Cormyr (67 page)

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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

BOOK: Cormyr
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Dauneth Marliir ahogó un grito y retrocedió asustado al ver que la espada con la que asestaba el golpe se imbuía de vida, rodeada por chispas que discurrían desde la punta hasta la empuñadura. Aún temblaba incapaz de hacer nada, cuando un joven dejó el vaso que tenía en la mano en una mesa lateral, se acercó a él, le quitó la espada, cerró la puerta de una patada, y con su hombro atenazó la garganta de Dauneth.

—Dos dagas en su cinto, y una en la bota izquierda —dijo Vangerdahast, esbozando una sonrisa.

Unos dedos ágiles libraron a Dauneth de las armas indicadas, que acabaron surcando el aire hasta aterrizar junto a la espada, con el consiguiente ruido metálico.

—Venga por aquí, y siéntese —ordenó Giogi Wyvernspur al prisionero—. Cat... oh, disculpe, supongo que ya conoce a mi mujer, lady Cat Wyvernspur. Lo siento, debí presentarlos antes. Cat lamentaría sobremanera que Vangey tuviera que freírlo a usted con alguno de sus hechizos. Acostumbra a echar a perder el mobiliario y deja unas manchas horrorosas, por no mencionar lo demás.

—¡Suélteme! —soltó Dauneth, mientras hacía un esfuerzo por recuperar el aliento. Descargó un golpe hacia arriba con el hombro que, sin embargo, pareció topar con una especie de barrera intangible.

—Ah, ah —reprobó Giogi—. Juegue limpio, por los dioses.

—¡Mago! —rugió Dauneth, sin presentar atención al comentario del noble, y temblando con una rabia que de pronto parecía capaz de consumirlo—. ¡Ha traicionado a su rey, a la corona, a Cormyr! ¡Ha conducido al reino al borde de la guerra!

El mago de la corte enarcó las cejas ante aquel comentario.

—Percibo un ardor en los jóvenes nobles del reino, que a menudo me encantaría que pudieran conservar durante la madurez, cuando son más sabios. De todas formas, me complace ver que puede distinguir entre los diversos conceptos que acaba de enumerar: monarca, gobierno, reino. Pocos de los suyos de sangre azul tienen esa misma capacidad. Se lo aseguro, Dauneth Marliir, hijo, por cierto, de una familia que ha demostrado cierta experiencia a la hora de dirimir lealtades, actúo por el bien de estos tres conceptos.

—Ahórreme sus mentiras —gritó Dauneth cuando Giogi lo sentó en una silla, sonrió como el anfitrión de primera que era, y ofreció a Dauneth sin decir ni mu un vaso de vino.

El joven se incorporó de pronto en la silla, arrojando el contenido del vaso sobre el rostro de Giogi. A continuación se levantó del todo y echó a correr por la habitación, sacando la daga que ocultaba en una manga, daga cuya existencia ignoraba Vangerdahast.

Lady Wyvernspur se dispuso a actuar con las manos elevadas a modo de plegaria. Murmuraba unas palabras cuando Dauneth rodeó el cuello del mago con uno de sus largos brazos, y amenazó su cuello con la hoja de la daga.

Pero también en esa ocasión dio contra una especie de barrera invisible, de la cual surgió una llamarada. Dauneth hizo caso omiso de la súbita descarga de calor, y apretó con más fuerza la daga.

—Desista, joven Marliir. No tengo el menor interés en matar a un paisano leal a Cormyr.

En aquel momento el dolor alcanzó una intensidad insoportable. Dauneth se agarró a la empuñadura de la daga como si su vida dependiera de ello.

—No temo dar la vida, si consigo acabar con semejante amenaza para el reino que amo —replicó, reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban.

—¡Dioses, cuánto me gustaría oír esas palabras en labios de los grandes de Cormyr! —exclamó con admiración una voz situada a su izquierda. Dauneth levantó la mirada que mantenía fija en la punta de su daga, que por cierto ya había adquirido una tonalidad rojiza, daga que apenas distaba unos centímetros del cuello velludo del anciano, y vio una figura envuelta en sombras que abandonaba su escondrijo en el umbral. Quien había observado la escena dio un paso al frente y sonrió de oreja a oreja, y al bañar la lámpara con su luz el rostro del recién llegado, Dauneth ahogó un grito y soltó la daga. Apartó las manos lentamente del mago, que se frotó la nariz, se arregló las ropas como pudo, y se acercó sin titubear hacia la botella de vino que Giogi, ocupado en secar el líquido que aún resbalaba por su rostro, había dejado encima de una mesa.

—Te haces viejo, Vangey —dijo el hombre apoyado en el dintel de la puerta.

—Viejo y olvidadizo —replicó Vangerdahast, levantando la botella sin molestarse siquiera en coger un vaso—. Quizá sea el momento de empezar a buscar a alguien que me sustituya.

Dauneth observaba al hombre, incapaz de articular palabra.

—Pero si estáis aquí... —dijo, cuando consiguió recuperar el habla—. Entonces, ¿qué sucede en la corte? ¿Quién intenta gobernar Cormyr?

