—Todo eso es magnífico —dijo Heathcliff—. Si alguna vez te citan como testigo, ya sabes lo que piensa Isabel, Elena. Anota lo que me dice: me conviene. No, Isabel, no… Siendo así que no estás en condiciones de cuidar de ti misma, yo, como protector tuyo según la ley, debo ser el encargado de tenerte bajo mi guardia. Y ahora, sube. Tengo que decir a Elena una cosa en secreto. Por allí no: te he dicho que arriba. ¿No ves que ese es el camino de la escalera?
La cogió de un brazo, la arrojó de la habitación, y al volver exclamó:
—No puedo ser compasivo, no puedo… Cuanto más veo retorcerse a los gusanos, más ansío aplastarlos, y cuanto más los pisoteo, más aumenta el dolor…
—Pero ¿sabe usted acaso lo que es ser compasivo? —respondí, mientras cogía precipitadamente el sombrero—. ¿Lo ha sido alguna vez en su existencia?
—No te vayas aún —dijo, al notar mis preparativos de marcha—. Escucha un momento. O te persuado a que me procures una entrevista con Catalina, o te obligo a ello. E inmediatamente. No me propongo causar daño alguno. Ni siquiera molestar a Linton. Sólo quiero que ella misma me diga cómo se encuentra y preguntarle si puedo hacer algo en su favor. Anoche pasé seis horas rondando el jardín de la «Granja» y hoy volveré, y siempre, hasta que logre entrar. Si me encuentro con Eduardo, no titubearé en golpearle hasta dejarle incapacitado de impedirme la entrada. Y si sus criados acuden, ya me desembarazaré de ellos con estas pistolas. ¿Verdad que valdrá más que no me sea necesario chocar con ellos o con tu señor? Y a ti te es tan fácil. Yo te diría cuándo me propongo ir, tú podrías facilitarme la entrada, vigilar y después verme marchar sin que tuvieses nada de que reprocharte.
Yo me negué a desempeñar tan bajo papel y le repetí su intención de volver a destruir la tranquilidad de la señora Linton.
—Cualquier cosa le causa un trastorno enorme —le aseguré—. Está hecha un verdadero manojo de nervios. No resistirá la sorpresa: estoy segura de que no… ¡Y no insista, señor, porque tendré que avisar de ello a mi amo y él tomará disposiciones para impedir lo que se propone usted!
—Y yo a mi vez tomaré disposiciones para asegurarme de ti —dijo Heathcliff—. No saldrás de «Cumbres Borrascosas» hasta mañana por la mañana. ¿Qué es eso de que Catalina no podrá resistir la sorpresa de volver a verme? Además, no me propongo sorprenderla. Tú la puedes preparar y preguntarle si me permite ir. Me has dicho que no le hablan de mí ni menciona nunca mi nombre… ¡Cómo lo va a hacer si está prohibido pronunciarlo en vuestra casa! Se imagina qué todos vosotros sois espías de su marido. Tengo la evidencia de que estáis haciéndole la vida imposible. Sólo en el hecho de que le calle, percibo una prueba de lo que siente. ¡Vaya una demostración de sosiego que es el que suele sentir angustias y preocupaciones! ¿Cómo diablos dejaría de sentirse trastornada viviendo en ese horrible aislamiento? Y, luego, ese despreciable ser que la cuida «porque es su deber…». «¡Su deber!». Antes germinaría en un tiesto una semilla de roble que él logre restablecer a su esposa con ese género de cuidados. Vaya: concluyamos. ¿Optas por quedarte aquí mientras yo me abro paso a la fuerza, entre Linton y sus criados, hasta Catalina? ¿O prefieres obrar amistosamente, como hasta ahora? Decídete pronto. Porque, si continúas encerrada en tu obstinación, no tengo un minuto que perder.
Por mucho que argumenté y me negué, acabé teniendo que ceder. Consentí en llevar a mi señora una carta de Heathcliff, y en avisarle si ella accedía a verle aprovechando la primera ocasión en que Linton estuviera fuera de casa. Yo me quedaría aparte y procuraría que la servidumbre no se diese cuenta de la visita.
