Permaneció temblando detrás del volante mientras esperaba a que el corazón recuperara su ritmo normal. Transcurridos unos minutos decidió que tal vez era un error seguir conduciendo con semejante tiempo, especialmente si tenía en cuenta que además estaba borracho. Esperaría a que dejara de llover; de hecho ya llovía menos. Lo siguiente que pensó es que Merrin tal vez estuviera intentando llamarle a su casa para asegurarse de que había llegado bien, y le alegró imaginar la respuesta de su madre:
No, Merrin, no ha llegado todavía. ¿Ha pasado algo?
Entonces se acordó del móvil. Probablemente Merrin probaría a llamarle primero al móvil. Lo sacó del bolsillo, lo apagó y lo tiró al asiento del pasajero. Estaba seguro de que llamaría, y la idea de que pudiera imaginar que le había pasado algo —que había tenido un accidente o que, trastornado, se hubiera estampado adrede contra un árbol— le llenaba de satisfacción.
Lo siguiente que tenía que hacer era dejar de temblar. Echó el asiento hacia atrás y apagó el motor, cogió una cazadora del asiento trasero y se la extendió sobre las rodillas. Escuchó la lluvia tamborileando sobre el techo del coche cada vez más despacio, con la violencia de la tormenta ya extinguida. Cerró los ojos y se relajó al ritmo de la lluvia y no los abrió hasta las siete de la mañana, cuando los rayos del sol se abrieron paso entre las copas de los árboles.
Se apresuró a volver a casa y una vez allí se duchó, se vistió y cogió su equipaje. Aquélla no era la manera en que había planeado marcharse. Sus padres y Vera estaban desayunando en la cocina y los primeros parecieron divertidos al verle correr de un lado a otro, nervioso y desorientado. No le preguntaron dónde había estado toda la noche. Creían saberlo. Su madre esbozaba una pequeña sonrisa e Ig prefirió dejarla así, sonriendo, antes que preocupada por él.
Terry estaba en casa —era el paréntesis estival de
Hothouse—
y le había prometido llevarle al aeropuerto de Logan, pero aún no se había levantado. Vera dijo que había estado toda la noche por ahí con sus amigos y que no había llegado a casa hasta el amanecer. Había oído su coche y al mirar por la ventana había visto a Terry vomitando en el jardín.
—Es una pena que estuviera aquí y no en Los Ángeles —dijo la abuela—. Los paparazzi se han perdido una buena exclusiva. Gran estrella de la televisión echando la papilla en los rosales. A la revista
People
le habría encantado. Ni siquiera llevaba la misma ropa con la que había salido de casa.
Lydia pareció menos divertida entonces y picoteó nerviosa el pomelo que estaba desayunando.
El padre de Ig se reclinó en la silla mirando a su hijo.
—¿Estás bien, Ig? Parece que te pasa algo.
—Me parece que Terry no fue el único que se divirtió anoche —dijo Vera.
—¿Estás bien para conducir? —preguntó Derrick—. Si esperas diez minutos me visto y te llevo.
—Termínate el desayuno tranquilamente. Es mejor que me vaya antes de que se me haga tarde. Dile a Terry que espero que no hubiera bajas y que le llamaré desde Inglaterra.
Ig besó a todos, les dijo que les quería y salió al frescor de la mañana y a la hierba brillante por el rocío. Recorrió los noventa kilómetros hasta el aeropuerto de Logan en cuarenta y cinco minutos. No se encontró con tráfico hasta la última parte del camino, pasado el circuito de carreras de Suffolk Downs, donde arrancaba una colina en cuya cima había una cruz de diez metros de altura. Estuvo un tiempo parado detrás de una fila de camiones, a la sombra de la cruz. En el resto del país era verano pero allí, bajo la profunda sombra que la cruz proyectaba sobre la carretera, parecía finales de otoño, y por unos instantes tuvo frío. Le parecía recordar vagamente que se llamaba la Cruz de Don Orsillo, pero no tenía ningún sentido. Orsillo era el comentarista deportivo del equipo de béisbol de los Red Sox.
Las carreteras estaban despejadas, pero la terminal de British Airways estaba llena a rebosar e Ig llevaba billete de clase turista, así que tuvo que esperar una larga cola. La zona de facturación estaba llena de voces resonantes, de golpeteos de tacones altos en el suelo de mármol y de mensajes indescifrables emitidos por megafonía. Ya había facturado el equipaje y estaba esperando otra cola, la de los controles de seguridad, cuando sintió antes que oyó cierto alboroto a su espalda. Se volvió y vio a gente apartándose, haciendo sitio para un destacamento de agentes de policía con chalecos antibalas y cascos y armados con fusiles de asalto caminando hacia él. Uno de ellos hacía gestos con las manos señalando hacia la cola de gente.
Cuando les dio la espalda vio que más agentes venían desde el otro lado. Caminaban con los cañones de los fusiles apuntando al suelo y los visores de los cascos cubriéndoles los ojos. Examinaban con los ojos ocultos el tramo de la cola donde estaba Ig. Las armas daban miedo, pero no tanto como la expresión fría y gris de sus caras.
