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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (12 page)

BOOK: Cormyr
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—¡Bah! —exclamó el clérigo de Malar—. ¡Yo me encargo de la caza y de la matanza, no de cuidar a los enfermos! ¡Zapatero a tus zapatos, mago de la corte!

Vangerdahast hizo lo posible por reprimir su malhumor. Era justo lo que esperaba encontrar, lo que estaba esperando oír. Por supuesto, semejante respuesta por parte del señor de la caza era la única razón de que lo hubiera invitado.

El mago del rey hizo un gesto aún más grandilocuente de lo necesario, y miró directamente a los ojos al señor de la caza cuando, con un resplandor y un chisporroteo de motas de luz y la correspondiente columna de humo, la vara del sumo mago de Cormyr apareció en su mano. La levantó tan alto como pudo estirar el brazo, ansioso por que crepitara y zumbara de poder. Al surgir de la nada, emitiendo un fulgor que cegó las miradas de todos los presentes, dijo con voz apesadumbrada:

—Lamento haber tenido que incomodarles, sagrados señores, pero es necesario que ayuden a Cormyr sin mayores dilaciones en este problema.

—¿Y si no lo hacemos? —Sorprendentemente, aquella pregunta la planteó el erudito de Deneir.

—Como regente real de Cormyr, espero su cooperación en este asunto... o sus cabezas —replicó secamente Vangerdahast, revisando en silencio la favorable opinión que tenía del señor de las runas. Acto seguido, hizo que la vara parpadeara ligera pero significativamente.

—¿Regente real? —la voz de Buruin, señor de la caza, parecía cargada de burla—. ¿Piensa que ese título sin importancia le otorga alguna autoridad sobre mí?

—Buen y sagrado señor, así es, aunque, respetable siervo de Malar, no necesito de ninguna autoridad.

—¿Qué? ¿Cómo es eso?

—De acuerdo con el decreto de Garmos Saernclaws, uno de los siervos más respetables del señor de las bestias... —Los labios del mago de la corte esbozaron la sonrisa de un lobo—. Un decreto sagrado que aún deben observar todos los clérigos de Malar, tanto hoy como desde hace un millar de años: «La caza debe estar en buenas condiciones. Si una enfermedad o cualquier tipo de maledicencia acaeciera a los cazadores por culpa de una bestia, el sacerdocio de Malar deberá hacer todo cuanto esté en sus manos para esclarecer la naturaleza del mal, de modo que tanto la caza como el cazador permanezcan sanos por siempre».

El señor de la caza lo observó con la mirada desorbitada, pálido y asombrado. No había esperado que ningún seglar, ni siquiera un mago, conociera el evangelio de Saernclaws. Ambos sabían que Garmos había pronunciado esas palabras, y Augrathar Buruin no tenía más remedio que aceptarlo.

El mago real dejó de observar al aturdido clérigo de Malar, y miró los rostros de los clérigos congregados a su alrededor. Ninguno parecía dispuesto a discutir con él; tan sólo restaba hacer un gesto para señalar la puerta, y añadir con suavidad:

—Lord Alaphondar y el mago de palacio Halansalim los conducirán a los aposentos de la princesa, y los escoltarán por su interior, así como cuando examinen a Bleth.

Los clérigos abandonaron la sala como una pandilla de aventureros cuando huyen de un dragón, con el sabio y el mago guerrero a la cabeza. Vangerdahast imaginó el tumulto que se produciría cuando el batiburrillo de hombres sagrados llegara a los aposentos de Tanalasta y arrastraran fuera a su prometido, para llevar a cabo una serie de pruebas laboriosas, exámenes y adivinaciones. El Mago Real logró impedir que una incipiente sonrisa se dibujara en su rostro.

En su lugar se limitó a hacer un gesto para que su vara de estado desapareciera, y después se volvió para abandonar la sala de los Perros Cruzados por otra puerta más pequeña, tras pasar junto a la gigantesca pared donde había un grabado con perros en pleno salto, motivo del curioso nombre de aquella estancia.

La puerta se abrió para dar paso a un pasaje oscuro y estrecho, que a su vez desembocaba en un peldaño a medio camino de la Escalera de Halantaver. Al subirla, pasó por la majestuosa reverberación del salón de Endevanor, hasta dar con el salón de los Seis Cetros, donde inclinó levemente la cabeza ante los mayordomos que le abrieron las puertas. Pasado el recibidor adjunto a la puerta oriental del salón estaba el Satharwood, el salón de banquetes, y su acceso quedaba bloqueado por las puertas cerradas, custodiadas por una sólida línea de hoscos Dragones Púrpura, enfundados en armadura.

Al entrar, Vangerdahast encontró un corrillo de cansados magos guerreros, que levantaron las varillas amenazadoramente para no perder la costumbre.

—Por el reino —saludó algo cansado también; la frase era innecesaria. Bajaron las varillas, aunque cuatro o más siguieron observándolo impávidos. Los demás volvieron a enfrascarse en lo que sucedía en el interior del corrillo.

