—Siempre te quedaría la duda de lo que te has perdido —dijo Merrin—. Los hombres sois así. Sólo intento ser práctica. No pienso esperar a que te cases conmigo para que después intentes huir de la crisis de la mediana edad acostándote con la canguro. No estoy dispuesta a que me eches la culpa de todo lo que te has perdido en la vida.
Hizo un esfuerzo por armarse de paciencia, por recuperar un tono calmado, de buen humor. Lo de calmado podía hacerlo, lo del buen humor no.
—No me digas cómo son los otros hombres. Yo sé lo que quiero. Quiero la vida con la que hemos estado soñando todos estos años. ¿Cuántas veces hemos hablado del nombre que le vamos a poner a nuestros hijos? ¿Crees que no era en serio?
—Lo que creo es que eso es parte del problema. Estás viviendo como si ya tuviéramos hijos, como si ya estuviéramos casados. Pero no es así. Para ti los hijos ya existen porque viven en tu cabeza y no en el mundo. Yo ni siquiera estoy segura de querer tener hijos.
Ig se arrancó la corbata y la tiró sobre la mesa. No soportaba la sensación de tener algo alrededor del cuello en aquel momento.
—Pues me has engañado muy bien. Las ochenta mil veces que hemos hablado del tema parecías estar muy convencida.
—No sé qué es lo que quiero. Desde que te conozco no he tenido ocasión de pensar en mi propia vida como algo separado de ti. No ha habido un solo día...
—¿Así que te estoy agobiando? ¿Eso es lo que me quieres decir? Eso es una gilipollez.
Merrin apartó la cara y miró hacia otro lado esperando a que se le pasara el enfado. Ig inspiró con un estertor sibilante. Se dijo:
No grites,
y lo intentó de nuevo.
—¿Te acuerdas de aquel día en la casa del árbol? —preguntó—. La casa del árbol que nunca volvimos a encontrar, con las cortinas blancas. Dijiste que algo así no les pasaba a las parejas normales. Dijiste que nosotros éramos diferentes. Que nuestro amor nos hacía especiales, que dos personas entre un millón tenían lo que teníamos nosotros. Dijiste que estábamos hechos el uno para el otro. Que las señales estaban claras.
—No fue una señal, sólo fue un polvo vespertino en la casa del árbol de alguien.
Ig movió la cabeza despacio de un lado a otro. Hablar con Merrin aquella noche estaba siendo como intentar espantar con las manos una nube de avispas. No servía para nada, dolía, y sin embargo no podía dejar de hacerlo.
—¿No te acuerdas de que la estuvimos buscando? La buscamos todo el verano y nunca la encontramos. ¿Y de que tú dijiste que nos la habíamos inventado?
—Eso lo dije para que dejáramos de buscarla. Es exactamente de lo que estoy hablando, Ig. ¡Tú y tu pensamiento mágico! Un polvo no puede ser simplemente un polvo. Siempre tiene que ser una experiencia trascendental, que te cambia la vida. Es deprimente, da grima y estoy cansada de hacer como que es algo normal. Joder, ¿te estás escuchando? ¿A qué coño viene ahora hablar de la casa del árbol de los cojones?
—Ya me estoy cansando de tanta palabrota —dijo Ig.
—¿No te gusta? ¿No te gusta oírme hablar de follar? ¿Por qué, Ig? ¿Te estropea la imagen que tienes de mí? Tú no quieres a alguien real. Quieres una aparición sagrada para machacártela mientras piensas en ella.
La camarera dijo:
—Supongo que todavía no habéis decidido.
Estaba de nuevo de pie junto a su mesa.
—Dos más —dijo Ig y la camarera se marchó.
Se miraron. Ig estaba agarrado a la mesa y se sentía peligrosamente inclinado a volcarla.
—Cuando nos conocimos éramos unos niños —dijo Merrin—. Nuestra relación enseguida fue mucho más seria que la mayoría de las relaciones de instituto. Tal vez podamos volver a estar juntos dentro de un tiempo y comprobar si nos queremos de adultos igual que nos queríamos de niños. No lo sé. Quizá cuando haya pasado algo de tiempo podamos ver qué tiene cada uno que ofrecer al otro.
—¿Qué tiene cada uno que ofrecer al otro? —repitió Ig—. Estás hablando como un agente de préstamos.
Merrin se acariciaba la garganta con una mano. Tenía los ojos tristes y fue entonces cuando Ig reparó en que no llevaba puesta la cruz. Se preguntó si aquello tendría algún significado especial. La cruz había sido como un anillo de compromiso, mucho antes de que cualquiera de los dos hubiera hablado de estar juntos durante toda la vida. Lo cierto es que era incapaz de recordar haberla visto nunca sin ella, un pensamiento que le llenó el pecho de dolor y vértigo.
—Entonces, ¿ya has pensado en alguien? ¿Alguien a quien follarte con la excusa de reflexionar sobre nuestra relación?
—Eso no es lo que estoy diciendo. Sólo estoy...
—Sí estás diciendo eso. De eso se trata precisamente, lo acabas de decir tú misma. Tenemos que follarnos a otras personas.
