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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (58 page)

BOOK: Cormyr
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Rhodes guardó silencio. Aquel plan tenía más recovecos imposibles y escalones peligrosos que el mercado de los comerciantes de Marsember. Sin embargo, si salía bien, salvarían la situación.

—¿Quiere que yo me haga pasar por el rey? —preguntó—. ¿Acaso no hay leyes en contra de eso?

—Si lo descubren —repuso el mago, encogiéndose de hombros—. Y, Rhodes Marliir, yo responderé por usted. A menos que alguien tenga la consabida presencia de espíritu como para comprobar una y otra vez que su monarca beodo es quien parece ser, nadie sabrá jamás lo sucedido. Sin embargo, si existe alguna duda al respecto, lo más probable es que me llamen a mí para establecer su identidad.

—¿Y a cambio recibo mi título y posesiones en Marsember? —inquirió Rhodes, esbozando una sonrisa.

—Recuperará usted su título nobiliario —dijo Jorunhast—, aunque todo el mundo se haría muchas preguntas si fuera en Marsember.

—No quiero ser ningún señor segundón que críe cabras en cualquier desfiladero —repuso Rhodes, malhumorado.

—¿Y qué me dice de Arabel? —sugirió el mago—. Una ciudad próspera con mucha nobleza, retirada de la influencia del trono.

—Arabel estaría bien —admitió Rhodes.

—Además también se rebela contra la corona cada centenar de años, más o menos. Creo que usted encajará allí —sonrió el mago—. No creo que tenga ningún problema en extraviar el oro necesario del tesoro real, como para, cuando usted sea tan viejo y gordo como yo, y tenga hijos en que pensar, comprar todas las islas que quiera en Marsember. No obstante, debe darme su más solemne palabra de honor de que jamás hablará a nadie de lo sucedido. Ni a su esposa, ni a sus herederos, ni a nadie.

—Lo juro por mi estirpe noble y mi lealtad a la familia Obarskyr y a Cormyr —respondió Rhodes, haciendo un gesto de asentimiento—. Ahora quiero oír de su boca que jura proteger Marsember.

—Más que eso —replicó el mago—. Dhalmass habría considerado Marsember como un problema menos, nada más que otra muesca en su lista de conquistas, algo que se olvida en cuanto se consigue. Palaghard, es decir, el rey Palaghard Segundo, es hombre más reflexivo. Creo que me resultará fácil convencerlo de que mejore la última adquisición de su difunto padre, que se financien construcciones de piedra y nuevos cimientos para reforzar los antiguos. Juro que lo aconsejaré en ese sentido. ¿De acuerdo?

—Mago de la corte —dijo Rhodes con voz serena—, acabamos de cerrar un trato. Yo cumpliré mi palabra ante cuantos dioses crea necesario invocar.

—¿Invocar a los dioses? —inquirió Jorunhast esbozando una sonrisa reprobatoria—. Dejo ese tipo de tonterías para los jóvenes nobles que no tienen nada en la cabeza. La gente considera extraños a los dioses, ya sabe usted.

Rhodes rió, incapaz de evitarlo, pero de pronto Jorunhast lo miró ceñudo.

—Quieto —ordenó—, o tendré que golpearlo hasta dejarlo inconsciente y meterlo en la cama con Dhalmass para lograr que se le parezca.

El joven noble permaneció inmóvil como una piedra. El mago lo observó y se puso manos a la obra, disfrazando lentamente a Marliir con el aspecto del rey. Cuando hubo terminado el último hechizo, Rhodes se examinó a sí mismo en el espejo roto, y después miró al cadáver que había en la cama. El parecido era asombroso, pues lo había obrado alguien que conocía al rey desde su nacimiento.

—No hable mientras esté de camino, puesto que eso es algo que ahora no puedo arreglar —dijo el mago de la corte—. Limítese a gruñir. De hecho, el rey no era muy hablador cuando estaba borracho.

—Una última cosa —dijo el «rey» con la voz de Marliir—. ¿Va a emplear la misma magia con la reina?

—Supongo que sí —respondió Jorunhast, tras un breve instante de reflexión—. Reclutaré a alguna chica del servicio para que haga el papel. Alguien de carácter fuerte, como usted. Muchos cortesanos conocen el malestar de la reina, pero no su muerte.

—Creo que se echaría en falta a una de las sirvientas de la reina —apuntó Rhodes.

—¿Tiene alguna sugerencia? —preguntó el mago.

Rhodes se volvió hacia la puerta. Al seguir el recorrido de su mirada, Jorunhast reparó en la mujer de piel morena. Seguía allí, en el umbral, inmóvil y con los ojos y los oídos bien abiertos; al parecer los había estado observando sin atreverse a decir palabra ni a moverse. Tenía los ojos grandes y oscuros.

—Moza —dijo Jorunhast—, que sepas que soy el hechicero supremo de Cormyr, y que en mis manos dispongo del poder de chamuscar las entrañas de cualquier dragón que se me ponga por delante. —Levantó una de sus manos, en un gesto amenazador, y añadió con una sonrisa—: Pero también tengo el poder de transformar a jóvenes fulanas en reinas...