Ignoro si obré bien o mal. Tal vez mal. Pero yo me proponía con ello evitar otras violencias y hasta pensé que acaso el encuentro produjese una reacción favorable en la dolencia de Catalina. Después, al recordar los reproches que el señor Linton me hiciera por contarle historias, como él decía, me tranquilicé algo más, y me prometí finalmente que aquella traición, si así podía llamarse, sería la última. Pero, con todo, volví a casa más triste de lo que había salido de ella y no muy resuelta a entregar la carta de Heathcliff a la señora Linton.
—Ya veo venir al médico. Voy a bajar y a decirle que se encuentra usted mejor, señor Lockwood. Este relato es un poco prolijo, y todavía durará otra mañana el contarlo.
«Prolijo y lúgubre —me dije mientras la buena señora bajaba a recibir al médico—. No es del estilo que yo hubiera elegido para entretenerme. En fin, ¡qué le vamos a hacer! Convertiré las amargas hierbas que me propina la señora Dean en saludables medicinas, y procuraré no dejarme fascinar por los brillantes ojos de Catalina Heathcliff. ¡Sería muy notable que se me ocurriera enamorarme de esa joven y la hija resultase una nueva edición de su madre!».
Ha pasado ya otra semana. Estoy más cerca, pues, de la salud y de la primavera. Ya he oído en todas sus partes la historia de mi vecino, de boca de la señora Dean, cuyo relato reproduciré, aunque procurando extractarlo un poco. Pero conservaré su estilo, porque encuentro que narra muy bien y no me siento lo bastante fuerte para mejorarlo.
—La tarde que fui a «Cumbres Borrascosas» —siguió ella contándome— estaba tan segura como si lo hubiera visto de que Heathcliff rondaba por los alrededores. Procuré no salir de casa, en consecuencia, ya que llevaba su carta en el bolsillo y no quería exponerme a sus reproches y amenazas por no haberla entregado. Pero yo había resuelto no dársela a Catalina hasta que el amo no estuviese fuera, pues no sabía cómo iba a reaccionar la señora. De modo que no se la entregué hasta tres días más tarde. Al cuarto, que era domingo, se la llevé a su habitación cuando todos se marcharon para ir a la iglesia. En la casa sólo habíamos quedado otro criado y yo. Era habitual dejar cerradas las puertas, pero aquel día era tan agradable, que las dejamos abiertas. Y con objeto de cumplir mi misión encargué al criado que fuese a comprar naranjas al pueblo para la señora. El criado se fue, y yo subí.
La señora Linton estaba sentada junto a la ventana abierta. Vestía de blanco y llevaba un chal sobre los hombros. Su espeso y largo cabello, cortado al comienzo de su enfermedad, reposaba en trenzas sobre sus hombros. Había cambiado mucho, como yo dije a Heathcliff, pero, no obstante, cuando estaba serena, ostentaba una especie de hermosura sobrenatural. En lugar de su antiguo fulgor, sus ojos poseían ahora una melancólica dulzura. No parecía que mirase lo que le rodeaba, sino que contemplase cosas muy lejanas, algo que no fuera ya de este mundo. Su rostro estaba aún pálido, pero no tan demacrado como antes, y el aspecto que le daba su estado mental, aunque impresionaba dolorosamente, despertaba más interés aún hacia ella en los que la veían. Creo que aquel aspecto suyo indicaba de modo claro que estaba condenada a la muerte…
En el alféizar de la ventana había un libro, y el viento agitaba sus páginas. Debió ser Linton quien lo puso allí, ya que ella no se preocupaba jamás de leer ni de hacer nada, a pesar de que él intentaba distraerla por todos los medios. Catalina se daba cuenta de ello, y lo soportaba tranquilamente cuando estaba de buen humor, aunque a veces dejaba escapar un reprimido suspiro, y otras, con besos y tristes sonrisas, le impedía continuar haciendo aquello que él pensaba que la distraía. En ocasiones parecía enojada, ocultaba la cara entre las manos, y entonces hasta empujaba a su marido para que saliese, lo que él se apresuraba a hacer, creyendo preferible en tales casos que estuviese sola.
