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Authors: Eric Griffin

Tags: #Fantástico

Danzantes de la Espiral Negra (9 page)

BOOK: Danzantes de la Espiral Negra
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Sara asintió y entonces, al darse cuenta de que era poco probable que él hubiera captado el gesto, se aclaró la garganta y dijo con voz áspera.

—Sí. Está justo delante de nosotros, pero todavía falta un trecho largo. ¿Es que no lo oyes?

Arkady inclinó la cabeza a un lado, un gesto distintivamente lupino.

—No —admitió después de un rato—. No oigo nada.

—No digo si lo oyes con las orejas. Digo si lo oyes con el espíritu. Y nunca oirás nada si sigues corriendo de un lado a otro así. Estate quieto.

Arkady estaba a punto de decir que ya estaba quieto. Que había dicho que no iba a dejarla y no lo había hecho. Entonces comprendió que lo que ella decía era cierto. Hasta el último músculo de su cuerpo estaba tenso. En su espíritu, se alejaba de ella hasta alcanzar el final de la hebra de su deber y a continuación regresaba corriendo. El flujo y reflujo de este movimiento era incesante, como la marea. Exhaló ruidosamente y trató de obligar a sus nervios a relajarse.

—Extiende el brazo como si fueras a entrar en el mundo de los espíritus. Sólo que no te vayas a ninguna parte. No te atrevas a ir a ninguna parte. En este lugar no volverías a encontrarme nunca. Sólo extiende el brazo y toca la membrana que separa los mundos. Escucha el latido que viaja por ella. El sonido de las cosas que van y vienen.

A Arkady no se le ocurrió cuestionarla, preguntarle cómo había llegado a saber esas cosas, cómo había adquirido, en especial, el don único de los Garou de penetrar en el mundo espiritual. Cerró los ojos e hizo lo que ella le decía… y se encontró cayendo en picado hacia el nubarrón que había visto antes, la ominosa frontera exterior del Templo Obscura.

Todo cuanto lo rodeaba cambió repentina y dramáticamente. En lugar de la impenetrable oscuridad del Templo, Arkady se encontraba ahora sumergido unas aguas embravecidas que lo zarandeaban de un lado a otro. Tenía la ropa empapada y las piernas, entumecidas desde los muslos hacia abajo, sumergidas en aguas gélidas.

El estruendo de las aguas encabritadas le llenaba los oídos. El sonido hizo que se tambaleara y estuvo a punto de derribarlo. De alguna manera logró permanecer en pie y avanzó otro paso tembloroso. El suelo se inclinaba traicioneramente hacia abajo. Extendió el brazo hacia Sara para impedir que se viera arrastrada y alejada de su lado en el remolino, pero ella ya no se encontraba allí. Lanzó una mirada desesperada a su alrededor y creyó ver, a cierta distancia, una melena blanca que desaparecía bajo las aguas oscuras.

Nadó en aquella dirección, levantando con sus poderosos brazos auténticos muros de agua a ambos lados de sí. Gritó su nombre, una vez tras otra. Pero las aguas se habían apoderado de él y lo estaban alejando del punto en el que ella había desaparecido. Llevándosela de su lado. Batió las piernas con todas sus fuerzas tratando de oponerse a la corriente pero sus esfuerzos fueron completamente inútiles. Las aguas lo zarandearon y le dieron la vuelta, se lo llevaron cada vez más lejos y cada vez más hacia dentro, hacia el centro mismo de la espiral.

—¡Sara! —exclamó, y se vio recompensado con un trago de agua en sus pulmones. Buscó con la mirada cualquier señal de ella mientas la corriente volvía a llevarlo cerca del lugar en el que había desaparecido. Con un esfuerzo supremo, buscó el fondo con los pies, lo encontró y se vio arrastrado de nuevo, hacia delante, hacia dentro.

Comprendió entonces que no serviría de nada detenerse allí, aunque lograra asirse a alguna parte. Sara ya no estaría allí. Ahora estaría más adentro, más abajo.