Entonces fue cuando reparó en otra cosa, la más extraña de todas. El oficial al mando, el que había hecho gestos indicando a sus hombres que se desplegaran para cubrir las salidas, parecía estar apuntándole con su fusil.
S
e quedó de pie a la entrada de El Abismo esperando a que sus ojos se acostumbraran a la cavernosa oscuridad, a aquel lugar sombrío iluminado sólo por grandes pantallas de televisión y máquinas tragaperras de póquer. Una pareja estaba sentada en la barra y sus siluetas parecían estar hechas de oscuridad. Un tipo musculoso se afanaba detrás de la barra colgando copas boca abajo sobre el mostrador trasero. Ig le reconoció; era el gorila que le había echado del local la noche en que Merrin fue asesinada.
Por lo demás el lugar estaba vacío e Ig se alegró de ello. No quería ser visto. Lo que quería era comer algo sin tener siquiera que molestarse en pedir la comida, sin tener que hablar absolutamente con nadie. Estaba intentando pensar la manera de hacerlo cuando escuchó el suave zumbido de su teléfono móvil.
Era su hermano. La oscuridad se plegó como un músculo en torno a Ig. La idea de contestar el teléfono y hablar con Terry le llenaba de miedo y de odio. No sabía qué debía decirle, qué podía decirle. Sostuvo el teléfono en la palma de la mano y lo observó vibrar hasta que se calló.
En cuanto esto ocurrió empezó a preguntarse si Terry seria consciente de lo que le había confesado unos minutos antes. Y había otras cosas que podía haber averiguado contestando por teléfono. Como, por ejemplo, si hacía falta ver los cuernos para que éstos pervirtieran la imaginación de la gente. Tenía la impresión de que quizá podría mantener una conversación normal con alguien por teléfono. También se preguntó si Vera estaría muerta y si por fin se había convertido en el asesino que todos creían que era.
No. No estaba preparado para esa clase de información, todavía no. Necesitaba algún tiempo a solas en la oscuridad, prolongar un poco más su aislamiento y su ignorancia.
Pues claro
—dijo una voz dentro de su cabeza. Era su propia voz pero sonaba maliciosa y burlona—.
Es lo que llevas haciendo los últimos doce meses. ¿Qué importa una tarde más?
Cuando se hubo acostumbrado a las somnolientas sombras de El Abismo, localizó una mesa vacía en un rincón donde alguien había estado comiendo pizza, tal vez con niños, pues había vasos de plástico con pajitas flexibles. Quedaban algunos restos de pizza pero, sobre todo, el padre o la madre a cargo de esta merienda infantil se había dejado un vaso medio lleno de cerveza clara. Ig se deslizó en el reservado haciendo crujir la tapicería y bebió. La cerveza estaba caliente, y él sabía bien que la última persona en beber de aquel vaso podía tener úlceras supurantes o un caso virulento de hepatitis. Pero se le antojaba algo ridículo que a alguien a quien le habían salido cuernos en las sienes le preocupara contagiarse de algún germen.
Las puertas batientes que daban a la cocina se abrieron y una camarera salió de un espacio recubierto de azulejos blancos e intensamente iluminado por tubos fluorescentes. Llevaba un frasco de desinfectante en una mano y un trapo en la otra y atravesó con paso decidido el comedor en dirección a su mesa.
Ig la conocía, por supuesto. Era la misma mujer que les había servido las bebidas a Merrin y a él en su última noche juntos. Tenía el rostro enmarcado por dos mechones de pelo blanco y lacio que se le rizaban debajo de una barbilla larga y apuntada, de forma que parecía la versión femenina de ese mago que siempre se lo hace pasar tan mal a Harry Potter en las películas. El profesor Snail o algo así. Ig había planeado leer los libros con los hijos que él y Merrin pensaban tener.
La camarera no estaba mirando al banco e Ig se encogió contra el vinilo rojo. Ya era demasiado tarde para escabullirse sin ser visto. Consideró la posibilidad de esconderse bajo la mesa pero decidió que era una idea inquietante. Había una luz que iluminaba directamente el banco donde estaba sentado, de manera que aunque se apretara contra el asiento seguía proyectando una sombra de su cabeza, con los cuernos, en la mesa. La camarera vio primero la sombra y después le miró.
Las pupilas se le encogieron y palideció. Dejó caer los platos sobre la mesa con estrépito en un gesto de sorpresa, aunque lo más sorprendente de todo quizá fuera que ninguno se rompió. Después tomó aire con fuerza, preparándose para gritar, y fue entonces cuando reparó en los cuernos y el grito pareció morir en su garganta. Se quedó allí de pie.
—El letrero dice que los clientes pueden sentarse directamente —dijo Ig.
—Sí, muy bien. Déjame que limpie la mesa y te traeré la carta.
—En realidad —dijo Ig—, ya he comido.
Hizo un gesto señalando los platos sobre la mesa.
