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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (30 page)

BOOK: Cormyr
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—Ha llegado el momento, eso es lo que dicen en... pero no tiene ninguna necesidad de hablar en susurros. Mis hechizos escudan este lugar contra cualquier clase de magia de espionaje o contra cualquiera que intente entrar. Nadie puede oírnos.

—Bien, de acuerdo —dijo Ondrin con una sonrisa nerviosa—. Entonces no malgastemos el tiempo.

En verdad, Vangerdahast jamás había oído que aquel hombre malgastara más tiempo que el que tardaba en pestañear; en menos de treinta inviernos había progresado entre la nobleza, pasando de ser un noble de segundas a estar entre los más reputados nobles de oriente. No pasaba una quincena sin que Ondrin Dracohorn —sin armar ningún alboroto, por supuesto— comprara una granja aquí, un almacén allá, con las monedas que surgían de su regazo, o ésa es la impresión que daba, fruto de las activas flotas mercantiles que tenían base en Marsember y Saerloon. Corrían los rumores que lo relacionaban con el contrabando, la piratería, el comercio de esclavos, y el transporte de provisiones a las Islas de los Piratas, y en verdad costaba imaginar un comercio tal que de tan próspero rindiera semejantes sumas de dinero. Sin embargo, por otra parte, costaba imaginarse a Ondrin Dracohorn como un comerciante de esclavos competente.

O, para el caso, un pirata, ni ninguna otra cosa. Su baja estatura, aspecto ordinario, su palidez y los ojos azules y acuosos de un pez no invitaban a nadie a hacer tratos con él, ni a las doncellas a dejarse ver en su compañía y, sin embargo, no tenía ninguna carencia al respecto. Quizá, conjeturó Vangerdahast, fuera debido a la abundancia que había de gente avariciosa y ambiciosa de poder.

Ondrin se mostraba tan alegre como un niño pequeño por estar en el «meollo», en todos los tratos y sucesos importantes, pero parecía no darse cuenta de que se perdía la mayor parte de las verdaderas intrigas de la corte de Suzail, porque, como sabía todo hijo de vecino, era una de las lenguas más sueltas de todo el reino. Había algo en su fuero interno que lo empujaba a contar secretos a todo aquel que se cruzara en su camino.

A Ondrin le gustaba beber —de hecho en aquel momento jugueteaba con una petaca—, ver bailar a las muchachas, e impresionar al prójimo con sus riquezas. Vestía a la moda. Aquel día lucía un fajín color naranja chillón, atado por una hebilla metálica que tenía esculpidas dos serpientes atravesadas por tres espadas, y es que el fajín contrastaba fuertemente con la media capa de color púrpura tirando a rojo que llevaba puesta. Vangerdahast se congratuló por la existencia de aquel broche. Mantener la mirada fija en la escena de serpientes y espadas le permitió mantenerse impávido en medio de aquella conversación susurrada.

Ondrin echó un trago del licor, tosió y exhaló ruidosamente, ¡por los dioses!, fuego de cerezas mezclado con... con... ¿vino de menta? Vangerdahast dio un paso atrás.

—Bien —dijo el noble—. Escuche, pues. Veo un Cormyr libre de la incertidumbre que hoy lo domina, con un rey cercano a la muerte y el reino agitado como las abejas cuando alguien abre el panal en dos. Veo un Cormyr donde los pobres son ricos y el Trono Dragón menos decadente. Veo un Cormyr...

«Dioses, el caso es que el tipo tiene buena vista», pensó Vangerdahast, procurando que su expresión no delatara sus pensamientos; estaba claro que iba a necesitarlo.

—... donde las leyes son más justas ¡y el guantelete de la autoridad más suave!

—Bien, bien —dijo el mago real, animado, inclinándose hacia adelante, apoyando una mano en la rodilla de la Doncella Azul, presa de la excitación—. ¿Y cómo alcanzaremos ese reino mejor, ese reino tan ideal?

