Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood
Pero Salember ya no lo escuchaba, el fuego ardía en sus sienes, en sus oídos, y en su corazón algo descuajó un anclaje que lo contenía y lo impulsó a entrar en acción.
Con un grito incoherente, el rey Dragón Rojo tiró de la espada de Duar que colgaba del cinturón y cargó escaleras arriba contra la pareja.
Jorunhast dio un paso al frente al cargar el rey ante él y extendió una mano enorme que lo agarró por la cara con unos dedos largos y férreos. El mago pronunció algunas palabras en lengua antigua, y por toda la sala se extendió el hedor de la carroña. Entonces soltó a su rey.
Salember trastabilló medio paso hacia adelante y cayó al suelo, soltando a Orblyn, que fue a caer sobre los peldaños de piedra, lejos del alcance de Salember, mientras la corona de Palaghard caía en el lado contrario. El hedor a carroña volvió, una brisa hedionda que trajo consigo el grito tembloroso de Salember.
Rhigaerd bajó las escaleras de dos en dos, y se arrodilló junto al cuerpo del rey.
—Está muerto.
—Sí —dijo Jorunhast, en voz baja—. No he tenido otro remedio que abatir la amenaza que se cernía sobre la corona. —El mago extendió las manos ante sí, unas manos enguantadas, como si titubeara en mostrar las armas mortíferas que había llevado consigo.
—El rey ha muerto —musitó Damia Truesilver.
Jorunhast hizo un gesto de asentimiento y sacó de su túnica la corona, la primera corona de Cormyr, de factura élfica, que tendió a lady Damia. El joven príncipe se arrodilló, y la dama ciñó la corona sobre su frente.
—Larga vida al rey —dijo Damia—. Levantaos, rey Rhigaerd Segundo de Cormyr. Ojalá vuestra coronación hubiera ido acompañada de los festejos de rigor, pero vuestro reino os necesita.
Rhigaerd se incorporó de nuevo, y Jorunhast vio que tenía húmedos los ojos.
—Mi agradecimiento, mago —dijo el rey con voz firme.
—No he tenido más remedio que abatir la amenaza que se cernía sobre la corona —repitió Jorunhast, con tristeza—. Lamento que no hubiera otra manera. Era mi amigo, tanto como vuestro.
—Recordémoslo por su fortaleza, en lugar de por su locura —dijo Damia, como si con esas palabras terminara una plegaria.
—Aun así, habéis asesinado a un rey —dijo Rhigaerd, solemne—, y por ello la sentencia es la muerte. Conmuto esta sentencia por el destierro de por vida del reino. Abandonará usted Suzail, mago, adonde jamás regresará.
Jorunhast abrió la boca para protestar, pero volvió a cerrarla e hizo un gesto de asentimiento.
—Nadie puede confiar en quien ha matado a un rey, por muy sobrados que fueran sus motivos para hacerlo —dijo Rhigaerd—, y nadie confiaría en mi gobierno si mantuviera a mi lado a la mano derecha de Salember.
—Como deseéis, sire —respondió Jorunhast, haciendo un nuevo gesto de asentimiento—. Respetaré vuestras órdenes, en virtud de mi lealtad a la corona. Recogeré algunas cosas y desapareceré. —El mago se retiró hacia la puerta que conducía a la sala del trono.
—Espere un momento, mago —ordenó Rhigaerd.
—¿Sire? —dijo Jorunhast, volviéndose.
—Cormyr siempre ha tenido un mago, no como ahora —se explicó el soberano, con tacto—. Durante su exilio, deberá usted buscar y adiestrar al mejor mago que encuentre. Cuando contraiga matrimonio y tenga un heredero, enviaré mensajeros a todos los rincones de Faerun para anunciarlo, y usted lo sabrá. Le ruego que me envíe a su pupilo para que se convierta en el tutor de mi hijo. Cormyr podrá sobrevivir sin su mago, pero no es necesario tentar a la suerte. Es una orden.