Por encima de las mesas donde yacían tumbados los nobles, que seguían silenciosos e inmóviles, colgaba un globo de aspecto radiante, cuyo leve fulgor iluminaba los rostros cansados de los clérigos que trabajaban con el barón —al parecer, experimentaban un masaje vigoroso de brazos y piernas—, bajo la dirección de Dimswart, que tenía los ojos hinchados y cansados. Vangerdahast le dedicó un gesto silencioso con la mano, cuando éste levantó la mirada para ver quién se había unido al corrillo, y respondió con un gesto de negación. No se había registrado ningún cambio.

El mago de la corte apartó la mirada, intentando recordar en qué apremiante asunto estaba enfrascado cuando el barón Thomdor quebró la varilla y el reino se sumió en el caos. Estaba tan concentrado que a punto estuvo de pisar a la clérigo de las Espadas Negras. Gwennath estaba en cuclillas de espaldas a la pared, mientras lloraba en silencio por la sensación de fracaso que la embargaba, además del cansancio que sentía.

—Venga —dijo el mago, cogiéndola con suavidad de los hombros.

El mayordomo que vigilaba la puerta se había quedado dormido; sus ojos adormilados transmitieron una sensación de terror al recordar que había estado maldiciendo en sueños al mago real, mientras éste lo despertaba.

—Ve a buscar a alguien que os releve, a ti y a tus compañeros... —dijo Vangerdahast—. Pero primero busca a la matrona Maglanna.

—¿He hecho algo... malo? —preguntó Gwennath, adormilada.

—No, en absoluto —respondió Vangerdahast sin soltarla, por temor a que pudiera desplomarse en el suelo—. Pero te ordeno que acompañes a la matrona de este piso de palacio y duermas en cualquier habitación que ella tenga a bien designarte.

Maglanna, mujer de confianza que, sin embargo, parecía tan cansada como Gwennath, apareció antes de que terminara de hablar. Vangerdahast se limitó a añadir con suavidad algo parecido a «es una orden», antes de asentir y recoger como buenamente pudo a la clérigo y volver por donde había llegado.

No tardaría el sueño en convertirse en algo apetecible para cualquier mago, se recordó al pasar junto a otro grupo de guardias agotados, respaldados en esta ocasión por magos guerreros, hasta dar con la estancia de Belnshor, adonde habían llevado a la bestia mecánica.

Solían utilizar aquel lugar de almacén para cualquier mueble que pudieran no necesitar, por lo que estaba prácticamente vacía, iluminada por diversos resplandores en movimiento, luz fruto de la magia.

Resplandecían en las doradas curvas de lo que había sido aquel toro del bosque, que yacía despiezado en medio de la sala. Hechizos de luz flotaban sobre las piezas, y otros hechizos mágicos levantaban platos y anillos de metal con manos invisibles, mientras dos mujeres se inclinaban hacia adelante para examinarlos. Ambas lucían el mismo ceño fruncido, fruto de una concentración intensa.

Una de ellas no era ninguna desconocida para el mago. Laspeera Inthré era guardiana de los magos guerreros, segundo al mando de tan vital compañía. Seguía siendo hermosa, aunque empezaba a acusar los años dedicados al continuo y sacrificado servicio de Cormyr. Algunas arrugas partían de la comisura de sus labios, y un par de lentes diminutas flotaban, por arte de magia, ante su nariz afilada, al contemplar el intrincado ensamblaje de piezas de metal que había bajo una de las aletas de la nariz del toro. Sin necesidad de apartar la mirada del objeto de su estudio, levantó los dedos para saludar. En todo el tiempo que llevaba trabajando con la magia, Vangerdahast había conocido pocos magos como ella, capaces de concentrarse en tantas cosas a la vez. En aquel momento empezó a formular otro hechizo; debía de estar enfrascada en la manipulación de las piezas metálicas.

También había visto a la otra mujer hermosa y de pecho generoso que la acompañaba, pero jamás hubiera esperado encontrarla allí, en los confines de palacio, en estancias por regla general vetadas al público. Echó la cabeza hacia atrás para librarse de una mata de pelo rubio como la miel, y saludarlo con una sonrisa mientras se acercaba. El mago recordó que la última vez que había reparado en aquella sonrisa felina, misteriosa y encantadora, había sido en La Moza Risueña, una taberna de Suzail que se transformaba en sala de fiestas cuando las noches se desmadraban. En aquella ocasión, la mujer había bailado encima de una mesa, llevando encima poco más que una sonrisa y algunos collares de monedas. Le sonrió como si lo conociera, pero Vangerdahast estaba convencido de que ése no era el caso. La red de hechizos para disfrazarse que, por lo general, tejía antes de dejarse caer por La Moza era impenetrable. Por tanto, el tono de su voz, cuando habló, resultó un tanto más antipático de lo que hubiera deseado.

—¿Y usted...?

