Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood
—¿Acabado? —preguntó por fin el joven, con voz temblorosa—. Su majestad se retiró a pasar la noche, y me ordenó abandonar sus dependencias. ¡No había ninguna mujer con él entonces, y le aseguro que no ha entrado ninguna desde que estoy aquí!
Vangerdahast observó al muchacho, consciente de que aquel rostro leal y firme no decía mentiras. Echó un vistazo a la derecha, y el guardia se volvió para mirar en esa dirección. Soltó un gruñido y el mago pasó de largo al guardia, que, confundido, elevó una protesta al tiempo que lo seguía rápidamente al interior de la tienda.
Las dependencias particulares del rey se encontraban al fondo del pabellón, tras un mamparo de lona que amortiguaba tanto el ruido como la luz. El mago irrumpió en el dormitorio después de apartar la lona de un manotazo, y al ver lo que vio soltó una maldición.
El rey Azoun yacía en el diván que solía llevarse de campaña, libre de armadura y ropa. Sobre él había una mujer que llevaba una túnica desabrochada, y poca cosa más. Tenía una mano levantada, y en la mano empuñaba una daga de hueso, dispuesta a hundirla en el pecho del rey.
Vangerdahast ahogó la maldición a medio camino para, en su lugar, formular un hechizo, magia sencilla, de efectos inmediatos. Un ventarrón llenó de pronto la tienda e hinchó la lona arrojando al suelo a la hechicera roja.
Ésta se puso de pie con la agilidad de una pantera, retrocediendo del diván en dirección al extremo de la tienda, manteniendo siempre a Azoun entre el mago y ella. El joven guardia tuvo la necesaria presencia de espíritu como para sacar el pito del cinto y dar la alarma.
—Asesinato frustrado —dijo la hechicera—, aunque quizá sea más grave el robo cometido. —Se puso de brazos en jarras, y sonrió a Vangerdahast—. Dile a tu rey que Thay le agradece su obsequio.
Vangerdahast señaló a la mujer un momento antes de que unos proyectiles de luz azulada abandonaran las yemas de sus dedos. Ella, por su parte, pronunció unas palabras breves, antes de convertirse en una niebla ondulante que se esfumó de forma paulatina. Los proyectiles mágicos alcanzaron la lona de la tienda hasta hundirse en la hierba que había al otro lado, justo en el momento en que los guardias entraron en la tienda a la carrera, profiriendo gritos.
—¡El rey! ¡El rey!
Una súbita descarga de luz los obligó a detenerse y a pestañear. Había partido del cinturón del mago de la corte.
—¡Hombres de Cormyr! —exclamó—. Os ordeno, en nombre de Azoun, abandonar la tienda de inmediato y proceder al registro exhaustivo de todo el campamento y terreno circundante, tan rápido como os lleven vuestras piernas. Buscad a una hechicera vestida de rojo; traedla viva si podéis, pero traedla. Es de Thay... alta, descalza, de pelo largo y negro. Custodiad a cualquier mujer que no reconozcáis como parte de ninguna compañía; traedlas al pabellón real. ¡Marchad!
Vangerdahast estaba completamente seguro de que no la encontrarían, pero al marcharse los soldados tendría tiempo para hablar con el rey Azoun antes de que fuera demasiado tarde. Los hombres, enfundados en sus armaduras, pasaron junto al mago durante unos instantes, antes de dejarlo a solas con el rey.
Azoun no parecía herido, pero estaba confundido, y ni siquiera veía al mago que lo zarandeaba, aunque sí mascullaba algo ininteligible. Sufría los efectos de un encantamiento para hechizar personas.
Vangerdahast tocó la frente de su soberano con las yemas de los dedos, y murmuró unas palabras capaces de desactivar cualquier hechizo habido y por haber en el arsenal de los de Thay.
El rey Azoun IV gruñó, torció el gesto y se llevó la mano a la frente. A juzgar por la expresión de su rostro, tenía un dolor de cabeza de los que hacen historia, como si sufriera los efectos de una tremenda resaca.
—¿Qué... qué ha pasado? —murmuró el rey, pestañeando ante la luz de las linternas.
