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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras

Cuando la guerra empiece (12 page)

BOOK: Cuando la guerra empiece
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Kevin había entendido lo que yo quería y desenroscó la tapa del depósito.

—Tendremos que ponernos detrás del muro —susurré—. Y dejar un rastro de gasolina hasta allí.

Kevin asintió y se quitó la camiseta. La introdujo en el depósito y la empapó. Acto seguido, enroscó la tapa y utilizó la camiseta para trazar el reguero de combustible hasta la pared. Disponíamos de unos pocos segundos. Podíamos oír crujir la gravilla bajo unas pisadas medidas y amenazantes, y también algún esporádico murmullo. Distinguí la voz de un hombre y la de una mujer. Avisté de nuevo la luz de la linterna, que rozó el camino de entrada.

—Tenemos que asegurarnos de que están todos juntos —me susurró Kevin al oído.

Asentí. Yo misma acababa de ver ese problema. Pude ver dos siluetas negras, pero supuse que los tres centinelas que habíamos avistado antes nos seguían de cerca. Kevin lo confirmó, susurrándome de nuevo:

—Antes, en la carretera, eran tres.

Asentí otra vez antes de inspirar profundamente y dejar escapar un débil gemido de dolor. El efecto que produjo sobre los dos soldados fue inmediato. Se volvieron hacia nosotros como si llevaran un radar encima. Yo emití un pequeño suspiro y un sollozo. Uno de los soldados, el hombre, gritó apremiado en un idioma que no pude reconocer. Instantes después, el tercer soldado apareció tras la línea de árboles y se unió a los dos primeros. Intercambiaron unas cuantas palabras, señalando en nuestra dirección. Tuvieron que haber deducido ya que no íbamos armados: de haberlo estado, ya habríamos disparado unas cuantas veces. Se dispersaron un poco antes de encaminarse a paso lento hacia nosotros. Yo esperé y esperé, hasta que quedaron a unos tres metros del cortacésped. La pequeña y oscura forma aguardaba allí, como pidiendo a gritos que repararan en ella. Por primera vez, pude verles la cara y, entonces, rasqué la cerilla.

No se encendió.

Mi pulso, tan firme hasta aquel momento, empezó a fallarme. Pensé que estábamos a punto de morir por mi incapacidad de encender una cerilla. Me pareció injusto, ridículo. Lo intenté de nuevo, pero temblaba demasiado. Los soldados casi habían sobrepasado el cortacésped. Kevin me agarró por la muñeca.

—Hazlo —me masculló, feroz, al oído.

A juzgar por el modo en el que los soldados volvieron sus ansiosos semblantes hacia nosotros, habían oído a Kevin. Rasqué la cerilla por tercera vez, casi segura de que no quedaría sulfuro suficiente para provocar la ignición. Pero se encendió, emitiendo un sonido áspero, y la lancé al suelo. Pero lo hice demasiado rápido; no sé ni cómo no se apagó. Debería haberlo hecho, y a punto estuvo de extinguirse. Primero, se ahogó en un diminuto punto de luz y, una vez más, pensé que estábamos condenados y que todo era por mi culpa. Y entonces, la gasolina prendió, emitiendo un zumbido breve y apagado.

Las llamas se extendieron a trompicones por la línea de gasolina, cual serpiente indecisa, pero a gran velocidad. Los soldados lo vieron, desde luego. Se volvieron a mirar y se estremecieron. Cogidos por sorpresa, no fueron capaces de actuar con suficiente rapidez, lo mismo me habría pasado a mí. Uno enderezó el brazo, como para apuntar. Otro se inclinó hacia atrás, casi a cámara lenta. Esa es la última imagen que tengo de ellos, porque Kevin tiró de mí tras el muro de ladrillo y, un instante más tarde, el cortacésped se convirtió en una bomba. La noche pareció iluminarse. El muro se sacudió y de nuevo se quedó quieto. Una pequeña bola naranja desgarró la oscuridad, proyectando pequeñas balas de fuego. El sonido fue ensordecedor y espeluznante. Los oídos me dolían. Pude ver trozos de metralla despedidos hacia los árboles, y oí y sentí una serie de pedacitos clavándose en el muro tras el cual nos escondíamos. Kevin tiraba de mí, diciendo:

—Corre, corre.

