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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Danza de espejos (46 page)

BOOK: Danza de espejos
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—La condesa está de acuerdo con lo que te digo. Quiere verte.

—¿Ahora?

—Me ha mandado a buscarte. Pero yo quería hablarte primero, antes de que perdiera la oportunidad de hacerlo. O el coraje.

—De acuerdo. Deja que me reponga un poco. —Mark se sintió intensamente agradecido a quien fuera por no haber servido vino esa noche. Fue al baño, se lavó la cara con agua fría, se tragó un par de pastillas analgésicas y se peinó. Se puso un chaleco de estilo campestre sobre la camisa oscura y siguió a Bothari-Jesek por el vestíbulo.

Ella lo llevó al estudio personal de la condesa, una cámara serena y austera que daba sobre el jardín de atrás, encima de su dormitorio. El dormitorio de ella y de su marido. Mark echó una mirada al interior oscuro, bajó un escalón y atravesó una arcada. La ausencia del conde casi resultaba palpable.

La condesa estaba sentada en su comuconsola: no un modelo del gobierno con seguridad especial, sino uno comercial, aunque muy caro. Flores talladas en madera oscura rodeaban el monitor de vídeo, que facilitaba la imagen de un hombre muy preocupado. La condesa estaba diciendo en voz severa:

—Bueno, entonces averigüe cuál es el plan. Sí, esta noche, ahora mismo. Y después comuníquemelo. Gracias.

—¿Estás buscando un pasaje a Jackson's Whole? —preguntó él, temblando, esperando contra toda esperanza.

—No.

—Ah. —Claro que no. ¿Cómo iba a dejarlo ir? Era un bobo. Era una estupidez suponer que…

—Estoy intentado conseguirte una nave. Si te vas, vas a necesitar más independencia de la que te puedes permitir en un transporte comercial.


¿Comprar una nave?
—dijo él, atónito. Y él que había pensado que lo de la fábrica era una broma… —¿No es caro eso?

—Alquilar, si puedo. Comprar, si no me queda más remedio. Parece que hay tres o cuatro posibilidades, en Barrayar o la órbita de Komarr.

—Pero ¿cómo? —No, no creía que los Vorkosigan pudieran comprar una nave con dinero en metálico, ni siquiera ellos podían ser tan ricos.

—Puedo hipotecar algo —dijo la condesa, vagamente, mirando a su alrededor.

—Desde que llegaron los sintéticos, no se puede usar las joyas de familia… —Él seguía la mirada de ella—. ¡La Casa Vorkosigan no!

—No, está bajo vinculación. Lo mismo pasa con la Residencia de Distrito en Hassadar. Puedo hipotecar Vorkosigan Surleau bajo mi palabra, eso sí…

El corazón del reino, oh, qué mierda…

—Todas esas casas y sus historias me parecen muy bien —se quejó ella, levantando las cejas al ver la expresión de desmayo en los ojos de Mark—, pero un maldito museo no es un gran negocio. Y además, las finanzas son problema mío. Tú tendrás los tuyos.

—¿Una tripulación? —fue lo primero que le saltó a la cabeza y le salió por la boca.

—Un piloto de salto y un ingeniero irán con la nave, como mínimo. Y para el resto, ahí están todos esos Dendarii aburridos en la órbita de Komarr. Me imagino que puedes encontrar uno o dos voluntarios entre ellos. Es obvio que no pueden volver a llevar el
Ariel
a espacio jacksoniano.

—Quinnie tiene los dedos llenos de sangre de tanto arañar las puertas —dijo Bothari-Jesek—. Ni siquiera Illyan puede retenerla mucho más si SegImp no encuentra pronto una grieta.

—Si no fuera por Aral, iría yo misma —dijo la condesa—. Y os aseguro que no dejaría que Illyan me detuviera. Tú eres mi enviado. Yo me encargo de SegImp.

Mark estaba convencido de que ella era capaz de eso. Y sin esforzarse demasiado.

