Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood
Amedahast plegó los pergaminos y miró por la ventana durante otros veinte minutos. Baerauble le había ordenado que estudiara aquellos pergaminos de geografía, pero no había dicho que tuviera que estudiarlos allí.
Recogió los pergaminos y los guardó en una pequeña bolsa, junto a un par de panecillos de la despensa y una botellita de vino dulce, y abandonó las habitaciones del mago.
El torreón originario se había extendido con cierta gracia a lo largo de las colinas que dominaban Cormyr. La mayoría de los aristócratas, cortesanos y burócratas habían sido desterrados hacía un centenar de años como castigo por una rebelión o alguna intriga, de modo que ahora ocupaban una maraña de construcciones de piedra que había en la base de la colina, y a la que todos denominaban la corte de la nobleza, o, simplemente, la corte. El torreón servía de hogar a la familia real, acogía las oficinas más importantes del Estado, el tesoro y la casa de la moneda, y también al mago de la corte. El castillo Obarskyr se elevaba sobre el territorio circundante, al igual que los propios Obarskyr.
Amedahast pasó por alto la ciudad de piedra y se dirigió en dirección opuesta, descendiendo por el otro lado de la colina. Aquella parte ofrecía un paisaje más pastoril, constituido en su mayor parte por jardines cuidados. Manzanos, perales y melocotoneros formaban dispuestos en hileras perfectas a un lado, y también había amplios y empinados caminitos de rosas, caléndulas y lilas chaparras. También vio un jardín acondicionado a la manera de un laberinto, un patio blanqueado y un estatuario en expansión, algunas de cuyas piezas las habían importado de la mismísima Myth Drannor. En la distancia, recortados por encima de las copas de los árboles, distinguió tejados de tejas coloreadas, los hogares de algunos de los nobles de mayor rango. Allí vivían los Truesilver, los Crownsilver, los Huntsilver, rodeados por el centelleo que despedían los hogares de las familias menos importantes: los Turcassan, Bleth y los prósperos Cormaeril y Dheolur.
Amedahast decidió dirigirse al patio. Desde allí se tenía una magnífica vista de toda la zona circundante y podría advertir el regreso de Baerauble. Al acercarse, torció el gesto sólo de pensar en lo que tenía que estudiar, y sacó un pergamino de la bolsa.
Fue en aquel preciso instante cuando se golpeó contra él al doblar una esquina con la cabeza gacha, hurgando con una mano entre los pergaminos que llevaba en la bolsa. Él había rodeado una estatua en dirección opuesta, y toparon con fuerza.
Amedahast retrocedió tres pasos como si acabara de chocar contra una pared enorme. Cuando estaba a punto de caer, unas manos firmes y rápidas la cogieron con fuerza de los hombros.
—Lo siento... ¿se encuentra bien, buena señora? —preguntó el joven.
Amedahast recuperó pie, y apartó aquellas manos de sus hombros. Era tan alto como ella, ancho de espaldas. Su rostro ofrecía una expresión afable y su sonrisa parecía enmarcada por los primeros indicios de una barba incipiente. Vestía pantalones de montar y una amplia camisa blanca; en la cadera, a la derecha, ceñía una espada de hoja ancha y corta. En su frente lucía una corona fina, una cinta dorada que carecía de grabados o joyas.
—Podrías mirar por dónde vas —le reprochó Amedahast mientras asimilaba la información de cuanto acababa de ver, sobre todo la corona, que sólo lucían los miembros de la familia real de Cormyr, según aseguraban los libros, tales como príncipes o princesas. Como en ese momento en Cormyr sólo había un príncipe...—, si no es molestia, alteza —añadió consciente de a quién se dirigía.
—Lo intentaré —dijo el joven príncipe, cuya sonrisa se hizo más amplia. Amedahast se sonrojó. Su primer encuentro con un miembro de la familia real, y no se le ocurría otra cosa que regañarle. Aunque según contaba Baerauble, gritar al rey parecía formar parte del deber del mago de la corte.
El joven no se despidió.
—¿Puedo preguntar qué haces en el jardín real? —A la joven le sorprendió la suavidad de su voz. Había dado por sentado que alguien tan musculoso tendría una voz cavernosa, de barítono, pero allí estaba aquella voz modulada y suave.
—Es... estudiaba unos pergaminos por orden de mi señor Baerauble, y pensé que sería mejor hacerlo al aire libre —empezó a decir Amedahast antes de callar, al sorprender en el joven una mirada de sorpresa y regocijo.
—¡Conque tú eres el proyecto secreto de ese viejo espantapájaros! —exclamó—. Los sirvientes llevan haciendo conjeturas sobre ti las dos últimas semanas. Eres la figura misteriosa que Baerauble introdujo a escondidas en el castillo en plena noche, y que ha mantenido oculta en sus estancias. Algunos aventuraban que eras una criatura de los abismos, y que el viejo estaba dispuesto a vender el reino a cambio de la vida eterna, y otros decían que eras una diosa que había arrancado de las mismas fauces del Dragón Púrpura. Por lo visto los rumores se acercaban más o lo segundo que a lo primero.