Al mismo tiempo, empezaron los gritos al otro lado del muro.

Echamos a correr en medio de los árboles frutales y bajamos la cuesta en diagonal, pasamos frente al gallinero y alcanzamos la valla de la señora Alexander en la esquina que colindaba con la siguiente propiedad. Los gritos que oíamos a nuestras espaldas desgarraron la noche. Creí que cuanto más rápido y más lejos corriésemos, menos tardarían los gritos en extinguirse. Pero no sucedió así. Yo ya no sabía si los estaba oyendo de verdad o si resonaban en mi mente en un eco prolongado.

—En el momento justo —resolló Corrie detrás de mí.

Tardé un minuto en entender a qué se refería con aquello: era el momento de reencontrarse con los demás.

—Podemos dirigirnos directamente hacia allí —dijo Kevin.

—¿Cómo tienes la pierna, Corrie? —pregunté, intentando sin mucho éxito volver a la normalidad.

—Está bien —contestó.

Vimos que unos focos se aproximaban. Nos agazapamos en un jardín mientras un camión pasaba a toda velocidad. Se trataba de un camión plataforma de la ferretería de Wirrawee, pero en lugar de herramientas de jardín, eran soldados lo que transportaba en la parte trasera. Aunque solo eran dos.

Corrimos sin parar hasta Warrigle Street y galopamos a lo largo del empinado camino de los Mathers, sin tomar precaución alguna. Nos costaba mucho respirar. Mis piernas respondían despacio, como si fuera una anciana. Me dolían un montón. Me detuve y esperé a Corrie, y luego seguimos andando juntas, cogidas de la mano. No nos sentíamos capaces de hacer nada más, ni de ir más rápido ni de enfrentarnos a nadie.

Homer y Fi estaban allí, rodeados de bicicletas, que ya sumaban siete. Ya no tendríamos que compartir las bicicletas, pero paradójicamente solo quedábamos cinco. No había rastro de Robyn ni de Lee. Pasaban cinco minutos de las tres y media, y desde la cima de la colina podíamos ver varios vehículos abandonando el recinto ferial, todos en dirección a Racecourse Road. Uno de ellos era la ambulancia de Wirrawee. No podíamos esperar más. Tras mascullar unas cuantas palabras cansadas entre nosotros —principalmente para confirmar que la casa de Fi también estaba vacía— nos montamos a las frías bicicletas y bajamos la colina. No sé cómo se sintieron los demás, pero yo tenía la impresión de pedalear de forma estática. Me enderecé y obligué a mis piernas a forzar la marcha. Conforme entrábamos en calor, todos fuimos cogiendo más y más velocidad. Me parecía increíble que fuésemos capaces de reunir más energía. En mi caso, la simple necesidad de mantener el ritmo y de no quedar rezagada me permitía seguir acelerando. Para cuando pasamos el cartel de «Bienvenidos a Wirrawee», huíamos como alma que lleva el diablo.

Capítulo 8

Llegamos a casa de Corrie pocos minutos antes del amanecer. Empezaban a despuntar los primeros rayos de sol. El camino se me hizo interminable. En cuanto nos cruzábamos con un árbol me decía a mí misma que estábamos cerca de la salida. Dudo de que ni siquiera estuviésemos a mitad de camino cuando empecé a hacerme aquella ilusión. Me dolía todo el cuerpo: empezó con las piernas, luego el pecho, la espalda, los brazos, la garganta y, por último, la boca. Estaba quemada, dolorida, mareada. La cabeza me pesaba cada vez más, hasta que acabé siguiendo la rueda trasera de quienquiera que fuera delante de mí, Corrie, creo. En mi cabeza, tarareaba el monótono estribillo de una canción sin sentido alguno:

¿Qué veo cuando miro tu cara retratada?

