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Authors: Eric Griffin

Tags: #Fantástico

Danzantes de la Espiral Negra (7 page)

BOOK: Danzantes de la Espiral Negra
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Luchó con el nudo durante un minuto entero antes de extender una garra y, con un único e irritado movimiento del dedo, cortar el cuello entero de la bolsa. La volcó sobre su mano extendida.

Por un momento no ocurrió nada. Podía sentir que había algo dentro, pero fuera lo que fuese se estaba aferrando tenazmente al interior de la bolsa. Presa de una frustración creciente, la sacudió. El contenido se soltó y cayó sobre su mano con un sonido húmedo. No era un objeto sino dos. Un par de orbes pegajosos, de los que aún sobresalían sendos jirones viscosos de tendones, nervios y sangre coagulada.

Les dio la vuelta en su mano con aire ausente mientras se preguntaba sobre el significado de aquel macabro presente. No fue hasta que estuvieron los dos alineados —con las dos pupilas dirigidas hacia arriba, devolviéndole la mirada— que comprendió lo que estaban haciendo sus dedos. Con esfuerzo, los obligó a detenerse y cerró la mano sobre los ojos para aplastarlos.

¿Qué podía significar aquel presente enigmático? La Dama Zhyzhak lo esperaba en la Espiral Negra. ¿Acaso creía que estaba demasiado ciego para orientarse en aquel reino infernal? ¿Era eso? ¿Se estaba burlando de él?

No había enviado a su campeón a enfrentarse con él sino a una de sus doncellas: una mera chiquilla, un pedazo de relleno de almohada que vagaba por su dormitorio. ¿Pretendía la Dama insultarla con aquella enviada? ¿O se trataba de un mensaje más sutil? Puede que le estuviera ofreciendo a la chica, para tratar de sobornarlo, de apartarlo de su terrible propósito.

Pero si era así, ¿por qué decía la Dama que lo esperaría más adelante, en la misma Espiral Negra? Desde luego no parecía que quisiera apartarlo de su camino.

Arkady sacudió la cabeza. Había demasiadas cosas que ignoraba. La Dama Zhyzhak decía que lo esperaría. Muy bien: que esperara. Arkady no tenía la menor intención de poner el pie en esa espiral.

Si estaba en lo cierto, y todas sus esperanzas dependían ahora de esa posibilidad, no necesitaría adentrarse en la Espiral Negra. Había parecido tan sencillo cuando el Fianna, Stuart Que-Acecha-la-Verdad y él habían topado con aquella posibilidad desesperada… Arkady recorrería la espiral blanca que discurría entre dos trazos de la negra y llegaría al mismo destino: el centro mismo del laberinto. Y podría hacerlo sin tener que sufrir el contacto corruptor de la Espiral Negra.

Allí era donde habían fracasado todos sus predecesores. Arkady no fracasaría. No podía permitírselo. Él era el último de un linaje noble y orgulloso: la sangre más pura nacida en una docena de generaciones. Los Colmillos Plateados que habían caído antes que él tenían que ser redimidos. De ese modo sus sacrificios no habrían sido en vano. Todos ellos habían esperado demasiado ya.

La Dama te esperará en la espiral
.

—Bueno, pues que espere.

Sin decir más, metió lo que quedaba del horrendo presente en el saco, lo cerró y lo arrojó al lago ardiente, lo más lejos posible.

Eligió a propósito un camino diferente al que había tomado Illya y se adentró al azar en la oscuridad. Yllia había llamado a aquel mundo de vacío Templo Obscura, un nombre que normalmente se utilizaba para asustar a los cachorros desobedientes. En los cuentos de las viejas, el templo siempre ocupaba una posición de privilegio entre los más infames caminos al reino de Malfeas y el temido Laberinto de la Espiral Negra.

Pero sin duda le estaban gastando una broma. Arkady no había prestado más atención a esos cuentos que a cualquier otra de las cosas de las que habían tratado de convencerlo sus mayores. Pero en sus recuerdos, el Templo Obscura se erguía como una especie de catedral gótica, llena de nubes de azufre. Si ahora se encontraba de verdad ante el altar en el que los Danzantes de la Espiral Negra acudían para prestar homenaje al Wyrm y ponerse a prueba danzando en dirección a las profundidades de la locura y la corrupción, es que la realidad tenía muy poco parecido con las ideas románticas de su infancia.

Para empezar, no recordaba que se hubiera mencionado jamás una larga caída y la que él había sufrido no la olvidaría en mucho tiempo. Luego estaba el lago de fuego: una omisión escandalosa aun teniendo en cuenta que las viejas que contaban los cuentos no habían tenido ocasión de visitar el lugar. Era la clase de detalles que hubieran debido comprobar.