—Era una asesina de Thay —respondió Vangerdahast—. Hemos conseguido salvaros a tiempo, pero ha huido.
—¿Ella? —preguntó el rey, ceñudo. Entonces, lentamente, hizo un gesto de asentimiento—. Ella, ¡sí! Apareció salida de la nada, su ropa despedía un fulgor y un aroma arrebatador. Tenía un nombre. ¿Brandy? ¿Brannon? Creí que era un sueño.
—Una pesadilla, majestad, con vuestro permiso —replicó Vangerdahast.
—Odio a los asesinos —dijo el rey, haciendo un gesto de negación—. Según parece, no bastó con acabar con los Cuchillos de Fuego. Cuando terminemos aquí, será necesario proscribir a los asesinos. ¡Y también a los Magos Rojos!
—Pero el caso es que aún no hemos terminado aquí —repuso el mago suavemente, cubriendo a su soberano con una manta, y recordando lanzar un hechizo de purificación mágica y otro de protección—. Primero Gondegal y Arabel. Después tiempo habrá para dedicarlo a los Magos Rojos y los asesinos. La emprenderemos con cualquier cosa que amenace la estabilidad de la corona, o a Cormyr, sea cual fuese su origen. Confíe en mí.
El rey, somnoliento, esbozó una sonrisa.
—Buen Vangey. Confía en mí...
—Confíe en mí —repitió el mago gordozuelo, cuya voz parecía imbuida de la fuerza del acero—. Como siempre.
Año del Guantelete
(1369 del Calendario de los Valles)
La sala del Trono Dragón constituía una de las partes más antiguas de la corte; los Obarskyr habían pisado su suelo durante más de un millar de años. Columnas altas y acanaladas se levantaban a ambos lados de la sala, sostén de una galería de madera añadida por Palaghard II en una de las diversas renovaciones realizadas en el transcurso de los años.
Entre ambas filas de columnas, en un área abierta que, por lo general, estaba atestada de cortesanos susurrantes, se hallaba la tumba de piedra de Baerauble el mago, cuya superficie mostraba indicios de los millones de manos que la habían acariciado en todo aquel tiempo. Ante ella se encontraba el primer peldaño de una escalinata curva que conducía al estrado.
Allí, pulidos y relucientes, estaban los asientos de Estado con respaldo en forma de arco, destinados a las princesas de Cormyr, y entre ellos el trono surcado de filigrana de la Reina Dragón, además, por supuesto, del propio Trono Dragón, más alto, sencillo y mucho más antiguo. Todos ellos estaban vacíos.
—¿Qué hemos venido a hacer aquí, amor mío? —preguntó la princesa Tanalasta, que apoyaba la cabeza en el hombro de Aunadar. Había algo en aquel paseo que no le gustaba, no sabía por qué razón la había llevado hasta la sala del trono.
—Vamos a reunirnos aquí con unas personas, y si todo va bien, sucederá algo importante —dijo Aunadar Bleth. Las puertas oscuras que conducían a la sala se abrieron para dar paso a un grupo de jóvenes nobles, liderados por Gaspar Cormaeril. Tras él Tanalasta reconoció a Martin Illance, Morgaego Dauntinghorn, Reth Crownsilver, Cordryn Huntsilver, Braegor Truesilver y otros.
Tanalasta permaneció inmóvil.
—Esto tiene aspecto de ser una reunión de Estado —dijo, para después acercarse a la campana para llamar a los guardias. La cuerda cayó primero en su mano, y luego al suelo, cortada por la hoja de una espada. No sonó ninguna alarma.
—Esto no es... —dijo Tanalasta, que dio tres pasos apresurados para acercarse de nuevo a Bleth, y tirar de su manga—. ¡Aunadar! ¿Qué sucede? ¿Por qué nos hemos reunido aquí?
—Es necesario que escojamos la senda que espera a Cormyr —respondió Aunadar, volviéndose hacia el estrado como si esperara que aparecieran más personas por allí—. Tu padre ha muerto —añadió—. Creemos que murió hace tiempo, y que ese estúpido mago, nuestro mago de la corte, ha ocultado los hechos con la esperanza de hacerse con el trono antes de que pudieran coronarte a ti.