—Los Dendarii en los que estoy pensando se hallan muy motivados, pero… presiento problemas. No van a obedecerme. ¿Quién va a comandar esta pequeña expedición?

—Recuerda la regla de oro, muchacho: el que tiene el oro, pone las reglas. La nave será tuya. La elección de acompañantes, tuya. Si quieren que los lleves, tienen que cooperar.

—Eso duraría hasta después del primer salto. Apenas saltáramos, Quinn me encerraría en un armario.

La condesa no pudo evitar que se le escapara una risita.

—Mmm. Es posible, desde luego. —Se reclinó en el asiento de la comuconsola y unió los dedos, los ojos entrecerrados durante un par de minutos. Después los abrió de nuevo—. Elena —dijo—. ¿Jurarías lealtad de Lord Vorkosigan? —Los dedos de la mano derecha hicieron un gesto a abanico hacia Mark.

—Ya hice un juramento de lealtad a Lord Vorkosigan —dijo Elena, tensa—. Es decir, a Miles.

Los ojos grises se humedecieron.

—La muerte acaba con los votos. —Y luego, otra vez la mirada brillante—. El sistema Vor nunca fue muy bueno para atrapar las bolas que le mandan las tecnologías galácticas. ¿Sabes que no creo que haya reglamentación en cuanto a qué estatus tiene un juramento de lealtad cuando uno de los dos involucrados está en crío-tratamiento? Tu palabra no puede ser aliento ni vida cuando no tienes aliento ni vida. Vamos a tener que sentar nuestro propio precedente.

Elena fue hasta la ventana y miró hacia fuera pero las luces de la habitación oscurecían toda visión de la noche. Finalmente se volvió sobre sus talones, se dejó caer de rodillas frente a Mark y levantó las manos, juntando las palmas. Automáticamente, Mark le rodeó las manos con las suyas.

—Mi señor —dijo ella—, os juro la obediencia de una vasalla.

—Mmm… —dijo Mark—. Mmm… creo que tal vez necesite más que eso. A ver éste: «Yo, Elena Bothari-Jesek, testifico que soy una mujer libre del Distrito Vorkosigan. Y desde este momento me pongo al servicio de Lord Mark Pierre Vorkosigan, como guardaespaldas… sí, guardaespaldas, y lo tendré como comandante hasta que mi muerte o él me liberen.»

Atónita, Bothari-Jesek levantó los ojos hacia él, aunque ciertamente no tenía necesidad de levantarlos mucho.

—¡No puedes hacer eso! ¿O sí?

—Bueno —dijo la condesa, que miraba todo con ojos llenos de luz—, no hay una ley que diga que un heredero de conde no puede tomar una guardaespaldas femenina. El único problema es que nunca se ha hecho hasta ahora. Ya sabéis,
tradición

Elena y la condesa intercambiaron una larga mirada. Dudando, como hipnotizada, Bothari-Jesek repitió el juramento.

Mark dijo:

—Yo, Lord Mark Pierre Vorkosigan, vasallo secundus del Emperador Gregor Vorbarra, acepto el juramento y te doy la protección de un comandante; es mi palabra como Vorkosigan. —Hizo una pausa—. En realidad —le dijo en un aparte, a la condesa—, todavía no he prestado mi juramento a Gregor. ¿Eso invalida todo esto?

—Detalles —dijo la condesa, con un gesto—. Los detalles se pueden dejar para más tarde.

Bothari-Jesek se puso nuevamente en pie. Lo miró como una mujer que se despierta en la cama después de una borrachera con un compañero desconocido que ni siquiera recuerda haber visto la noche anterior.

Se frotó el dorso de las manos donde él la había tocado.

Poder. ¿Cuánto poder-Vor le daba esa pequeña farsa? Justo el que Bothari-Jesek le permitiera tomar, decidió Mark, mirando su cuerpo atlético y su cara inteligente. No había peligro de que ella le dejara abusar de su posición. La incertidumbre que había en su rostro fue borrándose para dar paso a un placer contenido que lo llenó de alegría.
Sí, he hecho lo correcto
. No había duda de que también había acertado con la condesa, que sonreía abiertamente, aprobando los actos subversivos de su hijo.