En los cuentos antiguos, hasta algo tan básico como las dimensiones físicas del templo era objeto de salvajes conjeturas e hipérboles. Se decía que solamente su nave principal estaba jalonada por sendas filas de lámparas que emitían una luz verdosa y enfermiza, tan numerosas que su ininterrumpida procesión se extendía hasta más allá de donde alcanzaba la vista. Desde donde Arkady se encontraba, sin embargo, no se avistaba luz alguna, cosa que suponía un importante argumento en contra. En aquel momento le hubiera dado la bienvenida incluso a una de aquellas luces, puesto que tenía que escudriñar las sombras con la única ayuda del incierto resplandor que despedían las llamas humeantes del aceite ardiente.

Recordaba con toda claridad las (sospechosamente ausentes) lámparas que emitían incesantemente lava y otros efluvios y que hubieran sido algo digno de verse por sí solas, aun sin tener en cuenta la supuesta magnitud del espectáculo. ¡Según los cuentos más antiguos, el número de aquellas incandescentes luminarias alcanzaba casi los veinte millares! La historia de Hierro Peter llegaba hasta el punto de contabilizarlas de manera exacta y establecía su número en 19,683.

Pero hasta Arkady tenía que admitir que una cifra tan exacta tenía que ser el resultado de una mera abstracción poética y no del esfuerzo de alguien consagrado a contar la interminable sucesión de lámparas. También era consciente de que 19,683 era, lo que en modo alguno era casual, tres (el número del Wyrm) elevado a la novena (el número del Laberinto de la Espiral Negra). Y de este modo, con la perspectiva que da la edad adulta para evaluar las cosas amadas de la infancia, el cuento de Hierro Peter quedaba reducido a poco más que una historia de fantasmas con una cuestionable moralina.

No, en aquel lugar nada encajaba. Hasta los testimonios más oscuros coincidían en que el Templo Obscura era un lugar cubierto de intrincados patrones y diseños: glifos de historias capturados por los Danzantes de la Espiral Negra durante sus incursiones contra los Archivos de Plata de los Garou. Pero Arkady no había visto ni tan siquiera un pictograma apresuradamente garabateado sobre las baldosas del suelo.

A decir verdad, parecía como si alguien (o más de uno) se hubiera tomado enormes molestias para frotar el suelo hasta dejarlo impoluto y sin la menor marca. Tanto que Arkady tuvo que concluir que, a lo largo de las eras, varias capas de granito tenían que haber sido sacrificadas con ese propósito. Era como si alguien se hubiera embarcado en un esfuerzo sistemático por erradicar hasta el último rastro de historia o personalidad de la vasta cámara.

Llevaba algún tiempo caminando cuando se le ocurrió que debía urdir un plan de ataque mejor. El problema era que sus opciones estaban miserablemente limitadas. Allí en la oscuridad sólo había tres alternativas posibles que seguir. Una, hacia atrás, de regreso al lago de fuego, el único hito visible en el paisaje siniestro de la cámara. Dos, renunciar a su anterior testarudez y continuar en la dirección por la que Illya se había marchado. Esa opción, tenía que admitirlo, estaba ganando enteros en sus pensamientos. Además de las ventajas evidentes que podían derivarse de los favores personales de Illya, ese camino le ofrecería algo parecido a un avance, cosa que en aquel momento le hacía mucha falta.

Arkady sentía un rechazo rayano en lo patológico hacia la idea de la retirada. Se negaba en redondo a deshacer su camino cuando tenía otras alternativas, aunque fueran tan desesperadas como arrojarse de cabeza contra varias docenas de enemigos armados. Además, era bastante posible que Illya regresara directamente junto a su señora para informarla, lo que le permitiría al menos encaminarse de manera aproximada hacia al Laberinto de la Espiral Negra. Cosa que no podía decirse de su rumbo actual.

Pero esta posibilidad seguía sin gustarle. Puede que fuera la idea de ser manipulado por las dos mujeres, de verse conducido por la nariz. La única alternativa que le quedaba era la tercera: seguir vagando a ciegas en la oscuridad.

Reflexionó un momento. Si dejaba el lago ardiente a sus espaldas y caminaba en línea recta, alejándose directamente de él, más tarde o más temprano se encontraría con un muro. Por muy vasta que pudiera ser aquella caverna.

Y si había otras puertas aparte de la que había utilizado para llevar a cabo su precipitada entrada, estaba seguro de poder encontrarla si seguía el muro el tiempo suficiente.

De modo que, puede que por pura testarudez, eso fue lo que hizo. Le parecía que había estado corriendo horas, si no días, cuando al fin topó con algo en la interminable oscuridad. No podía estar seguro de haber caminado en una línea tan recta como pretendía. La luz de los fuegos de aceite seguía a su espalda, aunque ahora había remitido hasta quedar reducida a poco más que al alfilerazo de una estrella solitaria en el vasto dosel del cielo nocturno. Por supuesto, la luz seguía
pareciendo
encontrarse a su espalda, pensó enfurecido. Lo mismo que si hubiera vagado borracho desde su punto de origen. Sencillamente, allí no había otro punto de referencia.

Una vez que estuvo seguro de haber recorrido mayor distancia de la que podía contenerse en el edificio más grande imaginable, adoptó su forma lupina. No sólo podía viajar más deprisa de aquella manera, sino que podía marchar al trote casi indefinidamente sin cansarse.

