—Y dejasteis la pintura bajo el arco —dije.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Crosby.
—Alguien pasó por allí y escribió un poema.
En ese momento no pregunté cómo habían fallecido Angela Hoenikker Conners, y Philip y Julian Castle, ya que habría tenido que hablar de Mona y todavía no me sentía preparado para tal cosa.
Y sobre todo no quería hablar de la muerte de Mona, porque mientras viajábamos en el taxi, los Crosby y el pequeño Newt parecían estar inoportunamente alegres.
Hazel me dio una pista del motivo de su alegría.
—Espere y verá cómo vivimos. Tenemos todo tipo de manjares para comer. Si queremos agua, hacemos una hoguera y derretimos un poco de hielo. Los Robinsones suizos, ese es el nombre que nos hemos puesto.
Transcurrieron seis curiosos meses, los seis meses en los que escribí este libro. Hazel no se equivocaba en llamar a nuestra pequeña comunidad los Robinsones suizos, ya que habíamos sobrevivido a una tormenta, nos encontrábamos aislados, y en realidad la vida se había vuelto muy fácil. A aquello no le faltaba un cierto encanto a lo Walt Disney.
Bien es verdad que ni plantas ni animales sobrevivieron. Pero el
hielo-nueve
conservaba los cerdos, las vacas, los cervatillos, hileras de pájaros y bayas, hasta que nos decidíamos a deshelarlos y cocinarlos. Y lo que es más, aún había montones de productos enlatados que conseguiríamos cuando rebuscásemos en las ruinas de Bolívar. Por lo visto, éramos los únicos sobrevivientes que quedábamos en San Lorenzo.
La comida no era ningún problema, y tampoco lo era la ropa o el techo, ya que el clima era invariablemente seco, muerto y cálido. Teníamos una salud monótamente buena. Al parecer, también los gérmenes estaban muertos o adormecidos.
Nos habíamos instalado tan satisfactoriamente, tan complacientemente, que nadie se maravilló o protestó cuando Hazel dijo:
—Todo esto tiene una ventaja, que no hay mosquitos.
Hazel estaba sentada en un taburete de tres patas, en el claro donde antes había estado la casa de Frank. Estaba cosiendo unas tiras de tela roja, blanca y azul. Al igual que Betsy Ross, estaba haciendo una bandera americana. Nadie fue lo bastante descortés como para decirle que el rojo era en realidad un color melocotón, que el azul era casi un verde Kelly, y que las cincuenta estrellas que había recortado eran en realidad estrellas de David de seis puntas, y no estrellas americanas de cinco puntas.
Su marido, que siempre había sido muy buen cocinero, preparaba cuidadosamente un estofado en una olla de hierro puesta encima de un hogar de leña que había cerca. Era el que cocinaba siempre. Le encantaba cocinar.
—Qué buen aspecto. Qué bien huele —comenté.
Me guiñó un ojo.
—No se meta con el cocinero. Lo hace lo mejor que puede.
Como fondo de esta pequeña conversación se oían los da-da-das y los di-di-dis de un transmisor automático de SOS hecho por Frank. Pedía ayuda día y noche.
—Sálvennoooos —entonaba Hazel, acompañando al transmisor mientras cosía—. Sálvennoooos.
—¿Qué tal va la novela? —me preguntó Hazel.
—Bien, mami, bastante bien.
—¿Cuándo va a leernos un poco?
—Cuando esté terminada, mami, cuando esté terminada.
—Muchos escritores famosos han sido
hoosiers
.
—Ya lo sé.
—Usted será uno más en una larga, larga lista. —Se rio ilusionada— ¿Es un libro divertido?
—Eso espero, mami.
—Me gusta mucho reírme.
—Sé que le gusta.
—Aquí, cada uno es especialista en algo, tiene algo que ofrecer a los demás. Usted escribe libros que nos hacen reír, y Frank se ocupa de las cosas científicas y el pequeño Newt pinta cuadros para todos nosotros, yo coso y Lowie cocina.
—
Muchas manos aligeran el trabajo
. Es un viejo proverbio chino.
—Fueron muy listos, estos chinos.
—Sí, conservemos vivo su recuerdo.
—Ojalá los hubiese estudiado mejor.
—Bueno, era algo difícil. Incluso en condiciones óptimas.
—Ojalá hubiese estudiado mejor todo.
—Todos nos arrepentimos de algo, mami.
—Agua pasada no mueve molino.
—Como dice el poeta, mami, «
De todas las palabras de los ratones y los hombres, las más tristes son “podía haber sido”
».
—Qué hermoso y qué verdadero.
Odiaba ver que Hazel estaba terminando la bandera, porque me había liado en sus embrollados planes, y se pensaba que yo estaba de acuerdo en plantar aquella cosa absurda en el pico del monte McCabe.
—Si Lowe y yo fuésemos más jóvenes, lo haríamos nosotros mismos. Ahora lo único que podemos hacer es darle la bandera y desearle nuestros mejores deseos.