Los ojos de un ángel me devuelven la mirada.

Debí de repetirlos unas mil veces. Daba vueltas y vueltas en mi cabeza, como las ruedas de mi bici. Me sentía tan frustrada que tenía ganas de gritar, no había manera de quitármelo de la mente. No quería pensar en lo ocurrido en casa de la señora Alexander, ni en la suerte que habían corrido esos tres soldados que nos persiguieron, ni tampoco en lo que podría haberles pasado a Lee y a Robyn. Con lo cual, no tenía más remedio que cantar para mis adentros:

Los ojos de un ángel caído del mismo cielo.

Eres mi dulce ángel, el único que quiero.

Intentaba recordar algo más que el estribillo, pero no lo logré. En algún momento, alguien preguntó:

—¿Qué has dicho, Ellie?

Me di cuenta de que debía de estar cantando en voz alta, pero estaba demasiado cansada para contestar a quienquiera que hubiese formulado la pregunta. Ni siquiera sé quién lo hizo. Tal vez fueron imaginaciones mías. No recuerdo que nadie hablase en ese instante. Incluso la decisión de dirigirnos a casa de Corrie parecía haber sido fruto de la ósmosis.

No fue hasta haber recorrido la mitad del camino de entrada cuando me permití pensar que habíamos llegado, que lo habíamos conseguido. Supongo que los demás se encontraban en el mismo estado que yo. Me detuve frente al porche de los Mackenzie y aguardé allí, intentando acopiar la energía necesaria para levantar el pie y bajarme de la bicicleta. Permanecí en aquella posición durante un buen rato. Era consciente de que tarde o temprano tendría que levantar la pierna, pero no sabía cuándo sería capaz de hacerlo. Al final, Homer dijo con tono dulce:

—Vamos, Ellie.

Me avergoncé de mi propia debilidad, y me las arreglé para bajarme de la bicicleta e incluso arrastrarla hasta el cobertizo.

En el interior de la casa,
Flip
alrededor de Kevin como una perrita enamorada; Corrie estaba haciendo café en el hornillo portátil; Fi estaba sentada a la mesa de la cocina con la cabeza entre las manos; y Homer estaba sacando platos y cubiertos. No podía creer lo mucho que se notaba la ausencia de Lee y Robyn: era casi como si la cocina estuviese vacía.

—¿Qué puedo hacer? —pregunté, como una estúpida. Ya no era capaz de pensar por mí misma.

—Solo siéntate a comer —dijo Homer.

Había encontrado cereales, azúcar y otro cartón de leche. Yo casi me atraganto con los primeros bocados, pero al cabo de un rato, mientras volvía a recordar el hábito de comer, la mezcla empezó a asentarse en mi estómago.

Poco a poco comenzamos a hablar, hasta que nos resultó imposible parar. Estábamos tan cansados como nerviosos, y la conversación acabó transformándose en una batalla de balbuceos. Nadie escuchaba a nadie, y acabamos gritando. Al final, Homer se puso en pie, agarró una taza vacía de café y la lanzó con fuerza contra la chimenea, donde acabó haciéndose añicos.

—Una costumbre griega —explicó ante nuestro asombro, y después volvió a tomar asiento—. Hablemos por turnos —dijo—. Ellie, tú primero. ¿Qué os ha pasado?

