Lee siguió hablando:
—Espero que no le haya contado esa historia a nadie más. Y espero que tú tampoco.
—Todavía no, pero pronto todo el mundo sabrá lo que hiciste.
¿Veía al menos los cuernos? No los había mencionado. Ni siquiera parecía haberlos mirado.
—Será mejor que no —dijo Lee, y contrajo los músculos de los extremos de la mandíbula mientras se le ocurría una idea—. ¿Estás grabando esto?
—Sí —dijo Ig, pero tardó demasiado en reaccionar y, de todas formas, era la respuesta incorrecta. Nadie que estuviera intentando cazar a alguien admitiría estar grabando una conversación.
—No. No lo estás. Nunca has sabido mentir, Ig —dijo Lee con una sonrisa. Con la mano izquierda acariciaba la cadena de oro del cuello y tenía la derecha metida en el bolsillo—. Es una pena. Si estuvieras grabando esta conversación, podría servirte de algo. Pero tal y como están las cosas no creo que puedas probar nada. Tal vez tu hermano dijera algo cuando estaba borracho, no lo sé. Pero fuera lo que fuera, olvídalo. Yo que tú no lo iría repitiendo por ahí. Esas cosas siempre terminan mal. Piénsalo: ¿te imaginas a Terry yendo a la policía con el cuento de que yo maté a Merrin sin ninguna prueba, sólo su palabra contra la mía y además teniendo en cuenta que ha estado callado un año entero? ¿Sin pruebas que respalden su acusación? Porque no hay ninguna, Ig, no queda nada. Si va a la policía, en el mejor de los casos será el fin de su carrera. Y en el peor tal vez terminemos los dos en la cárcel, porque te juro que no pienso ir solo.
Lee se sacó la mano del bolsillo y se frotó el ojo bueno con un nudillo, como para limpiarlo de una mota de polvo que se le hubiera metido. Por un momento cerró el ojo derecho y miró a Ig sólo con el malo, un ojo atravesado con rayos blancos. Y por primera vez Ig comprendió lo terrible de aquel ojo, lo que siempre había tenido de terrible. No era que estuviera muerto, simplemente estaba... ocupado en otros asuntos. Como si hubiera dos Lee Tourneau. El primero era el hombre que había sido su amigo durante más de diez años, alguien capaz de admitir que era un pecador ante una audiencia infantil y que donaba sangre a la Cruz Roja tres veces al año. El segundo Lee era una persona que observaba el mundo a su alrededor con la misma empatía que una trucha.
Cuando se hubo sacado lo que fuera que tenía en el ojo, dejó caer la mano derecha a un lado del cuerpo. Avanzó de nuevo e Ig retrocedió, quedándose a una distancia prudencial. No estaba seguro de por qué retrocedía, no entendía por qué de repente mantenerse alejado unos cuantos metros de Lee se había vuelto una cuestión de vida o muerte. Las langostas zumbaban en los árboles con un runrún feo y enloquecedor que llenaba la cabeza de Ig.
—Era tu amiga, Lee —dijo mientras retrocedía hacia el coche—. Confiaba en ti y la violaste, la mataste y la dejaste tirada en el bosque. ¿Cómo fuiste capaz?
—En una cosa te equivocas, Ig —dijo Lee con voz suave y calmada—. No fue una violación. Es lo que te gustaría creer, pero lo cierto es que Merrin quería que la follara. Llevaba meses buscándome, enviándome mensajes, juegos de palabras. Calentándome la polla a tus espaldas. Estaba esperando a que te largaras a Londres para que pudiéramos enrollarnos.
—No —dijo Ig mientras por la cara le subía un calor malsano que procedía de detrás de los cuernos—. Tal vez se acostara con otro, pero desde luego no contigo, Lee.
—Te dijo que quería acostarse con otras personas. ¿A quién te crees que se refería? En serio, no sé qué pasa con tus novias que tarde o temprano terminan chupándome la polla —dijo con una sonrisa enseñando los dientes en la que no había un atisbo de humor.
—Estoy seguro de que se resistió.