Tanalasta se apartó de él, aunque apenas tardó unos segundos en volver a agarrarse a su brazo, esforzándose por reprimir las lágrimas.
—¡Azoun! ¡Papá! ¡Oh, dioses crueles! —Por su mente pasaron imágenes de su padre, sonriente, barbudo, de las manos que la ayudaban a dar sus primeros pasos o a subir a aquella silla de montar que estaba tan alta que no pudo evitar gritar, y...
Aunadar temía que el mago pudiera aparecer junto al trono, porque no le quitaba ojo con rostro inflexible cuando el aire relampagueó y despidió un fulgor en el amplio escalón que estaba al pie de los tronos, donde se arrodillaban los hombres que iban a ser nombrados caballeros y donde algunos también lo hacían para implorar piedad al rey. Cuando la descarga de luz desapareció, dejó tres hombres en aquel escalón: el gordo mago supremo de Cormyr y, a ambos lados, sendos nobles de expresión inflexible y espada en mano. Eran lord Giogi Wyvernspur, a la derecha del mago, y el joven Dauneth Marliir, a su izquierda.
Tanalasta los contempló a través de un velo de lágrimas. ¿Qué iba a suceder? ¿Habría un combate?
Se volvió para preguntárselo a Aunadar, pero estaba sola. Su amante se había acercado hacia Gaspar Cormaeril y los demás nobles que lo acompañaban.
La princesa de la corona paseó la mirada del trío que seguía de pie junto al trono hasta la línea de confiados nobles, cuando sintió que un escalofrío recorría su espina dorsal. «¡Padre! —gritó para sí—, ¡vuelve! ¡Cormyr te necesita! Yo te necesito.»
Una voz interrumpió sus pensamientos, su angustia, una voz mesurada que alcanzó sus oídos como un jarro de agua helada.
—Los sinos de nuestro rey y sus dos primos han dejado a Cormyr un legado caracterizado por un vacío de autoridad —dijo el mago Vangerdahast—, aumentado por el desconocimiento de lo sucedido a la princesa Alusair y a la reina Filfaeril, cuyo actual paradero sigue siendo un misterio. Tan sólo cabe suponer que permanecen ocultas en algún lugar. En cualquier caso, la princesa de la corona Tanalasta ha expresado de palabra su falta de disposición por asumir el peso de la corona en este momento. —Sus palabras reverberaron en toda la sala. Uno de los nobles dio un paso al frente y levantó la cabeza con intención de hablar, pero el mago de la corte aún no había terminado.
»Actuaré en calidad de regente hasta que la princesa esté dispuesta a asumir el trono. Si al cabo de cinco años a partir de esta fecha no lo ha hecho, volveremos a reunirnos: los magos, los clérigos más importantes del reino y la nobleza, todos juntos, para formar un consejo en el que debatir el futuro del reino. Hasta ese momento, no habrá consejo alguno de nobles ni de cualquier otra cosa en Cormyr. Yo ayudaré a la princesa a prepararse para ascender al Trono Dragón, y durante este período de tiempo, si así lo desea, podrá casarse con su prometido Aunadar Bleth. Llevo conmigo un escrito de regencia —dijo el mago, levantando en alto un pergamino—, firmado por la reina Filfaeril. En él se me nombra por vía legal regente de Cormyr.
Tanalasta había escuchado al mago, debatiéndose entre la congoja y la soledad... y ahora, en pleno sentimiento de pérdida, sentía una rabia que iba en aumento. ¡El anciano mago se apoderaba de Cormyr como si le perteneciera! ¡Y todo era por su culpa! Pudo haberse hecho la fuerte ante él. Pudo haber insistido en que se arrodillara ante ella... pero no lo había hecho. Ahora ya era demasiado tarde.
Pero ¿por qué su padre la había abandonado sin prepararla para lo que pudiera suceder? ¿Dónde estaba Alusair? ¿Dónde estaba mamá? Secuestradas... como por arte de magia. Magia. Por supuesto. ¿Cómo podía confiar en gobernar con justicia su reino, rodeada por un poder tan oscuro?