—Mami, me pregunto si realmente es un buen sitio para la bandera.
—¿Y qué otro sitio
hay
?
—Ya lo pensaré. —Pedí disculpas y bajé a la caverna para ver qué estaba tramando Frank.
No estaba tramando nada nuevo. Estaba observando un criadero de hormigas que había construido. Había desenterrado algunas hormigas que habían sobrevivido en el mundo tridimensional de las ruinas de Bolívar, y había reducido las dimensiones a dos haciendo un emparedado de hormigas y polvo entre dos láminas de cristal. Las hormigas no podían hacer nada sin que Frank las descubriera e hiciese un comentario de sus conductas.
En breve plazo de tiempo, el experimento había resuelto el misterio de cómo pueden sobrevivir las hormigas en un mundo sin agua. Que yo sepa, eran los únicos insectos sobrevivientes, y lo habían conseguido formando con sus cuerpos sólidos, bolas en torno a granos de
hielo-nueve
. Generaban así el suficiente calor en el centro para matar la mitad de entre ellas y obtener una gota de rocío. El rocío era bebible y los cadáveres comestibles.
—Comamos, bebamos, gocemos, que mañana moriremos, —le dije a Frank y a sus minúsculas caníbales.
Su respuesta era siempre la misma: Una desabrida conferencia sobre todo lo que la gente debería aprender de las hormigas.
Mis respuestas también eran ya todo un ritual:
—La naturaleza es algo maravilloso, Frank. La naturaleza es algo maravilloso.
—¿Sabes por qué les va tan bien a las hormigas? —me preguntó por milésima vez—. Co-o-laboran.
—Es una palabra endiabladamente buena, co-o-laboración.
—¿Quién les
enseñó
a hacer agua?
—¿Quién
me
enseñó a hacer agua?
—Esa es una respuesta estúpida y lo sabes.
—Perdón.
—Hubo una época en que me tomaba en serio las respuestas estúpidas de la gente. Pero eso ya lo he superado.
—Todo un hito.
—He crecido un montón.
—En cierta medida a expensas de la gente. —Podía decirle cosas semejantes a Frank con la certeza absoluta de que no las oía.
—Hubo una época en que la gente podía mofarse de mí sin gran dificultad porque no tenía confianza en mí mismo.
—El mero descenso de los habitantes del planeta será un gran avance para el alivio de tus problemas sociales —le insinué. Pero de nuevo, volví a hacerle la insinuación a un sordo.
—Pero
dime
,
dime
quién les dijo a estas hormigas cómo hacer agua —volvió a desafiarme.
Varias veces le ofrecí la explicación obvia de que Dios les había enseñado. Y sabía, por una pasada experiencia propia, que ni iba a rechazar ni aceptar tal teoría. Simplemente se volvía cada vez más loco, haciéndome la pregunta una y otra vez.
Me alejé de Frank, tal y como me aconsejaron que hiciera
Los libros de Bokonon
. «Cuídate del hombre que se esfuerza mucho por aprender algo, lo aprende y no se siente más sabio que antes —nos dice Bokonon—, es alguien lleno de remordimientos asesinos contra la gente que es ignorante sin haber elegido el camino más difícil para serlo.»
Me fui a buscar a nuestro pintor, el pequeño Newt.
Cuando encontré al pequeño Newt pintando un desolado paisaje a unos doscientos metros de la caverna, me preguntó si podía llevarle a Bolívar para proveerse de pinturas. Él no podía conducir, no llegaba a los pedales.
De modo que salimos de allí y, durante el camino, le pregunté si aún le quedaba apetito sexual. Yo me lamenté de no tener ninguno, tampoco en sueños, nada.
—Antes soñaba con mujeres de seis, nueve, doce metros de estatura —me dijo—. Pero ahora, ¡por Dios!, ni siquiera me acuerdo de cómo era mi enanita ucraniana.
Recordé una cosa que había leído acerca de los tasmanios aborígenes, personas que iban normalmente desnudas y que, cuando el hombre blanco topó con ellos en el siglo diecinueve, desconocían la agricultura, la cría de animales, cualquier tipo de arquitectura y es posible que hasta el fuego. A los ojos del hombre blanco resultaban tan despreciables, a causa de su ignorancia, que los primeros colonos, que fueron presidiarios ingleses, practicaron con ellos el deporte de la caza, y los aborígenes, viéndole un quehacer tan poco atractivo a la vida, dejaron de reproducirse.
Le insinué a Newt que lo que nos acobardaba en aquellos momentos era una falta de esperanza similar.
Newt hizo una observación muy perspicaz.
—Creo que toda la excitación en la cama tenía más que ver con la excitación de mantener la raza humana de lo que nos pensábamos.
—Por supuesto, si tuviésemos entre nosotros a una mujer en edad de parir, la situación cambiaría radicalmente. La pobre Hazel está a años luz de poder tener aunque fuese un mongólico.