—Seguramente no me vas a creer, Ig, pero quería que la forzara, que asumiera el mando y la obligara a hacerlo. Tal vez lo necesitaba, era la única forma de superar sus inhibiciones. Todos tenemos un lado oscuro y ése era el suyo. Cuando me la follé, se corrió, ¿sabes? Se corrió a base de bien. Creo que era una de sus fantasías. Que un tipo la violara en el bosque. Que le diera un poco de caña.
—¿Y que después la matara de una pedrada en la cabeza? —preguntó Ig. Para entonces había rodeado el Gremlin hasta llegar a la puerta del pasajero y Lee le había seguido paso a paso—. ¿Eso también formaba parte de su fantasía?
Lee dejó de avanzar y se detuvo.
—Eso tendrás que preguntárselo a Terry. Esa parte le tocó a él.
—Eso es mentira —dijo Ig.
—Pero es que no hay ninguna verdad. Ninguna que importe, al menos —dijo Lee sacándose la mano izquierda de dentro de la camisa. Sostenía una cruz de oro que brilló al sol. Se la metió en la boca y la chupó durante un instante, después la dejó caer y dijo—: Nadie sabe lo que pasó aquella noche. Si fui yo quien le aplastó la cabeza con una roca o fue Terry, o tú... Nadie sabrá nunca lo que ocurrió realmente. No tienes ninguna prueba y yo no estoy dispuesto a hacer un trato con ninguno de los dos. Así que ¿qué es lo que quieres?
—Quiero verte morir tirado en el suelo, asustado y desvalido —dijo Ig—. Como murió Merrin.
Lee sonrió como si Ig le hubiera hecho un cumplido.
—Entonces, adelante —dijo—. Vamos, mátame.
Se abalanzó hacia Ig y éste abrió de golpe la puerta del pasajero, interponiéndola entre los dos.
La puerta golpeó a Lee con un ruido seco y algo cayó al asfalto, cataclonc. Ig vio lo que parecía una navaja multiusos con un filo de siete centímetros rodar por el suelo. Lee se tambaleó y dejó escapar un aullido exhalando con fuerza. Ig aprovechó la oportunidad para subir al coche y reptar hasta el volante. Ni siquiera se molestó en cerrar la puerta del pasajero.
—¡Eric! —gritó Lee—. ¡Eric, tiene una navaja!
Pero el Gremlin arrancó con un chirrido ronco e Ig pisó el acelerador antes incluso de estar sentado. El Gremlin salió disparado y la puerta del pasajero se cerró de golpe. Ig miró por el espejo retrovisor y vio a Eric Hannity atravesar corriendo el aparcamiento empuñando la pistola con el cañón apuntando al suelo.
Los neumáticos traseros arañaron el asfalto, haciendo saltar chispas que brillaron bajo la luz del sol como pepitas de oro. Mientras se alejaba, Ig miró de nuevo por el retrovisor y vio a Lee y a Eric de pie envueltos en una nube de polvo. Lee tenía el ojo derecho cerrado de nuevo y agitaba una mano para intentar ver. En cambio el ojo derecho, medio ciego, estaba abierto y miraba fijamente a Ig con una extraña fascinación.
E
vitó coger la autopista en el viaje de vuelta. ¿De vuelta adonde? No lo sabía. Condujo automáticamente, sin una idea consciente de hacia dónde se dirigía. No estaba seguro de lo que acababa de ocurrirle. Mejor dicho, sabía lo que le había ocurrido pero no lo que significaba. No se trataba de algo que hubiera dicho o hecho Lee; era más bien lo que no había dicho, lo que no había hecho. Los cuernos no le habían afectado. De todas las personas con las que había tenido contacto aquel día, Lee era el único que le había dicho a Ig lo que quería decirle. Su confesión había sido una decisión voluntaria, no un impulso irresistible.