Sonaban a lo lejos las campanas de Gimmerton y el melodioso rumor del arroyo que regaba el valle acariciaba dulcemente los oídos. Cuando los árboles estaban poblados de hojas, el rumor de la fronda agitada por el viento apagaba el del fluir del arroyo. En «Cumbres Borrascosas» se escuchaba con gran intensidad durante los días que seguían a un gran deshielo o a una temporada de lluvias. Sin duda oyendo el ruido del arroyo, Catalina debía estar pensando en «Cumbres Borrascosas», en el supuesto de que pensara y oyera algo puesto que su mirada vaga y errática parecía mostrar que estaba ausente de toda clase de cosas materiales.
—Me han dado una carta para usted —le dije, depositándola en su mano, que tenía apoyada en la rodilla—. Conviene que la lea enseguida, porque espera contestación. ¿Quiere que la abra?
—Sí —repuso Catalina sin alterar la expresión de su mirada.
La abrí. Era un mensaje brevísimo.
—Léala usted —proseguí.
Ella dejó caer el pliego. Volví a colocarlo en su regazo, y esperé, pero viendo que no prestaba atención alguna, le dije:
—¿Quiere que la lea yo? Es del señor Heathcliff.
Se sobresaltó y cruzo por sus ojos un relámpago que indicaba que luchaba para coordinar las ideas. Cogió la carta, la repasó suficientemente, y suspiró al leer la firma. Pero no se había dado cuenta de su contenido, porque al preguntarle qué contestación debía transmitir me miró con una expresión interrogativa y angustiada.
—Quiere verla —repuse, adivinando lo que quería significarme—. Está esperando en el jardín con la mayor impaciencia.
En tanto que yo hablaba, noté que el perro que estaba en el jardín se erguía, estiraba las orejas, y luego, desistiendo de ladrar y meneando la cola, daba a entender que quien se acercaba le era conocido. La señora Linton se asomó a la ventana, y escuchó conteniendo la respiración. Un minuto después sentimos pasos en el vestíbulo. La puerta abierta representaba una tentación harto fuerte para Heathcliff. Sin duda pensó que yo no había cumplido mi promesa y resolvió confiar en su propia osadía.
Catalina miraba ansiosamente hacia la entrada de la habitación. Heathcliff, al principio, no encontraba el cuarto, y la señora me hizo una señal para que fuera a recibirle, pero él apareció antes de que llegase yo a la puerta, y un momento después ambos se estrechaban en un apretado abrazo.
Durante cinco minutos él no le habló, limitándose a abrazarla y a besarla más veces que lo hubiese hecho en toda su vida. En otra ocasión, mi señora habría sido la primera en besarle. Bien eché de ver que él sentía, al verla, la misma impresión que yo, y que estaba convencido de que Catalina no recobraría más la salud.
—¡Oh, querida Catalina! ¡No podré resistirlo! —dijo, al cabo, con desesperación. Y la miró con tal intensidad, que creí que aquella mirada le haría deshacerse en lágrimas. Pero sus ojos, aunque ardían de angustia, permanecían secos.
—Me habéis desgarrado el corazón entre tú y Eduardo, Heathcliff —dijo Catalina, mirándole ceñuda—. Y ahora os lamentáis como si fuerais vosotros los dignos de lástima. No te compadezco. Has conseguido tu objeto: me has matado. Tú eres muy fuerte. ¿Cuántos años piensas vivir después de que yo me muera?
Heathcliff había puesto una rodilla en tierra para abrazarla. Fue a levantarse, pero ella le sujetó por el cabello y le forzó a permanecer en aquella postura.