Merrin abrió la boca y después la cerró. Volvió a abrirla.
—Sí, supongo que sí. Supongo que eso es parte del problema. Yo también necesito acostarme con otras personas. Si no probablemente te irías a Londres y llevarías una vida de monje. Te será más fácil pasar página si sabes que yo lo he hecho.
—Así que hay alguien.
—Hay alguien con quien he salido... una o dos veces.
—Mientras yo estaba en Nueva York.
—No era una pregunta, sino una afirmación—. ¿Quién es?
—No le conoces y no importa.
—De todas maneras quiero saberlo.
—No es importante. Yo no te voy a hacer preguntas sobre lo que hagas cuando estés en Londres.
—Querrás decir sobre con quién lo hago.
—Eso. Lo que sea. No quiero saberlo.
—Pero yo sí. ¿Cuándo pasó?
—¿Cuándo pasó qué?
—¿Cuándo has empezado a ver a este tío? ¿La semana pasada? ¿Qué le has dicho? ¿Por qué tenéis que esperar hasta que yo me haya marchado a Londres? ¿O es que no habéis esperado?
Merrin entreabrió los labios para responder e Ig vio algo en sus ojos, algo pequeño y terrible, y entonces notó un sarpullido en la piel y supo algo que no quería saber. Supo que Merrin llevaba todo el verano preparando este momento, desde la primera vez que le animó a aceptar el trabajo.
—¿Hasta dónde habéis llegado? ¿Ya te lo has follado?
Merrin negó con la cabeza, pero Ig no supo si estaba diciendo que no o negándose a contestar la pregunta. Trataba de contener las lágrimas. Ig no sabía cuándo había empezado aquello y le sorprendió no sentir la necesidad de consolarla. Se sentía presa de un sentimiento que no lograba comprender, una combinación perversa de furia y excitación. Una parte de él se sorprendió al descubrir que le agradaba sentirse víctima de una injusticia, tener una excusa para herirla. Ver cuánto daño era capaz de infligir. Quería acosarla a preguntas. Y al mismo tiempo le vinieron a la cabeza imágenes. De Merrin de rodillas envuelta en una maraña de sábanas, haces de luz brillante que se colaban entre las persianas y dibujaban rayas en su cuerpo, de alguien acariciando sus caderas desnudas. El pensamiento le excitó y le horrorizó a partes iguales.
—Ig —dijo Merrin con suavidad—, por favor.
—Déjate de
por favor.
Hay algo que no me estás contando. Dime si te lo has follado ya.
—No.
—Bien. ¿Ha estado allí alguna vez? ¿En tu apartamento contigo cuando te llamé desde Nueva York? ¿Allí sentado con la mano debajo de tu falda?
—No. Comimos juntos, Ig. Eso fue todo. Hablamos de vez en cuando. Sobre todo de la universidad.
—¿Piensas en él alguna vez cuando estás follando conmigo?
—Por Dios, no. ¿Cómo puedes preguntar eso?
—Porque quiero saberlo todo. Quiero saber hasta el más puto detalle de lo que no me estás contando, cada sucio secreto.
—¿Por qué?
—Porque así me resultará más fácil odiarte.
La camarera estaba rígida junto a su mesa. Paralizada justo cuando se disponía a servirles las bebidas.
—¿Qué coño estás mirando? —le preguntó Ig, y la chica retrocedió tambaleándose.
La camarera no era la única que les miraba. En las mesas de alrededor la gente tenía las cabezas vueltas hacia ellos. Unos cuantos espectadores les miraban con expresión grave, mientras que otros, en su mayoría parejas jóvenes, les observaban divertidos, esforzándose por no reír. Nada resultaba tan entretenido como una discusión de pareja en público.
Cuando Ig volvió los ojos hacia Merrin ésta se había levantado y estaba de pie detrás de su silla. Tenía la corbata de Ig en la mano. La había cogido cuando él la tiró y desde entonces había estado alisándola y doblándola sin cesar.
—¿Dónde vas? —preguntó Ig y la sujetó por el hombro cuando intentó escabullirse. Merrin se apoyó en la mesa. Estaba borracha. Los dos lo estaban.
—Ig —dijo—. El brazo.
Sólo entonces se dio cuenta de que le estaba estrujando el brazo, clavando en él los dedos con fuerza suficiente para notar el hueso. Tuvo que hacer un esfuerzo consciente por abrir la mano.
—No me estoy escapando —dijo Merrin—. Necesito un momento para lavarme —añadió llevándose la mano a la cara.
—No hemos terminado esta conversación. Hay muchas cosas que no me estás contando.
—Si hay cosas que no quiero contarte no es por egoísmo. Es que no quiero hacerte daño, Ig.
—Demasiado tarde.
—Porque te quiero.
—No te creo.
Lo dijo para hacerla daño —en realidad no sabía si la creía o no— y sintió una alegría salvaje al ver que lo había conseguido. Los ojos de Merrin se llenaron de lágrimas, se tambaleó y apoyó una mano en la mesa una vez más para recuperar el equilibrio.
—Si no te he dicho algunas cosas ha sido para protegerte. Ya sé lo buena persona que eres y te mereces más que lo que has sacado de estar conmigo.
