Después habla del potro y del
pediwinkus
, de la guillotina, de la
veglia
y del calabozo:
En cualquier caso, habrá muchísimo griterío,
Pero sólo el calabozo te permitirá pensar mientras te mueres.
Y así era en aquel pétreo seno, de Mona y mío. Al menos podíamos pensar. Y algo en lo que pensé fue que el bienestar que ofrecía la mazmorra no mitigaba en ningún modo el hecho básico del olvido.
Durante nuestro primer día bajo tierra, los tornados golpearon la trampilla un montón de veces por hora, y cada vez, la presión bajaba súbitamente en nuestro agujero, nuestros oídos reventaban y nuestras cabezas resonaban.
En cuanto a la radio, no había más que interferencias, crujidos y efervescencias, y de un extremo a otro de la banda de onda corta no se oía ni una palabra, ni un bip telegráfico. Si aún había vida en alguna parte, esta no emitía.
Y hasta la fecha tampoco emite.
Mi suposición fue la siguiente: los tornados, al sembrar la venenosa escarcha blanca azulada del
hielo-nueve
por todos lados, habían hecho añicos cualquier cosa o persona sobre la tierra, y si aún quedaba algo con vida, ese algo perecería pronto de sed, hambre, rabia o apatía.
Me concentré en
Los libros de Bokonon
. Estaba aún tan poco familiarizado con ellos que pensé que contendrían en algún lugar consuelo espiritual. Pasé por alto rápidamente la advertencia que aparecía en la primera página de
El primer libro
:
«¡No seas loco! ¡Cierra este libro inmediatamente! ¡No hay más que
foma
!»
Foma
, por supuesto, son mentiras.
Y entonces leí lo siguiente:
«Al principio, Dios creó la tierra y, en Su cósmica soledad, se quedó observándola.
»Y Dios dijo: “Hágase la vida a partir del barro, para que el barro pueda ver lo que Hemos hecho.” Y Dios creó a todos los seres vivos que ahora se mueven, y uno de ellos fue el hombre. El barro habló como sólo puede hablar el hombre. Y Dios se acercó a medida que el barro en forma de hombre se erguía, miraba a su alrededor y hablaba. El hombre parpadeó.
»“¿Cuál es el objetivo de todo esto?” —preguntó educadamente.
»“¿Acaso tiene que haber un objetivo para cada cosa?”, preguntó Dios.
»“Por supuesto”, dijo el hombre.
»“Entonces te dejo que el objetivo de todo esto lo pienses tú”, dijo Dios, y se marchó.»
Pensé que aquello no eran más que tonterías.
«¡Claro que son tonterías!», dice Bokonon.
Y entonces me concentré en mi celestial Mona, en busca de secretos reconfortantes e inmensamente más profundos.
Mientras la contemplaba ensimismado a través del espacio que separaba nuestras camas, fui capaz de imaginar que tras sus maravillosos ojos yacían ocultos misterios tan antiguos como Eva.
No entraré en el sórdido episodio sexual que vino a continuación. Basta con decir que me sentí repugnante y repudiado.
A la chica no le interesaba la reproducción, más bien odiaba la idea. Antes de que acabara la contienda, Mona me reconoció, y yo mismo me reconocí, el mérito de haber inventado toda aquella extraña empresa sudorífica y gruñona, mediante la cual se creaban nuevos seres humanos.
Al volver a mi cama, con los dientes que me rechinaban, pensé que Mona, honestamente, no tenía ni idea de lo que era hacer el amor. Pero entonces me dijo dulcemente:
—Sería muy lamentable tener un niño ahora. ¿No estás de acuerdo?
—Sí —corroboré lóbregamente.
—Bueno, pues así es como se hace a los niños, por si no lo sabías.
«Hoy seré el ministro de Educación búlgaro —nos dice Bokonon—, mañana seré Elena de Troya.» Su mensaje está claro como el agua. Cada uno de nosotros tiene que ser lo que uno o una es, y eso fue, sobre todo, lo que pensaba en las profundidades del calabozo con la ayuda de
Los libros de Bokonon
.
Bokonon me invitaba a cantar con él:
Lo que hacemos es tan malo, malo,
Somos malos como el barro, barro,
Y de mal que lo hacemos, vemos,
Que estallamos, estallamos.
Me inventé una musiquita que le pegase y la silbé muy bajito mientras pedaleaba en la bicicleta que movía el ventilador que nos daba aire, nuestro querido aire.
—El hombre aspira oxígeno y expira dióxido de carbono —le grité a Mora.
—¿Qué?
—Es la ciencia.
—Ah.
—Uno de los secretos de la vida que el hombre tardó mucho en aprender, fue que los animales respiran lo que otros animales exhalan, y viceversa.
—No lo sabía.
—Ahora ya lo sabes.
—Gracias.
—De nada.