—Esa pregunta tiene una respuesta simple —respondió Ondrin, cuyos ojos acuosos parecían febriles—. Usted, como regente, hará entrega del control de los destacamentos locales de Dragones Púrpura a aquellos nobles cuyas tierras patrullen. Entonces se nombrará rey a quien se case con Tanalasta; yo me ofreceré en caso de que no se haya prometido con nadie a estas alturas, y organizará el primer consejo verdadero de toda la historia de Cormyr. El rey sólo podrá regir en tanto en cuanto los nobles, por riguroso voto, y un voto por posesión, así lo acuerden, de modo que nosotros, la nobleza, tendremos el poder legítimo en Cormyr.

—Usted tiene unas ideas muy interesantes —dijo Vangerdahast, bajando la voz hasta convertirla apenas en un murmullo nervioso, y mirando a su alrededor para asegurarse de que la doncella no había inclinado la cabeza para observarlos—, pero continúe. Ya sabe lo amiga de la tradición que es la nobleza. Tendré que recurrir a argumentos de peso para persuadirlos de la conveniencia de emprender algo que debilite de esa manera a la corona. ¿Cómo se aprovechará Cormyr de un consejo de nobles cuya voz impere sobre la del rey?

Ondrin se inclinó hacia adelante hasta que el alfiler ornamentado golpeó con el plinto de la doncella.

—La nobleza, por mucho abolengo que tenga, por muy reciente que sea, siempre está necesitada de dinero. Sin embargo, por mucho que uno tenga, nunca es suficiente... ¿sabe usted cuánto comen los sirvientes? Por lo tanto, no habrá noble que a sabiendas de que su voto valdrá tanto como el de cualquier otro, de que el antiguo orden de poder de la realeza se ha deslizado fuera de escena y de que no hay rey absoluto que valga para dictar decretos absolutos, esté dispuesto a actuar en perjuicio de sus cofres. Gobernaremos para enriquecernos a nosotros mismos y enriquecer a los demás, tal y como hacen en Sembia, ¡con la salvedad de que ejerceremos el control del reino y podremos actuar unidos para mantener a Cormyr entre los reinos más prominentes!

Vangerdahast asentía constantemente como un anciano.

—Bellas palabras las suyas, sin duda, lord Dracohorn. Creo que podremos cabalgar juntos en ello, y conducir a Cormyr a tiempos mejores. Pero necesitaré su ayuda para hacerlo.

—¿Sí?

—Usted es el único hombre de todo el reino con la suficiente influencia como para darme el apoyo que necesito. Las princesas, las dos, pero en particular la princesa Tanalasta, se oponen con encono a cualquier tipo de regencia, y en particular a la mía. Me tienen por una especie de araña que manipulaba a su padre de un lado a otro, y me quieren en la tumba, no tras el Trono Dragón. La nobleza es el único poder que tiene mano con los Dragones Púrpura, a los que pueden ordenar que me ataquen e impidan lanzar mis hechizos... ¡Oh, podría con una torre o dos, pero no con ejércitos enteros! La nobleza lo escucha a usted, de una a otra punta del reino. Por lo tanto, lo necesito. Cormyr lo necesita.

—¡Bien dicho! —Prácticamente Ondrin Dracohorn había subido al regazo de la doncella de lo nervioso que estaba.

—Bien —dijo lentamente Vangerdahast—, tanto usted como el resto del reino ha oído contar historias acerca del intrigante mago de la corte... acerca de cómo manipulo al rey para hacer esto y a los cortesanos para hacer aquello, recurriendo a mis magos guerreros para poner algún que otro punto sobre las íes. Todos hablan del modo en que rijo Cormyr desde las sombras... y la mayoría siempre se está quejando. —Se inclinó hacia adelante, hasta que su nariz estuvo a punto de darse contra la de Ondrin, y añadió—: De modo que, conociéndome, ¿consideraría la posibilidad de apoyarme para la regencia, con tal de luchar por un futuro mejor para Cormyr y librarnos para siempre de esos mariposones de los Obarskyr? Hemos visto salir a Azoun de la mitad de dormitorios del país, y no es el primero, se lo aseguro. ¿Queremos que nuestras hijas hagan lo propio, que bailen con el primero que pase por delante de sus narices?

