuyos lomos habían adornado con filigranas de plata y que, más que andar, volaban. Los montaban jinetes orgullosos, damas y caballeros de los bosques, vestidos con la delicadeza que caracteriza a la seda, y cuyo pelo plateado o rubio platino ondeaba a su espalda en largas coletas.

La figura más elegante era, obviamente, el líder de los elfos, y pasó cerca de los dos humanos. Baerauble se inclinó mientras daba un golpe en el hombro a Ondeth, para indicarle que debía hacer lo propio.

Ondeth siguió de pie, martillo en mano, y observó al señor elfo con profunda admiración.

El elfo y el hombre cruzaron sus miradas durante un instante. El señor elfo tenía una cicatriz larga y desigual en una de las mejillas, y llevaba un cetro dorado y elaborado, en cuya corona brillaba la pálida luz de una amatista. En la cabeza lucía una corona sencilla, hecha de algún metal plateado. Consistía en una circunferencia con tres puntas en la frente, cada una de ellas rematada con otra gema de color púrpura.

El señor elfo sostuvo la mirada del hombre durante un instante calculado, y después sonrió. Fue una sonrisa dentuda y amplia que hubiera empequeñecido la de la doncella elfa.

Entonces desapareció, pues el venado salió dando brincos por los matorrales, y los cazadores elfos a pie siguieron a la carrera a los nobles, lanza en ristre, directos hacia el bosque en pos del eco que levantaban los rugidos del gigantesco oso lechuza.

Ondeth lo observó con asombro al pasar. Hizo ademán de seguirlos, cuando el mago le tocó el hombro.

—Diría que a lord Iliphar le ha parecido bien —dijo con amabilidad.

—¿Bien? —preguntó Ondeth, sin comprender. Entonces se volvió para mirar al mago, y dijo lentamente, como si saboreara las palabras—: No me ha traído aquí para mostrarme a sus elfos... Sino para que ellos me vieran a mí.

—La primera impresión es muy importante —respondió el mago, dibujando una sonrisa en la comisura de sus labios—. Si la partida de caza de Iliphar lo hubiera visto por primera vez disputando a un cazador elfo alguna pieza en mitad del bosque, lo más probable es que sus tratos con los elfos hubieran seguido el mismo derrotero que los que ha habido hasta ahora entre elfos y humanos... una espiral inconsciente de violencia, que habría terminado con la total destrucción de sus aspiraciones. En esta ocasión, recordarán a un humano valiente que ayudó a reducir a uno de los últimos osos lechuza gigantes de los límites orientales.

—Esa mujer... —dijo lentamente Ondeth—. No necesitaba mi ayuda, ¿verdad?

—A miladi Dahast le encantan los espectáculos —respondió Baerauble con una sonrisa, haciendo hincapié en la sílaba «mi» con suavidad, a la par que con claridad—. No, no la necesitaba. Sin embargo, puedo decirle que ha apreciado su cortesía.

—Era tan... —asintió Ondeth, interrumpiéndose hasta encontrar la palabra adecuada— maravillosa.

El mago enarcó ambas cejas, reflejando su sorpresa.

—Maravilloso —repitió el granjero—. Las luces de los árboles, los cuernos, los elfos. —Extendió las manos en la dirección que habían desaparecido los elfos—. Maravilloso. —Ondeth se volvió a Baerauble—: Es una tierra asombrosa... tiene una belleza indescriptible. Es mejor incluso que Impiltur, y un palacio comparada con la pantanosa Marsember, o con otros asentamientos humanos a lo largo de estas costas. Si los elfos quieren mantener este lugar como su coto de caza, respetaré sus deseos y cuidaré que todo aquel que se establezca en él haga lo propio... Siempre que nos permitan establecernos aquí.

—Creo que así será, después de conocer su comportamiento en el día de hoy —respondió el mago—. Pero me sorprende, Ondeth Obarskyr. Jamás hubiera dicho que en su corazón había espacio para la poesía, ni para tanta resolución.

—Soy hombre de muchas sorpresas —sonrió Ondeth—. Provengo de una familia de poetas, héroes... y también de sabandijas. Acompáñeme, llevamos mucho rato perdidos y Suzara se preocupará por mí. Tiene que cenar con nosotros.

—Lo devolveré a su granja, pero después debo reincorporarme a la partida de caza —respondió el mago, asintiendo con cierta reserva.