—Soy Emthrara Undril, pero puedo enseñarte algo que significa más —respondió ella, levantando unos ojos como teas ardientes para encontrarse con los suyos—. Te ruego que contengas tus hechizos y que no malinterpretes mis intenciones, señor mago, que son pacíficas. Tan sólo voy a abrir mi medallón. —Unos dedos finos se acercaron lentamente a la cinta que llevaba colgada de la garganta, y al medallón de óvalo plateado, que abrió a continuación. Entonces levantó la barbilla para permitir a Vangerdahast mirar en su interior.

Dentro había más seda negra, y encima descansaba una diminuta arpa de plata. Era una arpista.

El mago del rey abrió los ojos como platos. Una bailarina de taberna, claro, encaja con el modo de operar de Quienes Tocan el Arpa... pero ¿cómo habría llegado a esa habitación, en aquel momento?

—¿Tiene esto algo que ver con Elminster? —preguntó, sospechoso.

—¿Su señoría el hechicero, el favorito de Mystra? No... —Emthrara frunció ligeramente el entrecejo—. Dudo que sepa siquiera dónde estoy. —Inclinó la cabeza como si quisiera desafiarlo, clavando su mirada en la del mago, y dijo excitada—: ¡Me lo presentaron una vez! Fue muy amable. Dijo que bailaba tan bien como ellos lo hicieron en Myth Drannor, si uno puede dar crédito a semejante opinión...

—¡Bah! —exclamó Vangerdahast, antes de volverse hacia la puerta.

—Traje aquí a Emthrara, señor, porque sabía que en una ocasión se había enfrentado, y desarmado, a una araña gigante de metal, a la que después despiezó —dijo a su espalda la voz modulada y serena de Laspeera, que a juzgar por lo mucho que la conocía pudo discernir que se lo pasaba en grande con aquella conversación—. Muchos denominaban a la araña «horror mecánico». ¿No cree usted que es la mejor persona en toda Cormyr para desentrañar los secretos de esta bestia?

—¡Bah! —volvió a exclamar Vangerdahast, mientras se dirigía hacia la puerta. A un paso de distancia, se volvió de repente y dijo con énfasis—: Le ruego acepte mis disculpas, por favor, por lo inadecuado de mis modales. Estoy muy cansado y ni siquiera cuando estoy despierto soy muy amigo de las sorpresas.

—Volveré a verlo en La Moza, señor mago —dijo Emthrara, esbozando una sonrisa antes de que Laspeera soltase una carcajada por la forma en que Vangerdahast había palidecido y se llevaba la mano a la frente.

—El abraxus, señoras. ¿Han encontrado ya alguna trampa? ¿O algún reservado donde guarde más gas venenoso? —preguntó afligido, sin quitarse la mano de los ojos.

—No, señor —respondieron al unísono, antes de que Emthrara añadiera—: Encontramos una bandejita de metal, insertada bajo la barbilla de la bestia. Quizá contuviera el veneno, pero estaba vacía, y no quedaba ni rastro de la sustancia. También había un interruptor en la columna, que al parecer estaba conectado a una serie de diferentes bramidos.

—¿Cuánto hace que la han construido?

—No creo que haya sido recientemente —respondió Emthrara, tras intercambiar una mirada con Laspeera—. En aquellos lugares que no presentan rasguños producidos por el acero, parece que el metal está brillante por el uso. Algunas placas y piezas parecen más nuevas que otras, como si hubiera sido reparada reemplazando las piezas defectuosas.

—¿Podrían volver a montarla?

—Suponemos que sí... —respondió Laspeera con cierta inseguridad—, en caso de que de verdad crea conveniente emprender semejante proceso, señor.

Vangerdahast rechazó la idea con un gesto de la mano.

—Preguntaba por sus habilidades y la condición de los componentes, pero no he ordenado que lo hagan. —Canturreó con aire ausente durante algunos segundos, como sumido en sus pensamientos, y después preguntó—: ¿Qué alienta la magia que proporciona vida a esta criatura? ¿Podrían responderme?

—Es imposible saberlo con seguridad, pero estoy casi segura de que para lograr que este artilugio se mueva, uno debe drenar vida de bestia o de hombre —contestó Laspeera, encogiéndose de hombros.

—En tal caso, ¿estaríamos hablando de un sacrificio involuntario, o de una víctima consciente? ¿Y funciona según su propia voluntad, o es dirigida a distancia?

Laspeera extendió ambas manos, en muda demostración de su ignorancia. Emthrara hizo lo propio, aunque añadió:

—Hay artilugios en el sur que utilizan la fuerza vital de una víctima para obtener potencia. A menudo requieren una víctima con una habilidad o aspecto determinados, para su funcionamiento. En tales casos, la fuerza vital es succionada del cuerpo en forma de una enorme llama de color verde. Podría guardar relación con lo sucedido, o no.

—Las respuestas, como es habitual, son pocas, y las especulaciones abundantes —dijo el mago de la corte, profiriendo un suspiro y volviéndose hacia la puerta—. De todas formas, las dos lo han hecho muy bien. Tienen todo mi agradecimiento. —Extendió una mano hacia la puerta, y se volvió una vez más para preguntar—: ¿Quién podría haber dirigido a un monstruo semejante contra Cormyr?

Laspeera extendió de nuevo las manos con las palmas hacia arriba.

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