Fue necesaria alguna que otra coacción más para convencer a la joven de que aceptara el plan, enfrentada a la elección entre una muerte horrible —que sufriría en aquel mismo momento o en cualquier otro si hablaba— y la nobleza, una casa señorial llena de vestidos bonitos, con manjares en la mesa, servidumbre, un lago con cisnes, y la atención del hechicero supremo de Cormyr para ayudarla a alcanzar cualquier cosa que pudiera desear. Eso por no mencionar un buen marido, si estrechaba los lazos que la unían al atractivo joven al que acababa de ver transformarse en el rey. En aquel momento lo miró de arriba abajo, y frunció el entrecejo.

—Quítese la ropa —ordenó la muchacha tranquilamente a Rhodes—, y póngase la que esparció el rey por toda la habitación. Ahora es usted el rey, y nada de lo que lleva puesto lo demuestra.

El noble observó su aspecto y comprendió que la joven tenía razón. Su ropa y su daga acabaron encima de la cama, mientras envolvían el cadáver de Dhalmass con el colchón y lo ataban para que no resbalara. El mago echó un último vistazo a la habitación, asintió e hizo un gesto rápido e intrincado.

El cadáver, la muchacha y él empezaron a despedir un fulgor débil.

—Una última cosa —dijo mientras el fulgor ganaba en intensidad y se extendía—. Dhalmass era muy querido en Arabel. Espero que considere la opción de erigir usted una estatua en su honor.

—Así lo haré, una vez que se hayan emprendido las mejoras en Marsember —repuso el noble, testarudo, antes de sonreír de puro gozo por primera vez en mucho tiempo.

El fulgor aumentó hasta adquirir una intensidad cegadora, y de pronto se fundió; Rhodes estaba solo en la habitación del segundo piso. Registró el lugar por si habían pasado por alto cualquier detalle que pudiera delatar lo sucedido allí, una joya o algo que bastara a un cormyta fisgón para deducir la presencia del rey, la muerte del rey. Pero no encontró nada.

El rey temporal cerró la puerta ya en el rellano de la habitación donde había fallecido Dhalmass, y se dirigió hacia las escaleras. El rey era —es decir, había sido— más alto que él, y se le antojó más difícil de lo que había pensado en un principio mover aquel cuerpo por la escalera. Por suerte, pensó Rhodes, el rey de verdad estaba borracho; nadie repararía en si, de vez en cuando, no andaba con paso firme.

Encontró a la otra chica, la rubia, abajo en la puerta. Al parecer parecía dispuesta a volver a la habitación, para ver si era cierto que el rey borracho había muerto en sus brazos, y al encontrarse cara a cara con su majestad, que al parecer rebosaba salud, estuvo a punto de dar un bote hasta el techo de la impresión.

Marliir la besó con suavidad en la frente, le dedicó un guiño y se dirigió hacia la ciudad, de vuelta a la residencia real en la mansión Marliir. Encontraría otras mozas de camino a las que poder besar. Si lo hacía con propiedad, serían muchas las miradas que se fijaran y recordaran al rey Dhalmass aquella noche, y por la mañana él y su reina subirían al carruaje que los llevaría de regreso a Suzail. Una semana más tarde todo el reino se cubriría de luto en recuerdo de las testas coronadas de Cormyr, ambas fallecidas, y un nuevo noble y su señora se sentarían tranquilamente junto al lago de los cisnes, en Arabel.

27
Tratos

Año del Guantelete

(1369 del Calendario de los Valles)

El anciano noble terminó de hablar, momento en que miró fijamente al mago para saber si lo había escuchado.

—Preocupaciones legítimas —manifestó Vangerdahast, repitiendo las palabras del noble, haciendo un gesto de asentimiento; lo decía en serio.

Albaerin Dauntinghorn poseía una gran habilidad para distinguir la mentira de la verdad, era capaz de distinguir la cháchara cortesana y obtusa que discurría en cualquier frase edulcorada y descubrir el engaño a la primera.

Lástima que eso fuera precisamente lo que el mago supremo de Cormyr no necesitara en aquel momento. Le esperaban unos días de mucho ajetreo, pues suyo era el deber de intentar que la corte no acabara alfombrada de nobles con dagas clavadas entre las costillas. Las facciones ascendentes cuyo objetivo era rehacer Cormyr habían cogido sus trocitos respectivos con los dientes, y empezaban a tirar con fuerza del reino, atrapado por innumerables mandíbulas. Vangerdahast pensó que la imagen de Cormyr como la de una víctima indefensa a la que cuatro caballos descuartizan era demasiado dolorosa en aquel momento.

—Tiene mi palabra —dijo Vangerdahast, dedicando una confiada sonrisa al anciano Albaerin—, en caso de que se me nombre regente, de que plantearé todos los asuntos que usted me ha expuesto ante la corte, de modo que puedan resolverse de inmediato en lugar de permanecer en cartera durante meses.