—Y ahora —dijo la condesa—, ¿de cuánto tiempo disponemos? ¿Cuándo podéis estar listos para salir?

—Inmediatamente —dijo Bothari-Jesek.

—Cuando tú nos lo digas —dijo Mark—. Siento… no es nada psíquico, no. Ni siquiera intuitivo. Es sólo lógica. Pero creo que tal vez nos estamos quedando sin tiempo.

—¿Y por qué? —preguntó Bothari-Jesek—. No hay nada más estático que una persona en una crío-cámara. Nosotros nos estamos volviendo locos de impaciencia, eso sí, pero es nuestro problema. Tal vez Miles tenga mucho más tiempo que nosotros.

Mark meneó la cabeza.

—Si Miles hubiera caído en manos amigas o neutrales, esas manos habrían respondido a los rumores de recompensa. Pero si… si alguien quiere revivirlo, primero tienen que hacer la preparación. Y todos somos muy conscientes del tiempo que lleva hacer crecer órganos para trasplante.

La condesa asintió, el rostro preocupado.

—Si… donde quiera que esté Miles… si se hubieran dedicado a eso en cuanto lo recibieron, tal vez ahora ya podrían estar listos para intentar revivirlo.

—Tal vez lo destruyan todo —dijo la condesa—. O no sean cuidadosos. —Tamborileó los dedos sobre la comuconsola.

—No entiendo —objetó Bothari-Jesek—. ¿Para qué se molestarían en revivirlo si son enemigos? ¿Qué destino puede ser peor que la muerte?

—No lo sé —suspiró Mark.
Pero si existe un destino peor que la muerte, los más capacitados para encontrarlo son los jacksonianos, de eso no me queda ninguna duda
.

19

Con el aliento llegó el dolor.

Estaba en una cama de hospital. Eso lo supo antes de abrir los ojos, por la incomodidad, el frío y el olor. El sitio resultaba vagamente familiar, aunque desagradable. Parpadeó, descubrió que tenía los ojos pegados con una sustancia pegajosa. Una sustancia pegajosa, medicinal, perfumada, translúcida. Era como tratar de ver a través de un vidrio cubierto de grasa. Parpadeó más y consiguió un enfoque limitado, luego tuvo que detenerse y recuperar el aliento que había perdido por el esfuerzo.

Había algo terriblemente malo en la forma en que estaba respirando, un jadeo laborioso que no le daba suficiente aire. Y algo silbaba. El silbido venía de un tubo de plástico que le bajaba por la garganta. Se dio cuenta cuando trató de tragar. Tenía los labios partidos y secos; el tubo que le bloqueaba le impedía mojárselos con saliva. Intentó moverse. El cuerpo le envió un mensaje de dolores y punzadas que le quemaban los huesos. Había tubos que le entraban o le salían de los brazos. Y las orejas. Y la nariz.

Había demasiados tubos. Eso era malo, pensó entre sueños, aunque sabía que no hubiera podido decir en qué sentido. Con un esfuerzo heroico trató de levantar la cabeza y verse el cuerpo. El tubo que tenía en la garganta se desplazó y le hizo daño.

Cadenas montañosas de costillas. El vientre hundido y arrugado. Tubos rojos irradiaban del pecho, como una araña de patas largas agachada justo debajo de su piel, el cuerpo sobre el esternón. Un pegamento quirúrgico mantenía unidas las incisiones de borde aserrado, cicatrices múltiples color escarlata, que parecían el mapa del delta de un río importante. Tenía los miembros y el esternón plagados de almohadillas de monitoreo. Más tubos en lugares donde no debería haber orificios. Logró echar una mirada a sus genitales, montoncito descolorido y flojo, también salía un tubo de ellos. Si hubiera existido dolor en ese lugar, él habría sentido algo así como una absoluta seguridad, pero no notaba absolutamente nada. No sentía las piernas ni los pies tampoco, aunque los veía. Tenía todo el cuerpo cubierto de la sustancia perfumada y pegajosa. La piel se le estaba pelando en largos trozos pálidos, hundidos. Dejó caer de nuevo la cabeza sobre la almohada, y nubes negras le hirvieron en los ojos.
Demasiados tubos. Malo, malo

Flotaba en un estado confuso, medio despierto, entre fragmentos de sueño y dolor, cuando llegó la mujer.