Reuniendo todas sus fuerzas para hacer un último intento, Arkady se dispuso a lanzarse hacia el centro del remolino y batió las piernas en dirección a su corazón. Si podía encontrarla en algún lugar, sería allí…

El pensamiento se vio interrumpido de repente por algo que le tocaba el hombro, un tronco de árbol arrancado por la marea, quizá, u otra víctima hinchada. Y descubrió que se había quedado pegado a ese algo, fuera lo que fuese. Lo apartó de un empujón y descubrió que su peso lo estaba arrastrando bajo la superficie de las aguas tempestuosas. Tenía que soltarse antes de que lo ahogara. Se revolvió, empujó, tiró. Trató de levantar los pies para apoyarlos en la cosa, al mismo tiempo que intentaba llegar al corazón del remolino, la boca del embudo en la que confluían y chocaban todas las aguas. Y, presumiblemente, donde eran drenadas a través de algún sumidero subterráneo que no estaba a la vista. El lugar al que Sara debía de estar precipitándose.

Y entonces, de repente, se vio libre y cayó con una fuerza que le arrancó todo el aire de los pulmones, sobre el suelo de granito del Templo Obscura. Sara estaba junto a él, en la oscuridad, agarrándole el hombro con una mano diminuta.

El mortal remolino se había esfumado tan deprisa como había aparecido; ni siquiera tenía la ropa mojada.

—Te dije que no fueras a ninguna parte —lo acusó y, a continuación, satisfecha aparentemente al comprobar que no iba a desaparecer de nuevo, lo soltó.

Arkady maldijo y vomitó, tratando de expulsar un agua que, sencillamente, no estaba allí.

—¿Estás bien? ¿Dónde demonios estaba ese lugar?

—Este lugar —dijo ella—. Son el mismo lugar. ¿Cómo lo has llamado? El Cementerio de Elefantes. El lugar en el que…

—El lugar en el que el mundo pierde sus historias en una hemorragia. —Entonces se dio cuenta de lo que había dicho ella—. ¡Eso nunca te lo dije! ¿Cómo demonios lo has sabido?

Y entonces lo vio y todos sus pensamientos sobre Sara y lo que ella supiera o dejara de saber fueron expurgados por completo de sus pensamientos.

Hasta este momento preciso, no hubiera podido decir qué era exactamente lo que esperaba encontrar en aquel lugar. Una espiral trazada con rastros de fuego o grabada en el suelo. Un mosaico de teselas de granito formando el contorno del infame laberinto de nueve giros. Cualquier imagen que, en su inocencia, hubiera albergado en el fondo de sus pensamientos le fue arrancada violentamente en aquel momento.

Maldijo. Era vagamente consciente de la presencia de Sara junto a su hombro. Sintió el estremecimiento que la sacudió también a ella a pesar de que, en su ceguera, se había librado del impacto total de la pesadilla que se alzaba temblorosa delante de ellos.

—Te lo dije —susurró, con una voz aguda rayana en la histeria—. Te dije que no fueras a ninguna parte.

La espiral no era un patrón decorativo trazado en el suelo de piedra del Templo Obscura, era un paisaje en sí misma. Era tan vasta que la mente no podía abarcarla en su totalidad. Arkady sintió que una ola de vértigo rompía sobre él. Cerró los ojos tratando de contener las ganas de vomitar.

En algunos sitios se elevaba y su senda describía el arco abovedado del techo de una catedral cerniéndose sobre ellos como una víbora preparada para atacar. En otros se sumergía bajo lo que hubiera debido ser el suelo y desaparecía en alguna región de una nada aún más profunda.

En vano, trató de seguirla con la mirada, para ver dónde —si es que lo hacía— volvía a emerger de las profundidades. Pero el vértigo lo golpeó con redobladas fuerzas y se desplomó. El intento de captar la magnitud de la espiral de una sola vez se cernió sobre él y fue como si lo cogieran de repente de los tobillos y lo colgaran de un helicóptero. El mundo que conocía dio media vuelta de improviso y se hinchó hasta volverse más grande y más aterrador de lo que jamás hubiera podido creer.

