Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood
Se volvió para descubrir a qué se referían los campesinos al hablar de fantasmas. No había ningún bandido en el interior de la casa. Alguien o algo había sido el causante de la matanza que decoraba el conjunto de la sala de estar.
Kamara gruñó cuando se hundieron sus hombros hasta estrecharse de forma sobrenatural, al tiempo que la mandíbula se hacía más pronunciada y se cubría de una ristra increíble de colmillos. Sus ojos pasaron de semejar monedas de jade a adquirir el verde de un felino, brillante y afilado como las garras que surgían de unas manos cubiertas de pelo. Su piel también se cubrió de pelo naranja, moteado de vetas negras.
Kamara era una mujer tigre. Se deshizo de la espada y dio un salto en dirección al joven con las garras extendidas por delante y las pezuñas abiertas, enseñando sus colmillos.
Azoun gritó. Acto seguido se agachó para evitar aquellas garras, mientras se las apañaba para desenfundar la espada con desesperación y esgrimirla. El acero se hundió profundamente en el pecho y panza de la tigresa, que no había logrado su objetivo de empujarlo al interior de la estancia bañada en sangre; al contrario, era ella quien estaba dentro.
Azoun giró sobre sus talones y vio a la mujer tigre arrodillada entre las gallinas y las cabras a las que había asesinado. Se agarraba la barriga ensangrentada con una pezuña. El príncipe tuvo ocasión de ver que los bordes que conformaban el corte se acercaban poco a poco, hasta fundirse y cerrarse. Estaba curada. A los licántropos tan sólo les afecta la plata o la magia, y Azoun había enviado el único apoyo mágico con que contaba a casi un kilómetro de distancia.
Kamara volvió a abalanzarse sobre él. Azoun alargó la mano con la rapidez del rayo para agarrar el picaporte y cerrar la puerta en el hocico de la tigresa. Al cabo de un momento, la madera de la puerta crujió al acometer contra ella, y con un estruendo increíble los goznes cedieron ante la fuerza de la arremetida. Unas garras crueles y oscuras arañaron el aire a escasas pulgadas del rostro de Azoun, que trastabilló.
De nada le servía la espada, y no podía soñar con superar a la carrera a un licántropo plenamente transformado. Para cuando volviera Vangerdahast, el heredero del Trono Dragón haría compañía a los pollos de la sala de estar. Kamara despedazaba la puerta y en unos pocos segundos la habría franqueado.
Entonces Azoun recordó algo que había visto antes, y salió huyendo del salón.
Cuando Kamara destrozó lo que quedaba de puerta, y los restos colgaron de los goznes, descubrió la espada abandonada del noble en el suelo del pasillo. La puerta principal estaba cerrada. Su presa debía de andar aún por la casa.
Oyó un ruido, alguien arrastraba algo pesado por el suelo, justo delante de ella. ¡El comedor! Kamara atravesó el pasillo estrecho hasta alcanzar el umbral que tenía delante... y encajar el cuchillo de la carne entre dos costillas. Era un corte superficial que, sin embargo, le dolió como si fuera ácido.
¡Plata! La hoja era de plata, el legado de los Goldfeather.
Pareció sisear, escupió y se arrancó el cuchillo. Dos dagas más, arrojadas con cruel precisión, se hundieron en su brazo. Kamara, la mujer tigresa, aulló de dolor y se arrojó en pos de su asaltante.
Azoun estaba en el extremo opuesto de la mesa, con toda la cubertería dispuesta ante él. Logró arrojar otro cuchillo contra su muslo cuando la tigresa volcó la mesa. Al acercarse al cuerpo a cuerpo, la golpeó en plena cara con una tetera de plata.
Kamara cayó de lado cuan larga era. Tenía un moretón impresionante en la mejilla, justo donde Azoun la había alcanzado con la tetera. Las heridas de cuchillo no se cerraban, y manaba sangre de ellas que teñía los calzones y la blusa. Azoun preparó la tetera para descargar un nuevo golpe; quizá no pudiera alardear de sus métodos ante nadie, pero estaba dispuesto a ganar aquel combate.