Quería abandonar la carretera lo antes posible. Se preguntaba si Lee llamaría a la policía y si les diría que se había presentado en su trabajo trastornado y que le había atacado con una navaja. No, en realidad no creía que lo hiciera. Si podía evitarlo, Lee no metería a la policía en esto. De todas maneras tuvo cuidado de no rebasar el límite de velocidad y estuvo pendiente del espejo retrovisor, en busca de coches de policía.
Le habría gustado estar tranquilo, sentir que dominaba la situación y organizar su huida con la misma sangre fría que el doctor Dre —un tipo duro con nervios de acero—, pero estaba nervioso y le faltaba el aliento. Había llegado al límite del agotamiento emocional. Sus circuitos básicos estaban a punto de colapsarse. No podía seguir de aquella manera. Necesitaba hacerse con el control de lo que le estaba ocurriendo. Necesitaba una puta sierra, una sierra dentada y afilada con la que cortarse aquellos ridículos cuernos.
Ráfagas de sol golpeaban la ventanilla en una repetición hipnótica que le tranquilizaba. Sus pensamientos latían de la misma manera en su cabeza. La navaja multiusos abierta en el suelo, Vera colina abajo en su silla de ruedas, Merrin enviándole destellos con la cruz diez años atrás en la iglesia, su silueta astada en el monitor de seguridad de la oficina del congresista, la cruz dorada brillando en la luz de verano en el cuello de Lee. Y entonces dio un respingo y sus rodillas chocaron con el volante. Se le había ocurrido una idea peculiar y desagradable, una idea imposible: que Lee llevaba la cruz de Merrin, que se la había cogido al cadáver, a modo de trofeo. Claro que Merrin no la llevaba puesta la última noche que pasaron juntos. Pero era su cruz. Era una cruz normal, sin marca alguna que demostrara a quién había pertenecido, y sin embargo estaba seguro de que era la cruz que Merrin llevaba puesta el día que la vio por primera vez.
Se retorció la perilla inquieto, preguntándose si podía ser todo tan fácil, si la cruz de Merrin había desactivado —neutralizado de alguna manera— los cuernos. Las cruces servían para mantener alejados a los vampiros, ¿no? No, eso eran chorradas sin ningún sentido. Aquella mañana había entrado en la casa del Señor y tanto el padre Mould como la hermana Bennett se habían puesto automáticamente a contarle secretos y a pedirle permiso para pecar.
Pero el padre Mould y la hermana Bennett no estaban dentro de la iglesia, sino debajo de ella. El sótano no era un lugar sagrado, sino un gimnasio. ¿Acaso llevaban cruces o alguna vestimenta que les identificara como personas de fe? Recordó la cruz del padre Mould colgando del extremo de la barra de diez kilos apoyada en el banco y la garganta desnuda de la hermana Bennett.
¿Qué me dices de eso, Perrish?
No dijo nada y se limitó a conducir.
Dejó atrás un Dunkin' Donuts cerrado a su izquierda y se dio cuenta de que estaba cerca del bosque, no lejos de la carretera que llevaba a la vieja fundición. Estaba a menos de un kilómetro del lugar donde había sido asesinada Merrin, el sitio exacto donde la noche anterior había ido a maldecir, despotricar, mearse encima y después perder el sentido. Era como si todo lo ocurrido en aquel día no fuera más que un gran círculo que terminara por conducirle, inevitablemente, al punto de partida.
Aflojó la marcha y tomó el desvío. El Gremlin traqueteó por el sendero de grava de una sola dirección flanqueado por árboles. A unos quince metros de la autopista, el camino estaba bloqueado por una cadena de la que colgaba un agujereado letrero de «No pasar». Lo rodeó y después se incorporó de nuevo al camino de baches.
Pronto divisó la fundición entre los árboles. Estaba en un claro, en lo alto de una colina, y por tanto debería darle el sol, pero parecía estar en sombra. Tal vez hubiera una nube tapando el sol, pero cuando escudriñó hacia arriba por el parabrisas comprobó que el cielo de la tarde estaba totalmente despejado.
Condujo hasta el límite del prado, rodeando los restos de la fundición, y después detuvo el coche y salió, dejando el motor en marcha.