—Quisiera tenerte así —dijo— hasta que ambos muriéramos. No me importa nada que sufras. ¿Por qué no has de sufrir? ¿Serás capaz de ser feliz después de que yo haya sido enterrada? Dentro de veinte años dirás quizá: «Aquí está la tumba de Catalina Earnshaw. Mucho la he amado, pero la perdí, y ya ha pasado todo. Luego he amado a otras muchas. Quiero más a mis hijos que lo que la quise a ella, y me apenará más morir y dejarles que me alegrará el ir a reunirme con la mujer que quise.» ¿Verdad que dirás eso, Heathcliff?
—No me atormentes, Catalina, que me siento tan loco como tú —gritó él. Había desprendido la cabeza de las manos de su amiga y le rechinaban los dientes.
La escena que ambos presentaban era singular y terrible. Catalina podía, en verdad, considerar que el cielo sería un destierro para ella, a no ser que su mal carácter quedara sepultado con su carne perecedera. En sus pálidas mejillas, sus labios exangües y sus brillantes ojos se pintaba una expresión rencorosa. Apretaba entre sus crispados dedos un mechón del cabello de Heathcliff, que había arrancado al aferrarle. Él, por su parte, la había cogido ahora por el brazo, y de tal manera la oprimía, que, cuando la soltó, distinguí cuatro huellas amoratadas en los brazos de Catalina.
—Sin duda te hallas poseída del demonio —dijo él con ferocidad— al hablarme de esa manera cuando te estás muriendo. ¿No comprendes que tus palabras se grabarán en mi memoria como un hierro ardiendo, y que seguiré acordándome de ellas cuando tú ya no existas? Te consta que mientes al decir que yo te he matado, y te consta también que tanto podré olvidarte como olvidar mi propia existencia. ¿No basta a tu diabólico egoísmo el pensar que, cuando tú descanses en paz, yo me retorceré entre todas las torturas del averno?
—Es que no descansaré en paz —dijo lastimeramente Catalina.
Y cayó otra vez en un estado de abatimiento. Se sentía latir su corazón con tumultuosa irregularidad. Cuando pudo dominar el frenesí que la embargaba, dijo mas suavemente:
—No te deseo, Heathcliff, penas más grandes que las que he padecido yo. Sólo quisiera que nunca nos separáramos. Si una sola palabra mía te doliera, piensa que yo sentiré cuando esté bajo tierra tu mismo dolor. ¡Perdóname: ven! Arrodíllate. Nunca me has hecho daño alguno. Si estás ofendido, ello me dolerá a mí más que a ti mis palabras duras. ¡Ven! ¿No quieres?
Heathcliff se recostó en el respaldo de la silla de Catalina y volvió el rostro. Ella se ladeó para poder verle, pero él, para impedirlo, se volvió de espaldas, se acercó a la chimenea y permaneció callado.
La señora Linton le siguió con los ojos. Encontrados sentimientos nacían en su alma. Al fin, tras una prolongada pausa, exclamó, dirigiéndose a mí:
—¿Ves, Elena? No es capaz de ceder un solo instante, ni aun tratándose de retardar el momento de mi muerte. ¡Qué modo de amarme! Me da igual… Pero éste no es mi Heathcliff. Yo seguiré amándole como si lo fuera, y será esa imagen la que llevaré conmigo, ya que ella es la que habita en mi alma. Esta prisión en que me hallo es lo que me fatiga —añadió—. Estoy harta de este encierro. Ansío volar al mundo esplendoroso que hay más allá de él. Lo vislumbro entre lágrimas y sufrimientos, y sin embargo, Elena, me parece tan glorioso, que siento pena de ti, que te consideras satisfecha de estar fuerte y sana… Dentro de poco me habré remontado sobre todos vosotros. ¡Y pienso que él no estará conmigo entonces! —continuó como si hablase consigo misma—. Yo creía que él quería estar también conmigo en el más allá. Heathcliff, querido mío, no quiero que te enfades… ¡Ven a mi lado, Heathcliff!