Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood
—Entonces la muerte sobrevendrá a ambos, y nada podemos hacer por impedirlo —murmuró, permitiendo a Alaphondar que se hiciera cargo de la clérigo. Se irguió, y dio un brusco paso al frente, para decir—: ¡Venga usted, Aunadar Bleth! En esta ocasión aprenderá algunos secretos del reino, para que al menos tenga una excusa para llamarse leal. Además, incluso la nobleza arrogante debería estar dispuesta a aprender una o dos cosas.
—¡Lo acompañaré! —exclamó la obispo de las espadas negras cuando el mago real se dirigió hacia la puerta.
—Vamos pues —respondió Vangerdahast, mirándola sorprendido e invitándola con un gesto a que lo acompañara.
—¿Adónde va, señor mago? —preguntó quedo el sabio de la corte—. Si no va a volver... o si se produce algún cambio en los nobles enfermos... debo saberlo.
—Utilice su piedra si necesita llamarme —respondió Vangerdahast sin detenerse, mientras se dirigía hacia la puerta—. Vamos rumbo a las profundidades, para descubrir si aún hay hechizos en el mundo capaces de crear nuevos monarcas a partir de las cenizas de los antiguos. —Saludó al sabio con una inclinación de cabeza, así como al mago guerrero y a los guardias, y salió andando a grandes zancadas por un corredor del servicio, seguido de cerca por Bleth y la obispo de Tymora.
Los llevó por una serie de corredores y pasajes, deteniéndose en medio de uno de ellos. Estuvieron a punto de tropezar con él cuando fue a manipular algo en una parte de la pared que no parecía muy diferente del resto. Se movió hacia dentro para dar paso a una honda oscuridad, al olor de piedra húmeda, a las telarañas. Se iluminó una de las piedras luminosas que el mago llevaba colgada del cinto, y surgió en forma de haz un fulgor verdoso que iluminó un pasaje estrecho que se adentraba en la oscuridad.
—¿Adónde vamos? —preguntó Gwennath con los ojos abiertos como platos por la sorpresa.
—Donde duermen los secretos —respondió secamente el mago.
—¿Prisioneros colgados de cadenas? —preguntó Aunadar, enarcando una ceja sardónica.
—Donde las cosas mágicas se mantienen lejos del fisgón y del aventurero —replicó Vangerdahast, sin mirar a Bleth—. O, para el caso, lejos de las manos de un noble.
El pasaje los llevó hasta una escalinata empinada que, al descender, desembocaba en un nuevo pasaje. El mago de la corte giró a la izquierda, dio un par de zancadas y después se volvió a la pared derecha, donde volvió a manipular algo. La pared se abrió para dar paso a más oscuridad y a un curioso sonido cantarín, agudo. Vangerdahast se arremangó una de las mangas de la túnica, y de la oscuridad surgió una especie de parpadeo.
La melodía se interrumpió, y el mago dio un paso al frente. El noble hizo un gesto con cierta cortesía fingida para que la clérigo lo precediera y, cuando ésta lo hizo, la siguió por la abertura.
—No desenvaine el acero —advirtió el mago en voz baja, sin volverse para mirar a Bleth—, o los guardianes de por aquí no titubearán a la hora de separar su cabeza de su lugar habitual.
Aunadar no replicó, ni siquiera cuando empezaron a desfilar nichos a ambos lados de la pared del pasaje estrecho, nichos llenos de figuras oscuras, silenciosas, que llevaban armadura. Algo se restregó por delante de ellos, y Vangerdahast masculló en voz baja algunas palabras tan rápidas como ininteligibles.
Se produjo un relampagueo sordo, seguido de un fulgor purpúreo en forma de óvulo que lo impregnaba todo, y dio forma a lo que hasta entonces era una barrera invisible. Cedió ante su paso, seguida por un destello blanco e intermitente que alternaba con el verde en sus bordes, tan sólo interrumpido por la existencia de una anilla y una cerradura.
—¿Era una sala de teletransportación? —preguntó un curioso Bleth.
—En parte, sí —respondió el mago, antes de sacar algo del cinto; era un objeto pequeño en forma esférica, que parecía de metal. Lo sostuvo en alto y murmuró unas palabras que no consiguieron oír, y después la esfera se retorció y se hizo más grande, hasta convertirse en una... llave.
—Tan sólo el rey, la reina y las princesas tienen acceso a una de éstas... aparte de mí, por supuesto —dijo Vangerdahast, con la llave en la mano, volviéndose hacia ellos.
—Por supuesto —repitió Bleth, sarcástico. El mago de la corte lo miró impávido por un momento, antes de deslizar la llave en la cerradura. La puerta se abrió hacia dentro.