Con los ojos anegados por las lágrimas, Tanalasta se volvió de nuevo para observar a los nobles que permanecían en línea. Lo más seguro es que alguno de ellos tomara la palabra.
—Está lamentablemente equivocado, señor mago supremo —dijo fríamente Aunadar Bleth—, y, para variar, ha errado a la hora de calcular sus posibilidades.
Al mirar a los nobles a través de un velo de lágrimas, la mirada de Tanalasta reparó en las puertas por las que éstos habían entrado a la sala del trono, y vio una figura oculta en las sombras que daba un paso al frente y la saludaba con la mano.
Tanalasta estuvo a punto de desmayarse. Era imposible no reconocerlo, esos gestos... y ese dedo que ante los labios le aconsejaba guardar silencio, antes de mover las manos para pedirle que mantuviera la compostura. Tanalasta se mordió el labio con la fuerza suficiente para hacerse sangre. La figura volvió a fundirse en las sombras que se extendían más allá del umbral, cuando logró recuperar el control necesario de sí misma como para adoptar una pose regia.
—Mírese ahora —decía Aunadar Bleth—, tal y como nosotros lo hemos hecho: está usted solo, a excepción de algunos lacayos extraviados, pertenecientes a familias segundonas. Pese a todo ahí está usted, exigiendo y dando órdenes con su orgullo como único baluarte de autoridad. Mago, su presencia en Cormyr ha constituido un obstáculo para el reino, y tan sólo se le permitirá quedarse aquí si accede a nuestras justas exigencias. ¡No necesitamos ningún regente manipulador e intrigante, sino a nuestra propia
reina
! —Su grito encontró eco en el techo elevado de la sala y fue respondido por un segundo rugido de aprobación por parte de los nobles que lo acompañaban.
»La inexperiencia de la princesa se verá contrarrestada por la guía de un consejo de nobles, cuyas deliberaciones estarán a disposición de las gentes de Cormyr. Mi amada Tanalasta y yo nos casaremos y, en calidad de consorte de nuestra soberana, yo presidiré el consejo y me aseguraré de que actúe de manera justa y honrosa.
»A cambio de su pacífico consentimiento a nuestras exigencias —prosiguió Aunadar, dando un paso al frente con mirada febril—, lord Vangerdahast, se le permitirá permanecer en la corte y conservar su título, además de un asiento en el consejo, aunque tendremos que disolver a sus magos intrigantes y desleales, los magos guerreros. La época en que los monarcas Obarskyr regían sin mirar por el pueblo, confiando en hechizos asesinos orquestados por sus magos títeres, encargados de mantenerlos en el trono ante un pueblo que los odia y los teme, pertenece al pasado. Cormyr no volverá jamás a verse inmerso en esa dinámica. Por fin el pueblo será libre.
Como si hubieran esperado a oír esas palabras para hacerlo, otros cortesanos, acompañados por algunos clérigos y funcionarios de la corte, irrumpieron a través de las puertas dobles que había en el extremo de la sala y se acercaron al centro entre el tronar de los pares de botas que no caminaban al unísono. Al acercarse levantaron la voz, y los nobles que había en la habitación se volvieron para ver a qué podía deberse aquella nueva interrupción... Cosa que hicieron a tiempo de ver cómo se abría otra puerta secreta, en una de las columnas del fondo de la sala, por la que salió la mago Cat Wyvernspur. Tenía levantadas ambas manos, con una varilla en una de ellas, mientras murmuraba algo. Se volvió para observar a quienes avanzaban, e hizo un súbito gesto pidiéndoles que se detuvieran, momento en que los clérigos y cortesanos que iban en cabeza parecieron topar con una barrera invisible. Dicha barrera no impedía que vieran u oyeran todo cuanto sucedía en la sala del trono, pero sí que pudieran atravesarla. Por espacio de algunos latidos de corazón lo intentaron arrojando los sombreros, incluso alguna que otra daga, aunque Cat ya se había vuelto tranquilamente hacia los nobles de Bleth, cruzada de brazos. Uno de ellos, Martin Illance, llevó la mano a la empuñadura de la espada, observando a la Wyvernspur, pero ésta cruzó su mirada con la del noble e hizo un gesto de negación. Illance apartó la mano de la espada.