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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras

Cuando la guerra empiece (11 page)

BOOK: Cuando la guerra empiece
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En aquel instante empecé a entender en qué consistía el verdadero coraje. Hasta entonces, todo me había parecido ficticio, como el típico juego en una noche de campamento. Pero emerger de esas sombras requeriría armarse de un valor que no conocía, que jamás había tenido que demostrar. Tuve que observar tanto mi cuerpo como mi mente con el fin de averiguar si otra faceta desconocida para mí se escondía en alguna parte. Tenía la sensación de que llevaba dentro ese espíritu, pero se trataba de un recurso al que nunca recurrí. Si lograba dar con él, podría hacerlo mío y quizá, solo quizá, pudiese empezar a disipar ese miedo que me paralizaba el cuerpo. Sí, tal vez fuera capaz de hacer algo tan peligroso y temible.

Un simple movimiento era la clase para dar con ese espíritu. Había un árbol a unos cuatro pasos de mí, a mi izquierda, que la luz del recinto ferial iluminaba. De repente, me obligué a emerger de las sombras y acercarme hasta ahí en cuatro pasos tan ligeros como veloces: una sorprendente danza que me inyectó una pequeña dosis de orgullo y exaltación. ¡Eso es!, pensé. ¡Lo he conseguido! Había sido la danza del valor. Tuve la sensación entonces, y sigo teniéndola ahora, de que esos cuatro pasos me transformaron. En aquel instante dejé de ser una ingenua adolescente del campo para convertirme en otra persona, una persona más compleja y capaz; incluso diría que una persona capaz de hacer grandes cosas, no únicamente una niña obediente y educada. No tenía tiempo de explorar mi nuevo e interesante yo, pero me prometí a mí misma que lo haría más adelante.

Cuando Corrie y Kevin se nos unieron momentos más tarde, aún me sentía algo exaltada. Intercambiamos una mirada y sonreímos, orgullosos, emocionados, algo sorprendidos también.

—De acuerdo —dijo Kevin—. ¿Y ahora qué?

De repente, era de mí de quien esperaba instrucciones. Puede que se hubiese percatado del cambio que acababa de experimentar. Claro que, a lo mejor, él también había cambiado.

—Sigamos avanzando hacia la izquierda, de árbol en árbol. Tenemos que llegar hasta ese gran eucalipto de ahí. Nos situará frente a la zona de árboles talados. Desde ese punto tendremos buenas vistas.

Me puse en marcha en cuanto terminé la frase. Estaba tan acelerada que no caí en que estaba haciendo con Kevin lo que yo le había reprochado minutos antes. Desde mi nueva posición avanzada, pude detectar movimiento: tres hombres uniformados salieron despacio de las sombras que había tras la tribuna y rodearon a paso firme el perímetro delimitado por la alambrada. Empuñaban algún tipo de arma, tal vez fusiles, pero estaban demasiado lejos para distinguirlo. Pese a las numerosas pistas de las que disponíamos, aquella fue la primera prueba que confirmó nuestras sospechas: un Ejército enemigo había invadido y tomado el control de nuestro país. Era increíble, espantoso. Una sensación de rabia y miedo se apoderó de mí. Quise gritarles que se marcharan de allí, pero también escapar y esconderme. No podía apartar la vista de ellos.

Una vez desaparecieron de mi campo visual al pasar tras las cuadras, oí los rápidos y ligeros pasos de Kevin y Corrie que me alcanzaban.

—¿Habéis visto a los hombres? —pregunté.

—Bueno, sí y no —susurró Corrie—. En realidad, no eran todos hombres. Había al menos una mujer.

—¿De verdad? ¿Estás segura?

Ella se encogió de hombros.

—¿Quieres que te diga también de qué color son sus botones?

No insistí más. Corrie tiene una vista de lince.

