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Authors: Eric Griffin

Tags: #Fantástico

Danzantes de la Espiral Negra (4 page)

BOOK: Danzantes de la Espiral Negra
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Pero no estaba dispuesto a permitir que una menudencia como aquella le agriara el buen humor. ¡Aquella noche conseguiría una gran victoria y muy pronto tendría un hijo! La idea lo enorgulleció. Llevaba demasiado tiempo sin visitar los pozos para algo que no fuera su cometido habitual: obtener refuerzos. Pero aquella noche la Dama estaría complacida con él y no le negaría un pequeño capricho. Se lo había ganado. Sí, definitivamente haría una visita a los pozos de cría una vez que el asunto que tenía entre manos hubiera terminado.

Dejando la jauría de combatientes tras de sí, se acercó a la pequeña figura que se acurrucaba en la entrada de la caverna. Le dio una patada a su cuerpo inmóvil.

—¡Levanta! —ordenó con un ladrido.

—No me hagas daño. He… —empezó a decir Sara.

—¡He dicho que te levantes! —La cogió por el enmarañado cabello y la obligó a ponerse en pie. La niña gritó de dolor y por un momento su voz llenó la caverna, abriéndose camino con claridad por encima incluso del entrechocar de las espadas, los aullidos de desafío y los alaridos de los moribundos. Inundó la cámara y se perdió repetido por el eco entre los oscuros corredores.

—Ya basta de lloriqueos, enana apestosa —gruñó el Rottebritte, mientras la obligaba a dar la vuelta y la llevaba hacia el interior del túnel. Fue un golpe que hubiera servido para arrojar a un guerrero adulto al corazón de una batalla atravesando una masa de cuerpos. Al tiempo que el aire abandonaba la niña con un ruido apagado y ella salía despedida, el Rottebritte comprendió lo que había hecho y trató de sujetarla, pero ya estaba más allá de su alcance. Dio una vuelta en el aire y su cabeza chocó contra el suelo del túnel con el sonido casi musical del hueso hueco contra la roca. Dio otra vuelta casi entera rodando por el suelo antes de ir a detenerse junto al círculo de guerreros de la colmena.

El más próximo la vio volar, hizo una mueca al ver el impacto y a continuación le dio unos golpecitos con el pie con aire incierto. Al ver que profería un sollozo áspero, se encogió de hombros. Levantó la mirada hacia el Rottebritte para decir algo pero al ver la expresión del rostro de su superior, se lo pensó mejor y se sumó a la multitud para no llamar la atención de su comandante.

El Rottebritte cruzó el espacio que lo separaba de la niña en tres pasos rápidos. Se inclinó, la cogió por la cintura sin preocuparse del daño que pudiera hacerle y la obligó de nuevo a ponerse en pie.

—No vas a escapar tan fácilmente a tus responsabilidades por esto, Salla. La Dama tendrá una charla contigo.

Gruñó su amenaza con los dientes apretados, directamente frente a la cara de la niña. Un reguero de saliva acre cayó sobre su mejilla y se quedó allí pegado.

En la boca del monstruo, su nombre sonaba como una maldición. Pareció atravesar la niebla de dolor y algodón y terror de su cabeza. Una parte lejana de ella, una chispa de desafío instintivo, respondió con un gruñido:

—¡Mentiroso! —gritó. De nuevo tenía la voz firme, la misma voz que se había abierto paso con claridad por entre el fragor de la batalla—. Tengo que esperar aquí. La Dama me lo dijo en persona. Tengo que esperar al…

—Cachorro estúpido —le espetó y, acto seguido, le propinó un fuerte golpe en la cabeza, en el mismo sitio que había chocado con el suelo y en el que se veía sangre (así como el blanco del hueso). Quedó inconsciente, colgada de la muñeca por la que él seguía sujetándola.

Con la otra mano, el Rottebritte llamó la atención del guerrero más próximo.

—¿Qué coño…? Oh —el guerrero se volvió y se frotó la dolorida nuca pero se tragó su indignación al encontrarse cara a cara con el Rottebritte.

—Tú. Y tú. —Llamó la atención de otro voluntario de manera similar—. Los dos. Escuchadme y no me jodáis. Llevadle este cachorro directamente a la Dama. No os detengáis por nada o por nadie. ¿Comprendido?

Esperó a que asintieran y continuó antes de que tuvieran tiempo de interrumpirlo con sus estúpidas preguntas. Su placentera anticipación de las actividades de la noche empezaba a agriarse. La Dama no había dicho que la niña tuviera que llegar en buen estado, pero el Rottebritte conocía demasiado bien su carácter quisquilloso. El restallar de su cólera era más temible que el de su látigo y no había manera de saber qué podía provocarla.

Otra buena razón para no ir en persona. Lanzó una mirada voraz a los dos reclutas.

—Si alguien trata de joderos de camino allí, le decís que lleváis un mensaje mío para la Dama. No os detengáis para discutirlo y no aceptéis desafíos de nadie por el derecho a jugar, alimentarse o aparearse con la niña-cachorro. Me da igual lo que os llamen. ¿Está claro?