Al parecer, la tigresa también reparó en ello. Se incorporó cuando el príncipe, que esgrimía un cuchillo en la otra mano, levantó la tetera. Kamara gruñó desafiante, pero en lugar de arrojarse contra su adversario, saltó por la ventana, cuyos cristales rompió para aterrizar en el porche que había al otro lado.
Azoun se dispuso a seguirla, pero para cuando llegó al alféizar había desaparecido. El príncipe creyó distinguir su piel anaranjada al fundirse entre la espesura del bosque.
Suspiró, recuperó la espada y comprobó el resto de la casa. No había ladrones, fantasmas, ni mujeres u hombres tigre en el edificio. Cuando regresó Vangerdahast, acompañado por la pareja, el príncipe esperaba sentado en el porche, con la cabeza apoyada en las manos.
La pareja de campesinos gritó alarmada al ver la ventana rota, y preguntaron qué había sucedido.
—Ese fantasma de ustedes era una mujer tigre que quería alimentarse con sus animales de granja —respondió Azoun, profiriendo un suspiro—. Así que los ahuyentó, y después mató a sus gallinas y cabras. No había ningún fantasma en el edificio, tan sólo un depredador hambriento al que he ahuyentado. No creo que vuelva por aquí, pero será mejor que tengan a mano alguna arma de plata, por si acaso. Ah, ojo con la sala de estar, que está hecha un desastre.
Advertidos por él, la pareja entró apresuradamente en la casa. La mujer gritó y luego sollozó, mientras el hombre intentaba consolarla.
—Parece que no puedo dejaros solo ni un momento —dijo Vangerdahast, en voz baja.
—¿Y cómo iba a saberlo? —protestó el príncipe.
—No podíais saberlo —dijo el mago, con severidad—, por eso es necesario que andéis siempre con mucho cuidado.
Se quedaron en la antigua mansión Goldfeather durante el resto del día. Azoun se encargó de arreglar como pudo la puerta destrozada del salón, gracias a algunos listones de madera con que tapar el desastre, y también cortó algo de leña para tapar la ventana por la que había saltado la tigresa. Cuando llegaron a Estrella del Anochecer, envió a la mansión a un carpintero para que reparara la puerta, y a un cristalero para la ventana, todo por cuenta de la corona. Vangerdahast ayudó a la mujer a limpiar la sangre y los restos de la sala de estar, así como a desplumar los pollos y ver qué podía hacerse con las cabras. Sirvieron para cenar una de las cabras al anochecer, demostrando la mujer que era una cocinera excelente.
De la mujer tigre no volvió a saberse nada.
Aquella noche hablaron hasta muy tarde, pues el anciano explicó historias de cuando era un muchacho, cuando el reino se dividió durante la guerra de los Rojos y los Púrpura. Cuando empezó a cabecear, la mujer enseñó a sus invitados dónde estaban sus camas, despertó después al marido, y se retiraron a su habitación.
Vangerdahast y Azoun permanecieron sentados mientras se consumía el fuego de la chimenea. Ninguno se movió ni hizo ademán de echar más leña al fuego.
—Tenía usted razón —admitió finalmente Azoun.
—¿Acerca de qué? —preguntó el mago, cuya mirada enrojecida y cansada se adivinaba a través de sus párpados entrecerrados.
—Nadie es lo que parece —dijo el príncipe, desperezándose—, y aunque no dejaré que la paranoia se apodere de mí, lo tendré en cuenta... y, por lo tanto, actuaré en consecuencia.
—Lección aprendida —dijo el mago—. Al parecer, la jornada de hoy ha sido provechosa.
Azoun se levantó del lugar que ocupaba junto al fuego, y se dirigió hacia la puerta, moviendo uno de sus hombros para relajarlo.