Antes de responder, Jorunhast se inclinó profundamente ante su rey:
—Como deseéis, mi señor.
—Y gracias —añadió Rhigaerd—. Gracias por los crímenes que habéis cometido en nombre de la corona.
La mirada de Jorunhast estaba tan empañada de lágrimas como la del nuevo rey.
—He cumplido con mi deber, animado por mi lealtad y el cariño que siento por esta tierra —dijo—, cosas ambas que enseñaré a mi pupilo.
Y aunque nadie lo vio marchar, a Jorunhast no volvieron a verlo nunca más en Suzail.
Año del Guantelete
(1369 del Calendario de los Valles)
—Oh, señora de la Fortuna y de los Misterios —dijo la clérigo, postrada—, escucha a estas tus siervas. —Golpeó un gong plateado que colgaba detrás de la puerta, mientras se desprendía de la capa pluvial azul marino, mostrando unas vestiduras de radiantes tonos plata, dio tres pasos lentos, mesurados, hacia adelante, y se arrodilló. Tocó el disco de plata que llevaba colgado del cuello, símbolo de su diosa—. Tymora, escúchanos.
Alcanzó a oír a su espalda el frufrú producido por la princesa de la corona al librarse del capote y las zapatillas. Gwennath siguió de rodillas hasta que Tanalasta se acercó a su lado.
—Tymora, escúchanos —murmuró la princesa.
Como cada día, Gwennath tendió las manos para estrechar las de la heredera de la corona. En aquella ocasión, el apretón de manos de Tanalasta le pareció menos vacilante que de costumbre, era obvio que lo agradecía; en otras ocasiones incluso le había parecido temblorosa. De hecho, este contacto no formaba parte de ningún rito establecido, aunque no era necesario que la princesa lo supiera. Gwennath creyó que estaba necesitada de ello en aquel primer día en que una princesa pálida y visiblemente atormentada se había presentado ante los clérigos de la diosa, dispuesta a rogar por que consagraran una capilla de carácter temporal, para que pudiera disfrutar de un acceso inmediato a la guía divina, siempre que lo necesitara. El sumo sacerdote Manarech había accedido de inmediato, sin titubear, con la mirada puesta en algún favor futuro del Trono Dragón, aunque Gwennath sabía, y sospechaba que también la princesa, que el anciano patriarca no tenía intención de considerar temporal ninguna capilla consagrada a la diosa.
Daba lo mismo. Los discos plateados, símbolos de la diosa Tymora, colgaban de las paredes de aquel lugar consagrado. La princesa de la corona se arrodillaba ante Tymora a diario, por la mañana y al anochecer, cosa que alegraba al sacerdocio de la fortuna, pese a que también había solicitado un altar a Tyr, Señor de la Justicia, que había sido dispuesto en la estancia contigua. No obstante, por muy devota que en realidad fuera Tanalasta en su necesidad por buscar consuelo en la plegaria, era obvio que también buscaba una guía, y sus visitas a la modesta estancia donde se encontraba el altar parecían proporcionarle un momento de soledad y reflexión, momento que no sería hollado por la mirada fija de Vangerdahast o por los murmullos al oído del joven Bleth.
Tanalasta miró por el rabillo del ojo a Gwennath, y la clérigo le dedicó una sonrisa fugaz antes de interrumpir el apretón de manos y levantarse para elevar una oración. Si la diosa lo tenía a bien, podrían entablar una profunda amistad con el tiempo.
—Señora de los Favores —empezó a decir, buscando la tan ansiada cercanía de la diosa Tymora—, escucha ahora nuestro...
Oyeron un ruido en el pasaje que quedaba a sus espaldas, el presuroso y frenético rumor de pasos apresurados, de muchos pasos en cualquier caso. ¿De qué se trataba? ¿Serían los soldados? Gwennath sintió como si le arrancaran el corazón, ¿habría fallecido el rey?