Y así fue como, cuando al fin hubo un sutil cambio en la oscuridad que se extendía frente a sí, no lo descubrió chocando de bruces con él, como seguramente le habría ocurrido de haber estado en forma humana. Incluso en aquella oscuridad casi total, sus aguzados sentidos de lobo detectaron el cambio, como un aumento de la solidez en las tinieblas. Un nubarrón de tormenta que se formaba en el horizonte, que se hinchaba y crecía agolpándose sobre sí mismo.

Arkady frenó su carrera hasta convertirla en un caminar cauto. Describió un amplio círculo hacia un lado. Tras comprobar que se encontraba con la misma resistencia, dio media vuelta para probar en dirección contraria. El ominoso nubarrón volvía a estar allí, frente a él. Discurría en una línea ininterrumpida, tan recto como un plomo, hasta donde alcanzaba su vista. Así que, pensó Arkady, había topado con un muro. O al menos lo que en aquel lugar hacía las veces de un muro.

No era un muro convencional; no había nada sólido en él. No estaba hecho de bloques de granito pulido como el suelo. Arkady se acercó unos centímetros, lo olisqueó y resopló. Era difícil decir qué material lo formaba. Volvió a adoptar su forma Homínida para ver si unos ojos acostumbrados desde la niñez a encontrarse con artefactos hechos por la mano del hombre podían encontrarle algún sentido a aquella barrera.

Es un tópico errado el de que los sentidos humanos son inferiores a los de los demás animales. Arkady, en cambio, sabía que así como hay muchas cosas invisibles para los sentidos humanos y que resultan obvias para los de un lobo, lo contrario resulta no menos cierto. Existían ciertas experiencias que sólo podían percibirse a través del filtro de las percepciones humanas.

Cuando Arkady cambió, el muro pareció hacerlo igualmente, imitando hasta el último de sus movimientos como si lo estuviera acechando. Adoptó su nueva forma con la rapidez de un cepo al cerrarse sobre su presa. Arkady retrocedió tambaleándose y tuvo que sacudir los brazos para no caer al suelo.

El muro no parecía ya un banco impenetrable de nubarrones en proceso de formación, una línea nebulosa que señalaba la frontera exterior tras la que una Gaia benigna permitía que asomara su aspecto más siniestro. A sus sentidos de lobo, el muro se le había antojado el último puesto avanzado de la protección y el cuidado de la Madre. Más allá, se daba rienda suelta a una furia incomprensible y ajena a toda razón: el reino del aullante aislamiento, la locura y la pérdida.

No sólo era peligroso cruzar la barrera, era casi impensable que un lobo decidiera hacerlo. Sólo los enfermos, los gravemente heridos o aquellos cuyo espíritu había sucumbido abandonarían voluntariamente la comunidad de la manada para buscar la aguda soledad de la oscuridad exterior.

Para los sentidos humanos, sin embargo, el muro tenía un aspecto diferente. No era una presencia sino más bien una ausencia. Era como si algo que hubiera debido de estar allí no estuviera de repente. La sensación no era agradable: una mezcla de desorientación y aprensión que provocaba nauseas. Ponía instantáneamente a prueba los nervios.

Enfurecido, Arkady sacudió la cabeza para aclararse los pensamientos. La idea era ridícula, por supuesto. ¿Cómo podía percibirse una ausencia? ¿Cómo podía verse algo que no estaba allí? Y sin embargo, de alguna manera, era precisamente eso lo que estaba experimentando.

El muro jugaba con sus expectativas y las frustraba. Tuvo la impresión de haber llegado a casa de noche y haberse dado cuenta mientras buscaba las llaves en los bolsillos de que habían echado la puerta abajo. Arkady se quedó allí contemplando la vacía extensión del muro, temiendo lo que pudiera encontrar más allá.

Lo que más lo perturbaba era la sensación de incompletitud que lo rodeaba. El muro parecía una obra en marcha, aún sin terminar pero avanzando ya hacia una forma final que sólo podía intuirse vagamente con lo que había a la vista. Empezó a crisparle los nervios ya inquietos, como una canción o una historia repetida hasta la saciedad con la perpetua omisión de su última línea.

Entonces comprendió que el muro no era algo que estuviera atrapado en el proceso del ser sino más bien algo que se encontraba en pleno proceso de dejar de ser. Era una verdad sistemáticamente refutada. Una canción que nadie cantaba. Una historia borrada, palabra por palabra, desde el final hasta su principio.
Érase una vez

La mente de Arkady acudió de inmediato a los dibujos e imágenes que había visto en los Registros de Plata de su pueblo. Mitos y recuerdos tan potentes, tan vitales, que no podían ser grabados en un elemento menos duradero que la roca sólida. Historias talladas en los corazones de las montañas.

Pero allí, en un nivel más primario, más profundo aún que las raíces de las montañas, las historias estaban siendo descontadas. Separadas en sus fragmentos más básicos y desperdigadas. Divididas como si fueran átomos y con resultados igual de calamitosos e irreversibles.

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