Amedahast fue consciente de que lo que al principio era un leve sonrojo iba adquiriendo la tonalidad del tomate. Al menos éste podía dar algún juego a los cortesanos de lengua afilada de la Myth Drannor de los elfos.
—No creo que tenga nada que ver con ninguno de los dos —dijo, convencida—. Tan sólo un aprendiz que lord Baerauble ha tenido a bien elegir. Es cierto que llegué en plena noche, pero no fue algo premeditado.
—¡Ah! —exclamó el joven, asintiendo y esbozando una sonrisa. Después, en tono teatral y grandilocuente dijo—: Respetad el primer mandamiento de Baerauble, a saber: ¡Nada es coincidencia, si en algo está relacionado con magos, y en particular con el mago de la corte!
—No creo que pueda decir que me tenga encerrada, aunque a veces tenga esa sensación —continuó Amedahast—. Ha estado muy ocupado enseñándome la historia y las costumbres de estas tierras, antes de presentarme ante la corte. —Entonces extendió el dorso de su mano, y añadió—: Soy Amedahast, mago pasable de Myth Drannor, aprendiz de lord Baerauble, hechicero supremo de Cormyr.
El joven hincó una rodilla en tierra, gesto que a Amedahast casi le provocó un ataque al corazón. Cogió su mano con decisión y estampó un beso en el dorso. Su aliento era cálido y sus labios suaves.
«Sí —pensó—, confirmado, éste daría juego a los cortesanos elfos.»
La suavidad de sus modales se vio compensada por la sonrisa torcida que dibujaron sus labios al incorporarse. Era la sonrisa del cachorro feliz, tanto era así que Amedahast casi esperaba a que le colgara la lengua por la comisura de los labios.
—Me llaman Azoun —dijo—, es decir, príncipe Azoun, hijo de Anglond y descendiente de una cincuentena de otros reyes que se remontan hasta el propio Faerlthann, joven señor de Cormyr y fundador de la estirpe Obarskyr. Azoun Primero, puesto que doy por sentado que habrá otros.
—Lo sé —dijo Amedahast, que se inclinó levemente con la formalidad que requería la situación—. La corona os delata.
Azoun se llevó la mano a la fina corona que llevaba en la cabeza como si acabara de darse cuenta de que la tenía allí. Entonces volvió a sonreír.
—Tengo entendido que es cosa del título. Baerauble ha adiestrado a los Obarskyr de modo que por muchos pecados que cometan al escoger la indumentaria, siempre lleven el sombrero apropiado.
A Amedahast se le escapó la risa al imaginar a Baerauble eligiendo el guardarropa de la realeza.
—Si no fuera por eso, hubiera dicho que erais un soldado del castillo.
—¿Por esto? —Azoun levantó ambos brazos y agitó las amplias mangas de la camisa—. Tengo por costumbre montar a diario, más o menos a esta hora, y he aprovechado para dar un rodeo desde los establos al castillo.
—Comprendo. —Se impuso un breve silencio, que rompió Amedahast—: En fin, había venido a estudiar. Baerauble es un maestro muy exigente.
—¿Historia? —preguntó Azoun.
—Geografía —respondió ella, alejándose dos pasos por las escaleras—. Geografía local.
—Deja que te ayude —dijo el joven príncipe encogiéndose de hombros con un gesto exagerado—. Conozco muy bien toda la zona, lo cual es comprensible teniendo en cuenta que son las tierras de mi familia.
Amedahast esbozó una sonrisa y subió por los escalones decidida a encontrar un lugar en la parte posterior desde donde poder ver el castillo y a Baerauble cuando regresara. Azoun se tumbó a cierta distancia. Ella se sentó de lado en un banco, con las rodillas en la barbilla, antes de desenrollar el pergamino sobre su regazo.
—El prado del Soldado —dijo en voz alta.
—Un pedazo de tierra al noroeste de aquí —contestó Azoun.
—Que se emplea para adiestrar a los guardias de palacio y la milicia en todo lo relacionado con maniobras en el campo de batalla —asintió ella.
—En tiempos fue un enclave atacado por los trasgos, antes incluso de la fundación de Cormyr. Allí fue donde Keolan Dracohorn de Arabel se ganó a pulso el apellido de su familia al matar a un dragón azul, y también allí ordenó Gantharla a sus exploradores que acamparan cuando marchó sobre Suzail y asumió el trono cedido por su hermano.
Amedahast pestañeó. Lo del dragón azul recordaba haberlo leído en los libros, pero lo otro no.
—¿Y qué me decís de Arabel?
—Es casi tan antigua como Suzail —respondió Azoun—. En un principio era un campamento de leñadores, poblado por quienes seguían los movimientos migratorios de los elfos. Ha formado parte de Cormyr, de manera intermitente, durante trescientos años. Arabel solicitará su incorporación al reino, la conquistaremos o será absorbida a lo largo de una generación, pero para cuando llegue la siguiente se volverá inquieta y se rebelará contra la corona. En este momento forma parte de la nación, aunque como comprenderás siempre ha sido bastante independiente. Según un dicho de la corte, «un kobold rabioso sería capaz de llevar a Arabel a la rebelión». Lo cierto es que, si se los menciona, se muestran algo reticentes al respecto.