Una vez hube pedaleado bien la atmósfera, hasta darle dulzor y frescura, me bajé de la bicicleta y subí por los peldaños de hierro para ver qué tal estaba el tiempo fuera. Esto lo hacía varias veces al día, y aquel día, el cuarto, levanté la trampilla y por el estrecho semicírculo percibí que el tiempo se había estabilizado un poco.
Se trataba de una estabilidad salvajemente dinámica, ya que los tornados seguían siendo igual de numerosos, pero sus fauces ya no glugluteaban ni rechinaban contra la tierra. Las fauces, procedentes de todas direcciones, se habían retirado hasta una altitud de casi un kilómetro, y la altitud variaba tan poco, que era posible que San Lorenzo estuviese protegido por una lámina de cristal a prueba de tornados.
Dejamos pasar tres días más para asegurarnos de que los tornados se habían vuelto tan verdaderamente reservados como parecían, y a los tres días, llenamos las cantimploras con el agua del depósito y salimos a la superficie.
Había un aire seco, caliente y mortalmente en calma.
Una vez oí decir que en la zona templada, las estaciones debían ser seis y no cuatro: verano, otoño, clausura, invierno, apertura y primavera. Me acordé de esto cuando me erguí junto a la trampilla, miré hacia fuera, escuché y husmeé.
No había olores. No había movimiento. Cada uno de mis pasos producía un crujido pedregoso en la escarcha blanca azulada. Y cada crujido, un fuerte eco. La clausura había pasado. La tierra estaba clausurada a cal y canto.
Estábamos en invierno, por siempre jamás.
Ayudé a mi Mona a salir del agujero. Le advertí que mantuviera sus manos apartadas de la escarcha blanca azulada, y que las mantuviera también apartadas de la boca.
—La muerte nunca lo ha tenido más fácil —le dije—. Con tocar el suelo y tocarte los labios, estás perdida.
Meneó la cabeza y suspiró.
—Una mala madre.
—¿Cómo?
—La Madre Tierra, ha dejado de ser una buena madre.
—¿Hay alguien? ¿Hay alguien ahí? —grité entre las ruinas del palacio. Los terribles vientos habían arrancado los cañones de aquella masa imponente de piedra. Mona y yo empezamos a buscar, con poco entusiasmo, supervivientes, y digo con poco entusiasmo porque no percibíamos ninguna señal de vida. Ni siquiera un roedor con el hocico arrugado había sobrevivido.
La única creación humana intacta era el arco de las puertas del palacio. Mona y yo nos acercamos al arco, y escrito en la base con pintura blanca había un «Calipso» bokononista. Las letras eran claras. El escrito era reciente, lo cual probaba que alguien más había sobrevivido al vendaval.
El «Calipso» decía:
Uno de estos días, tendrá que acabarse este loco mundo,
Y Dios se llevará consigo las cosas que nos prestó,
Y si, ese triste día, queréis reprender a nuestro Dios,
Adelante, reprendedle: se reirá y bajará la cabeza.
Me acordé de un anuncio de una colección de libros infantiles llamada
El libro del saber
. En el anuncio se veía un niño y una niña confiados, con la mirada levantada hacia su padre. «Papi —preguntaba uno—, ¿por qué el cielo es azul?» La respuesta, posiblemente, habrá que buscarla en
El libro del saber
.
Si mi padre hubiese estado a mi lado, mientras Mona y yo bajábamos por la carretera del palacio, habría tenido un montón de preguntas que hacerle, cogido a su mano: «Papi, ¿por qué están rotos todos los árboles? Papi, ¿por qué están muertos todos los pájaros? Papi, ¿por qué está el cielo tan enfermo y agusanado? Papi, ¿por qué está el mar tan duro y calmado?»
Pero se me ocurrió que yo estaba mejor cualificado para responder a esas difíciles preguntas que cualquier otro ser humano, dado que no había ningún otro ser humano con vida. Y por si a alguien le interesa, sabía muy bien qué es lo que había salido mal, dónde y cómo.
¿Y qué?
Me preguntaba dónde podían estar los muertos. Mona y yo nos alejamos casi dos kilómetros de nuestro calabozo, y no vimos a un solo ser humano muerto.
Por los vivos no sentía tanta curiosidad, probablemente porque tenía la certeza de que primero tendría que contemplar a un montón de muertos. No vi ninguna columna de humo que pudiese venir de alguna hoguera, aunque habría sido difícil ver una, con aquel horizonte lleno de gusanos.
Hubo algo que me llamó la atención: un círculo color púrpura rodeaba el extraño taco de piedra que constituía el pico de la giba del monte McCabe. El círculo parecía estar llamándome y tuve la estúpida y cinemática inclinación de escalar el pico con Mona. Pero, ¿qué querría decir aquello?
Nos adentramos en los pliegues que hay al pie del monte McCabe, y Mona, como a la ventura, se apartó de mí, se apartó de la carretera y subió por uno de los pliegues. La seguí.