Aspiré una profunda bocanada de aire y, con algo de fuerzas gracias a la mezcla de muesli y arroz inflado que acababa de comer, comencé a describir lo que habíamos presenciado en el recinto ferial. Kevin y Corrie intervenían de vez en cuando si me saltaba algún detalle, pero fue cuando llegué a lo acontecido en el jardín trasero de la casa de la señora Alexander cuando se me trabó la lengua. No podía mirar a nadie, solo a la mesa, al trozo de caja de muesli que había estado estrujando entre mis dedos. Me costaba creer que yo, la Ellie de todo la vida, una chica corriente en todos los sentidos, nada especial, hubiera podido matar a tres personas. Era algo demasiado grave como para quitármelo de la cabeza. Cuando pensaba en ello en esos términos —matar a tres personas—, me sentía horrorizada. Tuve la sensación de que quedaría marcada de por vida, de que jamás volvería a ser normal otra vez, de que me sentiría vacía para el resto de mi vida. Puede que Ellie caminara, hablara, comiera y bebiera como cualquiera, pero en su fuero interno, sus sentimientos estaban condenados a marchitarse y morir. Yo no pensaba en aquellos tres soldados como personas: no podía, porque no tenía una sensación real de ellos. No vi sus rostros con claridad. No conocía sus nombres, sus edades, sus familias ni su historia, su concepción de la vida. Seguía sin saber de qué país procedían. Desconocía todo lo que necesitas saber antes de conocer verdaderamente a alguien, de ahí que esos soldados apenas existieran como personas reales para mí.

De modo que intenté describir la escena como si no hubiese participado, como una espectadora, alguien que lo lee de un libro. Una historia ajena, no la mía. Me sentía culpable y avergonzada por lo que había sucedido.

También me asustaba justo lo contrario: que si contaba la peripecia del tractor cortacésped con el menor dramatismo, los demás, sobre todo los chicos, sacarían pecho y me vitorearían como una heroína.

No quería ser Rambo, solo yo: solo Ellie.

Sin embargo, sus reacciones distaron mucho de lo que había esperado. Cuando iba por la mitad de la historia, Homer puso una de sus enormes manos morenas sobre las mías, lo que me impidió seguir destrozando la caja de muesli, y Corrie se acercó y me rodeó con el brazo. Fi se quedó boquiabierta y escuchó sin apartar los ojos de mi cara, como si no fuese capaz de creer lo que estaba oyendo. Kevin se quedó allí sentado, con semblante grave. No tengo ni idea de en qué estaba pensando, pero era obvio que no emitía gritos de guerra ni se disponía a hacer tres marcas en su cinturón, como había temido que hiciese.

Una vez acabé, todos enmudecieron. Fue Homer quien tomó la palabra.

—Hicisteis lo correcto, chicos. No os sintáis mal por ellos. Esto es la guerra, y las reglas han cambiado. Esa gente ha invadido nuestra tierra, encerrado a nuestras familias. Son responsables de la muerte de tus perros, Ellie, e intentaron mataros a los tres. La sangre griega que corre por mis venas me permite entender ese tipo de cosas. Sabían lo que hacían desde el momento en que abandonaron su país para venir aquí. Fueron ellos quienes se saltaron las normas, no nosotros.

—Gracias, Homer —contesté.

Sus palabras me ayudaron mucho.

—¿Y qué os ha pasado a vosotros dos? —preguntó Kevin.

—Bueno —empezó Homer—. Empezamos con una buena carrera por Honey Street. Pero cuanto más nos adentrábamos en el pueblo, más cuidado debíamos tener, y nos vimos obligados a reducir la marcha. No observamos mucho movimiento hasta llegar a la esquina de Maldon con West. Allí sí que tuvo que haber algo de acción, una contienda, diría yo. Había dos coches de policía, ambos volcados, y un camión empotrado en un árbol. Y cartuchos vacíos por todos lados, cientos. Pero ningún cadáver, ni nada parecido.

—Aunque sí había sangre —añadió Fi—. Un montón de sangre.

—Sí, suponemos que era sangre. Una infinidad de manchas oscuras. Y además había restos de gasolina y de otras cosas aquí y allá. Un autentico desastre. Así que nos movimos con extrema precaución. Luego atajamos por Jubilee Park. Pensábamos bajar por Baker Street pero, creedme, es una zona devastada. Parecía una de esas escenas de disturbios en Estados Unidos que se ven en televisión. Todas las tiendas tenían los escaparates rotos, y había un montón de cosas esparcidas por la calle. Yo diría que se habían montado una gran fiesta.

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