La estancia que había al otro lado guardaba diversas armaduras antiguas y adornadas con joyas y grabados, además de tres arcones enormes y un montón de polvo. A lo largo de una pared colgaban diversos cráneos de dragón, cada uno con una serie de pequeñas gemas de color púrpura sobre el ceño. Un minotauro disecado, bastante mal conservado y que perdía relleno en las costuras, se erguía sobre un conjunto de coronas alineadas. Éstas oscilaban desde una corona sencilla, enjoyada con un rubí cogido de las garras de un dragón dorado, hasta una muy decorada, recargada, que mostraba otro dragón además de joyas incrustadas y una filigrana que surcaba toda la superficie. Las espadas y demás armas colgaban a lo largo de la pared opuesta, incluida, en el interior de una pequeña urna de cristal, la cabeza de un antiguo martillo de guerra, chamuscado al fuego.
Contra la pared más alejada de la entrada había una armería de electrum deslustrado, rodeada por un fulgor azulado y parpadeante, fruto de una magia muy poderosa. Sus puertas dobles no tenían balda ni cerradura, pero estaban selladas con un medallón de cera, tan grande como la cabeza de un hombre, y que tenía impreso el escudo de armas de la casa real de Cormyr.
—Antes de que rompa usted el sello —dijo en voz baja Aunadar Bleth, en cuya mano apareció de pronto su espada—, supongo que debería explicarme qué hay ahí dentro. No tengo ninguna intención de enfrentarme a ninguna bestia guardiana.
Vangerdahast hizo un gesto y masculló una sola palabra, ante lo cual el noble profirió un grito. De pronto la espada que empuñaba se convirtió en un relámpago que despedía luz, fragmentos de acero y un humo ácido. Bleth soltó la espada y se frotó la mano, susurrando una maldición por lo mucho que le dolía, mientras la clérigo de Tymora retrocedía un paso para dominar a ambos con la mirada, y llevaba la mano hacia la delgada maza que tenía enfundada en uno de sus muslos.
—Si el joven Bleth desea dar por finalizada esta demostración de su valor —dijo el mago de la corte, levantando la mano, decidido a tranquilizar los ánimos—, sepan ambos que en esta alacena se guardan muestras de carne, conservada mediante el uso de una magia especial, de todos los miembros de la familia real. A partir de estas muestras puedo, mediante el empleo de mis artes, recrear a alguien que haya desaparecido. Al valiente duque Bhereu y, si fuera necesario, a su hermano y también al rey. Podría reconstituirlos mediante estas muestras de carne y el hechizo adecuado. Como mucho, perderán los recuerdos correspondientes a los últimos meses de su vida. Supongo que tendremos que impedir que vayan de caza durante un tiempo.
Bajó la mano, y la cera del sello se partió ante sus dedos como cortada por la hoja de un cuchillo con el relámpago que acompaña a una descarga mágica. Entonces se volvió para mirar a Bleth, para asegurarse de su posición e intenciones, hizo caso omiso de la mirada de odio del noble y abrió suavemente ambas puertas.
La alacena estaba completamente vacía, a excepción de las cenizas, unas cenizas que no tardarían en dar paso al moho. El fuego había fundido una serie de viales de cristal hasta reducirlos a charcos de materia sólida y esparcir su contenido, sin dejar señal alguna en la parte exterior de la alacena ni en la pared. Se trataba de un fuego mágico muy preciso, lanzado hacía un tiempo.
La segunda oportunidad para todos los Obarskyr había desaparecido. Bhereu había muerto... y, si Thomdor y Azoun también sucumbían, acompañarían al duque en la vida eterna.
Año de las Estrellas Ígneas
(6 del Calendario de los Valles)
A Ondeth Obarskyr lo estaban observando, de eso no le cabía la menor duda. A lo largo de toda la mañana había sentido que unos ojos seguían todos y cada uno de sus movimientos, una mirada omnipresente que no provenía de la cerca ni de las casas, sino del bosque.
Estaba un poco nervioso, ya que un observador invisible no podía pretender nada bueno, pero como no podía hacer nada, continuó con lo suyo, que era talar los tres últimos árboles.
Cuando llegó por primera vez a la cañada, ésta estaba completamente llena de montones de árboles arrancados y arbustos cubiertos de malas hierbas. Algunos árboles se habían podrido donde yacían tumbados, y los Obarskyr los mezclaron con los más robustos, desmenuzando tierra para alimentar el cultivo. Los troncos de madera más grandes que habían resistido las condiciones atmosféricas se empleaban para la construcción o como madera de quemar, dependiendo de su tamaño y condición. Al parecer, tanto la chimenea como la hoguera disfrutarían de madera durante unos cuatro años.
Ondeth ya había empleado la madera más adecuada para construir la pequeña cerca y las pequeñas casas levantadas en su interior: chozas pequeñas, simples, al contrario que aquellas en que su mujer Suzara tenía por costumbre vivir, allá en el este. Soportaba la dura vida que llevaban tan bien como podía, pero a menudo pasaban juntos largas noches sin dejar de discutir en susurros, discusiones en las que Suzara era, de los dos, la que hablaba más, y siempre sobre las mismas cosas: el peligro que corrían allí, en contraposición a la vida tranquila que llevarían en la parte oriental del mar, en Impiltur.