Tenía claro cuál era su deber. Debía proseguir con la oración. Levantó los brazos hacia el altar, y...
Tanalasta profirió un grito.
Gwennath se volvió a tiempo de ver huir a la princesa de la corona, con la mirada desencajada, para situarse detrás del altar. Su intención era clara, pues quería escapar de los cinco enmascarados que, espada en mano, irrumpían en la estancia. Tenían la mirada clavada en Tanalasta, una mirada en la que era fácil adivinar su intención de asesinarla.
A juzgar por su vestimenta de factura impecable, eran nobles y no parecían dispuestos a perder el tiempo. Habían ensartado con su acero a un joven clérigo en la entrada, sin inmutarse, y Gwennath estaba desarmada.
—
¡Lammanath Tymora!
—gritó Gwennath, gesticulando con los brazos. El noble que iba en cabeza la atacó con furia, pero ella se agachó a tiempo apartándose de la trayectoria del acero relampagueante, para acto seguido arrojarse contra él con el hombro por delante. Al dejarlo sin respiración y perder pie, logró propinarle un buen puñetazo y descubrió satisfecha que la armadura del atacante era de tela repujada de oro. El agredido soltó un gruñido ahogado al caer al suelo junto a la clérigo.
En aquel momento, el hechizo se había extendido por toda la estancia, llenándola de unos discos que giraban cual torbellinos sobre su propio eje. Su grito de desesperación había logrado arrancar todos los discos símbolo de Tymora que colgaban de las paredes, y animarlos a voluntad. Los envió de canto contra el puñado de hombres que irrumpían en la habitación. Desde el suelo, pudo oír los gritos y maldiciones que profirieron al verse atacados.
—¡Princesa! —gritó, rodando sobre sí misma para apartarse del hombre al que había derribado—. ¡Tengo la maza junto al altar! ¡Defendeos!
Uno de los nobles lanzó una carcajada burlona y esquivó uno de los discos, directo hacia la clérigo. Gwennath lo miró e hizo que un disco cayera en picado desde el techo sobre su cabeza. Tan sólo disponía de unos segundos, antes de que la magia cesara...
Sin embargo bastó para derribarlo, pues el disco rasgó su cuero cabelludo penetrando en la cabeza. El atacante ahogó un grito, la sangre salió a borbotones, y cayó al suelo con una mirada pintada en el rostro en la que tan sólo era posible leer la sorpresa, el dolor.
Otro de los nobles se dirigía corriendo hacia el altar, cuando todos los discos se desplomaron al expirar los efectos de la magia. Gwennath echó a correr para cortarle el paso, mientras la princesa se agachaba para protegerse tras la mesa sagrada.
Una daga reflejó la luz de las antorchas al atravesar la estancia y hundirse en la nuca del noble, que trastabilló y se tambaleó durante un instante precioso que permitió a Gwennath arrojarse a por la daga envainada del noble, justo en el lado del brazo con que esgrimía el arma, desenvainarla y hundirla con fuerza en la sien del atacante, al que después empujó contra la pared. Se volvió para ver a qué nuevo peligro debía enfrentarse, y se descubrió observando la punta ensangrentada de una espada, después de que ésta ensartara un cuerpo vestido con una elegante camisa de seda.
Detrás del noble moribundo, al caer éste, vio un rostro que ya había visto en otra ocasión: pertenecía a una mujer con unos ojos que eran como llamas alegres, cabellos color de miel, que obsequió a Gwennath con una sonrisa feroz.
—¡Cógelo! —exclamó al tiempo que arrojaba al aire el bastón del noble.
Gwennath respondió a la sonrisa de Emthrara la Arpista, cogió el arma en el aire y se volvió rápidamente para comprobar que la princesa estaba a salvo.