—Por fin estamos de acuerdo en algo. En que me merezco algo mejor.
Merrin esperó a que siguiera hablando, pero no podía, de nuevo le faltaba el aliento. Merrin se volvió y echó a andar a través de la gente hacia el lavabo de señoras. Ig se terminó el Martini mientras la veía marcharse. Estaba guapa vestida con aquella blusa blanca y una falda gris perla, y reparó en que dos chicos universitarios se volvían a su paso para mirarla y después uno de ellos dijo algo y el otro se rió.
Sintió que la sangre se le espesaba en las venas y las sienes le latían. No vio al hombre que estaba junto a la mesa ni le oyó decir: «Señor»; no le vio hasta que el tipo se inclinó para mirarle a la cara. Tenía cuerpo de culturista, con fuertes hombros que se marcaban bajo una camiseta blanca deportiva pegada y ojos azules y pequeños que sobresalían bajo una frente huesuda y prominente.
—Señor —repitió—, vamos a tener que pedirle a usted y a su mujer que se marchen. No podemos permitir que maltrate al personal.
—No es mi mujer. Es sólo alguien con quien solía follar.
El hombre corpulento —¿barman?, ¿gorila?—dijo:
—Aquí no nos gusta ese tipo de lenguaje. Guárdeselo para otra clase de sitios.
Ig se levantó, sacó su cartera y puso dos billetes de veinte dólares en la mesa antes de dirigirse hacia la puerta. Mientras caminaba le dominó una sensación de justicia.
Déjala
, fue lo que pensó. Cuando estaba sentado frente a ella, todo lo que quería era sonsacarle todos los secretos y hacer que sufriera todo lo posible en el proceso. Pero ahora que estaba fuera de su vista y que tenía espacio para respirar, sentía que sería un error darle más tiempo para justificar lo que había decidido hacerle. No quería quedarse y darle la oportunidad de diluir su odio con lágrimas, con más charlas sobre cómo le quería. No estaba dispuesto a comprender y tampoco quería sentir compasión.
Cuando volviera se encontraría la mesa vacía. Su ausencia sería más elocuente que cualquier cosa que dijera si se quedaba. No importaba que no tuviera coche. Era adulta, podía buscarse un taxi. ¿No era ése su argumento para follarse a alguien mientras él estuviera en Inglaterra? ¿Demostrar que era realmente adulta?
Nunca en su vida había estado tan seguro de estar haciendo lo correcto, y conforme se acercaba a la salida escuchó lo que parecía una ovación, un ruido de patadas en el suelo y palmas que creció en intensidad hasta que por fin abrió la puerta y se encontró con que estaba diluviando.
Cuando llegó al coche tenía las ropas empapadas. Metió la marcha atrás y arrancó antes siquiera de encender los faros. Puso los limpiaparabrisas a máxima velocidad y éstos empezaron a apartar la lluvia a latigazos, pero el agua seguía cayendo a raudales por el cristal, distorsionando su visión de las cosas. Escuchó un crujido y al mirar hacia abajo vio que se había chocado contra un poste de teléfono.
No pensaba salir a comprobar los daños. Ni se le pasó por la imaginación. Antes de incorporarse a la carretera, sin embargo, miró por la ventana del asiento del pasajero y, aunque la cortina de agua casi la tapaba, pudo ver a Merrin a unos pocos metros, de pie y encogida para protegerse de la lluvia. El pelo le caía en mojados mechones. Le dirigió una mirada de infelicidad a través del aparcamiento pero no le hizo gesto alguno para que se detuviera, para que la esperara o diera la vuelta. Ig pisó el acelerador y se alejó.
Veía el mundo pasar a gran velocidad por la ventana, una confusa sucesión de verdes y negros. Hacia el final de la tarde la temperatura había alcanzado los treinta y seis grados. El aire acondicionado estaba puesto al máximo, llevaba así todo el día. Sentado allí entre ráfagas de aire refrigerado apenas era consciente de que tiritaba con sus ropas empapadas.
Las emociones se acompasaban con su respiración. Al exhalar la odiaba y sentía ganas de decírselo y verle la cara mientras lo hacía. Al inhalar sentía una punzada de dolor por haberse marchado y haberla dejado bajo la lluvia, y quería volver y susurrarle que subiera al coche. La imaginaba todavía allí parada, esperándole. Miró por el espejo retrovisor por si la veía, pero, claro, para entonces El Abismo ya estaba casi un kilómetro atrás. En su lugar vio un coche de policía negro con la sirena en el techo pisándole los talones.
Miró el cuentakilómetros y descubrió que iba casi a noventa por hora cuando el límite era sesenta. Los muslos le temblaban con tal fuerza que casi le dolían. Con el pulso desbocado, aflojó el pie del acelerador y cuando vio un Dunkin' Donuts cerrado a la derecha de la carretera se desvió y detuvo el coche.
El Gremlin seguía circulando a demasiada velocidad y los neumáticos derraparon en la tierra, levantando piedras. Por el espejo lateral vio pasar de largo el coche de policía, sólo que no era un coche de policía, tan sólo un Pontiac negro con baca portaequipajes.