—¿Apoyarlo a usted como regente, en contra del deseo de las princesas? —preguntó Ondrin, cuyo rostro se había puesto serio de golpe.

—Sí —respondió el mago—. Necesito que me haga ese favor o no tardaré en abandonar el reino. Sin contar conmigo, su sueño de un consejo de nobles no pasará de ser eso: un castillo en la arena.

—Me... me encantaría poder decir que sí —susurró Ondrin al levantarse—. Pero no me atrevo a hacerlo aún. Antes debo sondear a algunas de mis amistades nobles... cuente con una estricta confianza, por supuesto, por no decir nada de nuestra reunión o de sus sentimientos particulares. Esté seguro de que muchos de nosotros deseamos tal cambio... o nuestros cuellos probarán la suave caricia del hacha, antes de que nuestros traseros se acomoden en las butacas del consejo.

—Bien dicho —aplaudió Vangerdahast, que se acariciaba la barba—. Entonces vaya a ver qué opinan los nobles, y cuando usted me avise nos volveremos a reunir. —Sonrió y agitó la cabeza—. Dioses, Dracohorn, ¡su plan es tan brillante como el sol!

—¿Verdad que sí? —estuvo a punto de gritar Ondrin; pero logró bajar el tono de voz llevándose la palma de la mano a la boca, con aspecto asustado.

—No tema —se apresuró a tranquilizarlo el mago real—. Nada ha perturbado mis salvaguardas, pero será mejor que se marche mientras permanecen activas. Puedo mantenerlo oculto hasta que llegue a la bodega del León. Atraviese la tapa del tercer barril, recuérdelo. ¡La cuarta conduce directamente a una garita!

—Sí. ¡Vámonos, que pronto tendremos que rescatar a Cormyr, y sin duda será en un día despejado!

—Por supuesto —dijo Vangerdahast, levantando el falso techo que cubría la parte alta del hueco. Ondrin hizo un saludo teatral a cuya altura intentó llegar el mago, moviendo las manos de forma grandilocuente. Después se apresuró a descender por la escalera.

El mago de la corte de Cormyr observó cómo descendía, esperando que el muy idiota no perdiera pie. Cuando el noble hubo desaparecido de su vista, se permitió apagar la luz mágica y dio unas palmaditas a la Doncella Azul con mucho afecto:

—¡Buena chica! Gracias por prestarme otra vez tu morada. —Frunció los labios en una mueca, y procedió a bajar las escaleras. Tan cierto como que el sol se pondría aquella noche, Ondrin era uno de los bocazas más grandes de todo el reino; seguro que no tardaría en correr la voz de la reunión que acababan de celebrar.

14
Alumna

Año de la Liebre Saltarina

(376 del Calendario de los Valles)

Moriann, Tharyann, Boldovar el Loco, Gantharla, Iltharl...

El mago anciano chasqueó la lengua ante lo que acababa de oír.

—Moriann, Tharyann, Boldovar el Loco,
Iltharl
, Gantharla, Roderin el Bastardo, Thargreve...

—¿Qué Thargreve? —interrumpió Baerauble.

—Thargreve el Menor —respondió Amedahast, ante lo cual el mago asintió y permitió que continuara con la particular catequesis de monarcas de Cormyr.

Baerauble era uno de aquellos maestros empeñados en las virtudes de la memorización y la repetición, tanto si el tema versaba sobre historia como sobre teoría de la magia. Amedahast lo odiaba. Las cabezas coronadas, las familias nobles, las tierras que limitaban con el mar de las Estrellas Fugaces, las tierras de antes, las de ahora. Las historias pasadas y presentes, aburridas todas ellas, que conformaban la leyenda cormyta. Toda la basura que debía aprender para que pudiera ejercer en calidad de escriba y aprendiz en la corte del rey Anglond.