Seguimos avanzamos de árbol en árbol en pequeñas carreras hasta que, sin aliento, nos reunimos tras el gran eucalipto. Desde allí, observamos con cuidado la escena: Corrie, arrodillada, echaba un vistazo a la derecha del pie del árbol; Kevin, agachado, escrutaba a través de la horqueta; y yo, al otro lado, espiaba desde detrás del tronco. Nuestro punto de observación era bastante bueno: a unos sesenta metros de la valla, dominábamos un tercio del recinto ferial. Lo primero en lo que reparé fue en una serie de enormes tiendas de campaña que ocupaba parte de la superficie ovalada del recinto. Variaban en formas y colores, pero todas eran muy grandes. Lo segundo que vi fue a una pareja de soldados armados en la pista de carreras. No estaban haciendo nada en particular, allí estaban apostados, uno mirando hacia las tiendas, y el otro hacia los pabellones. Era obvio que se trataba de centinelas que vigilaban lo que fuera que se escondiera en el interior de las tiendas. Uno de ellos era una mujer; Corrie tenía razón.

El recinto ferial seguía luciendo la decoración festiva, pese a que deberían haberla retirado cuatro días antes. Sin embargo, las norias y atracciones, la exposición de caravanas y tractores, los troncos apilados tras la tala y los remolques de comida rápida seguían allí. A lo lejos, a nuestra izquierda, permanecía el silencioso océano de vehículos aparcados, la mayoría ocultos en la noche, como animales descansando, el resto brillando bajo la luz artificial. Nuestro coche debía de encontrarse entre todos ellos. Puede que algunos perros hubieran quedado encerrados en el interior de los vehículos de sus dueños. Intenté no pensar en sus horribles agonías, como la que sufrieron nuestras propias mascotas. Puede que los soldados se hubiesen compadecido de ellos y los hubiesen rescatado cuando la operación llegó a su fin. Tal vez tuvieron tiempo de hacerlo.

Los observamos durante ocho minutos —yo misma los cronometré— antes de que sucediese algo. En el instante en que Kevin se inclinó detrás del tronco para susurrarme: «Deberíamos irnos» y yo asentí, un hombre emergió de una de las tiendas. Caminó con las manos en la cabeza y se quedó allí quieto. De inmediato, los centinelas despertaron de su letargo, y uno de ellos se dirigió aprisa hacia el hombre. El otro se enderezó y se volvió para mirarlo. El centinela y el hombre hablaron durante unos momentos antes de que este último, aún con las manos en la cabeza, se encaminara hacia el bloque de los aseos y desapareciese dentro. En el último segundo, cuando la luz de la puerta del aseo le iluminó el rostro, lo reconocí. Era el señor Coles, mi profesor de cuarto en el colegio de Wirrawee.

Finalmente, ya no cabía ninguna duda. Un escalofrío me estremeció. Sentí que se me erizaba la piel. Aquella era la nueva realidad de nuestras vidas. Empecé a temblar, pero no disponía de tiempo para eso. Teníamos que irnos. Volvimos sobre nuestros pasos, a través del césped, retrocediendo de árbol en árbol. Recordé que un par de años antes hubo una gran polémica cuando el ayuntamiento quiso talar esos mismos árboles para ampliar el aparcamiento. Se armó tal revuelo que no tuvieron otra que dar marcha atrás. Sonreí para mí misma en la oscuridad, aunque sin alegría alguna. Menos mal que los buenos habían ganado. Nadie habría imaginado lo útiles que iban a ser esos árboles para nosotros.

Alcancé el último árbol y di una suave palmada a su tronco. Sentí un gran afecto hacia él. Corrie estaba justo detrás de mí, y después apareció Kevin.

—Casi ha pasado el peligro —dije, antes de retomar la marcha.