No parecían demasiado convencidos. Puede que estuvieran pensando ya en el tratamiento de que serían objeto si alguien los desafiaba mientras se dirigían a las primeras cavernas de la colmena. Negarse a luchar y admitir que eran unos simples mensajeros sería una vergüenza.

—Sí, pero ¿qué hacemos si…?

El Rottebritte sólo había esperado para ver quién era el primero en poner objeciones.

—Si alguien os molesta demasiado, cerebro de pus, le enseñas esto.

Puso fin a nuevas objeciones apretando las garras contra el pecho del recluta y haciéndolas descender en un ángulo acusado. Tres de las garras se hundieron en la carne y dejaron sobre ella un trío de profundas marcas paralelas.

«Cerebro de pus» aulló y retrocedió tambaleándose, al tiempo que adoptaba por instinto una postura de combate. Respiraba pesadamente y se había tapado la herida con una mano, mientras se apoyaba con la otra en el suelo tratando de recobrar el equilibrio. El Rottebritte vio que los músculos de su espalda se tensaban para dar un salto.

—No seas idiota —gruñó el Rottebritte—. Y vuelve aquí para que pueda terminar de ponerte mi marca. Eso son tus credenciales. Sabes lo que son las credenciales, ¿no? —añadió como si se le acabara de ocurrir.

Tras recoger los jirones de su herida dignidad, el recluta se levantó.

—Me llamo… —empezó a decir en tono amenazante.

—Me importa una mierda como te llames. Largo de aquí.

El Rottebritte arrojó la niña a los brazos de su otro voluntario, el más cauto, y a continuación volvió a clavar las garras en el pecho de cerebro de pus y le dejó dos nuevas marcas, que corrían rectas de arriba abajo, desde el esternón hasta la ingle. Con una luz aceptable, el apresurado esfuerzo hubiera podido pasar por una letra T, con una barra central triple e inclinada peligrosamente a un lado.

Cerebro de pus apretó la mandíbula pero no gritó esta vez, aunque la herida era mucho más grave.

—Y ahora, como estaba diciendo —continuó el Rottebritte—. Llevádsela directamente a la Dama. Si alguien trata de deteneros, le decís que estáis en misión urgente para la Dama y tenéis credenciales para demostrarlo. Encontraréis a la Dama…

—Sí, ya sabemos dónde podemos encontrarla —dijo el Danzante que tenía a la niña en brazos con una sonrisa falsa.

Una lástima
, pensó el Rottebritte.
Y yo que lo había tomado por el cauto
.

—Después de haber entregado a la niña —continuó, con la voz levemente alzada para expresar su desaprobación—, esperaréis al placer de la Dama.

Al oír esto, los dos palidecieron a ojos vista y el Rottebritte se permitió una sonrisa satisfecha.

—¡Pero, señor…! —protestaron, casi al unísono.

—Y cuando haya… acabado con vosotros —hizo una pausa premeditada para permitir que el impacto de la frase calara hondo— os arrastraréis, o arrastraréis lo que quede de vosotros, de regreso al pozo para informarme personalmente. Si me entero de que se ha producido
cualquier
demora de camino, a la ida o a la vuelta, haré que os arrancan vuestra masculinidad y os vendan a los esclavos más feos de los pozos. ¿Entendido?

—Sí, Rottebritte —ladraron los dos.

—Entonces quitaos de mi vista de una maldita vez.

Se apresuraron a obedecer y el Rottebritte se volvió de nuevo hacia la batalla, que continuaba al otro lado del umbral.
Ya no queda más que hacer la limpieza
, pensó.
Sin embargo, no se pierde nada por ser cauto
.

Les dio otros cinco minutos y a continuación se lanzó a la refriega, apartando a sus guerreros por la fuerza, uno tras otro.

Apartándolos de la desastrada masa de sangre y huesos rotos y pelaje dolorosamente negro que yacía en el suelo.

Quinto círculo
la danza del combate

Arkady volvió en sí e inmediatamente se arrepintió de ello. Descubrió que, al perder el conocimiento, su cuerpo había asumido instintivamente la forma humana a la que estaba acostumbrado, una reacción que siempre le recordaba incómodamente a la vulnerabilidad de la infancia. Al remolino de confusión, furia y terror que dominaba el tiempo precedente a su Primer Cambio. Era como quebrarse y adoptar una posición fetal bajo un estrés insoportable.

Por desgracia, al tiempo que su cuerpo adoptaba de nuevo su forma verdadera, otras cosas habían revelado también su auténtica naturaleza, como por ejemplo el alcance de sus lesiones. Heridas que habían sido poco más que una distracción hormigueante en su enorme forma Crinos se revelaban ahora como graves cortes. Y cada uno de ellos, se percató ahora, era lo bastante grave como para suponer por sí solo una amenaza para su vida.

Bajo el latido y el chisporroteo del dolor de su frente, podía oír el gemido sordo del hueso destrozado que se frotaba contra el hueso, tratando de soldarse. Era el ondulante crujido y gemido de las placas de hielo ártico al expandirse y contraerse. Llenaba sus percepciones, cegador y brillante en su dolor, de uno a otro horizonte.