Ondeth escogió su próxima víctima de entre la pila de madera, una pieza de tamaño considerable que los jóvenes Rhiiman y Faerlthann habían cortado en un grueso pedazo de madera en forma de tambor. El árbol original había sido abatido y chamuscado por un rayo y, por lo tanto, no convenía usarlo para ninguna construcción. Todos sabían que usar un árbol derribado por un rayo para una casa no hacía sino atraer más rayos. Ondeth gruñó y levantó el grueso tronco sobre una superficie lista para cortar, un muñón de puro roble que no valía la pena plantar o convertir en leña.
Fuera quien fuese el espía, pensó Ondeth, al menos podía tener un poco de educación y presentarse. A él no le vendría nada mal un poco de ayuda.
Los muchachos estarían por ahí comprobando las trampas. El hermano pequeño de Ondeth, Villiam, se apresuraba a terminar su propia casa. A dos días de camino, el joven Obarskyr empezaría la lenta caminata hacia el este con intención de labrarse una profesión en el puerto pantanoso de Marsember, adonde se le uniría el resto de la familia. Quizás el ánimo de Suzara mejorara cuando hubiera más mujeres en los alrededores.
Suzara no era el misterioso espía, de eso también estaba seguro. Por el momento tenía mucho que hacer. Su última discusión, silbada mediante urgentes susurros en plena noche oscura, había sido la peor hasta el momento.
—¡Al menos podríamos volver a Marsember! —le imploró, apoyando la cabeza en su enorme pecho peludo. No estaba dispuesta a discutir en presencia de los niños, de modo que Ondeth perdía horas de sueño mientras batallaban en susurros para no despertar a los demás.
—La primera vez que estuviste en Marsember, recuerdo que lo llamaste ciudad pantanosa —replicó, cansino.
—Y lo es —dijo ella, inflexible—, ¡pero al menos allí hay gente! Ni fantasmas ni trasgos que acechan detrás de los árboles.
—Aquí no hay fantasmas que valgan —negó Ondeth, advirtiendo adónde pretendía llegar con aquella discusión. Sus disputas siempre tomaban los mismos derroteros—. Somos los primeros seres humanos que pisan este lugar. Es una estupenda oportunidad para empezar de cero.
—Sé que hay fantasmas. Nos vigilan desde los bosques. —El miedo impregnaba su voz, como sucedía siempre que hablaba de ojos furtivos en los bosques.
—Allí no hay nadie —aseguró Ondeth—. Bueno, quizás algún que otro elfo que haya salido de caza, pero nada más. Dentro de un año tomaremos una decisión.
—Yo ya la he tomado —respondió Suzara—. Sólo estoy esperando a que tú estés de acuerdo.
—Nos quedamos —concluyó Ondeth con firmeza, en un tono que tan sólo podía dar por concluida la cuestión. De un tiempo a esa parte, abusaba de ese tono.
—Porque lo digas tú —susurró fríamente su esposa, momento en que sintió cómo apretaba la mandíbula contra su pecho.
Levantó un brazo para rodear su hombro y acariciar su piel. Ella lo cogió de la muñeca sin hacerle daño, aunque la sostuvo con fuerza. No parecía dispuesta a permitir que ejerciera sus encantos para convencerla de que debían quedarse. No había forma de persuadirla de que no había extraños en el bosque dispuestos a matarlos cualquier día, ni de que el grano que habían plantado daría pie a fértiles cosechas, ni que toda aquella tierra era mucho mejor que una casa en mitad del barrio atestado de la ciudad que habían dejado atrás.
Y cuando la respiración agitada de ella cedió ante el sueño, Ondeth Obarskyr observó la oscuridad y se preguntó si no se habría equivocado al llevar con él a Suzara y a los chicos hasta esa pequeña propiedad rodeada de bosques tenebrosos en la parte más salvaje de los Reinos.
Necesitaba a los chicos para que lo ayudaran a construir, y no podía dejar a Suzara en la ciudad, como había hecho Villiam con su Karsha. Pese a todo, quizá su esposa muriera allí, Marsember no era más que cuatro casas destartaladas, sostenidas sobre un montón de columnas para salvarse de la humedad, pero al menos había gente con la que hablar. Quizá debieron quedarse allí, y quizá deberían volver. Claro que también podrían seguir más hacia el este, a Sembia. Los del sudeste de Chondath eran propietarios de esas poblaciones, aunque se decía que también había algunos del este.
O al norte. Había oído de los hombres que había allí que, al parecer, habían llegado a un acuerdo con los elfos para que colonizaran las tierras vacías. Un reino lleno de habitantes... aunque era un lugar duro, virgen, donde había poco que comprar o compartir, no había ropa cara, ni vino, ni buena compañía de la que disfrutar. No obstante, quizá debiera tranquilizar a Suzara. Tal vez habían ido demasiado lejos al pensar que podrían prescindir de la cercanía de una granja, de una población, de un puñado de seres humanos.
Puede que cuando llegaran Karsha y la hermana mayor de Villiam, Medaly, las cosas mejoraran. Quizás a partir de mañana, se dijo en silencio aquella noche, las cosas fueran mejor.