Se inclinó sobre su visión borrosa.

—Ahora vamos a sacarle el marcapasos. —La voz era clara y baja. Los tubos ya no estaban en sus oídos, o tal vez los había soñado—. Su nuevo corazón va a funcionar solo y los pulmones también.

Se inclinó sobre su pecho dolorido. Bonita mujer, elegante, intelectual. Lamentó estar vestido sólo con esa sustancia pegajosa, aunque tenía la sensación de que aún había llevado menos encima. No recordaba dónde ni cómo. La mujer hizo algo con el bulto del cuerpo de la araña; vio cómo se le partía la piel en un hilo rojo y delgado y luego vio cómo se sellaba de nuevo. Parecía que le estaba cortando el corazón como una antigua sacerdotisa de sacrificio, pero no, no era eso: él seguía respirando laboriosamente. Ella había sacado algo, de eso no había duda, porque lo dejó en una bandeja sostenida por un compañero, un varón.

—Ahí está. —Ella lo miró de cerca.

Él también la miró, parpadeando para evitar las distorsiones de la sustancia. Ella tenía el cabello largo, sedoso, lacio, negro, sujeto en una especie de moño en la parte posterior de la cabeza. Algunos mechones sueltos le flotaban alrededor de la cara. Piel dorada. Ojos castaños con un brillo extraño. Pestañas negras, largas, espesas. El puente de la nariz, arqueado y frío. Una cara original, agradable, no alterada quirúrgicamente para adquirir belleza matemática, sino llena de vida y con cierta tensión. No era una cara vacía. Alguien interesante vivía en ella. Pero por desgracia, no alguien familiar.

Era alta y delgada, vestida con una bata de color verde pálido, de laboratorio, colocada sobre alguna otra ropa.

—Doc-to-ra —trató de adivinar, pero le salió como un gorgoteo sin forma a través del plástico que tenía en la boca.

—Ahora le saco ese tubo —le dijo ella. Tiró de algo pegajoso que él sentía sobre los labios y las mejillas… ¿cinta adhesiva? Se desprendió más piel muerta. Lentamente, tiró del tubo de la garganta. Él sintió náuseas. Era como expulsar una serpiente. El alivio de estar libre casi le hizo desmayarse de nuevo. Todavía había algún tubo, tal vez de oxígeno, que le bloqueaba la nariz.

Movió la mandíbula, y tragó por primera vez en… en… De todos modos, sintió la lengua seca e hinchada. Le dolía terriblemente el pecho. Pero fluyó la saliva y le humedeció la boca. Uno no aprecia la saliva hasta que tiene la boca seca. Le latía el corazón con rapidez, liviano como las alas de un pájaro que se mueve. No lo sentía bien, pero por lo menos sentía algo.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó ella.

El terror subliminal que él había estado ignorando volvió a abrirse como una boca negra debajo de él. Respiró más rápido al sentir pánico. A pesar del oxígeno no podía conseguir el suficiente aire. Y no podía contestar la pregunta.

—Ah… —susurró—. Ag… —No sabía quién era, ni cómo había llegado a sufrir ese horrible dolor. El no saber le asustaba mucho más que todo lo demás.

El joven con una bata de color azul pálido de médico, hizo un gesto de desprecio.

—Creo que voy a ganar la apuesta. Ése está coagulado ahí mismo, detrás de los ojos. Tiene todo en cortocircuito. —Se puso un dedo en la frente.

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