Intercambiaron sendas inclinaciones de cabeza, como sabios que estuvieran a la misma altura y que se guardaran un respeto mutuo, antes de separarse. El mago de la corte se volvió hacia la sala del Honor, donde solían grabarse en la pared de piedra los nombres de todos aquellos soldados que habían dado su vida por el reino, y después se dirigió a la sala de las Gemas, donde lo más probable era que encontrara algún que otro grupo de nobles murmurando sobre el oscuro futuro que se cernía sobre Cormyr. Había llegado el momento de llenar la cabeza de promesas a unos cuantos inocentes más, promesas de lo que podrían llegar a obtener si cierto mago era propuesto para la regencia.

Se encontraba a medio camino de allí, cuando un paje enfundado en la librea de palacio se acercó a la carrera.

—Honorable señor —dijo el paje, nervioso, haciendo una reverencia—, lord Aunadar Bleth desea entrevistarse con usted en la sala de las Llamas Danzarinas en cuanto le sea posible. Dice que se trata de un asunto de gran importancia para la seguridad del reino.

—Por supuesto que sí —dijo Vangerdahast, como queriendo tranquilizar al muchacho con sus palabras, y lo despidió con estas palabras—: Muchas gracias. Me dirigiré directamente a ver a lord Bleth. Si te ha ordenado recibir una respuesta, puedes informarle de ello. De lo contrario, puedes ahorrarte la carrera, no pienso hacerlo esperar mucho.

El paje hizo una nueva reverencia y corrió hacia palacio. «Por supuesto», pensó Vangerdahast al mirar arriba y abajo por la sala del Honor, para ver si alguien había advertido lo sucedido. El paje se perdió en la distancia al tomar la esquina que conducía a la escalera este; no había nadie cerca. El mago asintió satisfecho, apoyó la mano en una inscripción particular grabada en la pared y pronunció una palabra. El bloque de granito pareció inmutable, pero sus dedos se hundieron en él como si no existiera. Extendió la mano en su interior, cogió cierto anillo, un pendiente y un brazalete de una bolsita de tela, y los sacó a través de la piedra, antes de pronunciar otra palabra que volvió a conferir al granito su solidez.

Guardó los tres objetos y siguió caminando, no en dirección a la sala de las Gemas, sino al palacio y a las chimeneas de la sala de las Llamas Danzarinas. Las llamas no eran más que una ilusión, sometidas a una temperatura tan cálida como la que tenían, pero sus saltos infinitos resultaban un espectáculo digno de verse. Sería mejor resolver aquel asunto sin perder el tiempo ahora que estaba protegido contra cualquier veneno, ataques a distancia normales y todo tipo de armas de acero, así como a los efectos de gases hostiles. Sería precipitarse demasiado intentar quitar de en medio al mago supremo de toda Cormyr, dejando de nuevo a la tierra sin mago, aunque a aquellos jóvenes nobles tan ambiciosos no parecía importarles lo más mínimo la seguridad del reino, ni las reglas, cortesías y convenciones. Menudo futuro esperaba a Cormyr.

En el umbral de la sala de las Llamas Danzarinas, dos sirvientes inclinaron respetuosamente la cabeza al verlo llegar y abrieron las puertas de par en par. El anciano mago entró con calma, y en el interior encontró a una sola persona esperándolo, con una jarra y dos vasos. Vangerdahast sonrió levemente al oír cerrarse las puertas a su espalda, con suavidad, y se acercó al hombre.

—Al parecer hoy se ha despertado usted deseoso de conversar con el sabio y anciano mago de Cormyr —dijo, alegre—. Bien, pues, ¡adelante! Tengo el tiempo y el interés necesarios para escuchar cuanto tenga que decirme.

Los ojos castaños del noble se clavaron en los suyos, y los labios suaves que había bajo el mostacho recortado se retorcieron un poco.

—Un asunto muy conveniente, señor mago, ya que es de crucial interés para el futuro del reino.

Vangerdahast se detuvo a unos pasos del noble, y enarcó ambas cejas pobladas.

—¿Y por qué alguien como usted, que ha dedicado tanto tiempo estos últimos años a cazar el venado, soporta semejante peso sobre sus hombros?

Aunadar se sirvió un vaso de licor, de color ámbar y burbujeante, un añejo y estupendo Besollameante, a juzgar por su aspecto.

—Piense usted lo que quiera de mí, señor Vangerdahast —respondió el joven noble, reflejando cansancio en su voz—, pero ya no soy ningún muchacho, sino un hombre. Es más, mantengo una estrecha relación con la futura reina de Cormyr. Ella escucha todo cuanto yo le digo, y soy capaz de ver lo que le espera a nuestro reino en el futuro. Le ruego que sea tan amable como para prescindir de ese tono paternal y encumbrado que utiliza, vamos, el mismo que utilizaría un anciano con su cachorro. De hecho, dice menos en favor de usted, que de mí.

—Hable, pues —repuso Vangerdahast, tranquilamente, al tiempo que dibujaba en el aire unos gestos con una de las manos que tenía cogidas a la espalda.

—Murmurar hechizos mientras se discuten asuntos de estado es una falta de respeto —dijo Aunadar, dando un paso al frente y llevando la mano a la empuñadura de la espada.

Vangerdahast dejó de gesticular y se sentó tranquilamente en el aire, como quien se reclina en un cómodo sillón.

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