Newt confesó saber no poco acerca de los mongólicos. En una ocasión había asistido a una escuela para niños grotescos y varios de sus compañeros habían sido mongoloides.
—El que mejor escribía en nuestra clase era una mongoloide llamada Myrna. Me refiero a la caligrafía, no a lo que en realidad escribía. Dios mío, hacía años que no había pensado en ella.
—¿Era una buena escuela?
—Lo único que recuerdo es lo que el profesor solía decirnos todo el tiempo. Se desgañitaba siempre por los altavoces riñéndonos por alguna travesura que hubiésemos hecho, y siempre empezaba del mismo modo: «Ya estoy cansado y harto...»
—Esa frase se acerca mucho a la descripción de cómo me siento casi todo el tiempo.
—Quizá sea así como se supone que debe sentirse.
—Habla usted como un bokononista, Newt.
—¿Y por qué no iba a hacerlo? Que yo sepa, el bokononismo es la única religión que hace alguna alusión a los enanos.
Cuando no había estado escribiendo, había estado enfrascado en la lectura de
Los libros de Bokonon
, pero la cita de los enanos se me había escapado. Le agradecí a Newt que me llamara la atención al respecto, pues la cita encerraba, en un pareado, la cruel paradoja del pensamiento de Bokonon: La desgarradora necesidad de mentir acerca de la realidad, y la desgarradora imposibilidad de mentir acerca de esa misma realidad:
Enanito, enanito, con qué guiños y contoneos se pasea,
Pues sabe que la altura de un hombre la dan sus esperanzas e ideas.
—¡Qué religión tan
deprimente
! —Exclame. Desvié nuestra conversación por el tema de las utopías, lo que podía haber sido, lo que debería haber sido, lo que aún podría ser, si el mundo se derritiera.
Pero Bokonon también había tratado el asunto, había escrito todo un libro acerca de las utopías,
El séptimo libro
, al que llamó «La república de Bokonon». En el libro encontramos estos desagradables aforismos:
La mano que abastece a las farmacias gobierna el mundo.
Iniciemos nuestra república con una cadena de farmacias, una cadena de ultramarinos, una cadena de cámaras de gas y un juego nacional. Después, ya podremos redactar nuestra constitución.
Vaya un negro bastardo, pensé de Bokonon, y volví a cambiar de tema. Hablé de las heroicidades individuales y significativas. Alabé ante todo el modo en que Julian Castle y su hijo habían elegido morir. Mientras aún soplaban violentamente los tornados, habían dejado a pie el Hogar de Esperanza y Misericordia en la Jungla, para ofrecer cualquier esperanza y misericordia que estuviese en sus manos. Encontré asimismo grandioso el modo en que la pobre Angela había muerto. Había recogido un clarinete de entre las ruinas de Bolívar y había empezado a tocarlo inmediatamente, sin preocuparse de que la boquilla pudiese estar contaminada de
hielo-nueve
.
—Dulces flautas, seguid tocando —susurré con voz ronca.
—Bueno, quizá también usted encuentre algún modo elegante de morir —dijo Newt.
Era muy bokononista decir aquello.
Revelé mi sueño de escalar el monte McCabe y plantar en la cumbre algún símbolo grandioso. Levanté las manos del volante para mostrarle a Newt lo vacías que estaban de símbolos.
—Pero ¿qué diablos podrá
ser
el símbolo correcto, Newt? ¿Qué diablos podrá
ser
? —Volví a agarrar el volante—. Aquí tenemos el fin del mundo, y aquí estoy yo, casi el último hombre, y ahí está esa montaña, la cima más alta a la vista. Ya sé cual ha sido la función de mi
karass
, Newt. Mi
karass
ha estado trabajando día y noche para llevarme ante esa montaña. —Sacudí la cabeza y estuve a punto de llorar—. Pero, por el amor de Dios, ¿qué se supone que debe haber en mis manos?
Al hacer esta pregunta, miré por la ventanilla del coche sin fijarme, y tan sin fijarme miré, que avancé más de un kilómetro sin darme cuenta de que mis ojos se habían clavado en los de un anciano negro, un hombre vivo y de color, que estaba sentado a un lado de la carretera.
Inmediatamente aminoré la velocidad, frené y me tapé los ojos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Newt.
—Ahí atrás he visto a Bokonon.
Estaba sentado sobre una roca. Los pies descalzos. Sus pies cubiertos por la escarcha del
hielo-nueve
. La única prenda que llevaba era una colcha blanca con unos copetes azules. Los copetes decían Casa Mona. No se percató de nuestra llegada. En una mano sostenía un lápiz, en la otra un papel.
—¿Bokonon?
—¿Sí?
—¿Se puede saber en qué piensa?
—Estoy pensando, joven, en la frase final de
Los libros de Bokonon
. El momento de la frase final ha llegado.