Debí haber tocado madera una vez más, porque en el momento en que asomé la cabeza detrás del tronco, un tiroteo resonó detrás de mí. Las balas pasaron silbando junto a nosotros, arrancando enormes pedazos del árbol que quedaba a mi izquierda. Oí a Corrie y a Kevin soltar un grito. Tuve la sensación de que el miedo me separaba del suelo. Durante un momento, perdí el contacto con la tierra. Fue una emoción extraña, como si hubiese dejado de existir. Instantes después, me encontré abalanzándome hacia la esquina, rodando entre la hierba y serpenteando como una tijereta que busca refugio. Me volví para llamar a Kevin y Corrie pero, en cuanto me disponía a hacerlo, ambos cayeron sobre mí, cortándome la respiración.

—Vámonos cagando leches —dijo Kevin, tirando de mí hacia arriba—. Se están acercando.

No sé bien cómo pero, sin aire en los pulmones, eché a correr por la carretera. Durante unos cientos de metros, el único sonido que pude percibir fue el de mis jadeos y el leve contacto de mis pies en la calzada.

Aunque habíamos acordado, siguiendo la lógica, separarnos en caso de que nos persiguieran, no estaba dispuesta a hacerlo. En aquel momento, solo una bala podía haberme separado de esas dos personas. De pronto, se habían convertido en mi familia.

Kevin volvía la vista atrás una y otra vez.

—Salgamos de la carretera —resolló, justo cuando empezaba a retomar el aliento.

Alcanzamos el camino de entrada de una casa. En cuanto pusimos un pie dentro, oí un grito. Una ráfaga de balas atravesó las ramas con una fuerza tremenda, como un fuerte golpe de viento. Me di cuenta de que corríamos enfrente de la casa de la señora Alexander.

—Conozco este lugar —dije a los demás—. Seguidme.

No es que tuviera un plan en mente; lo que no quería era seguir a alguien que no sabía hacia dónde se dirigía en medio de la oscuridad. El pánico seguía guiando mis pasos. Los conduje hasta la pista de tenis, intentando a la desesperada pensar en algo. Correr no nos bastaría. Aquella gente iba armada, se movería con rapidez y podía solicitar refuerzos sin problemas. Lo único que jugaba a nuestro favor era que desconocían si íbamos armados o no. Tal vez temieran que los lleváramos hacia una emboscada. Eso nos vendría bien. Pero mejor todavía habría sido poder conducirlos de verdad hasta una emboscada.

Rodeamos la parte trasera de la casa, donde había menos luz. Fue entonces cuando supe que, mientras fantaseaba con la idea de la emboscada, acababa de llevar a Kevin y Corrie hasta un callejón sin salida. No había valla ni puerta trasera, solo una hilera de edificios. Un siglo atrás, eran los cuartos de los sirvientes, la cocina y el lavadero. Ahora los utilizaban como garajes, cobertizos, trasteros. Detuve a mis dos amigos. Me aterrorizó la visión de sus rostros desfigurados por el pánico, en parte porque sabía que yo debía de presentar el mismo aspecto. Sus dientes y ojos resplandecían en la oscuridad y su descontrolada respiración parecía llenar el silencio de la noche, como un viento demoníaco. Me estaba viniendo abajo. Lo único que ocupaba mi mente era mi arrogancia por ocupar el liderazgo, por empecinarme en que sabía lo que hacía, podía costarnos la vida. Aún no estaba segura de si los demás se habían dado cuenta de lo ignorante que había sido. Me obligué a hablar, sin que por ello me dejasen de castañetear los dientes. No tenía la menor idea de lo que iba a decirles, y la rabia que sentía contra mí misma pareció canalizarse contra ellos. No estoy muy orgullosa de cómo actué aquella noche.

—¡Callaos! ¡Callaos y escuchadme, por el amor de Dios! —exclamé—. Solo tenemos un par de minutos. Este es un jardín muy grande. No se adentrarán en plena noche. No saben nada de nosotros.

—Me he hecho daño en la pierna —gimoteó Corrie.

—¿Qué? ¿Te ha alcanzado una bala?

—No, he tropezado con algo. Allí detrás.

—Es un tractor cortacésped. Yo también he estado a punto de tropezar con él.