Oyó que Sara se echaba a llorar y caía a su lado, en posición fetal, y supo que cerrar los ojos no servía de nada contra aquello. El contenido de su estómago se revolvió y lo vomitó sobre el suelo.

—No pasa nada —gimió. Lo había dicho para tratar de reconfortarla pero incluso él había captado el pánico en su voz—. Todo va a salir bien. Tiene que haber un modo de abordar esa cosa. No la mires… —Estaba hablando sin pensar. Cerró la boca tratando de refrenar las palabras, pero ya las había pronunciado—. Lo siento. No quería decir…

Sara no parecía haberlo oído y mucho menos haberse ofendido. Estaba meciéndose lentamente de un lado a otro, al tiempo que musitaba para sus adentros algo que parecía una nana. Arkady no distinguía las palabras pero el ritmo de la canción se enroscaba alrededor de sus nervios y alimentaba su creciente sensación de pánico.

—¡Sara!

La cogió por los hombros y la zarandeó pero se detuvo al ver que le estaba clavando los dedos en la carne. El grueso pelaje había empezado ya a brotar por los poros de sus manos, como un enjambre de gusanos albinos retorciéndose al encontrarse de pronto expuestos a la luz del sol.

Sus músculos se tensaron y arrollaron. Las vértebras crujieron y cambiaron de posición con el sonido musical de unas teselas de marfil revueltas. Retrocedió un paso y dejó que Sara cayera al suelo mientras él profería un aullido desafiante.

Sabía que aquello era sólo otra frustración más. No había nadie que destripar, nada que destrozar.

Mientras se volvía hacia la espiral, una imagen atravesó sus pensamientos como un destello y se superpuso a la escena que tenía delante. Era un tosco esbozo a lápiz arrancado de una libreta encuadernada en espiral, la representación hecha por Stuart Que-Acecha-la-Verdad de la infame figura de nueve giros, trazada con grafito negro sobre un papel blanco con cuadrícula fina de color azul.

La constatación de lo absurdo que resultaba frente a la realidad demencial de la verdadera espiral que se erguía allí frente a sus ojos lo sacudió violentamente.

Sara levantó la cabeza al escuchar el sonido quebrado que escapaba de su garganta. Hasta a Arkady se le antojó el ruido que emitiría alguien que hubiera sucumbido a la histeria. No se había dado cuenta de que estaba riéndose a carcajadas hasta que la reacción de la niña hizo que se fijara. Se detuvo. Puede que los temores de la niña no fueran tan infundados.

Tenía que ser racional. Muy bien, pensó, seré racional.

—Lo único que hay que hacer ahora —dijo, complacido al comprobar que su voz sonaba muy firme—, es dar con la manera de entrar en esa cosa.

Suspiró como si estuviera aleccionando a una manada para un largo viaje. Era fuerte y estaba preparado, preparado para pasar horas —e incluso días— dando vueltas y vueltas alrededor de aquella cosa. Tratando de encontrar una sola hebra suelta de la enloquecedora maraña, el menor rastro de un camino ascendente.

Sara se puso trabajosamente en pie. Aún estaba tratando de bloquear las sensaciones. Arkady obligó a sus ojos a clavarse en la pequeña franja de tierra que tenía justo delante, donde daría el siguiente paso. Sara no tenía tanta suerte.

Todos sus sentidos trataban de compensar su falta de visión. Todos ellos trataban de encontrar un punto de referencia para ayudarla a asentarse. Para demostrarle que todas aquellas cosas eran reales.

La vio luchar, vio que el pánico crecía a su alrededor como las aguas tempestuosas de su visión. Tropezó y cayó al suelo de repente.