—¿Sabe? —preguntó pensativo—, resulta sorprendente que nuestra discusión de esta mañana versara sobre el particular, y que los acontecimientos se desarrollaran de modo que reforzaran sus argumentos. De no haberlo sufrido en mis propias carnes, hubiera jurado que todo esto era cosa suya, y que lo había hecho para darme una lección.
El joven aspirante a rey hizo un gesto de negación, esbozó una sonrisa de medio lado y salió de la estancia, dejando al robusto mago sentado junto a los últimos coletazos del fuego, a solas con sus pensamientos.
—Entonces, muchacho, no todo está perdido contigo —dijo Vangerdahast en voz baja, mirando los restos del fuego, mientras se incorporaba deseoso de tumbarse en su propia cama—. Aún tengo esperanzas.
Año del Guantelete
(1369 del Calendario de los Valles)
—Vaya, nuestra tímida princesa al fin mostró algo del temple familiar —señaló Rhauligan, levantando su copa ante su compañera en la sala del Morro—. Imagino que tendremos que ponerle un garrote en las manos más a menudo.
—¿Te refieres a cuando gobierne Cormyr? —replicó Emthrara con una sonrisa, al tiempo que brindaba con él.
—Estoy un poco mayor para refriegas matinales como, por ejemplo, la de hoy —respondió Rhauligan, haciendo un gesto de asentimiento.
—Querrás decir que estás más gordo —repuso Emthrara, negando con la cabeza para dar a entender al parroquiano que se le acercaba que no tenía ganas de bailar en aquel momento. El hombre le mostró tres leones de oro, pese a lo cual Emthrara se mantuvo en sus trece. El hombre enarcó las cejas y siguió buscando por la atestada taberna del Dragón Errante a una mujer dispuesta a decirle que sí. Rhauligan lo observó marcharse, aunque el parroquiano no tuvo que ir muy lejos.
—Al menos hemos dado buena cuenta de la amenaza que pendía sobre el trono —dijo. Se humedeció los labios y observó su vaso con placer.
—Al menos a esta amenaza concreta —puntualizó la Arpista—. Conociendo a nuestros valientes nobles, es de suponer que habrá más.
En un lugar mucho más oscuro y tranquilo que el Dragón Errante, donde se cruzaban dos pasadizos en uno de los rincones menos transitados de la corte real, un joven noble de barbilla prominente estaba de pie hablando con la nada, en voz baja.
—Le preguntaré lo mismo que pregunté a Gaspar Cormaeril y a Vangerdahast —dijo Immaril Emmarask, primo del recién fallecido Ensrin—. ¿Y qué saco yo de todo ello?
—¿Servir con lealtad a Cormyr? —sugirió la voz de mujer—. ¿Un futuro mejor para el reino?
—Grandes sueños, argumentos demasiado manidos por quienes buscan justificación para todas las triquiñuelas y desmanes que llevan a cabo —argumentó Immaril—. Ofrézcame algo de peso.
—Un típico ejemplar de la joven nobleza cormyta —dijo la voz que surgía del conjunto de luces parpadeantes.
—Preferiría considerarme más honesto que la mayoría —respondió Immaril, volviendo a encogerse de hombros—. No me molesto en ocultar los mismos sentimientos que empujan a la mayoría de los míos. A diario comprobamos que quienes sirven a la corona disfrutan de riqueza y poder, quizá por mantener la boca cerrada. ¿Por qué iba a ser yo diferente?
—Eso, ¿por qué? ¿Me servirías si llenase ahora mismo la palma de tu mano con toda suerte de rubíes?
—Antes me gustaría saber algo más sobre usted —titubeó Immaril—. ¿Acaso voy a inmiscuirme en rencillas que se remontan a generaciones en el tiempo? ¿O tiene algo que ver con algún que otro dragón en busca de venganza? ¿O un Mago Rojo que pretende esclavizar a toda Cormyr? ¿O un archimago que la ha emprendido con el reino por puro entretenimiento?