Una lluvia de disparos nos interrumpió. Fue ensordecedora. Pudimos distinguir el resplandor del fuego escupido por las armas. Conforme observábamos, temblando, empezamos a entender su táctica. Avanzaban juntos, peinando el jardín y disparando a cualquier cosa que pudiese confundirse con una silueta humana: un arbusto, la parrilla de una barbacoa, una pila de estiércol. Lo más probable era que nos hubiesen visto el tiempo suficiente como para pensar que llevábamos las manos vacías. Aun así, seguían avanzando con cautela.

Me costaba respirar. Al fin, empecé a pensar. Pero mi cerebro funcionaba de igual modo que mis pulmones, a sofocantes intervalos.

—Sí, gasolina. Podemos intentar derramarla. No, eso les daría tiempo. Pero si la dejamos allí. Cerillas… y un cincel o algo parecido.

—Ellie, ¿qué demonios estás diciendo?

—Buscad cerillas o un mechero. Y un cincel. Y también un martillo. Rápido. Daos prisa. Mirad en esos cobertizos.

Nos separamos y nos dirigimos a toda prisa hacia los oscuros edificios. Corrie iba cojeando. Entré en un garaje. Avancé a tientas y localicé las frías y lisas líneas de un coche. Me encaminé hacia el asiento del acompañante. La puerta estaba abierta; como la mayoría de los vecinos del pueblo, la señora Alexander no se había molestado en cerrar con llave. Todos confiaban en todos. Era algo que iba a cambiar para siempre. Cuando la puerta se abrió, la luz interior, para mi horror, se encendió. Encontré el interruptor y la apagué. Hecho esto, me quedé inmóvil, temblando, esperando a que las balas acribillaran los muros del edificio. No ocurrió nada. Abrí la guantera, que estaba provista de una lucecita, más discreta; de todas formas, necesitaba algo de iluminación. Ahí estaba, la dichosa caja de cerillas. Por suerte, la señora Alexander era una fumadora empedernida. Cogí las cerillas, cerré de un golpe la guantera y salí corriendo del garaje; estaba tan encantada con el hallazgo que pasé por alto el hecho de que los soldados pudiesen aguardar fuera. Pero solo estaba Kevin.

—¿Has encontrado algo?

—El martillo y el cincel.

—Te adoro, Kevin.

—Oye, lo he oído —susurró Corrie desde la oscuridad.

—Llevadme hasta el cortacésped —dije.

Minutos antes, dos personas habían tropezado con él sin quererlo. Y ahora que los tres deseábamos localizarlo, nos resultó imposible. Pasaron dos minutos angustiosos. Sentí que la piel se me enfriaba cada vez más, como si unos insectos congelados reptaran sobre mi cuerpo. Al fin, concluí:

—Es inútil. Dejémoslo.

Aunque haciendo alarde de mi terquedad, como una idiota, seguí buscándolo.

Entonces, oímos un nuevo susurro de Corrie: —Ahí está.

Kevin y yo convergimos hasta donde ella se encontraba y, en ese preciso instante, vi el haz de una linterna barrer una zona cercana a la puerta de la baranda.

—Se acercan —dije—. Rápido. Ayudadme a empujarlo. Pero no hagáis ruido.

Llevamos el cortacésped hasta un lateral del camino de entrada, cerca del muro de ladrillos del estudio de la señora Alexander.

—¿Para qué necesitas el martillo y el cincel? —susurró Kevin con tono de urgencia.

—Para perforar el depósito de gasolina —contesté—. Pero ahora que lo pienso, haríamos demasiado ruido.

—¿Por qué quieres perforarlo? —preguntó—. ¿Por qué no desenroscar la tapa simplemente?

No dejaba de sentirme como una estúpida. Más tarde, comprendí que había sido doblemente estúpida, porque el martillo y el cincel habrían bastado para provocar una chispa que nos habría hecho volar por los aires.

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