—¡A cenar! —exclamó Ondeth, que apoyó la mano en el hombro del mago. Éste se puso tenso ante semejante familiaridad, pero no demasiado—. Me ha regalado su hospitalidad, y ahora debe permitirme que le ofrezca la mía. Además, no sabe lo que le espera esta noche.

—¿Disculpe? —pestañeó Baerauble.

—Me ha convencido para que viva con sus elfos —explicó Ondeth—. Ahora le toca convencer a mi querida Suzara para que siga aquí conmigo. Éste será nuestro hogar, por siempre jamás.

7
Alusair

Año del Guantelete

(1369 del Calendario de los Valles)

Al levantar unos ojos negros como el azabache, su cabellera de color rubio ceniza se agitó, ondeada por el viento.

—Algo va mal —murmuró—. Encárgate tú, Beldred.

El noble barbudo enfundado en una armadura volvió la cabeza para responder:

—Por supuesto, alteza... ¿os encontráis mal?

Su comandante hizo un gesto de negación sin molestarse siquiera en responder, y picó espuelas a la montura al enfilar hacia la izquierda, colina arriba. Beldred la observó alejarse con la preocupación dibujada en la mirada.

—Brace... Threldryn. Seguidla y procurad que no le pase nada.

—A la orden —contestaron a una, desenvainando los aceros y volviendo las monturas. Justo antes de emprender la persecución, Brace murmuró—: ¿Y tú te encargarás de que a nosotros no nos pase nada por cuidar de ella?

—Eso —convino Threldryn, que siempre andaba falto de palabras—. ¿Y si sólo quiere resolver algún asunto... particular?

A cambio, Beldred respondió a ambos con una sonrisa tan inexpresiva como una piedra, y picó espuelas a su montura.

Veinticuatro caballeros y una dama se habían adentrado profundamente en las Tierras de Piedra, en uno de los prados más elevados situados al norte del risco de la Cima de las Estrellas. No eran Dragones Púrpura del montón, sino los primogénitos de las más altas casas nobles del reino, todos tenían título y riquezas propias. Cabalgaban al mando de un comandante poco común, puesto que la dama que corría al galope tendido hacia el oeste, bajo la atenta mirada de Brace Skatterhawk y Threldryn Imbranneth, era Alusair Nacacia Obarskyr, la princesa Mithril de Cormyr.

Pese a todo, en aquel momento Beldred Truesilver no podía dedicarle toda su atención. Los caballeros de Alusair perseguían de cerca a una banda de orcos. Seis días antes, los retorcidos humanoides habían asaltado una caravana en la carretera que discurre al este de la Estrella del Anochecer, y en dos ocasiones habían estado a punto de capturarlos. En cada una de ellas, un oportuno barranco había permitido a los de hocico de cerdo evitar el combate justo al trepar más alto en las colinas de las Tierras de Piedra, adentrándose aún más en las regiones peligrosas que Cormyr reclamaba para sí, pero que tan sólo podía regir a punta de espada.

Al amparo de los fuegos que encendían de noche, las gentes del norte de Cormyr contaban historias escalofriantes de cosas voladoras con colmillos, lobos, trolls y orcos, e incluso de dragones y magos malignos que surgían de cubiles en las Tierras de Piedra para atacar a las gentes de bien. En aquel momento, a Beldred no le costaba demasiado creer aquellas historias. Jamás había visto una hidra antes de emprender aquella aventura, ni un lagarto de fuego, pero en el transcurso de los últimos días había contribuido a matar a ambos, además de una tríada de quimeras. Había descubierto por qué los Dragones Púrpura mantenían la cabeza bien alta cuando la realeza pasaba al galope, aunque personalmente no deseaba ni pizca de toda la gloria. Las heridas leves también duelen, a veces demasiado, como para que alguien se sienta valeroso.

Los orcos corrían en pos de cualquier terreno accidentado en el que refugiarse, y Beldred Truesilver, como la mayoría de sus compañeros, no tenía duda alguna, preferían cargar a cuestas con la maldición de los dioses de la guerra antes que permitir que esas bestias humanoides consiguieran escapar. En lontananza, sobre la hierba aplastada, vio el reflejo de una armadura cuando alguien, probablemente Dagh Illance, tan temperamental como de costumbre, arrojó una lanza.

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