La camarera paseó la vista varias veces de sus cuernos a su cara.
—Tú eres ese chico —dijo—. Ig Perrish.
Ig asintió.
—Nos atendiste a mí y a mi novia hace un año, la última noche que estuvimos juntos. Quería decirte que siento las cosas que dije aquella noche y la forma en que me comporté. Te diría que me viste en mi peor momento, pero lo cierto es que aquello no fue nada comparado con lo que soy ahora.
—No me siento mal por aquello en absoluto.
—Ah, qué bien. Me parecía que te había causado una mala impresión.
—No, a lo que me refiero es a que no me arrepiento de haber mentido a la policía. Sólo siento que no me creyeran.
A Ig se le encogió el estómago.
Ya estamos otra vez,
pensó. La camarera había empezado a hablar consigo misma o, mejor dicho, con su demonio interior particular, un demonio que daba la casualidad de que tenía el rostro de Ig. Y si no encontraba una manera de controlar aquello —al menos de anular el efecto de los cuernos— no tardaría en volverse loco, si es que no lo estaba ya.
—¿Qué mentiras dijiste?
—Le dije a la policía que la habías amenazado con estrangularla. Les dije que vi cómo la empujabas.
—¿Y por qué les dijiste eso?
—Para que te condenaran. Para que no te libraras. Y mira ahora, ella está muerta y tú aquí. No sé cómo, pero te libraste, igual que mi padre después de lo que nos hizo a mi madre y a mí. Quería que fueras a la cárcel.
—En un gesto inconsciente, levantó la mano y se retiró el pelo de la cara—. También quería salir en los periódicos, ser la testigo principal. Si hubiera habido juicio, yo habría salido en la televisión.
Ig la miró sin decir nada. La camarera siguió hablando:
—Lo intenté. Aquella noche, cuando te marchaste, tu novia salió corriendo detrás de ti y se olvidó el abrigo. Lo cogí y salí para devolvérselo; entonces vi que te marchabas sin ella. Pero eso no es lo que le dije a la policía. A ellos les dije que cuando salí te vi obligándola a entrar en el coche y salir a toda velocidad. Eso es lo que lo jodió todo, porque te chocaste contra un poste de teléfonos al dar marcha atrás y uno de los clientes oyó el golpe y miró por la ventana para ver qué había pasado. Le dijo a la policía que te habías ido sin la chica. El detective me pidió que me sometiera a la prueba del polígrafo para confirmar mi historia y tuve que desdecirme de esa parte. Entonces no se creyeron nada de lo que les había dicho. Pero sé lo que pasó. Sé que dos minutos más tarde te diste la vuelta y te la llevaste.
—Pues te equivocas. La recogió alguien que no era yo.
Al pensar en ello sintió náuseas.
Pero la posibilidad de estar equivocada en su juicio sobre él no parecía interesar a la camarera. Cuando volvió a hablar era como si Ig no hubiera dicho nada.
—Sabía que volvería a verte algún día. ¿Vas a obligarme a salir al aparcamiento contigo? ¿Vas a llevarme a algún sitio para sodomizarme?
Hablaba en un tono decididamente esperanzado.
—¿Qué? ¡Claro que no! Pero ¿qué coño...?
La camarera pareció perder algo de entusiasmo.
—¿Al menos me vas a amenazar?
—No.
—Puedo decir que lo has hecho. Puedo decirle a Reggie que me has aconsejado que me ande con cuidado. Eso estaría bien.
—Su sonrisa se diluyó un poco más y dirigió una mirada contrita al culturista que estaba detrás de la barra—. Aunque probablemente no me creería. Reggie cree que soy una mentirosa compulsiva y supongo que tiene razón. Me gusta inventarme pequeñas historias. De todas maneras nunca debería haberle contado a Reggie que mi novio, Gordon, murió en la World Trade Tower después de haberle dicho a Sarah —otra camarera que trabaja aquí— que había muerto en Irak. Debería haber supuesto que compararían sus respectivas informaciones. Pero para mí es como si estuviera muerto. Rompió conmigo por correo electrónico, así que le den por culo. ¿Por qué te estoy contando todo esto?
—¿Porque no puedes evitarlo?
—Eso es, no puedo —dijo y se estremeció, en una reacción de claras connotaciones sexuales.
—¿Qué os hizo tu padre a ti y a tu madre? ¿Os..., os hizo daño? —preguntó Ig sin estar muy seguro de querer oír la respuesta.
—Nos dijo que nos quería pero era mentira. Se marchó a Washington con mi profesora de quinto curso. Allí empezó una nueva familia, tuvo otra hija a la que quiere más de lo que nunca me quiso a mí. Si de verdad me hubiera querido me habría llevado con él en lugar de dejarme con mi madre, que es una vieja zorra amargada y deprimente. Me dijo que siempre formaría parte de mi vida, pero ni de coña. Odio a los mentirosos. A los otros mentirosos, quiero decir. Mis pequeñas historias no hacen daño a nadie. ¿Quieres oír la historia que cuento sobre ti y tu novia?