—¡Arkady! —exclamó con voz cascada. Y allí estaba él, sujetándola. Sus piernas se habían quedado sin fuerzas y él la sostuvo allí, a medio camino del suelo.

Sintió que la tierra se inclinaba peligrosamente hacia abajo, hacia el corazón de la espiral. Sintió el peso de las aguas embravecidas que rompían contra sus piernas.

—No —ladró—. No te vayas a ninguna parte. Vas a quedarte aquí, conmigo. Agárrate a mí. Te dije que…

—No sirve de nada. —Tosió y escupió—. No sé nadar. No puedo permanecer a flote.

—¡Y una mierda! —gritó—. Concéntrate en algo, en lo que sea. Esa poesía o canción o lo que fuera. ¿Cómo era?

—Ha desaparecido —murmuró ella con aire miserable. Pero él advirtió que ya no seguía tosiendo y escupiendo como si estuviera sumergida en agua hasta el cuello—. Se han hundido. Todas las canciones, las historias, los poemas. Se han hundido sin más. Y han desaparecido por el sumidero del fondo del mundo.

Arkady podía sentir que también ella se escapaba. Por tercera vez. Extendió los brazos hacia abajo de la única manera que conocía para tratar de alcanzarla.

—Lo llamaban Chalybs —recitó Arkady—. Era un nombre fuerte, un nombre de poder. En la Vieja Lengua, las sagradas palabras que se susurraban en las colinas antes de la llegada de las guarniciones romanas, significaba «acero». El Pueblo del Muro le dio ese nombre porque, incluso desde muy joven, las hojas de los guerreros adultos se partían contra su cuerpo.

Tejió el cuento hacia ella como un cordón umbilical, confiando contra toda esperanza en que bastara para alcanzarla.

—La culpa era de su madre. Ya había perdido un hijo; no permitiría que le arrebataran otro. El Pueblo la llamaba Samladah, la Leona Blanca, por su fiereza de aspecto y espíritu. Su rostro brillaba como una luna vengativa cuando defendía su casa y a sus jóvenes. El Pueblo la reverenciaba e invocaba su protección frente a las águilas de los tótems de las legiones.

Fue el sonido de aquel nombre lo que la trajo de regreso. El nombre que Arkady había oído de sus propios labios. No Sara, sino «sah-lla», la Leona Blanca. La denostada patrona de los Aullantes Blancos. Eran la Tribu Perdida, las primeras víctimas del Laberinto de la Espiral Negra, que habían descendido a la oscuridad que se extendía más allá de la Piedra de los Tres Días. Cuando emergieron de su carbonera, los había cambiado el contacto corruptor de la espiral y ahora eran deformes y negros como la pez. Los cachorros que una vez cuidara se habían convertido ahora en sus torturadores, sus perros chamuscados.

Al oír el sonido de su nombre, Samladah, volvió el rostro hacia la voz que lo había pronunciado y Arkady supo que todavía había una esperanza.

—La Dama Leona de los Páramos era una hechicera formidable. Su magia tenía tres aspectos. Para empezar, era una maestra del arpa y el verso atinado. En segundo lugar, ninguno de los oscuros secretos de la forja le era desconocido. Y en tercer lugar, era muy ducha en el arte del afeitado. Si ella pedía que ninguna hoja cortara jamás la piel del muchacho… vaya, difícilmente hubieran podido negarse.

La niña se precipitó hacia el cordón umbilical de sus palabras, se aferró a su ritmo. Su constante subir y bajar. Se aferró con todas sus fuerzas.

—Chalybs pasó sus primeros años entre las faldas de las mujeres de la Isla del Cristal. Jugaba con los cerdos y buscaba champiñones en la maravilla sigilosa de los linderos del bosque. Trepaba a los manzanos negros y moteados que crecían allí, severos e implacables guardianes que custodiaban el umbral entre los mundos de los vivos y los muertos. Comía las ácidas manzanas, rojas como la sangre, y engullía sus semillas.

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