Para acelerar su recuperación ya antinaturalmente rápida, Arkady trató de adoptar la forma Glabro, más poderosa. Su voluminosa forma neandertalense superaba en estatura a su forma humana en más de un cincuenta por ciento. Podía soportar una cantidad asombrosa de castigo. Con ella tenía la espalda encorvada, los brazos casi le arrastraban por el suelo y caminaba con torpeza pero Arkady sabía que no podría hacer más movimientos bruscos —gráciles o no— hasta dentro de mucho tiempo. Por el momento lo que necesitaba era su fuerza
y
resistencia y, si tenía suerte, un poco de tiempo.

Sus esfuerzos se vieron recompensados por una repentina y cegadora agonía provocada por algo que se le clavaba en la carne de las muñecas. Estaban atadas, comprendió, antes de que las cuerdas, tensas y crujientes, se partieran con el sonido de un pistoletazo.

Hubo un vendaval de movimiento a su alrededor y entonces cayó al suelo y tuvo cosas más acuciantes de que preocuparse. Como el dolor y la negrura ascendente del olvido. Logró contenerla, o pensó que lo había hecho hasta que de repente se vio interrumpido por un dolor agudo y repentino en las costillas. Una patada.

Una voz desconocida se abrió camino por la niebla de dolor y algodón de su cabeza.

—¡Ya es suficiente!

A continuación escuchó el sonido de unos pasos arrastrados por el suelo y luego otra voz, ofendida y quejosa.

—Pero si el bastardo va a despertar en cualquier momento. ¡Míralo!

—¿Así que vas a darle de patadas hasta que vuelva a perder el sentido?

—¡Sí! —La respuesta fue beligerante pero no tardó en dar paso a simple frustración.

—Bien. En ese caso puedes arrastrarlo tal como está. Mierda, debe de pesar más de ciento cincuenta kilos, pero se trata de tu espalda.

Un gruñido.

—¿Estás despierto?

Otro tanteo con el pie, más suave esta vez, pero ya tenía las costillas rotas.
Antes
de la primera patada.

—He dicho que si estás despierto.

Arkady trató de asentir (con lo que estuvo a punto de perder de nuevo el conocimiento) y luego de hablar pero sin mucho más éxito. Consiguió algo que era una mezcla entre un gemido y un sollozo quejumbroso.

Esto provocó las carcajadas despectivas de sus carceleros. A juzgar por el ruido que hacían, pensó, debían de ser no menos de media docena. No veía una maldita cosa. No podía enfocar la mirada en nada que se encontrara más allá de la maraña pegajosa de pelo y sangre que le tapaba la cara. Tenía la frente rota encima del ojo izquierdo y la hinchazón le impedía abrirlo.

Alguien profirió una imprecación y Arkady se preparó para recibir una nueva patada pero ésta nunca se produjo. En su lugar, una voz burlona y aguda, dijo sobre él:

—Despierta, amor. Es hora de ir al colegio.

Más risas ásperas y a continuación, algo cálido y líquido que cayó con un chapoteo sobre su cara. Se apartó instintivamente pero el chorro lo siguió y no remitió. El líquido empapó la herida abierta que había sido su frente y le quemó como si fuera fuego.

—Deja de hacer el imbécil. Cógelo sin más, ¿quieres? Toma, agarra de este brazo.

Lo sujetaron por las muñecas y lo arrastraron sobre el suelo de piedra.

—No veo por qué no podemos quedárnoslo aquí. Divertirnos un rato con él.

—Imbécil. Ya has oído lo que dijo el Rottebritte. Éste está reservado para el pozo. El Rottebritte ha reclamado su arma y la Dama ha reclamado… vaya, el resto de su pobre carcasa. Aunque no puedo imaginarme para qué podría quererlo. No parece gran cosa a primera vista.

—Oh, yo sí que me lo imagino. Sí que me lo imagino —dijo una nueva voz. Sus palabras fueron recibidas con una risotada áspera que parecía un ladrido—. De modo que, a menos que quieras bajar tú mismo y ocupar su lugar, sugiero que tires. Cuanto antes nos libremos de él, mejor.

Esto no pareció satisfacer al animal que le había dado un repaso a las costillas de Arkady.

—Es igual, voy a arrancarle un pequeño souvenir para quedarme. Yo lo derribé. ¡Tú lo has visto! Joder, si echas un vistazo a la masa de carne en la que antes estaba su espalda, podrás ver mis huellas por todos los huesos de su columna vertebral. A ver si te atreves —lo desafió.

—Oh, vale, fuiste tú el que lo derribó, que sí.

El otro continuó con voz exultante.

—Y me merezco algo por ello. El Rottebritte se ha quedado con su espada. La Dama quiere sus penosos restos. Yo sólo quiero alguna cosilla como recuerdo.

—Oh, cierra la boca y déjalo. Será tu sentencia de muerte. Cuando la dama se pregunte adónde han ido esos pedazos especiales…

—No es ésa la parte que me interesa. Sólo quiero uno de esos colmillos de plata que tiene. Todo el mundo dice que los Colmillos Plateados son mejores que los demás. Supongo que se refieren a los dientes.

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