Me reuní con ella en lo alto de la cresta. La vi absorta, con la mirada puesta en una inmensa hondonada. No la vi llorar.
Pero bien pudo haber llorado.
En la hondonada había miles y miles de muertos. La escarcha blanca azulada del
hielo-nueve
aparecía en los labios de cada uno de los cuerpos.
Dado que los cadáveres no estaban desparramados ni revueltos, era evidente que se habían reunido allí al cesar el espantoso vendaval. Y dado que cada uno de los cadáveres tenía los dedos, ya dentro, ya cerca de la boca, comprendí que todos ellos se habían dirigido a aquel melancólico lugar y se habían envenenado con
hielo-nueve
.
Había hombres, mujeres, y también niños, muchos en pose de
boko-maru
. Todos estaban de cara al centro de la hondonada, como si fuesen espectadores de un anfiteatro.
Mona y yo dirigimos nuestras miradas al foco de atención de todos aquellos ojos cubiertos de escarcha, y dirigimos nuestra mirada al centro de la hondonada. Allí había un claro circular, un lugar en el que probablemente había estado un orador.
Mona y yo nos acercamos cautelosamente al claro, sorteando las mortuorias estatuas. Dentro del claro vimos una piedra, y bajo la piedra encontramos una nota escrita a lápiz que decía:
A quien pueda interesarle: Estas personas que tienen a su alrededor son casi todos los que en San Lorenzo sobrevivieron al vendaval que siguió a la congelación del mar. Estas personas capturaron al falso santo de nombre Bokonon. Lo trajeron hasta aquí. Lo colocaron en el centro y le ordenaron que les dijese exactamente qué es lo que Dios Todopoderoso estaba tramando y qué debían hacer ellos. El charlatán les dijo que con toda seguridad Dios intentaba matarles, posiblemente porque ya no quería saber nada de ellos, y que por lo tanto debían adoptar una actitud correcta para morir, lo cual, como queda a la vista, han hecho.
La nota estaba firmada por Bokonon.
—¡Qué cínico! —grité asombrado. Aparté la mirada de la nota y contemplé aquella hondonada llena de muertos que nos rodeaba—. ¿Estará
él
aquí, en alguna parte?
—Yo no le veo —dijo Mona con dulzura. Mona no estaba ni deprimida ni enfadada. En realidad, parecía estar a punto de reírse—. Bokonon decía siempre que él nunca seguía sus propios consejos, porque sabía que carecían de valor.
—¡
Más
le valdría estar aquí! —dije con amargura— ¡Piensa en el descaro que hay que tener para aconsejarle a toda esta gente que se mate!
Entonces Mona se rio. Nunca la había oído reírse. Tenía una risa sorprendentemente profunda y áspera.
—¿Te parece
divertido
?
Levantó los brazos perezosamente.
—Es todo muy sencillo, eso es todo. Resuelve tantas cosas para tanta gente, y tan fácilmente...
Y todavía riéndose, subió tranquilamente entre los millares de petrificados. Más o menos a la mitad de la pendiente, se detuvo y se puso de cara a mí. Me dijo gritando:
—De ser posible, ¿te gustaría que alguna de estas personas volviese a vivir? Contesta rápidamente. —Y al cabo de medio minuto me dijo en broma—: No has sido muy rápido en responder.
Y todavía riéndose un poco, tocó el suelo con sus dedos, se irguió, se pasó los dedos por los labios y murió.
¿Lloré? Ellos dicen que sí. H. Lowe Crosby y su Hazel, junto al pequeño Newt, me encontraron por casualidad al caerme en la carretera. Ellos iban en el taxi de Bolívar, que se había librado de la tormenta. Me dijeron que estaba llorando. Hazel también lloró, lloró de alegría al ver que estaba vivo.
Me persuadieron para que entrara en el taxi.
Hazel me rodeó con su brazo.
—Ahora estás con tu mami. No te preocupes por nada.
Dejé mi mente en blanco. Cerré los ojos y con un profundo y estúpido alivio me recliné sobre aquella tontiloca carnosa y húmeda.
Me condujeron hasta los restos de la casa de Felix Hoenikker, en lo alto de la cascada. De la casa quedaba el sótano de debajo de la cascada, que ahora se había convertido en algo así como un iglú bajo una cúpula translúcida, de color blanco azulado, de
hielo-nueve
.
La familia estaba formada por Frank, el pequeño Newt y los Crosby. Ellos habían sobrevivido en una mazmorra del palacio, una mazmorra mucho menos profunda y más desagradable que el calabozo. Habían salido de allí en cuanto el vendaval había amainado, mientras que Mona y yo permanecimos bajo tierra otros tres días.
Dio la casualidad de que encontraron el milagroso taxi esperándoles en el arco de las puertas del palacio, así como un bote de pintura blanca. En las puertas delanteras del coche pintaron unas estrellas blancas, y en el tejado las siglas de un
granfalloon
: U.S.A.