—Un montón de gente, muchacho —respondió el mago real con una sonrisa en los labios—. Un montón de gente. Las razones de todo ello se remontan al pasado, aunque para ver en qué desemboca es necesario que nos dirijamos a palacio. Coja su espada, joven Marliir, que a estas alturas ya nos estarán esperando.

32
Gondegal

Año del Dragón

(1352 del Calendario de los Valles)

Las hogueras que ardían en los campamentos se extendían por una pendiente a lo largo de las cimas situadas al sur de Arabel. Cada hoguera aglutinaba a un millar de hombres, Dragones Púrpura, milicianos, bandas de aventureros y mercenarios. Todos estaban dispuestos a asaltar la ciudad rebelde al amanecer.

La ciudad de Arabel refulgía como una gema brillante recortada contra la oscuridad nocturna, en mitad de una serie de campos descuidados, prados y terrenos dispuestos para las caravanas. En el interior de las murallas, la ciudad estaba iluminada con la luz que desprendían sus propias hogueras, las antorchas, las linternas, los candelabros y toda suerte de luces mágicas. Pese al fulgor que irradiaba, las hogueras de los cormytas eran visibles desde la ciudad, pues se percibían como una serie de rojizas estrellas bajas y titilantes. Aquella noche, tanto las gentes de la ciudad como los que dormían en los campamentos no descansarían mucho.

En el campamento principal se alzaba el pabellón del rey, como una gruesa montaña de color púrpura recortada contra las estrellas. Al amparo del más alto de sus chapiteles estaban reunidos los líderes militares. El panzudo barón Thomdor y el duque Bhereu, cada vez más calvo, permanecían sentados a la cabecera de la mesa; a juzgar por la expresión de sus rostros gemelos, estaban muy preocupados. A un lado de la mesa, situada en un extremo de la tienda, la habitación estaba a rebosar de sillas, ocupadas por capitanes mercenarios, líderes milicianos y magos de guerra. Todos observaban con atención una mesa larga cubierta por un mantel de lino, alfombrada de papeles, mensajes, informes y diagramas. En medio del desorden, fruto de la magia pese a parecer esculpida en alabastro, se encontraba la maqueta en tres dimensiones de la ciudad de Arabel.

En la cabecera de la mesa, en un trono esculpido en maderamalva, estaba sentado el rey Azoun IV en persona, septuagésimo primer monarca del linaje Obarskyr. Tenía una expresión preocupada y se mesaba la barba mientras reflexionaba. El mago real, Vangerdahast, permanecía de pie junto a su señor. De hecho, era la única persona de todos los presentes que estaba de pie, y al dirigirse a los comandantes reunidos solía caminar de un lado a otro de la mesa. De momento, se inclinaba sobre el hombro derecho de su monarca, como si se tratara del animal de compañía del rey, que colgara del hombro.

—¿Sabemos si realmente está allí? —preguntó el rey, que no quitaba ojo a la maqueta reluciente que representaba la ciudad de las caravanas.

—Él, sus hombres y quienes se han unido bajo su estandarte a lo largo de estos últimos tres meses —repuso Thomdor, inflexible. Las fuerzas que tenía bajo su mando habían pasado la última estación persiguiendo al rey bandido por toda la parte norte de Cormyr. Hacía ocho días que su presa había llegado a Arabel, para allí coronarse rey Gondegal Primero con una corona que había robado de una tumba sembiana y desafiar a cualquiera que estuviera dispuesto a arrebatársela.

Nadie sabía de dónde había salido Gondegal, aunque él aseguraba que tenía sangre real en las venas. Una cosa era segura, aunque Thomdor no estaba dispuesto a admitirla: era un hombre decidido y carismático, un líder nato. Una y otra vez el barón lo había dispuesto todo para el ataque, sólo para ver cómo las fuerzas a las que debía enfrentarse desaparecían ocultas en la niebla, en el bosque. Y con cada una de aquellas derrotas simbólicas, la leyenda de Gondegal iba en aumento, y era gracias a esas derrotas, por llamarlas de alguna forma, que la leyenda de Gondegal había aumentado de forma vertiginosa, al igual que la gente que lo apoyaba. A primeros de año era un desconocido. En aquel momento, tres semanas después del solsticio de verano, había animado a la ciudad de Arabel a rebelarse una vez más contra su rey, y en ella había asentado sus aspiraciones al trono de un imperio.

En su declaración de intenciones, Gondegal había establecido los límites de su nuevo reino, que carecía de nombre, cuyas fronteras iban desde la Laguna del Wyvern hasta el norte del Desfiladero de Tilver, y desde el desierto de Anauroch hasta el sudeste en pleno territorio sembiano. En realidad, tan sólo reinaba sobre aquello que pudiera alcanzar con la punta de la espada, montado a lomos de su caballo de guerra, cosa que no empequeñecía la afronta que suponían sus exigencias. El Dragón Púrpura no estaba dispuesto a permitir que la mitad de su territorio pasara a manos de un nuevo monarca... por muy carismático que fuera ese Gondegal.