Cuando Ig era un niño la fundición siempre le había parecido un castillo en ruinas salido de un cuento de los hermanos Grimm, un lugar en el corazón del bosque adonde un príncipe malvado atraería con malas artes a un inocente para matarle, que era exactamente lo que había ocurrido en ese sitio. Fue una sorpresa descubrir, ya siendo adulto, que no estaba en el corazón del bosque, sino tal vez a unos treinta metros de la carretera. Echó a andar hacia el sitio donde habían encontrado el cuerpo de Merrin y donde sus amigos y familiares celebraron el funeral. Conocía el camino, lo había recorrido más de una vez desde su muerte. Varias serpientes le siguieron, pero fingió no reparar en ellas.
El cerezo negro estaba donde lo había dejado la noche anterior. Había arrancado las fotografías de Merrin que colgaban de las ramas y ahora yacían desperdigadas entre hierbas y matojos. La corteza pálida y cubierta de escamas dejaba ver la madera rojiza y medio podrida del tronco. Ig se abrió la bragueta y orinó sobre los matojos, sobre sus propios pies y en la cara de la figurilla de plástico de la virgen María que alguien había encajado en el hueco que formaban dos espesas raíces. Detestaba a aquella virgen con su sonrisa idiota, símbolo de una historia que no significaba nada, servidora de un Dios que no hacía bien a nadie. No tenía ninguna duda de que Merrin había invocado la ayuda de Dios mientras la violaban y mataban, si no de viva voz al menos con el corazón. La respuesta de Dios había sido que, debido a la sobrecarga de las líneas, tendría que permanecer en espera hasta morir.
Miró ahora a la figura de la virgen, después apartó la vista y la miró de nuevo. La santa madre tenía aspecto de haber sido pasto de las llamas. La mitad de su sonrisa beatífica parecía cubierta de costras negras, como una chuchería, una nube, que se hubiera tostado demasiado tiempo en un fuego de campamento. La otra mitad de la cara se había derretido como cera y esbozaba una mueca deforme. Al mirarla, Ig sintió un mareo pasajero, se tambaleó, después de pisar algo redondo y suave que rodó bajo su zapato, y...
...
por un momento era de noche y las estrellas giraban sobre su cabeza y él miraba hacia arriba por entre las ramas, apartando las hojas con suavidad y diciendo: «Te veo arriba». ¿Con quién hablaba? ¿Con Dios? Meciéndose sobre los talones en la cálida noche de verano antes de
...
... se cayó de culo, estampándose el trasero contra el suelo. Se miró a los pies y vio que había tropezado con una botella de vino, la misma que había llevado allí la noche anterior. Se agachó para cogerla, la agitó y comprobó que todavía quedaba vino. Se levantó y volvió la cabeza, con gesto desconfiado, hacia las ramas del cerezo negro. Se pasó la lengua por la cavidad pastosa y de sabor acre de la boca y después se giró y echó a andar en dirección al coche.
Por el caminó pisó una o dos serpientes, pero continuó ignorándolas. Le quitó el tapón a la botella de vino y dio un trago.
Estaba caliente después de pasar todo el día al sol, pero no le importó. Le sabía al coño de Merrin, una mezcla de aceites y cobre. También sabía a hierba, como si de alguna manera hubiera absorbido la fragancia del verano después de pasar la noche bajo un árbol.
Condujo hasta la fundición traqueteando suavemente por el prado de hierba crecida. Cuando se acercaba al edificio lo recorrió con la vista en busca de señales de vida. Cuando Ig era un niño, un día de verano, en una calurosa tarde de agosto como ésta, la mitad de los niños y niñas de Gideon estarían allí en busca de algo: un cigarrillo fumado a escondidas, un beso robado, un magreo o el dulce sabor de la mortalidad bajando por la pista Evel Knievel. Pero ahora el lugar estaba vacío y aislado bajo la última luz del día. Tal vez desde que mataron allí a Merrin a los chicos había dejado de gustarles aquel lugar. Tal vez pensaban que estaba encantado. Y quizá lo estuviera.