Tanalasta se escudaba tras el altar del acoso de un noble, arrastrando la maza que, al parecer, resultaba demasiado pesada para ella. Justo cuando Gwennath lanzó un grito de alerta y levantó la mano para arrojar la daga que aún empuñaba, una persona que calzaba botas y que a juzgar por su aspecto parecía un mercader, rodeó el altar esgrimiendo el cuchillo de hoja más larga que había visto jamás y se abalanzó sobre el noble. El cuchillo lanzó un único destello al caer sobre el enemigo, golpe que llevó a ambos al suelo, y en aquel momento se oyó un gorgoteo en el lugar que habían caído, detrás de la mesa sagrada. A Gwennath no le sorprendió ver que sólo uno de ellos se incorporaba, y que no fuera el que lucía la máscara y la ropa lujosa.
El último de los nobles, al que Gwennath había golpeado en un lugar muy delicado, se había incorporado a espaldas de la clérigo, espada en alto y rojo de ira, con la mirada clavada en la nuca de la clérigo de Tymora. Gwennath no lo vio, pero Emthrara sí. La Arpista lanzó un grito a modo de advertencia, aunque no había nada que pudiera impedir que el noble descargara sobre ella su espada...
Entonces Emthrara vio que otra figura se levantaba detrás del noble, con el candelabro que había sobre la mesa en la mano. Lívida, la princesa de la corona, Tanalasta de Cormyr, descargó con todas sus fuerzas un golpe con aquella arma improvisada.
La espada del noble cayó a un lado, y su cabeza crujió al desplomarse su cuerpo, mientras la sangre surgía a borbotones como el agua de una fuente. El golpe practicó una hendidura en el cráneo del asesino, que pese a ello logró proferir un gruñido de dolor antes de caer muerto al suelo como un saco de patatas.
La princesa contempló lo que había hecho, ahogó un grito y, acto seguido, vomitó de la impresión.
Aún temblaban sus hombros cuando otros hombres armados irrumpieron en la habitación; eran clérigos de Tymora y Dragones Púrpura, todos ellos armados. Al entrar, echaron un vistazo para hacerse cargo de la situación.
—¿Qué ha pasado? —preguntó uno de los guardias al acercarse a la mujer que sollozaba y cogerla de la mano con rudeza para volverla hacia él.
Se detuvo de pronto al reconocer el rostro de la princesa. Por muy lívida que estuviera, por muy violáceos que tuviera los labios, no hubo nada que le impidiera reconocer el rostro de la heredera de la corona. Aquel rostro conocido tenía húmeda la mirada, húmeda de unas lágrimas que no había llegado a derramar.
—Esos traidores nos... me atacaron —dijo la princesa, que respiraba agitada—, pero estos otros me defendieron.
—¿Qué otros, mi señora?
Tanalasta echó un vistazo a su alrededor. El mercader y la mujer de la espada habían desaparecido de forma tan súbita como habían aparecido. Tan sólo la acompañaba la clérigo de Tymora.
—Su alteza venció a estos hombres en un combate que los enfrentó encarnizadamente —dijo la clérigo, dando un paso al frente, con mirada resuelta—. Que corra la noticia por todo el reino, que se diga que la justicia y la razón hicieron prevalecer a la princesa, que luchó contra cinco guerreros experimentados... que, además, eran unos nobles estúpidos del reino. No han hecho sino recoger la cosecha que merece quien siembra la traición.
Todos los guardias y los clérigos presentes observaron a Gwennath, antes de volverse hacia la princesa.
—¿Qué ha sucedido en realidad? —preguntó el Dragón Púrpura, incrédulo, incorporándose del suelo encharcado en sangre, donde había examinado al noble ensartado por Emthrara.
—Lo que acaba de decirle a usted la sacerdotisa —respondió Tanalasta, furiosa, mientras giraba sobre sus talones ante el altar—. Ahora, si tienen la amabilidad de quitar de mi vista a esta carroña, debo concluir mis oraciones...