Habían pasado siete días desde aquella declaración, y durante los mismos Arabel había contenido la respiración, mientras el «nuevo rey» disponía las defensas. Por espacio de siete días, las fuerzas leales a Cormyr, apoyadas por algunos aliados que perderían sus tierras si cedían ante Gondegal, estrecharon el cerco en torno a Arabel.

—Sea quien fuere, debe de haber servido como soldado en alguna parte —aseguró el duque Bhereu, señalando la maqueta de alabastro de la ciudad—. Ha obrado maravillas en cuestión de días. Las tres puertas, fortificadas, eso por no mencionar que ha erigido torres, desde las cuales otear aquellos puntos ciegos que tenían desde las murallas. Las patrullas de guardia se han doblado, han recogido toda el agua posible en pellejos y barriles llevados de varios kilómetros a la redonda, ¡y además se han observado balistas en las torres principales! No se trata de un alzamiento de mercaderes frustrados; este enemigo conoce su negocio.

—Y lo único que debe hacer es aguantar en la ciudad lo suficiente como para cimentar su posición. Si lo consigue, nos tendrá en un puño —añadió el barón, con expresión hosca—. Tal y como suena, sólo tiene que rechazar el primer asalto. Si emprendemos un asedio en toda regla, no haremos más que perjudicar a la ciudad.

—¿Y qué me decís de sus habitantes? —preguntó el rey.

—Arabel se ha rebelado tantas veces, que han hecho de la rebelión un arte —dijo el duque—. El ganado y las caravanas de los mercaderes han sido conducidos al norte, y los prados están vacíos. Lo más probable es que Gondegal tenga magos apostados en los edificios exteriores o tropa armada con arcos. La mayoría de sus habitantes han vaciado los sótanos y están dispuestos a aguantar hasta el límite. Según parece, los templos han sido acondicionados como almacenes de comida y agua desde hace un tiempo, y se ha triplicado la guardia que vigilaba los pozos.

Uno de los capitanes mercenarios, un tosco bárbaro de las tierras que colindan al norte de Phlan, interrumpió al duque con un gruñido.

—¡Bah! Pues entonces haremos arder la fortaleza hasta los cimientos, y después pasaremos a cuchillo a todos los que se hayan refugiado en ella. ¡Que la pira sirva de advertencia para quienes puedan plantearse desafiar la voluntad de su soberano!

El silencio se apoderó de todos los presentes. Vangerdahast se apartó del trono y caminó a lo largo de la mesa, hasta acercarse al capitán bárbaro. El mercenario buscó apoyó en los rostros de quienes lo rodeaban, pero no encontró a nadie dispuesto. Lo único que vio fue indignación, sorpresa.

Vangerdahast apoyó una mano pesada en el hombro del bárbaro.

—La razón —dijo, apretando la mano como si llevara puesto un guantelete de gigante— es que los habitantes de la ciudad son cormytas, aunque ahora puedan estar confundidos. Serán tratados como ciudadanos leales del reino, hasta el momento en que decidan levantarse en armas contra el Dragón Púrpura.

—Pero si se han rebelado, ¿acaso no...? —preguntó el mercenario, que hizo una mueca de dolor al interrumpir su pregunta la presión que sentía en el hombro, que sin duda iba en aumento.

—Son nuestra gente —dijo el mago con los dientes apretados—. La mitad del ejército desertaría si tuviera que enfrentarse a su hermano, a su primo. Por esta razón, los trataremos como merecen.

Soltó el hombro del capitán mercenario, que respiró profundamente mientras se frotaba el hombro. Al parecer, el mago tenía sobrada fuerza en sus manos, aparte de la que le confería la magia.

—Tal y como ya se ha dicho, Arabel se rebela con una facilidad pasmosa —recordó en voz baja el rey—. Sin embargo, siempre ha vuelto al amparo proporcionado por las alas del Dragón Púrpura. Una cosa que ha enseñado a mi familia la larga historia de esta tierra, es que fomentar las diferencias no hace más que perpetuar las dificultades. —Miró al capitán mercenario a los ojos, y añadió—: Permítanme recordar a todos los presentes que este ataque no constituye ninguna excusa para el pillaje y el saqueo. Nadie prenderá fuego a nada, excepto por orden de un oficial superior. Si la persona que huye de la punta de su espada es civil, no lo perseguirán, molestarán o dañarán «accidentalmente». Consideraré que todos ustedes han comprendido lo que acabo de decir; encárguense de que sus hombres también lo hagan, y que comprendan a qué castigo se enfrentan en caso de que lo olviden.

—¿No podríamos convencer a algún arabeliano leal para que nos abra las puertas? —preguntó uno de los líderes milicianos, dando el asunto por zanjado.

—Todos sienten terror a las espadas de Gondegal, y a su popularidad —respondió el rey, haciendo un gesto de negación—. En cuanto encarrilemos la batalla y logremos la retirada de algunas de sus espadas, la población se levantará en armas para apoyarnos, pero por el momento, no hay quien se atreva a levantar la cabeza. Las gentes de por aquí son volubles, pero por muy contradictorio que parezca, su volubilidad es un factor con el que podemos contar.

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