Por aquel entonces Baerauble necesitaba un escriba. El mago estaba tan delgado como un esqueleto, y su cabeza era lisa como la superficie de un cristal. El único cabello que le quedaba apenas se componía de algunos pelos blancos y largos que señalaban el lugar que habían ocupado su barba y sus cejas. Para caminar necesitaba ayudarse de un nudoso bastón, y tenían que llevarlo en silla de un lugar a otro, eso por no mencionar lo agotadora que era para él la tarea de lanzar hechizos. Como mínimo necesitaba un asistente, y a ser posible un heredero. Cormyr siempre había disfrutado de un mago supremo en la corte. De hecho, iba a necesitar uno en los días venideros.

Sería Amedahast, llegada de la lejana Myth Drannor a petición de Baerauble. La joven llevaba la sangre de Baerauble en las venas. Era delgada de constitución y tenía un rostro anguloso; su melena pelirroja colgaba a media altura de su espalda, recogida en una coleta.

Ella aseguraba que era descendiente de Baerauble por la relación que había mantenido éste con un ancestro de raza élfica de la familia, llamada Alea Dahast. Esa historia es la que quería oír, la del humano y la elfa que se habían enamorado nada más verse, y la vida de aventuras y peligros de los que se habían salvado mutuamente, una y otra vez. No esa aburrida repetición de hechos y listados.

—Para servir bien a Cormyr, antes debes comprenderlo —dijo el mago con voz ronca—. Los hechos son simples herramientas con las que debes familiarizarte, para que, al emplearlas, puedan serte útiles.

Amedahast era completamente humana, era el resultado de años y años de sangre humana en la que se habían diluido poco a poco los rasgos élficos. Sin embargo, su aspecto era temible, sobrenatural, un aspecto al que esperaba sacar partido, parecer más peligrosa de lo que era en realidad. Una lección que Baerauble no tenía que enseñarle era que para parecer un hueso duro de roer no tenías por qué ser un guerrero.

La clase magistral se prolongó hasta bien entrada la tarde. Grandes batallas. Las armas legendarias del reino, empezando por la espada del primer soberano Faerlthann, de nombre Ansrivarr. Cuántas veces se había separado Arabel del reino (tres) y en cuántas ocasiones habían abandonado a la rival Marsember (dos). La leyenda del Dragón Púrpura y las veces que lo habían visto recientemente.

También la adiestraba para la magia. Visualización y meditación. Escuelas de hechizos y teorías. Ingredientes necesarios y sustitutivos adecuados. Runas personales e interferencia divina. Amedahast se preguntó si alguna vez vería el país por cuyo bien, al menos eso se suponía, estaba siendo adiestrada.

A media tarde, el rey envió un mensaje a Baerauble. Refunfuñando, el anciano mago se subió a la silla y, tras soltar un gruñido a los porteadores, se dirigió a la sala donde era esperado. Sus últimas palabras a Amedahast, antes de doblar la esquina y desaparecer, fueron que estudiara la lección de geografía. Su alumna asintió obediente y siguió mirándolo hasta que lo perdió de vista. Sus gritos, ahora incoherentes, a los porteadores continuaron escuchándose al menos durante otro minuto.

Amedahast sacó los pergaminos de rigor y los contempló durante unos veinte minutos antes de empezar a pestañear, a removerse inquieta en la silla y a ser consciente de que no había asimilado ni un solo dato en todo ese tiempo. Sus ojos registraban palabras y descripciones, pero debía de haber una especie de trasgo empeñado en cazar al vuelo el conocimiento antes de que alcanzara su mente y su memoria. Suspiró profundamente y miró por la ventana. Era una tarde de principios de primavera, y los manzanos que se extendían al otro lado del seto empezaban a florecer.

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