—Sería preferible que no lo supiera —respondió la voz—, aunque, mejor pensado, podemos compartir algunos secretos. Dígame quién está de parte de Vangerdahast, y yo le diré qué... no, quién soy.
—Me parece justo —aceptó Immaril, al tiempo que miraba a su alrededor—. Veamos... Los Dauntinghorn, al menos la mayoría de ellos, los Rowanmantle, los Rallyhorn, los Skatterhawk, los Immerdusk, los Wintersun, los Wyvernspur, los Indimber... y la familia Indesm.
—¡Ah! —exclamó la voz—, parece haber reunido a una pléyade de las familias más segundonas de toda la nobleza.
—La mayoría es gente del campo que, como mucho, visita la corte una vez al año —respondió Immaril, encogiéndose de hombros—. La mayor parte de la nobleza urbana, la verdadera nobleza de Cormyr, se ha unido contra Vangerdahast. Como grupo, son lo bastante avariciosos y estúpidos como para creer que pueden confiar el uno en el otro, y regir el reino mejor que un Obarskyr respaldado por todos los magos guerreros habidos y por haber. La reciente y súbita desaparición de Ondrin Dracohorn debería constituir una prueba de lo contrario suficiente, incluso, para los más cabeza huecas, pero muchos de nosotros creemos únicamente lo que nos da la gana, y no lo que nos demuestra el mundo como la verdad. —Levantó la voz un poco, y añadió—: Yo diría que ahora es mi turno. ¿Quién es usted?
—Una mujer con mano para la magia.
—Eso es evidente. Esperaba descubrir algo más de lo que ya ha demostrado con creces.
—Me parece justo —respondió la voz que surgía de las luces—. Sepa que, en un tiempo, compartí el lecho con el rey Azoun, y...
—Tuvo un hijo suyo —interrumpió tranquilamente Immaril—, razón por la cual quiere ver muertos a todos los Obarskyr. Señora, no me dice usted nada que ya no sepa. Confío en que sabrá que aproximadamente la mitad de la descendencia de la nobleza cormyta lleva a cuestas el cartel de hijos ilegítimos de nuestro Dragón Púrpura.
Se produjo un breve silencio, y cuando la voz volvió a hablar, lo hizo en un tono mucho más frío y calculador.
—Algo había oído al respecto, sí. ¿Cuántos nobles tendrán que morir, en tal caso?
—Señora —repuso Immaril, serio—. No tendrá rubíes suficientes como para permitirse tantos asesinatos, créame. Además, se dice que yo mismo, sin ir más lejos, soy hijo de Azo...
El rugiente haz de muerte blanca que surgió de las luces danzarinas tan sólo dejaron motas de cenizas y un olor a carne quemada en el lugar donde se cruzaban los dos pasadizos. Un instante después, las luces parpadearon y se fundieron en la oscuridad.
Cuando el capitán de los Dragones Púrpura, Lareth Gulur, llegó caminando al cabo de un minuto, con la espada a medio desenvainar y mirando a su alrededor, en busca de lo que fuera que hubiera causado aquel estruendo, lo único que quedaba eran los restos del asesinato que se había perpetrado. Se detuvo, husmeó el aire, arrugó el entrecejo e hizo un gesto de impotencia. Más magia. Alguien, quizá dos combatientes enfrentados en duelo mágico, habían perecido allí mismo. Jamás pensó que la corte de Suzail pudiera ser un lugar más peligroso que los campos de batalla de la Horda Tuigana. Sin embargo, así era. Quizás había llegado el momento de retirarse y sentar cabeza en cualquier valle que se preciara de tranquilo, y dedicarse el resto de su vida a fabricar cerveza. Gulur profirió un suspiro y regresó a su puesto de guardia. Sabía que jamás abandonaría aquella tierra, sucediera lo que sucediese. Sólo esperaba no dar antes de tiempo con los huesos en una fosa olvidada en tierra cormyta. Quería volver a ver el reino en paz, antes de morir.