Así transcurrió la tarde. El joven príncipe era un pozo de conocimientos, aprendidos a lo largo de toda una vida de escuchar las historias que circulaban por la corte de Anglond. Resultó que Baerauble había enseñado bien al joven príncipe; Azoun se divirtió mucho al saber que el viejo espantapájaros seguía siendo tan exigente y pesado como siempre.
Amedahast compartió el pan que había llevado consigo, así como la botella de vino dulce, que pasó de uno a otro. Las sombras de la tarde se alargaron y la joven mago cayó en la cuenta de que hacía rato que se había olvidado de Baerauble. Lo más probable es que a aquellas alturas el anciano mago ya hubiera regresado, y se preguntara dónde en los Siete Cielos había desaparecido su alumna. Por supuesto, estaría planeando un castigo acorde con la gravedad de su falta.
Al pensarlo dio un brinco en el banco, que sorprendió a Azoun, quien hacía rato que se había acercado para despatarrarse a su lado.
—¡Debo volver! —exclamó Amedahast, mientras enrollaba los pergaminos a toda prisa y los metía en la bolsa—. El viejo... es decir, mi señor Baerauble hará que me arranquen la piel a tiras si se entera de que he estado mariposeando toda la santa tarde. —Echó a correr por las escaleras, que bajó de dos en dos mientras el príncipe se incorporaba para gritar:
—¿Nos veremos mañana? Estaré aquí después de cabalgar.
—Si no me cortan en pedazos o me encierran en una torre de palacio, aquí estaré —respondió Amedahast volviéndose y agitando la mano a modo de despedida, y siguió corriendo hacia las dependencias del mago, con los faldones de la túnica ondeando al viento.
Cuando llegó, encontró a Baerauble sentado en el banco, examinando un mecanismo complicado a través de unas lentes.
—¿Has estado estudiando? —preguntó el mago, sin levantar la mirada.
Amedahast esperó a recuperar el aliento para responder, no sin antes tragar saliva.
—Sí, lord Baerauble.
—Háblame, pues, de geografía.
—El prado del Soldado —empezó Amedahast después de respirar profundamente— sirvió en un principio como escenario de una masacre orca. Allí fue también donde la familia Dracohorn se ganó su nombre. Keolan Dracohorn mató a un dragón azul. Las ruinas de Marsember son lugar de refugio ocasional para los piratas, de modo que, de tanto en cuanto, se contrata en secreto a grupos de aventureros para que las limpien. Cuerno Alto fue la primera fortificación de los Cuernos Tormentosos, y sigue siendo la más importante, ya que suele contratar a enanos emigrados de Anauria para excavar la montaña.
Hizo una pausa para recuperar el aliento, y el anciano mago la interrumpió sin levantar la mirada.
—Muy bien, pero tu resumen resulta algo inexacto. Keolan Dracohorn encontró allí el cadáver de un joven dragón azul, hundió la espada en su cuerpo frío y después contó la versión de la historia que más le convino, versión que se convirtió en leyenda familiar. No todo a lo que llamamos historia es cierto. No lo olvides. Ahora ve a preparar la cena. Hablaremos de filosofía lathanderiana.
Amedahast hizo una respetuosa inclinación y se retiró a sus aposentos subiendo las escaleras de dos en dos. No pudo ver el rostro del mago al inclinarse de nuevo ante el ingenio mecánico, ni la amplia sonrisa que dibujaban sus labios.
Amedahast y Azoun se encontraron en el jardín cada tarde de aquel mes. Azoun siguió hablando de historia, de leyendas familiares, de chismorreos de la corte y de las costumbres locales.
—Ahora mismo, todos los nobles de segunda se encuentran en sus tierras para supervisar las cosechas. Hacia finales de mes empezarán a llegar a Suzail. Habrá una gran ceremonia que dura una eternidad, y en la cual cada familia presenta un listado de los triunfos obtenidos desde el final de la anterior estación de los nobles. Naturalmente, habrá toda suerte de intrigas y peleas para determinar quién de ellos se presenta el primero ante mi padre.
Amedahast habló al príncipe de la poesía élfica, de las noticias del mundo exterior, de antiguas leyendas de héroes y magos, y de las amenazas que acechaban las fronteras de Cormyr. Azoun permaneció sentado, sin quitar ojo a la joven mientras recitaba de memoria los poemas épicos y los sonetos de amor más populares en Myth Drannor.
Y al caer la tarde Baerauble le preguntaba qué había aprendido, y corregía los errores más destacables de la versión de Azoun. De vez en cuando ella discutía con el mago por algún pasaje concreto de la historia, y el mago explicaba por qué razón había sucedido como él decía, y por qué la otra versión, de ser cierta, hubiera implicado toda una serie de circunstancias que no habían concurrido. Amedahast le daba la razón, aunque casi siempre a regañadientes.